12
I
A través de la maleza, así se llegaba a la playa. A veces se le enredaban las patas a la yegua y daba un traspiés, pero Luisa se aferraba a las crines, sin soltar las riendas, y se mantenía firme sobre su montura vieja. Luego, al alcanzar la arena, salía la Rumba al galope hasta más allá de la espuma, sin miedo al agua que las empapaba a las dos, hasta que, después de un rato, reculaba y se sacudía, y se ponía de patas, y relinchaba, y volvía a emprender la carrera, salpicando a su paso arena y sal.
No había un alma en aquella playa. Sólo las huellas de las gaviotas que el viento borraba enseguida, y las de la Rumba, que se las llevaba el mar. Tampoco había casas más acá del pinar, ni barcos más allá de Cádiz. Soplaba el poniente, más fresco ahora que se acababa septiembre que en los primeros días del verano, cuando todavía madrugaban los pescadores.
«Dentro de poco habrá que ir empezando a pensar en la vuelta», decía todos los años su madre el último día de agosto, harta ya de tanto campo, de tanta viña y de tanta soledad. Pero de allí no se movía nadie hasta que los echaba el frío, ¡bendito frío!, de las primeras noches de otoño. Entonces se abrían de nuevo los balcones de la calle Medina y se podaban las gitanillas, se sacudían los colchones y la vida volvía a renacer al otro lado de la reja.
—Y tú, Luisa, este invierno, ¿qué? —le preguntaba la tía Margara con la labor a medias.
—¡Digo! —aseveraba la madre.
—Pues ya veremos —respondía ella, mirando a Suiza. Las cartas de Diego se amontonaban en el cajón de su mesita, cansadas de tanto doblarse y desdoblarse. En ellas se recogía la vida del hospital de Ginebra, el desamparo de sus calles extrañas, la profundidad de los lagos, la majestuosidad de las montañas, las ganas de verla, las ganas de verla, las ganas de verla.
Y todas las tardes, Luisa en la playa y Diego en la azotea del hospital, miraban a la vez como se marchaba el sol.
—Pero con gafas negras, no se te quemen esos ojazos azules, chiquillo.
—Y en cuanto vuelva, nos casamos.
—Eso lo dirás tú.
Luisa se quedaba aún un rato más sentada en la arena, hasta que casi se hacía de noche, hasta que encendían el faro del puerto, dibujando caminos con el dedo, enterrando las manos y los pies bajo la superficie de la playa. Luego montaba en la Rumba y regresaba al paso, al paso, al paso, por entre los pinos y los eucaliptos, camino de La Viña, donde siempre que llegaba tarde la esperaban sus hermanos mayores, Curro y Josele, con el motor del coche en marcha. «¡Hay que ver con la niña, otra vez igual!»
Pero esta tarde fresca, de casi otoño, mientras el sol se le escapaba al día, Luisa se palpaba el ombligo a través de la camisa. Era imposible que allí dentro, bajo la piel, hubiera ocurrido un milagro. Era imposible. Y a la vez, era tan cierto que casi era capaz de escuchar un latido lejano, pequeño, recién nacido, meciéndose al compás de su propia marea.
Lola. La iba a llamar Lola. La iba a llevar con ella al fin del mundo, para enseñarle el lugar donde moría el sol. La iba a acunar entre sus rizos hasta que se quedara dormida, y si no le venía el sueño, le iba a cantar, le iba a llenar la cara de besos, las manos de lluvia, el pelo de flores, porque Lola iba a brotar al romper la primavera. Iba a respirar tanto aire para Lola que la niña iba a nacer soplando vendavales, iba a mirar tan fijo el mar, que se le iban a volverlos ojos del color de la tarde sobre el agua.
Luisa se tumbaba en la playa, con el pelo enmarañado por el viento, y dejaba que las olas le mojaran la punta de los dedos. Se estremecía. Rodaba sobre su pequeño cuerpo de cristal, sobre la cintura que a veces se le quebraba al bailar y que, ahora, poco a poco, se iría transformando en cuna, en nido, en mundo, en universo, en vida. Se enterraba, como las tortugas, que dejan sus crías en la arena y confían en que el instinto los devuelva al mar.
