7

I

NO eran vuelos clandestinos. Sin embargo, al aterrizar en medio de una noche densa y descender por la escalerilla del avión sin más luz que la de los faros del autobús que les esperaba a pie de pista, los recién llegados se sentían mucho más lejos de casa de lo que realmente estaban, entrando así, de puntillas, por la puerta de atrás, a una tierra que les recibía como un gigante dormido al que era mejor no despertar.

Ya en la terminal, los pasajeros se amontonaban alrededor de las cintas transportadoras arrastrando por el suelo sus bultos de mano, tirando de ellos como de bolas de preso, y se empujaban a codazos cuando veían aproximarse las bolsas de loneta, las cajas de cartón y alguna que otra maleta vieja atada con cinchas de cuero.

Todavía en ese momento olía a Perú y los rostros cansados de los viajeros pertenecían a otros montes y a otros valles. España empezaba detrás del control policial.

Edgar presentó su pasaporte a un agente de la Policía Nacional que le miró receloso de arriba abajo.

—¿Cuál es el motivo de su visita? —le preguntó mientras comprobaba sus datos en un ordenador.

—Llevarme de vuelta a mi esposa —respondió.

—Sólo tiene que contestar si viene por negocios o por placer.

—Vengo a por lo que es mío.

El policía le miró un momento antes de seguir con el interrogatorio. Edgar sólo llevaba una mochila negra colgada a la espalda.

—¿Y el equipaje?

—No traje.

—¿Cuántos días piensa quedarse en España? —continuó el policía.

—Pocos —respondió Edgar, consciente de que empezaba a levantar sospechas.

—Su visado sólo es válido para tres meses. No tiene permiso de trabajo. Si vence este plazo estará usted en situación ilegal y podrá ser detenido y extraditado a su país. ¿Lo entiende?

—Sí, señor —contestó Edgar, que había decidido hablar lo menos posible.

—La dirección que aparece en su hoja de inmigración, ¿a quién corresponde?

—Es la residencia de la señora Elvina Villela, la tía de mi esposa. Me alojaré allá por unos días.

El agente estudió durante unos minutos la información que aparecía en la pantalla y finalmente le devolvió el pasaporte a Edgar sin más preguntas ni más explicaciones.

—Puede continuar —le dijo.

Edgar pasó por delante de la cristalera y salió a través de unas puertas automáticas que se abrieron haciendo mucho ruido, al llegar él. En cuanto desapareció por detrás de la garita, el policía marcó un número de teléfono.

—¿Inmigración? —preguntó en tono afirmativo—. Te paso unos datos.

Sí. España comenzaba así. Al otro lado de las puertas también había reflejos de Perú en los ojos negros de los niños, en los rostros morenos de sus madres y en las lágrimas de bienvenida. Pero todo lo demás pertenecía ya a otro mundo, de vaqueros ajustados y zapatillas grises, de botas de tacón y ombligos al aire, de piercings en las orejas y tatuajes en la espalda.

En segunda fila se ponían los hombres de los carteles. Los había con nombres propios o con siglas de empresa. Algunos se acercaban a Edgar y le proponían negocios a cambio de dinero: que si un contrato de trabajo en la construcción, que si una habitación compartida en el centro, que si un seguro médico alternativo, que si un coche de tercera mano. Aquello parecía la Bolsa de Tokio en plena apertura de los mercados.

En un rincón, varias jóvenes rodeaban a otra mayor, rubia y vestida de fucsia, que portaba un cartón con la palabra «Hogarservice» escrita en gruesas letras negras. Muchas de las mujeres que iban llegando se acercaban al grupo y se sentaban sobre sus bultos a esperar junto a las demás.

La rubia le pasó el cartel a una de las chicas y se dirigió a la puerta por la que seguían llegando los pasajeros del avión.

—¿Buscas trabajo? ¿Trabajo doméstico? —anunciaba con voz chillona—. Llevo internas, externas o por horas, también matrimonios. Para cuidar niños, ancianos, para cocina o plancha, también hostelería… A comisión, a comisión —recitaba—. Setecientos euros al mes, vacaciones pagadas y Seguridad Social aparte. Sin referencias, sin experiencia, con papeles o sin papeles, a comisión, a comisión.

Edgar salió a la calle. El aire frío del amanecer de octubre le traspasó la chaqueta. Una ristra de taxis libres con el motor en marcha aguardaba a los clientes en la parrilla de salida.

—A Leganés —dijo Edgar con la puerta entreabierta.

—¿Tú tienes cuarenta euros? —le preguntó el conductor desde el asiento delantero.

Edgar asintió con la cabeza.

—Pues enséñamelos.

