Epílogo
EL hotel se llamaba Sandals y estaba lleno de parejas recién estrenando amores. Tenía menos clase que su querido Ritz, pero, a cambio, el camarero del beach club conocía a la perfección el secreto de la pina colada.
Lina se llevó a los labios una copa de balón por la que escurría la escarcha, con una sombrillita de colores en el borde, y sintió caer por su garganta sedienta una cascada helada de líquido dulzón, tan rico para el olfato como para el gusto. Le recordó remotamente al aroma de una crema hidratante que alguna vez debió de probar sin permiso de su dueña, en una de aquellas mañanas de fantasías. Ni en sus mejores sueños había imaginado Lina final más feliz para su novela.
Un poco más allá, entre la playa y el horizonte, Luz Elena levantaba un castillo de arena, su cuerpecito moreno salpicado de sal.
Y la saludaba, a cada poco, como si también a ella le resultara inconcebible estar viviendo en una nube de algodón de azúcar.
Lina la contemplaba desde el otro lado de sus lentes oscuras, bajo las alas de una pamela de paja, sin más vestimenta que un biquini amarillo. En la mano con la que sujetaba el vaso lucía un anillo de oro. Alrededor del cuello, un grueso collar de perlas, y colgando de sus orejas dos pendientes de brillantes.
—¿Su nombre, señora?
—Carolina, Carolina Sánchez. Pero puede llamarme Carol.
—Es un nombre muy bonito. ¿Me dice su número de habitación, por favor?
—Con gusto señor: la ciento doce. Y cuando termine esta bebida me trae otra, por favor.
De tanto en cuanto, Lina posaba los pies desnudos sobre la arena. Enterraba sus dedos bajo los granillos cálidos y al levantarlos sentía un cosquilleo subirle por la pantorrilla. ¡Qué mejor amante!
Se levantaba, caminaba contra la brisa, acariciaba la cabeza de la niña al pasar a su lado y continuaba avanzando, un poco más, hacia la tierra húmeda de la orilla. Notaba entonces que todo su cuerpo se estremecía al contacto con el agua clara y azul, ni fría ni caliente, como corresponde al mar Caribe, que la abrazaba, la empapaba, la manoseaba con el ir y venir de sus olas de espuma. Lina se sumergía hasta el cuello —aún no había tenido tiempo de aprender a nadar— y abría la boca para saborear ese regusto a sal que nunca supuso tan fuerte, tan intenso, y que permanecía en su garganta mucho rato, hasta que lo empujaba al fondo de su cuerpo con un nuevo trago de pina y ron.
Disfrutaba especialmente remojando sus cabellos negros, ahora casi ondulados, y dejándolos secar al sol para, inmediatamente después, volver a zambullirse entera, en aquel inmenso abrazo líquido.
Podría decirse que a ratos, sobre todo al caer la noche, le parecía sentir, aunque remotamente, cierta añoranza de Emerson. Pero ya su efecto calmante lo suplía el mar, y sus brazos fuertes, y el roce de su áspera piel, que recordaba, vagamente, al de la arena que quedaba en los zapatos, no eran más que fantasmas de otros tiempos.
También de vez en cuando se le aparecía el espectro de Carol vestida de gasas y tules. Con aquellos ojos suyos de un azul muy intenso, que se la quedaban mirando fijamente desde el gran azul, entre la playa y el horizonte. Y ella apartaba rápido esa imagen de su vista para no permitir que el remordimiento se pasease por sus entrañas desbaratándole la felicidad.
—¿Y cuánto tiempo piensa quedarse con nosotros, señora Sánchez?
—¿Cuánto es el máximo?
Atrás quedaba el terremoto que había reducido su reciente historia a cenizas. Los escombros habían ido sedimentando, unos sobre otros, de manera que Cajamarca había quedado allá, en el fondo, bajo varias capas de recuerdos, aplastada por Madrid, el robo y la huida.
No se cansaba Lina de mirar el mar. Tal vez no se cansase nunca. Algunas tardes, sin embargo, se quedaba sola en la playa, cuando ya todos los clientes se estaban vistiendo para la cena y esperaba a que el sol se hundiera en el infinito.
Entonces, sólo entonces, al marcharse el sol, le parecía descubrir en el horizonte un color que la inundaba también por dentro y que la ponía triste. Cuando notaba que le temblaban los labios y que los ojos se le llenaban de sal, Lina sacaba de una cesta de paja el cofrecito negro donde guardaba sus gafas de sol. Se asomaba un instante al reflejo de su cara en los cristales. Se arreglaba el pelo, se limpiaba las lágrimas idiotas con el reverso de la mano y se colocaba las lentes sobre los ojos.
En medio de esa escena en blanco y negro apenas lograba distinguir la sombra gris de los ojos de Carol bajo la lluvia.