Se enterraba porque querría que las cosas fueran así de fáciles. Que uno pudiera entregar la existencia así, sin más; dejarla metida en un agujero en la arena y despreocuparse. Y regresar en unos meses para llevarla de la mano a casa: «Esta es Lola —les diría—, mi niña». Y entonces alguien pondría un plato más a la mesa.
Pero no. No sería tan sencillo. Su milagro era sólo un milagro a medias. Un milagro-vergüenza. Un milagro más vergüenza que milagro.
Como el de Begoña, la del perfume, que se tuvo que ir de la casa de la calle Medina sin despedirse de los niños, sin dejar la ropa lavada, ni planchada, ni doblada en el armario, sin recoger siquiera su frasco de pachulí, ése que le valió el título, el que le trajo Manuel de Ceuta, cuando se marchó a la mili; ése que se iba gastando poquito a poco por detrás de sus orejas sin que nadie lo sintiera, ni lo besara, ni lo extrañara cuando estuviera lejos. Begoña, la que vieron en la distancia una tarde de feria, barriendo el suelo de las casetas con un niño colgando de la teta y no se acercaron a saludar.
Un milagro a medias.
Así que esta tarde fresca, de casi otoño, Luisa agarró al toro por los cuernos. Se puso en pie, tomó las riendas y emprendió el camino de vuelta con el sol de color melocotón escondiéndose entre las olas de su pelo.
Hablaba con Lola, que aún no tenía respuestas, y con la Rumba, que no las tendría jamás. Y con la Virgen del Rocío, que se apareció en una marisma, y con la de la Soledad, que sabía lo que es sentirse sola, y con la del Amor y Sacrificio, porque a veces se sufre tanto por querer de veras…
Caminó hasta donde crecía el lentisco y cuando saltó a lomos de la yegua había tomado ya la decisión más dolorosa de su corta biografía. Se llevaría a Lola con ella, sí. A los confines del mundo. Comenzarían las dos a vivir al tiempo. Desde cero. Y no mirarían jamás atrás, como las tortugas.
Amaba a Diego. Pero hasta el sonido de su nombre la torturaba. Diego, dos punzadas de dolor. La sola presencia de Lola bajo su piel, tan sorprendente, misteriosa, fascinante y asombrosa; Lola había transformado sus encuentros y desencuentros en el argumento de una novela del género tonto. ¡Se habían visto dos veces!, ¡por Dios, dos: Diego! En cuanto sus padres supieran que esperaba un bebé la obligarían a casarse con él. La llevarían a Madrid a llamar a la puerta de la casa de Serrano, a pedir cuentas, a exigir respuestas, a vengar agravios. Los padres de Diego los harían pasar al salón, echarían la llave y los visillos, sacarían de un cajón el talonario —que es como se arreglan estas cosas, dirían, como personas civilizadas—, y su padre se levantaría y les rompería el cheque en las narices, se marcharía dando un portazo, olvidándola a ella en el sofá, a merced de las miradas de los otros, de sus preguntas y sus dudas, de sus insinuaciones. —«¿Cómo podemos estar seguros de que el niño es de Diego?—, de sus sospechas, sus miedos, sus decepciones».
¿Y Diego? Con el mundo en sus manos, sus aspiraciones. Con el Premio Nobel en la vitrina de sus sueños, en la cúspide de esa pirámide del éxito a la que ella, seguro, subiría a rastras, si no se quedaba en la base, mareada de vértigo, de sólo pensarlo. Nunca le devolvería su libertad, nunca sus tardes al galope, sus macetas de geranios, sus paseos por la alameda, sus veinte años. Diego la encadenaría a sus rodillas, la llevaría de lastre el resto de su vida, calle Serrano arriba, calle Serrano abajo, por mucho que le pesara, aunque ya no hubiera nada más que Lola entre los dos.