El recorrido hasta la casa de la tía Elvina le resultó muy diferente a lo que había imaginado. Ninguna de las avenidas, las plazas y los edificios monumentales de los que hablaban los folletos de las agencias de viaje se cruzaba en su camino. Sólo se dibujaban, como serpientes enredadas unas en otras, anchas autovías circunvalatorias de varios carriles atestados de coches; túneles y pasos elevados, carteles azules y verdes de letras y números ininteligibles y edificios grises que de vez en cuando se levantaban al final de un descampado. Por fin entraron en una urbe de granito y ladrillo donde las casas de pisos se amontonaban como colmenas y las persianas de algunos comercios se empezaban a abrir en pequeños bostezos metálicos.

—Cuarenta euros —dijo el taxista, que ni siquiera había encendido el contador—. Y cinco por el equipaje.

—¿Qué equipaje? —preguntó Edgar asombrado.

—¿Voy a la Policía? —amenazó el hombre como toda respuesta.

La casa tenía unos ocho pisos, con más de diez apartamentos en cada uno de ellos. El de la tía Elvina estaba en el quinto, al final de un oscuro pasillo de baldosas descoloridas.

Edgar llamó a la puerta con los nudillos, sin tener en cuenta la hora, ni el domingo, y un chiquillo se puso a llorar al otro lado del tabique. La vieja salió a abrir con una bata de lana sobre el camisón, los huesos doloridos por el reuma y legañas en los ojos.

—¿Quién es?

—El esposo de Lina. Edgar Sánchez. Sobrino de usted.

Elvina preparó café con bollos y los sirvió en una vajilla de duralex. Sin razón aparente, sentía un extraño temor hacia ese joven corpulento que había lanzado la bolsa sobre el colchón de Lina como conquistando territorio enemigo. Le dijo todo lo que sabía; se rindió sin ofrecer resistencia porque, al fin y al cabo, la suerte de su sobrina le importaba bien poco.

—Hace dos semanas que no tengo noticias de ella. Se fue a trabajar, como todos los días, y ya no regresó. Dejó aquí su ropa, su televisor, sus papeles. Al principio temí que le pasara alguna cosa, pero me dije que las malas noticias vuelan. De haber problemas, ya me habría enterado. ¿Un hombre? Tal vez. No lo puedo saber porque ella jamás me comenta nada. Ni lo que hace, ni dónde va, ni a quién frecuenta, ni dónde para, nada. Tampoco tiene obligación de venirme con el cuento de su vida, a mí no me interesa y no le pregunto. Con que me pague la renta a fin de mes, en paz. Y no. De ningún modo se me queda aquí. Se busca usted una pensión o una habitación, o lo que encuentre, pero en esta casa, no. Bastante tengo ya con Lina y los pájaros de su cabeza. Le permito que deje aquí sus cosas hasta la noche. No más.

La búsqueda comenzó después de un corto descanso en el pequeño sofá junto al radiador. Siguió las indicaciones de Elvina y se perdió un par de veces en los intrincados túneles del metro, pero consiguió por fin llegar a su destino antes del mediodía. Cruzó la plaza de Cibeles por delante del antiguo edificio de Correos y subió por una calle ancha bordeada de grandes plátanos amarillentos, hasta la esquina donde, majestuoso, se levantaba el blanco Ritz.

Un hombre con librea azul y gorra roja le señaló la puerta de la entrada de servicio, discreta, nada más girar la esquina a la derecha. Mientras ascendía por la acera de baldosas grises, Edgar empezó a tomar conciencia de su absurda situación: había recorrido más de doce mil kilómetros, vendido el auto y renunciado al alquiler de la casa con el solo propósito de agarrar a Lina y llevarla de vuelta a Perú. Pero ahora, a escasos metros de su objetivo, se daba cuenta de que ya no había techo adonde volver, ni negocio con que subsistir, y sobre todo, lo más grave, pensó aterrado, era que ya no había marcha atrás. Además, las circunstancias que obligaron a Lina a marcharse de casa, de noche y en secreto, sin tiempo siquiera para despedirse de Lucecita, continuaban siendo las mismas. El gigante ecuatoriano que incomprensiblemente la acusaba de haber robado unas esmeraldas aún merodeaba por su barrio haciendo preguntas, y mucho se temía Edgar que andaba cerca ya de hallar respuestas. Ni él mismo estaba a salvo. Le diría, lo había ensayado mil veces, que su esposa y su hija habían muerto en un incendio. Le enseñaría las urnas con sus cenizas, le lloraría, le rogaría. Pero, probablemente, nada de esto evitaría que el matón le rompiera la mandíbula ni que le estrujara todos los otros huesos hasta conseguir exprimirle la verdad. Y luego lo mataría para no dejar huellas. Y encontraría a la niña, y luego a la madre, y el mundo sería un lugar pequeño para esconderse.

