después del temblor de tierra, el castillo se sumió en un misterioso silencio. Había mucho que barrer y recoger, mucha porcelana rota que tirar a la basura, mucho estropicio que ordenar. Pero todo el mundo desapareció. Lo sé porque yo volé de una punta a otra del castillo y no vi ni un alma.

En realidad, Solsticio me había encerrado en mi jaula de la Habitación Roja, pero, como quizá ya sepas, yo nunca me quedo allí mucho rato, porque abro la trampilla secreta y vuelvo a salir sin más. Mientras exploraba los pasillos en apariencia desiertos me di cuenta de que el castillo mismo parecía contener el aliento, como si pudiera producirse otro temblor en cualquier instante. Ninguna tabla crujía, ninguna puerta rechinaba, ninguna cortina aleteaba al viento.

Todo permanecía inmóvil.

¡Muy bien!

Decidí averiguar dónde se habían metido todos.

Empecé en lo alto del castillo, en el Torreón Este. Me posé en el alféizar de la ventana del laboratorio de Pantalín, donde reinaba el silencio. Nada de golpes, nada de zumbidos o silbidos, ningún chirrido, ningún martillazo. Nada.

Rarísimo. Al atisbar por la ventana vi a Pantalín sentado a la mesa del laboratorio, entre los pedazos rotos y descabalados de lo que a él le gustaba llamar «material científico». Me daba la espalda, pero se veía que estaba escribiendo frenéticamente.

Lo dejé hacer.

A Mentolina me la encontré sentada en la cama, leyendo un libro de escultura, que era su última obsesión.

—Ah, Edgar —dijo al ver que me posaba en la alfombra—. ¿Todavía por aquí?

Me parece que era una especie de chiste, pero me subí de un salto a la cama y observé las ilustraciones del libro.

Es rarísimo, me dije otra vez, lo que llegan a hacer los humanos para pasar el rato. Si yo pudiera escoger no me pasaría dos años golpeando un bloque de piedra con un cincel para que pareciese una mala imitación de una persona. Preferiría comer ratones secos y dormir un montón. Claro que quizá sea porque ya no soy tan ambicioso como antes.

La dejé también con lo suyo y fui en busca de los jóvenes humanos. Crucé volando el pasillo, y pasé junto al cuarto de los bebés con un escalofrío, aunque tenía entendido que la temible Niñera Cachivaches se había tomado sus vacaciones de cada año. Había ido a una convención de niñeras, una reunión especial en la que, supuse, aprendería a ser más cruel y maligna. Así pues, el cuarto de los bebés era por una vez un lugar seguro, pero yo ya sabía que los gemelos no estarían allí.

En efecto, me los encontré gateando por la barandilla del descansillo de la quinta planta, aunque se las arreglaban para caerse solo por el lado alfombrado, y no por el lado donde se abría un abismo de cinco pisos que terminaba en las duras losas de la planta baja. Asombrosa habilidad, desde luego. Quizás era sencillamente que habían nacido con chamba.

Ese pensamiento volvería a tenerlo más adelante.

Aun así, me pasé media hora haciendo cabriolas vistosas y batiendo mis alas para que se dejaran de travesuras sobre la barandilla mortal y me siguieran por el pasillo hasta la habitación de Solsticio, unos dominios más seguros. No hubo manera. Al llegar allí, me la encontré en compañía de Silvestre. Ambos miraban a las musarañas con aire sombrío.

El mono no estaba, pero no era esa la causa del abatimiento de Silvestre, ni de la aflicción de Solsticio.

Ella levantó la vista cuando entré dando saltitos por la puerta.

—¿No te había metido en la jaula? —dijo.

Me encogí de hombros, cosa que nunca me sale demasiado bien, porque no es que ande muy sobrado de hombros que digamos, pero me parece que ella captó la idea.

La idea era: sí, quizá sí me metiste, pero no esperabas en serio que me quedase allí, ¿verdad?

—Ay, Edgar —gimoteó Silvestre—. ¿Qué vamos a hacer?

Me acerqué de un salto al pobre chico, que estaba sentado en el suelo con las rodillas en la barbilla, o mejor, tan cerca de la barbilla como les era posible sin mancharse, dada la excesiva afición de Silvestre al pastel de chocolate.

¿Urk? —pregunté.

—Sí, Edgar, exacto. —Suspiró—. ¿Sabes dónde está padre ahora mismo? Arriba en su habitación, escribiendo. ¿Y sabes qué está escribiendo? Exacto. ¡Un anuncio! ¿Y sabes para qué es el anuncio? De nuevo, exacto. Un profesor. Un maestro de escuela para nosotros.

—Y tú —añadió Solsticio— ya sabes lo que pensamos de los profesores, ¿verdad, Edgar?

Lo sabía.

Repasé la lista de los tres o cuatro que habían tenido.

La señora Elbow, por ejemplo, que se había marchado tras los repetidos asaltos de un pequeño mono insolente.