Acabarían odiándose, tarde o temprano. Y cuando tal vez ella quisiera regresar a su playa, él reclamaría a la niña, y se la quedaría en prenda. Y entonces, seguro, ya no podría soportar la soledad. La encontraría allá adonde fuera; escondida en los ojos interrogantes de la gente de la calle Medina, en los chismorreos de la plaza, en los corrillos de costura, manchando las paredes encaladas, echando a perder el poco aire que respirara. Se volvería vieja mirando al mar, echaría raíces allá donde la hierba no crece y acabaría secándose, pudriéndose por dentro y por fuera.
—No, Rumbita. No, Lolilla. Eso no va a pasar —repetía, y le rodaban las lágrimas por la cara.
Luisa guardaba en el colchón la herencia secreta de su abuela Pía. Una tarde de invierno, tres o cuatro años antes de morir, la llamó a su cuarto y le pidió que la llevara de paseo a la calle, que quería enseñarle una cosa. Salieron las dos a resolver misterios: Pía, con las piernas cubiertas por una manta de lana, y Luisa, con el abrigo inglés empujando la silla de ruedas de su abuela hasta el convento de las Carmelitas de la calle Larga.
Las hicieron pasar a un locutorio pequeño donde ardía un fuego de adorno, incapaz de vencer al frío y la humedad que se metía por dentro de la ropa y de los zapatos. Ambas temblaban a la par cuando, por fin, apareció una mujer de entre las sombras. Iba vestida con un hábito marrón hecho de saco del que extrajo dos manos llenas de sabañones. Se sentó en el suelo, tras las rejas, en la penumbra, y sonrió con una dulzura tal que la habitación se caldeó de pronto y se iluminó, y se llenó de paz.
—¡Pía, querida! ¿Es ésta tu nieta Luisa de la que tanto me hablas? —preguntó sin dejar de sonreír. Su voz sonaba como la corriente del agua entre los cantos y su risa como campanitas de cobre.
—Ésta. Mi Luisa.
La abuela Pía tenía veinte nietos; y todos eran suyos: mi Curro, mi Lolo, mi Consuelo… Pero Luisa era especial; porque ella misma la había traído al mundo, con sus propias manos, y la había bañado, y criado con biberones cuando su madre tuvo la hemorragia y todos creían que se iba a morir. Porque tal vez ella también creyó que moriría y en su corazón había adoptado ya a aquella niña como propia, como un regalo tardío de Dios, que no le mandó más que hijos varones, siete.
—Acércate que te vea, Luisa. ¿Cuántos años tienes?
—Doce.
—Sí. Te pareces muchísimo a tu abuela, cuando chica. ¿Tú también bailas tan bien como ella?
—Tú eras la que bailaba bien, Pilu, digo, hermana Rosario —respondió la abuela por ella—. A ti te hacían corro, no a mí.
Las dos mujeres enhebraron una conversación a la que Luisa asistió en calidad de espectadora, sobre una niñez compartida hecha de risas y bailes, que a veces se transformaba en música, o en oración. Para Pilu, el mundo ya no giraba como antes. El mundo se había detenido y en su memoria las personas no habían envejecido, pero ella tampoco. Conservaba una piel tersa, suave seguro, bajo la vestimenta y la toca.
—Se está apagando el fuego —dijo la abuela después de un rato largo— y no le hemos explicado a Luisa a qué ha venido.
La hermana Rosario, en el mundo Pilu, introdujo una mano en el hábito y sacó un paquete hecho con papel de seda. Se lo alargó a la abuela y ésta lo desenvolvió ante los intrigados ojos de su nieta.
—Este anillo, niña —le dijo—, es para ti. Nadie sabe que lo tengo, ni dónde está. Pero el día que yo me muera, quiero que vengas y se lo pidas a Pilu.
En la palma de su mano, en el temblor de su mal pulso, Luisa vio por primera vez el anillo de la abuela Pía. Tenía un solo brillante, grande como un garbanzo, y en su interior, aunque aquella tarde no lo supo, sino mucho después, cuando ya la abuela había muerto y ella recibió el aviso de las Carmelitas, llevaba inscrito un nombre: Rafael, que no era el nombre del abuelo Federico.