Ahora que vislumbraba la puerta a la vuelta de la esquina, empezó a preguntarse si no sería mejor quedarse en España para siempre. Muchos amigos y conocidos suyos habían emprendido el viaje sin retorno, con lo puesto y poco más. La tierra prometida les abría los brazos y les proporcionaba trabajo, cobijo, alimento y salud. Ninguno había regresado con las manos vacías. Los que volvían, abrían tienda, y los que no, mandaban a buscar a sus familias con la certeza de ofrecerles un futuro mejor.

De momento irrumpiría en la vida de su esposa, la arrastraría de la trenza, si no había otro remedio, y la obligaría a cumplir con su parte del contrato matrimonial y a hacerle un hueco en su mundo, que, a partes iguales, también le pertenecía a él.

Alcanzó la entrada de servicio en el preciso momento en el que un hombre joven, de amplia sonrisa blanca, que portaba una caja de herramientas en una mano y vestía un mono de trabajo azul, salía del hotel y se dirigía hacia una furgoneta aparcada en la acera de enfrente.

—Perdone —le dijo Edgar—. ¿Sabe dónde puedo encontrar a una mujer, Lina Sánchez, que trabaja en el servicio de limpieza, morena, bonita, con los ojos negros y una trenza larga?

—Sí. Conozco a Lina —contestó Emerson—. ¿Quién pregunta por ella?

—Soy su esposo.

Emerson vaciló un instante antes de responderle, aunque, por la actitud soberbia del otro, había adivinado de antemano quién era aquel hombretón sucio y desgarbado.

—Ya no trabaja aquí. Hace más de dos semanas dejó el puesto —mintió.

—¿Dijo dónde encontrarla?

—No. Se fue sin más.

—¡Carajo! —exclamó Edgar. Y pateó la rueda del coche que le quedaba más cerca.

Después echó a andar sin rumbo, cuesta arriba, como un autómata, sin detenerse. Cuando llegó a una calle ancha giró a la izquierda y se encontró de frente con la Puerta de Alcalá. La rodeó vacilante y continuó caminando cuesta arriba hasta que encontró un paso subterráneo que conducía al parque del Retiro, y se introdujo en él porque escuchó la música de una flauta recorriendo su vientre y se sintió atraído por ella como una cobra ante un encantador de culebras.

Salió del intestino de la serpiente a la claridad del día y se cubrió los ojos con las manos para evitar deslumbrarse. Había un grupo de muchachos charlando en un claro, a la salida del túnel. Y un poco más allá, como coches de choque con remos, las barcas cruzaban de lado a lado el estanque. Cerca de una plaza circular, un grupo de músicos callejeros hacían sonar la flauta andina y la gente se arremolinaba a su alrededor para escuchar el canto de las aves tropicales.

Carol se derrumbó en la cama. Por debajo de la puerta habían deslizado una nota cuyos restos mortales descansaban ahora en el fondo de la papelera. «La fiesta de bienvenida de los Goldman es el jueves a las nueve. Saluda a Victoria en mi nombre». La firma de Greta arañando el papel, rotunda como la de un general en tiempos de guerra, anulaba cualquier posibilidad distinta a la de llevar a cabo la misión con éxito.

Por su parte, Lina, parapetada tras los visillos, como en una trinchera, vigilaba la calle por la que pronto vio pasar la triste figura de Edgar de vuelta a ninguna parte. Nada más verlo salir del túnel había agarrado el brazo de Carol y la había arrastrado al hotel con el pretexto de evitar mojarse con la lluvia que, según ella, estaba a punto de caer de un cielo azul añil.

Muchas veces se había preguntado qué ocurriría cuando volviera a encontrarse con Edgar. ¿Le daría un vuelco el corazón y un pellizco las entrañas como le sucedía siempre que divisaba a Emerson al fondo del pasillo? O al contrario ¿sentiría, tal vez, el alivio de no sentir nada?

Sólo sabía, se lo había dibujado repetidamente en su cabeza, que el día del reencuentro, ella le esperaría de pie, apoyada en la alacena de la cocina, vestida con una falda blanca y esa camisa tan alegre de flores bordadas, la trenza atada con un lazo de seda roja y el pelo perfumado con agua de tomillo, para decirle que ya no había vuelta atrás. Y notaría salir la voz del fondo de un calabozo oscuro, libre por fin, libre.

Pero así no. No en medio de un parque público en esta ciudad en la que Edgar desentonaba tanto como una gaviota en Huaraz. No en forma de aparición fantasmagórica; de espectro procedente de otro mundo, de otra dimensión, surgido del intestino de un agujero negro. No ahora que sabía lo que era el deseo. No ahora que había saboreado el mar.

En sus fantasías había imaginado odio, amor, remordimiento, repugnancia, cualquiera de estas emociones o todas ellas juntas pero nunca había adivinado que lo que sentiría al volver a ver a Edgar sería miedo.