O el señor Barkworthy, aquejado de una frenética risa histérica tras tres semanas oyendo cómo Solsticio respondía siempre a la pregunta anterior, y no a la que le estaba formulando.

O la señorita Quick, que un día acabó huyendo del castillo dando alaridos porque a Silvestre —que más bien le tenía simpatía— se le había ocurrido enseñarle su colección de roedores muertos. Me parece que fue este comentario del chico, «¿No le encantan esos deditos negros?», lo que la dejó del todo turulata.

Y todavía hubo una pareja, no recuerdo ahora sus nombres, que vinieron en plan marido y mujer a enseñar a nuestros queridos niños, pero hicieron una incursión por las cavernas y no volvieron más. Lo único que encontramos fue un libro de texto envuelto en un tentáculo, arrancado —suponemos nosotros— en una lucha feroz con la aritmética.

Había pasado, en efecto, una larga temporada desde que los niños habían contado por última vez con lo que Pantalín llamaba «una educación formal», pero debo decir que yo mismo había procurado echar una mano en ese aspecto. Me gusta pensar que fui yo quien contribuyó a desarrollar el interés de Solsticio por los preparados de hierbas. Sin ir más lejos, yo le mostré el mejor rincón del jardín para encontrar beleño.

Y del mismo modo, fui yo quien alentó la fascinación del pequeño Silvestre por los esqueletos de roedor (y si de paso me saqué alguna cena gratis, mejor para mí).

Seguir encontrando nuevos profesores, además, había resultado difícil, pues la fortuna de la familia se estaba reduciendo peligrosamente y los pocos aspirantes al puesto, conociendo la fama de los Otramano, pedían sumas exorbitantes.

—Quizá —dijo Solsticio— podríamos suplicarle por última vez antes de que haga… una tontería.

Silvestre suspiró.

—¿De qué va a servir?

—A lo mejor vale la pena intentarlo —insistió Solsticio—. Dime, ¿hasta qué punto eres capaz de parecer deprimido?

—¿Qué tal así? —respondió Silvestre, poniendo la cara más desconsolada que había visto en mi vida. Por un instante pareció un camello deprimido. Mejor aún, un camello deprimido con un desastroso corte de pelo.

—Tal vez sirva —dijo Solsticio sonriendo—. ¡Vamos!

Se puso de pie de un salto y salimos de su habitación a toda prisa. Y quiso la suerte que ese fuera el momento ideal.

¡Allí estaba!

Pantalín se había plantado delante de Fermín con el texto del anuncio en la mano.

—Ahí va, muchacho —anunció—. ¡Esto servirá para acabar de una vez por todas con la ignorancia de mis vástagos! Llévalo al periódico del pueblo para que lo publiquen, y mira que ocupe un cuarto de página. ¡No! ¡Media página! ¡No, espera! ¡Una página entera! ¡Quiero que todos los maestros del país llamen a nuestra puerta, pidiendo de rodillas una oportunidad para dar clases a esta prole descerebrada que Dios me ha dado!

—Una página entera, señor… saldrá un poco cara —se atrevió a insinuar Fermín.

A Lord Otramano le tembló ligeramente el bigote, pero consiguió dominar sus nervios.

—Pues muy bien —le espetó.

—¡No, padre! —gritaron al unísono Solsticio y Silvestre; después el muchacho añadió—: A nosotros no nos importa ser tontos. Al menos a mí no. Y Solsticio es muy lista. Mucho.

Demasiado tarde.

Ante la orden solemne de Pantalín, el mayordomo se dirigió a la puerta principal y la abrió de par en par.

Lo que pasó entonces fue increíble.

Cuando Fermín abrió la puerta de golpe, vimos justo en el umbral a un hombre que daba un bote, sobresaltado. La mano se le había quedado suspendida en el aire, a punto de llamar. Y él estaba boquiabierto, totalmente pasmado.

Me pareció algo más peludo de la cuenta (aunque yo estaba demasiado bien educado para mencionarlo) y tampoco era lo que se dice muy alto. De hecho, su mirada se topaba directamente con la pechera de Fermín. Entornó los ojos a causa de la sorpresa, e incluso tuvo el valor de esbozar una especie de sonrisa, aunque, para ser exactos, aquello más bien estaba entre la sonrisita y la mueca maliciosa. A su espalda, en el sendero, había un enorme baúl de madera.

—¿Quién demonios es usted? —preguntó Pantalín, adelantándose. Sus cejas se contrajeron de nuevo frenéticamente.

El hombre se acercó a saludarlo. Y para ser tan bajito, demostró tener una voz bastante grave y sonora.

—Melvin Brandish —respondió—. Educador itinerante. ¿No necesitará, por casualidad, un maestro en esta casa?

—Toma ya —dijo Silvestre.

—¡Grito! —dijo Solsticio—. Esto es rarísimo.

—Fermín —masculló Pantalín entre dientes—. Rompe el anuncio. —A continuación le tendió la mano al señor Brandish—: Pase usted… ¡Fermín! ¡Limpia la habitación del profesor! ¡Niños! Venid a saludar a vuestro nuevo maestro.