Pía se llevó el secreto a la tumba, Pilu a los rosales del convento y Luisa al interior de su colchón de lana porque al volver a casa, las dos en silencio por la calle Larga, la abuela sólo abrió la boca una vez y fue para decirle:
—Yo ya no tengo edad de cambiar las cosas, pero a ti a lo mejor te resuelve la vida algún día.
Y ninguna de las dos volvió a sacar el tema jamás.
Ahora sí. Ahora había que sacar de nuevo el tema, de las tripas de aquel viejo colchón. Había que regresar a Sevilla, a buscar cualquier cosa olvidada en el colegio. Había que pedirle al cochero que la recogiera allí mismo, en la puerta, en una hora. Había que salir corriendo por las callejas empedradas e internarse en Triana, y recordar el camino a la casa de Fausto Ordóñez, que compraba oro y plata sin hacer preguntas.
Luego había que encerrarse en su cuarto a romper las cartas de Diego, y secarse después los ojos, y pintarse bien la raya. Y comprarse un billete de tren para Madrid, y una vez allí, uno de avión a Nueva York, donde todo lo vigila la estatua de la Libertad desde un pedestal muy alto.
La última noche que Luisa pasó en La Viña, cuando apagó la luz, escuchó a través del muro que comunicaba su habitación con la de sus padres, la voz de su madre que decía: «Habrá que ir empezando a pensar en la vuelta».
Y se echó a llorar como nunca antes imaginó que podría hacerlo, sólo de calcular todos los años que tendrían que pasar antes de poder regresar a casa.
II
EL príncipe Boris Vladimir, cuyo reino había dejado de existir varios años antes de su nacimiento, continuaba utilizando un título que en la República Federal de los Estados Unidos de América no tenía más sentido que el de hacer bonito en las tarjetas de visita que él repartía a diestro y siniestro en cualquier reunión social que aconteciera en la Gran Manzana.
Había encontrado una manera sofisticada y digna de ganarse la vida, sólo con añadir en dichas tarjetas, al final del apellido, las siglas PR, en inglés «Public Relations», aunque, según él mismo confesaba en la intimidad, jamás imaginó la cantidad de besos al aire que tendría que dar a lo largo de su carrera.
Además de su labor como organizador de eventos, dictador de modas, encumbrador de snobs, manantial de chismes y leñador de árboles caídos, Boris era la persona que se escondía tras el seudónimo de «Cicerone» en la famosa columna de sociedad del New Yorker, donde, amparado por su identidad secreta, aprovechaba para despellejar vivas a las mismas personas a las que invitaba, adulaba, besaba y abrazaba a diario.
Cuando aquella tarde llamó a la puerta de la Academia de Baile de Amelia Heredia, en el cuarto derecha del número 20 de la calle 73, la propia Amelia salió a recibirle perdiendo los zapatos por el camino.
—A ver, que alguien le traiga una copita de jerez al caballero —dijo a voz en grito mientras ayudaba al príncipe a quitarse la gabardina—. Sherry, your royal highness? —le dijo en un andaluz perfecto.
Luego lo acompañó al aula grande, la del espejo al fondo, y lo sentó en la única silla de toda la escuela, la que usaban por turnos el guitarrista y el cantaor. Entonces, las doce bailaoras entraron vestidas de vivos colores, con el pelo engominado y las castañuelas enredadas en los dedos, y pasaron por delante de él tiesas como soldados, sin volver la vista.
—Un, dos, tres y…
El salón se llenó de volantes al aire, alas de flamenco, duendes a lunares, furiosos taconeos, desafío en las miradas, dulzura en las cinturas, arte. Al final del baile, el príncipe seleccionó a cuatro de las chicas:
—The girl in red, the one in white, the one in blue and the pretty one —concluyó.
—¿Cuál? ¿Luisa? —preguntó Amelia.
—La bonita, sí —confirmó Boris apuntándola con el dedo.
En cuanto la directora de la academia salió de nuevo al pasillo para acompañar al príncipe a la calle, las escogidas se pusieron a dar saltos de alegría. Sólo Luisa, que acababa de firmar un contrato por tres meses como sustituta de una profesora enferma, se quedó callada sin saber a qué venía aquella algarabía.