Y miedo, exactamente miedo fue lo que sintió. Miedo solamente. Miedo absoluto. Miedo gélido. Miedo visceral. Miedo y nada más que miedo. Pero no un miedo físico, como el que sentía en Cajamarca cuando él regresaba borracho. El de ahora era un miedo que le atravesaba el alma. El terror a perderlo todo y pasarse la vida arrastrando los pies por las baldosas de barro cocido de su casa, sin más horizonte que el blanco de sus paredes de cal.

Por eso se echó a correr bajo un chaparrón inventado a esconderse detrás de los visillos del Ritz.

Emerson la estaba esperando en el hueco de la escalera, frente al ascensor.

—Señorita Lina —le dijo—, venga un momentito —y la llevó con él al cuarto del teléfono—. Tu esposo anda buscándote, linda. Ve con cuidado.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo dejé pateando coches en la puerta del hotel. Le dije que ya no trabajas aquí.

Lina lo abrazó temblando antes de volver junto a Carol. Conocía bien a Edgar y sabía que jamás se rendiría. Tarde o temprano daría con ella. La encontraría porque la sombra encuentra siempre el cuerpo que le pertenece.

—Yo no quiero ser yo —dijo Carol de repente.

Lina se apartó de la ventana y se tumbó junto a Carol en la cama. Ambas posaron los pies descalzos sobre la almohada para dejar que el mar les refrescara las plantas. La brisa salada les desordenaba el pelo y la arena caliente les acariciaba la piel de la espalda.

Esa playa figurada, a la que se asomaban por el interior del cuadro de la niña, era su lugar preferido en el mundo. Pasaban horas echadas boca arriba, mirando las olas romper con fuerza en la orilla, y eran capaces hasta de escuchar los gritos de las gaviotas y las lejanas bocinas de los barcos llegando a puerto.

La cama, con su colcha blanca, las enmarcaba a ellas dos, como la moldura al lienzo, y se convertía en escenario de sus confidencias, reveladas siempre con los ojos cerrados, no les fuera a deslumbrar el sol.

—Yo no quiero ser yo. No quiero ir a esa fiesta. No quiero saludar a nadie, de parte de nadie.

Lina la miró incrédula.

—Pues yo te cambio la vida, ¡ea! Te la cambio sin pensar. Me quedo tus trajes, tus joyas, tus perfumes, tus sábanas, tus toallas. Me lo quedo todo. Fiestas incluidas —la voz de Lina sonaba más aguda que otras veces, las palabras atropellándose al salirle de la garganta.

A Lina le hubiera gustado dejarse arrastrar por la rabia. Ponerse en pie, lanzar objetos contra las paredes, dar puñetazos a los almohadones del sofá y mirarse en los ojos de Carol mientras le confesaba que a ella los problemas de una niña consentida a la que no le gustan las fiestas le parecían de risa al lado de los suyos. Los suyos sí eran problemas de verdad. De vida o muerte, de añoranza y hambre, de miedo; sobre todo, de miedo. Pero se daba cuenta de que era injusto enfadarse así con Carol. Estaba furiosa por la inesperada reaparición de Edgar en su vida; nada más. Si no lograba contener su ira, sólo conseguiría perder a la única persona con la que le era posible soñar despierta.

Carol se incorporó sobre los codos y se dio cuenta de que Lina tenía los ojos cerrados, y también los puños, y que los labios le temblaban como a una niña chica haciendo pucheros.

—Muy bien, pedazo de envidiosa —dijo Carol—. Irás a esa fiesta. Iremos las dos, nos vestiremos de largo y nos moriremos de aburrimiento juntas, si eso es lo que quieres.

Abrió una pequeña agenda de teléfonos y marcó un número.

—¿Ana? Hola guapísima. Necesito que me hagas un favor.

Al final de la calle Ortega y Gasset, casi a la altura de la plaza del Marqués de Salamanca, se encontraba la casa de hormigón en cuyos pies se abría una discreta pero elegante puerta de cristal por la que se entraba al otro mundo. El escaparate de Valentino era un espectáculo maravilloso de pieles y brillos, de altos zapatos dorados, de broches y sedas blancas. Parecía una de esas bolas de cristal que alguien agita para que caiga la nieve.

Y allí dentro, como en un sueño, Lina se miraba en un espejo de cuerpo entero, transformada por arte de magia, ante los ojos de Ana, la estilizada directora de la tienda que había interrumpido su siesta del domingo para correr a abrirles la puerta, en la sobrina del embajador de Perú en Washington.

—Somos íntimas, ¿verdad, Lina? —parloteaba Carol mientras la otra entraba y salía del probador—. Nos conocemos desde highschool, cuando su tío Rodrigo estuvo destinado en América. Figúrate, qué encanto el viaje tan larguísimo que ha tenido que hacer desde Lima a Madrid, sólo para verme. ¿Volviste a ver a Reinaldo?

—¿A quién? —contestaba Lina, mientras acariciaba la suavidad de las muselinas y los encajes, recordando con una media sonrisa los días, no tan lejanos, en los que disfrutaba probándose la ropa de las dientas del hotel, cosa que a partir de ahora empezaría a darle una vergüenza mortal.

—A Reinaldo. ¿No te acuerdas de él? Aquel dominicano de ojos claros que nos quería engatusar a las dos.

Ahora Lina de rojo fuego, con el escote drapeado y la falda cayendo liviana en amplios volantes hasta el suelo. Ahora de negro, con un hombro al aire y la espalda desapareciendo, sugerente, en un velo transparente. Luego con una falda de seda estampada que volaba traviesa con cada uno de sus pasos. Ahora envuelta en un fular de visón blanco, después con unos zapatos de pedrería bordada a mano, y, finalmente, radiante, suavizando las redondeces de su cuerpo dentro de un palabra de honor con cola de sirena y una boa de plumas de marabú.

No era una mentira. Era una de las verdades más puras del universo. La persona que atravesó el cristal del espejo, y luego la puerta junto al escaparate; la que bajó a la calle con una caja de color coral y se sentó en el asiento de cuero del Jaguar; la que se recogió el pelo sobre la nuca y se puso unos pendientes de brillantes y zafiros; la que aprendió a caminar sin vacilar sobre diez centímetros de tacón y se colgó un bolso bordado con hilo de oro de su hombro desnudo; la persona que se salpicó el cuello y las muñecas con perfume de peonías y jazmín; esa persona no era, ni volvería a ser jamás, la misma Lina que una vez, a unos mil años luz de distancia de esa tarde de otoño, empujaba enérgicamente el carro de la limpieza por el pasillo del Ritz, haciendo temblar los botes de champú y colonia con su caminar bamboleante.

La Embajada de Estados Unidos de América no estaba demasiado lejos del hotel. Sólo había que enfilar el paseo del Prado y Recoletos, pasar el Ayuntamiento, el palacio de Linares y la Biblioteca Nacional, dejar atrás Cibeles y Colón, donde da comienzo, majestuoso, el paseo de la Castellana, y meterse por debajo del puente de Juan Bravo, que a falta de río caudaloso como el Sena, el Támesis o el Danubio, sirve de nexo de unión entre las dos orillas de una ciudad dividida por el asfalto.

En la puerta, dos jóvenes uniformados comprobaban la identidad de los invitados, —«Dejen los móviles fuera, por favor»— y señalaban el camino que conducía hasta la residencia de los señores Goldman, el cual había sido iluminado con pequeñas velas cuya luz oscilaba con el aire de la noche.

La jefa de protocolo, una mujer de extraordinaria belleza, vestida con un sobrio traje negro, recibía a los recién llegados saludándolos por su nombre y dedicando a cada uno de ellos unos minutos de cortesía.

Cuando vio subir a Carol junto a su misteriosa acompañante por la senda rodeada de flores y luces, se apresuró a buscar en la lista el nombre de aquella chica, la única de todos los asistentes de quien no había oído hablar en toda su vida. Había, eso sí, investigado en los archivos de la Embajada buscando referencias sobre el señor Rodrigo Santo Domingo, el supuesto tío de Lina, y aunque aparecía varias veces nombrado, le había perdido la pista en París, unos quince años atrás. Por descontado, no decía nada sobre la sobrina, morena, voluptuosa y de unos treinta años cumplidos, cuya silueta se aproximaba por el sendero envuelta en plumas de marabú, y a quien, tras la llamada de Carol, el lunes a primera hora, advirtiendo de la conveniencia de convidarla a la fiesta, no había tenido más remedio que invitar de mil amores.

La recepción se ofrecía en dos salones. El primero de ellos era muy espacioso y estaba decorado en tonos arena y marfil. Al fondo, junto a un ventanal que daba al jardín, había un gran piano de cola negro del que surgía la melodía de una conocida pieza de jazz. El segundo tenía las paredes forradas con tela de seda verde, los sofás de terciopelo en el mismo tono, y una colección fantástica de cuadros pintados por varios artistas contemporáneos norteamericanos.

Se servía un cóctel en bandejas de plata: muslitos de codorniz a la miel, pequeñas crepés de cangrejo, canapés de foie con manzana caramelizada, croquetitas de marisco, bocaditos de mousse de roquefort con mermelada de frambuesa…

Un hombre mayor se acercó a Lina con una copa de champán en la mano.

—Usted es Lina Santo Domingo, si no me han informado mal.

—¡Mmm! —asintió Lina con la boca llena.

—Soy Alfredo Granados, consejero delegado de INSA, compañero de carrera de su tío Rodrigo —pausa—. No sabe cuánto me alegro de conocer esta noche a una sobrina suya tan elegante y bonita.