—Sonríe, chiquilla —le dijo una de sus compañeras—, que te ha tocado la lotería nada más llegar.
—¡Eso! ¡Ha sido llegar y besar el santo! —completó otra.
Hasta que no regresó Amelia no consiguió enterarse Luisa de cuál era su gran suerte. Al parecer, una importantísima asociación de millonarios y empresarios de origen hispano, afincados en Nueva York y reunidos bajo el nombre de Spanish Institute, celebraba su entrega de premios anual con un baile universalmente famoso en el que, este año, se contaría nada menos que con la actuación del cuadro flamenco de la Academia de Amelia Heredia.
—Y a ti, guapa, te toca ensayar.
Los ensayos eran agotadores. Luisa se levantaba con náuseas y se acostaba destrozada, sin ganas ni tiempo de nada, pero al menos, de este modo, tampoco había lugar para la tristeza, la añoranza o la autocompasión. Compartía una habitación diminuta en Brooklyn con una de las profesoras de la academia, una portorriqueña bajita y culona, muy divertida, de la que enseguida se encariñó aunque la veía poquísimo, y con la que se comunicaba casi siempre a base de mensajes prendidos de un imán en la nevera: «¡Qué cielo, Nacha, me hiciste la cama!» o «¡Encontré guayabas en el mercado!».
Después de dos semanas de trabajo, Luisa andaba a rastras y le dolían los brazos, las piernas y la espalda, pero por fin había llegado el gran día.
Su vestido blanco de lunares azules —«niña, estás echando tripita. Ponte el blanco, que disimula un poco»— estaba colgado de la lámpara, listo para la ocasión. Nacha la ayudó a vestirse —los zapatos, lo último— como si fuera una novia. Un beso en la cara, una palmada en la espalda y un suspiro cuando se cerró la puerta, fabricado con las ganas de ir con ella, o de ser ella.
La gente de Nueva York, acostumbrada a todo tipo de modas y actitudes, no podía evitar voltear la cabeza cuando se cruzaba con Luisa, camino del Waldorf Astoria, y no por culpa del vestido, que sin duda era espectacular, sino del oleaje de su pelo y la profundidad abisal de sus ojos negros.
En el lujoso comedor del hotel, los invitados ya estaban sentados a las mesas y los camareros, más de un centenar, ya se encaminaban hacia ellas con las bandejas en la mano. Desde detrás de la cortina por donde Luisa contemplaba el espectáculo, aquella escena, con su mezcla de voces y violines, el ruido del cristal y de la plata y el brillo de tanta seda, tantos diamantes, tantas velas encendidas, parecía una ilustración extraída de un relato de la Viena imperial. En aquella mezcla de personajes de esmoquin y vestido largo reconoció Luisa a algunos de sus ídolos del cine y la canción, como Antonio Quinn o Alain DeIon, que conversaban animadamente con unas espléndidas mujeres de amplios escotes.
Amelia Heredia, temblando como una hoja, daba órdenes a diestro y siniestro entre bambalinas:
—Tú, niña, cuando acaben los tanguillos, te acercas a la mesa veintisiete, ésa de ahí —dijo señalando una mesa redonda en la que Luisa creyó reconocer a Elisabeth Taylor—, y sacas a Paco Rabanne a bailar una sevillanita.
—¿A quién?
—¡A Paco Rabanne, Luisa, parece mentira! Ése de la barba, el que está sentado junto a la chica del vestido de plástico. Es un modisto famosísimo. De San Sebastián.
—Y siendo vasco, ¿usted cree que sabrá bailar sevillanas?
—Hombre, aquí saber, saber, no sabe nadie. Tú dile cuándo tiene que cruzarse y en paz.
Luisa estudió durante unos minutos la mesa 27. En efecto, Elisabeth Taylor con sus ojos color esmeralda, su pelo negro, cardado hasta el imposible, y sus manos largas, fumaba un cigarrillo prendido al final de una pipa. A su derecha estaba el tal «Paco», cuya cuidada barba y sus cejas espesas lograron intimidar a Luisa a pesar del nombre. A su izquierda, junto a una belleza vestida de rojo, que tenía el cuello más largo que había visto en su vida, y un moño caoba en lo alto de la cabeza, había un hombre joven. Llevaba un clavel en la solapa, y sobre la nuca, lo que parecía un caracolillo moreno.