Lina dio un trago a su refresco y tomó aire. Lo cierto es que, aunque desde el domingo anterior no había parado de pensar en la fiesta, en ningún momento se le había pasado por la cabeza que tendría que entablar conversación con los invitados. Ahora se daba cuenta de su falta de previsión. Desconocía el protocolo y no sabía cómo debía dirigirse a las personas que ocupaban aquel salón. Tampoco le había preguntado a Carol cómo era físicamente su hipotético tío, si estaba casado o no, su edad aproximada, su lugar de residencia y otras cosas que ahora le parecían de vital importancia. Ante su ignorancia total decidió hablar lo menos posible.

—Gracias, muy amable.

—¿Y dónde se encuentra ahora su tío?

—En Perú —aventuró.

—¡Ah!, yo tenía entendido que vivía en Atlanta.

—Bueno, sí, en Atlanta.

—Pero viaja a Perú a menudo, ¿cierto?

—Sí.

—Y cuénteme. ¿Usted a qué se dedica?

—Yo… soy artista —inventó Lina, y cuando la máquina de invenciones de Lina se ponía en marcha, ya no había marcha atrás—, actriz. Ahora vivo en Los Ángeles. Soy vecina de Julio Iglesias.

—¿Sí? No sabía que Julio Iglesias viviera en Los Ángeles. Creía que residía en Miami.

—Ya, pero también viaja mucho.

—¿Y es usted amiga de los Goldman?

—Bueno, conozco más al hijo, es más de mi edad.

—Pero querida —dijo el hombre—, los Goldman no tienen hijos, que yo sepa.

Lina se lanzó.

—Pues yo diría que sí.

Al cabo de diez minutos, no sólo había revelado Lina los más íntimos secretos de los Goldman, sino también los de gran parte de sus amigos y conocidos. El que no había sido detenido por prevaricación, había sido pillado in fraganti con su amante en la casa de la playa, y el que no, era adicto a la cocaína o había perdido una fortuna en un casino de Las Vegas.

Alrededor de Lina se fue reuniendo un corrillo de gente ansiosa por consultarle chismes, como si fuera una de esas brujas televisivas que adivinan el futuro con sólo mirar a la cámara, y ella todo lo contestaba, de todo se enteraba, todo lo sabía.

Mientras Lina se encargaba de desinformar alegremente a aquella mezcla escandalizada de empresarios, políticos y aristócratas, Carol ejercía su diplomacia con toda eficiencia saludando a diestro y siniestro con una sonrisa aprendida y falsa, fingiendo interés por cuantos se acercaban a comprobar que era cierta la leyenda, que su pelo estaba hecho de olas azules, su piel de arena, sus ojos del color del mar cuando se marcha el sol. A todos, hombre o mujer, dedicaba ella un movimiento fugaz de los hombros, un parpadeo o un giro imperceptible de su cabeza, con los que lograba hechizarles sin remedio, atragantarles las palabras, clavarles los pies al suelo y hacerles creer, ya en adelante, que aquella era la mujer más bella que verían jamás.

Este poder que la acompañaba desde el mismo día de su nacimiento había convertido a Carol en el instrumento infalible de la estrategia manipuladora de su abuela Greta. La nieta era la mejor embajadora de la compañía en el mundo entero. Todos la querían exponer en el salón de su casa, como a un Picasso de carne y hueso. Todos querían adornar con ella los parterres de sus jardines, las páginas de sus álbumes. Algunas fiestas se hacían sólo para ella, y no había día en el que faltara la foto de Carol presidiendo la sección de sociedad.

Bajo el embrujo de Carol se habían firmado acuerdos y cerrado negocios, sólo con asir con una y otra mano a cada una de las partes. Ella era hilo conductor, puente colgante, eslabón perdido, cadena de favores, árbitro imparcial, y siempre, siempre, como la ratita presumida: barriendo para casa.

—Probablemente verás esta noche a Malaika Kum —le había advertido su abuela—. Recuérdale que distribuiremos en Ciudad del Cabo con o sin su permiso. Y que no hemos olvidado lo del mes pasado. Si aparece Orlando le hablas del asunto de Miami y si ves a Rita Harris le dices que irás encantada a su fiesta de Año Nuevo, pero que, a cambio, ella tiene que venir al barco con su hijo Louis, ya sabes el interés que tiene tu padre en hacer negocios con él.

—Es que no me encuentro muy bien, Greta.

—Tonterías, niña, que tienes veintitrés años. Por cierto, ¿por qué me manda Ana una factura de un vestido de la talla cuarenta y dos? No habrás engordado, ¿verdad?

—No, abuela, será un error.

—Eso espero. Te veré en Navidad, y si estás gorda, te pongo a dieta. ¿Desayunas leche de soja, como te dije?

Allí estaba Carol, pues, cumpliendo con su deber, de pie junto al piano, dándole a Malaika Kum el peor de los disgustos con la mejor de las sonrisas, unido a una velada amenaza para lograr mantenerle la boca cerrada, al menos hasta que el mercado de su ciudad se tambaleara sin remedio.

De pie y con ganas de tirarse en un sofá y quedarse dormida como las niñas pequeñas en las bodas de noche. Y notar entre sueños los fuertes brazos del padre levantándola por los aires, subiendo uno a uno los escalones de casa para terminar arropada en la cama, con un beso en cada mejilla…

… un beso en cada mejilla.

De pie y de cara a la puerta, como le tenía dicho Greta, siempre de cara a la puerta, para ver quién entra y quién sale.

Y lo que vio, sorprendida ante el inesperado vuelco de su corazón, fue asomar la doble silueta de una pareja formada por una mujer madura embutida en un vestido largo de seda verde y un tocado de plumas en la cabeza y un hombre atractivo, dueño de un rostro aún joven bajo una espesa mata de pelo gris marengo que llevaba anudada alrededor del cuello una corbata también verde, a juego con el traje de su mujer. Diego y María Fernanda, por un maravilloso capricho del destino, llegaban del brazo a la fiesta.

Diego, que siempre olía a lavanda, abandonó a su esposa a medio camino entre un grupo de señoras que la absorbió por osmosis en su parloteo líquido y avanzó hacia Carol con una sonrisa entre las manos.

—Malaika Kum, te presento al mejor médico del mundo —dijo Carol devolviéndole la sonrisa.

—Un placer, doctor, pero le ruego que me disculpe, me está empezando a doler horriblemente la cabeza. Creo que me despediré de Victoria y me iré a casa. Dile a tu abuela que mañana mismo la llamaré por teléfono.

Carol y Diego se quedaron solos en medio de la gente.

—No sabes cuánto me alegro de verte.

Y sin una palabra más se retiraron a un rincón donde había dos butacas y una mesita de velador de mármol blanco.

—María Fernanda es muy amiga de Victoria —dijo Diego como excusándose por el simple hecho de estar allí.

—Pues mira qué suerte —contestó Carol.

Un agradable silencio se instaló entre los dos. En medio de toda esa gente, eran los únicos supervivientes de un naufragio, aislados para toda la eternidad, uno frente al otro, mirándose sin decirse nada.

Diego fue el primero en hablar:

—¿Cómo estás?

—Asustada.

—Estuviste muy grave, ¿te das cuenta?

—¡Ajá!

—Algún día me contarás por qué.

El médico se quedó callado. No pensaba volver a abrir la boca hasta que Carol le diera alguna pista sobre las razones de su enfermedad. Él no era psiquiatra, pero estaba convencido de que la actitud de su paciente, su negativa a comer, su inconsciente acercamiento a la muerte, hasta el punto de llegar a acariciarla, tenía un motivo concreto y real. Pretendía, con su silencio, emplear la misma táctica que le devolvió el hambre: hacerla estallar y conseguir doblegar así su férrea voluntad hasta que, poco a poco, le fuera desgranando la verdad, ya fuera en pequeñas dosis o a modo de tratamiento de choque. Y sin embargo, la verdad fluyó mecánicamente, limpia, clara, con la cadencia del agua de una fuente.

—Diego, tú conociste a mi madre, ¿cierto?

—Sí. Durante un tiempo fuimos muy buenos amigos.

—Pues yo no. Yo no me acuerdo ni de su cara ni de su voz. No me acuerdo de nada. Y sin embargo, yo soy la única que la mantiene con vida. Lo vi en tus ojos el día que te conocí, vi lo mismo que veo cada mañana en la mirada de mi padre, en la de mi abuela, en la de la gente con la que hablo, con la que me encuentro. ¿Tanto me parezco a ella?

—Tú eres más guapa, Carol. Eres la niña más guapa que he visto jamás —el médico hablaba en voz baja, con el cuerpo hacia delante—. Tu madre, Luisa, tenía los ojos negros y las manos más largas que las tuyas, y era menos alta y más gordita. Cantaba muy bien, bailaba como una artista, y no tenía miedo de nada. Cuando se marchó a América, todos pensábamos que triunfaría en el cine, que se convertiría en una estrella, en una Marilyn morena y española.

—No en una millonaria excéntrica —apuntó Carol.

—¿Excéntrica?

—Bueno, no es muy normal irse a morir a una casita en medio de una playa y dejar a su marido con una niña pequeña en Nueva York sin decirle adiós, volviéndose loco de tanto buscarla por todas partes.

—Ya. Debió de ser muy duro para vosotros. Pero seguramente ella tomó esa decisión porque consideró que desaparecer era lo mejor para todos. No quiso que sufrierais viéndola así de enferma. Quiso dejar un buen recuerdo en vuestra memoria.

—Pero consiguió lo contrario —le cortó Carol—. En mi cabeza dejó un hueco vacío, y en la de mi padre, una angustiosa sensación de abandono y soledad que le acompañará toda su vida.

—Y a ti te gustaría ser como ella para hacer feliz a tu padre, ¿no es eso? —comprendió de pronto Diego.