Ese hombre se le metió a Luisa entre las dos cejas, le anidó en la frente y le llenó la cabeza de pájaros. Tanto que cuando bajó del escenario, se acercó a la mesa sin titubear y le alargó la mano a él, sin dejar de mirarle fijamente con esos dos ojos que estaban sumergidos en el agua negra del fondo de un pozo. Lo condujo a la plaza, le dio vueltas y más vueltas con el capote de su falda blanca, lo tentó, lo sometió, lo arrinconó contra las tablas como al toro moribundo, y la puntilla fue un beso, lanzado al aire al terminar la faena.
Luego lo dejó volver a su sitio, herido de muerte, donde lo recibieron como a un héroe, entre aplausos y brindis. La única que no levantó su copa fue la mujer de rojo.
De nuevo tras el telón, Amelia estaba furiosa.
—¡El de la barba, estúpida, te dije el de la barba!
Pero sus compañeras la sonreían por detrás de la espalda de la directora, y le guiñaban el ojo, y luego, cuando la otra se fue, le tocaron las palmas.
—¡Hay que ver la suerte que tienen algunas!
—¡O lo listas que son!
Tom Bouvier, el hombre que, vacilante, siguió los pasos de baile, giró cuando ella le dijo y la agarró de la cintura cuando Luisa se lo ordenó —aunque, según le confesaría más tarde, en aquel momento tenía la sensación de estar profanando un templo—, era el mejor partido de América.
Recién cumplidos los treinta y uno, hacía diez que había heredado el imperio de su padre, un magnate del petróleo que lo engendró a los setenta y ocho y murió inmediatamente después de semejante hazaña. Físicamente se parecía más a su madre, austríaca de nacimiento, en lo esbelto, la claridad de su piel y sus ojos color miel. En cambio, el pelo negro y rizado procedía de Texas, igual que sus manos grandes y un ligero acento sureño, que renacía después de cada verano en el rancho.
Tom era guapo, joven y rico. Las mujeres revoloteaban a su alrededor como abejitas de dulces aguijones. Alguna había que conseguía, de vez en cuando, dar en el blanco. Por eso se había ganado fama de conquistador, aunque él aseguraba que no era sino una víctima inocente de las malas artes femeninas.
La chica de rojo era italiana. Les habían fotografiados juntos saliendo de un restaurante y el rumor de sus amoríos se había extendido tan rápido como prende la mecha de una bomba. Esta noche, dicha bomba haría explosión en cuanto los paparazzi revelaran las instantáneas tomadas en esta fiesta.
—Ésa es la madre, Greta Bouvier —le explicó una de sus amigas espiando con ella a través de una rendija abierta en la cortina—. Más estirada que el palo de una escoba. Y ésa, la que está sentada a su lado, se llama Francesca Ventura, ya ves, vaya nombre. Parece que es su novia, o algo así.
Luisa se fijó en aquella mujer madura a la que se le estaba atragantando la copa de champán como respuesta a algún comentario que acababa de hacerle el príncipe Boris Vladimir. Ambos miraban hacia la mesa en la que la otra mujer, la italiana, sonreía a duras penas mientras que Tom, ajeno a la conversación, permanecía inmóvil, ausente, con la vista perdida en algún lugar muy lejano, al que se había escapado hacía un rato y del que ya no regresaría jamás.
Aquellas fiestas nunca terminaban mucho después de la medianoche. Poco antes de las doce, los Cadillac y los Rolls comenzaban a invadir las aceras y a mezclar sus humos con el vapor de las alcantarillas, disputándose los lugares más cercanos a las puertas del hotel. Fotógrafos y curiosos se arremolinaban al otro lado de la calle armados con cámaras de flashes cegadores.
Luisa se despidió del resto de sus compañeras frente a la verja de Central Parle y comenzó a caminar despacio, dejándose guiar por las luces rojas de los semáforos y las de los faros de los coches. Acababa de pasar por delante del escaparate de Tifannys cuando alguien la llamó desde el interior de un descapotable.