—Yo no puedo ser mi madre, Diego. No sé cómo. Hago todo lo que me dice mi abuela. Ella me escoge la ropa, ella me elige los amigos, ella me dicta lo que tengo que decir y lo que no, ella me prohíbe ciertas cosas, me cierra ciertas puertas, a veces me parece que me falta el aire.

—¿Qué cosas te prohíbe, Carol?

Los recuerdos de París llenaron de pronto los dos salones de recibir de la Embajada de Estados Unidos, se colgaron de las paredes en sustitución de los cuadros, se arrastraron por los suelos cubriendo las alfombras, se convirtieron en el aire que todos respiraron, en el humo de algunos cigarros; se escaparon de las teclas del piano que todos escucharon, de las burbujas del champán, del olor de los centros de flores; recorrieron los recovecos de las habitaciones barriendo el polvo bajo los sofás, y finalmente, se esfumaron por una ventana abierta al jardín, y probablemente se extendieron por toda la calle, invadieron los portales, las azoteas, se evaporaron y cayeron de nuevo, varios días después, entremezclados con las gotas de la lluvia.

A Carol le hubiera gustado contárselo todo a aquel hombre comprensivo, gritar el nombre de Hugo con toda la fuerza de sus pulmones, y salir corriendo detrás de los recuerdos que escapaban por la ventana. Pero en el preciso momento en el que sus labios dibujaban una U inmensa, la voz de María Fernanda la salpicó de champán.

—Carolina, guapísima, ya nos había dicho Victoria que te encontraríamos aquí. Veo que ya estás bien. Enséñame ese vestido maravilloso que llevas.

Carol se levantó a saludarla y giró en redondo para mostrarle el vestido blanco con la espalda al aire.

—Claro —continuó—. A las niñas tan jovencitas y tan delgadas como tú todo os queda fantástico, pero a los vejestorios como yo nos visten de largo y parecemos brujas. ¿De qué hablabais los dos tan misteriosos? ¿Del cuadro?

—Justo —se apresuró a contestarle Diego. Después le acercó una silla a su rincón—. Le decía que, aunque no está firmado, se le atribuye a uno de los discípulos de Sorolla, un tal Martín-Sinde, que debió de pintarlo hacia 1950. Lo compró mi padre en una subasta hace un montón de años y me lo dejó en herencia al morir. Siempre le tuve mucho cariño a esta pintura, no sé por qué. Quizá porque me recordaba a la cala de Sa Conca, en S'Agaró, donde íbamos en verano de pequeños.

—Has hecho muy buena compra —añadió María Fernanda—. No sabes la de pretendientes que tenía el dichoso cuadro. Todo el que lo veía quería llevárselo. Un amigo de Diego llegó a ofrecerle una millonada. Y Diego, nada. No sé por qué le ha dado por venderlo ahora.

Diego iba a responder alguna cosa, pero las palabras se le quedaron heladas en el paladar cuando vio a Lina entrar en el salón vestida de Valentino. Carol, que había cometido el imperdonable error de dar la espalda a la puerta, no tuvo tiempo de evitar el susto que se llevó su amiga al encontrarse cara a cara con el doctor.

—¿Lina? —consiguió articular Diego, que no podía creer lo que veía.

—Sí. Lina Santo Domingo, la sobrina del embajador de Perú —contestó Carol a toda prisa.

—¿Os conocéis? —le preguntó en otro tono María Fernanda, sin apartar los ojos del voluptuoso cuerpo que se aproximaba hacia su rincón.

—Sí. Les presenté en el hotel. Lina vino a visitarme cuando estaba enferma —mintió Carol—. Es un encanto.

Para cuando se dio cuenta de quiénes eran los compañeros de mesa de Carol, Lina estaba demasiado cerca del grupo como para darse la vuelta y desaparecer sin ser vista.

—Doctor… —empezó a decir con la poca voz que le salió con esfuerzo de sus encorsetados pulmones.

Diego se puso en pie. A él nunca le temblaba el pulso y siempre olía a lavanda.

—Encantado de volver a verla, Lina —dijo—. Le presento a mi mujer, María Fernanda.

Y tanto Carol como Lina respiraron aliviadas, conocedoras de que su secreto estaba a salvo detrás de la sonrisa de los ojos del médico.

La fiesta se prolongó todavía un par de horas. Cuando calló el piano comenzaron a sonar las cuerdas de una guitarra española y un cuadro flamenco se adueñó del centro de aquel salón. «Tu madre bailaba como una artista». Las palabras de Diego llamaban a la puerta de su memoria, los recuerdos olvidados. «¿Tú no bailas, niña?», le preguntó alguien. Y ella negó con la cabeza: «Yo no sé bailar», confesó por fin, y al hacerlo, notó que de alguna manera, sin ella saber cómo, se había abierto un agujero entre los barrotes de su jaula por el que empezaba a entrar el aire de la calle.