—¿Necesita auto?
Tom Bouvier se había detenido a pocos metros de ella y la sonreía con las manos en el volante. Hablaba español con un gracioso acento de Puerto Rico que le hizo pensar inmediatamente en Nacha, su compañera de piso, con la que tanto se reía de sus prevenciones con respecto a los hombres, sobre todo hacia los ricos.
—Nunca le tomes afición a un rico. Los ricos son los peores, mami. Ésos te dejan tirada, como a una perra en cuanto los complaces.
Luisa no se acercó. Permaneció quieta en la acera, conteniendo la respiración mientras comprobaba, con el rabillo del ojo, que la italiana se había desenhebrado, por un momento, del brazo de aquel hombre.
De pronto sintió una punzada de dolor en el vientre, tan intensa, que se le dobló el cuerpo sobre las rodillas y supo que se iba a desmayar. Un grito ahogado salió de su boca justo en el momento en el que cayó de bruces sobre el cemento. Cuando recuperó el sentido, estaba recostada en el asiento del coche de Tom y él atravesaba las calles a la velocidad del rayo, con el viento estampándose contra el parabrisas.
—¿A dónde me lleva?
—¡Al hospital!
—¡No!
A Luisa le aterrorizaba la idea de ingresar en uno de esos fríos hospitales de los que tanto había oído hablar. No tenía seguro médico, ni dinero, ni permiso de trabajo. Nada. Las dos semanas que tuvo que pasar en Madrid, alojada en un pequeño hotel del centro a la espera del visado, habían acabado con una buena parte del dinero que sacó por la venta del anillo. El billete de avión le costó una fortuna.
Además, si alguien descubría que estaba en estado, la echarían de la academia. La sermonearían por poner en peligro el embarazo y la humillarían por ser madre soltera. Ni siquiera Nacha había sospechado que Luisa, todas las mañanas, se embutía en una faja bien apretada antes de salir de casa.
—Páreme aquí mismo. No me pasa nada.
Tom detuvo el coche.
—Si de verdad está bien, déjeme al menos que la lleve a su casa. Una mujer bonita no debe andar sola a estas horas. Esta ciudad es muy peligrosa.
—Nunca se sabe de dónde viene el peligro —respondió Luisa, altanera.
—¿Lo dice por mí? Yo sólo quería asomarme otra vez al abismo.
—¿Qué abismo? —preguntó ella, y nada más cerrar el interrogante comprendió que había caído en la trampa. Y que la trampa era pegajosa y dulce, y cálida como una noche de agosto, suave como la voz que se la tendía, y tan fascinante como la cara y la cruz de una moneda de dólar embrujada.
—El de tus ojos.
Condujeron durante un par de horas. Dejaron atrás primero los humos y luego las luces de la gran ciudad. A Luisa le impresionaba la amplitud de la autopista, lo altos que eran los árboles, lo oscura que estaba la noche y que no recordaba nada que no tuviera que ver con Tom, su clavel en la solapa y el caracol de su nuca.
—¿A dónde vamos?
—A escondernos.
El escondite se recortaba por debajo de una luna redonda que iluminaba la casa como a propósito. La fachada era de madera blanca, el tejado de pizarra y a la entrada había un jardín de hierba verde y recién segada que terminaba en una rotonda frente a la baranda. Al otro lado, por una vereda de arena se llegaba a la playa, desierta, donde el océano Atlántico golpeaba el suelo con rabia, con envidia, con celos de amante despechada. La playa, en cambio, los acogía como una vieja amiga y los invitaba a pasear descalzos por la orilla. No volvieron.
Carol nació en Long Island a solas con Tom y Luisa, sus padres, mientras Greta echaba las cuentas y se tiraba de los pelos y Francesca se aficionaba al martini y a la soledad.
—Se llamará Carol, como mi abuela, que dio la vuelta al mundo en avioneta —dijo Tom con la niña en brazos, mirándose por primera vez en el azul del mar Mediterráneo.
—Y será feliz —dijo Luisa—. Como yo.