10

I

EN el horizonte, por fin, la Costa Esmeralda. Hugo llevaba el timón desde las tres de la madrugada mientras su padre, Arnaud Beneteau, dormía en el camarote de proa con la ropa puesta. Habían aprovechado el viento sur que por fin comenzó a soplar la noche anterior después de casi veinte horas en calma total. Habían subido la mayor y la génova y ahora navegaban a unos seis nudos, sin motor.

Estaba a punto de romper el día. Hugo se preparó una taza de café caliente y se abrigó todavía un poco más. Hacía frío, y se acercaba esa hora en la que el mar se empieza a separar del cielo.

Igual que el principito en su pequeño asteroide, él se sentía terriblemente solo. Invisible también como un punto blanco en el blanco infinito. Y como aquél, se sentaba todas las tardes a contemplar cada atardecer desde la cubierta de su barco. A descubrir una y otra vez el color del mar cuando se marcha el sol. Y a recordar, como en un sueño, el azul de los ojos de Carol. Pero también veía amanecer acunado por las olas, y según se iluminaba el agua, él se despedía poco a poco de un color imposible, que inútilmente había tratado de encontrar en los tarros de pintura y que era lo único que le quedaba de ella.

Nunca se había sentido más ridículo que aquella mañana de junio al otro lado de la plaza Vendôme. Ni más absurdo, ni más patético.

Enamorarse de Carol del modo como él lo había hecho, mirándola sólo a ella, sin reparar en su propia figura de necio, de patán, que vista a su lado daba la risa; sin escuchar la voz de su padre burlándose a gritos de esos aires de grandeza con los que había despreciado todos sus años de sacrificio para convertirse en el artista más fracasado de la historia, poniéndose gafas de ciego para no ver la realidad.

La había adorado, sí. Pero con la misma estupidez con la que algunos idiotas se mueren de amor por las actrices de cine. No comprenden que cuando uno se acerca demasiado a las estrellas se acaba quemando. Se deslumbra. Se descubre bajo esa nueva luz, tan pequeño, tan insignificante, y se da cuenta de su mediocridad.

—¿Qué te creías, eh? ¿Qué te creías?

Hugo pasó dos meses encerrado en su buhardilla escuchando el repiquetear del agua de la lluvia sobre las tejas de pizarra. Quiso pintar de memoria un último retrato. Pero los ojos…

Era imposible recrear con el pincel el color de aquellos ojos que le miraban vacíos desde el lienzo. Huecos, blancos, secos.

Cuando amainó la tormenta, la primera tormenta de septiembre, asomó la cabeza cual caracol por el pequeño portal de la rué Saint-Martin y se dejó llevar, corriente abajo, hasta la puerta misma del café donde el marsellés, como cada tarde, recogía las cuatro sillas y las dos mesitas de fuera, con el cuerpo arrugado, el gesto de dolor de siempre, y una mano en los riñones.

Se miraron como si hubieran pasado cien años desde la última vez. El marsellés tomó la iniciativa. Abrazó a la ruina en que se había convertido Hugo después de sesenta días sin ganas de comer. Le preparó un croque-monsieur que retiró antes de que la plancha se calentara del todo y se lo sirvió a toda prisa, no fuera a ser que Hugo se muriera de hambre en el Bouchons, o se deshiciera en cenizas, o saliera volando por una ventana abierta, convertido en nada.

—Oye, Hugo —le dijo mientras se enfriaba el sandwich—, había pensado ofrecerte el puesto de ayudante, aquí, en el café, hasta que te hagas famoso y eso. O hasta que te salga un trabajo de verdad.

—Te doy pena, ¿eh? —respondió Hugo con voz carrasposa.

—No, chico. No es eso. Es que me quedó un sentimiento de culpa, que cada vez que me miro al espejo me dan ganas de abofetearme.

—Tú no hiciste nada malo. El iluso fui yo.

—Además, cada día me duele más la espalda —continuó el marsellés haciendo como que no le había oído—. De verdad, necesito ayuda. A cambio, te regalo las paredes. Puedes hacer con ellas lo que quieras.

Con las paredes hizo Hugo un Nueva York sin Carol. Un Manhattan con altos edificios de oficinas, taxis amarillos, portales recónditos, calles de asfalto y un corazón de selva con un estanque llamado Jacqueline.

Cuando le puso la luz al farol de la Libertad, reunió el valor suficiente para cruzar por delante de la Madeleine y regresar a aquella plaza en la que siempre se sentía un poco perro; esta vez, con el rabo entre las patas.

Pasó unos minutos al otro lado del hotel, delante del escaparate de Chaumet, y cuando llegó por fin junto al obelisco, avanzó con una decisión nueva.

En el mostrador de recepción estaba el mismo hombre de la última vez. Procuró disimular su angustia cuando preguntó por ella, pero no pudo evitar que le temblara un poco la voz al pronunciar su nombre.

—Veamos —dijo el recepcionista al consultar el ordenador—. La señorita Bouvier dejó el hotel hace tres meses. Lo siento.

Abandonó la búsqueda y pareció perder todo interés en aquel extraño joven de aspecto intrigante al que, sin embargo, estaba seguro de haber visto antes en alguna parte.

—Pero ¿no dejó ninguna dirección donde poder enviarle una cosa? —Hugo sonaba desesperado.

—Aunque la hubiera dejado, no podría facilitarle esa información —el hombre hablaba con aspereza, pero sus ojos, en cambio, dejaban al descubierto un ápice de piedad en el fondo de sus pupilas.

—Por favor —suplicó Hugo.

El recepcionista dudó un instante. Luego volvió al ordenador y tecleó unas palabras con mucha prisa. Sin levantar la vista de la pantalla habló en voz baja.

—Hay una posibilidad… remota —le dijo—. Si se aloja en algún hotel de nuestra cadena, podríamos dar con ella.

—¿En cualquier parte del mundo?

—¡Ajá!

Con el ceño fruncido contempló los datos sin decir nada, hasta que, de pronto, miró a Hugo de frente y disparó:

—España.

Aquella noche el brillo de los diamantes no le dejó cerrar los ojos. Sacaba los pendientes del estuche y los movía de lado a lado o los encerraba entre sus dedos, o los metía en la boca para sentir su suavidad, su dureza. Se despedía de ellos, como lo hubiera hecho de Carol de haber podido. Porque sabía que después de esa noche, no volvería a verlos jamás.

Los envolvió con cuidado y escribió una larga carta que no era otra cosa que la declaración de amor de un tonto y se encaminó a la oficina de correos, decidido a olvidar a Carol para siempre. Pero una vez allí, sentado en una silla de linóleo esperando su turno, sintió el deseo de liberarlos, o más bien, de secuestrarlos, como si, de esa manera, pudiera dejar sin resolver del todo aquella fantasía.

Los separó, desbarató el par, guardó uno en el bolsillo y el otro lo acomodó en el estuche azul con las iniciales del joyero escritas en oro sobre la tapa. Luego, en un trozo de papel blanco, escribió una nota de loco, de asesino en serie, de chantajeador, de obseso, de anónimo con firma: «Uno solo no es suficiente».

Un solo beso. Una sola noche. Un solo amanecer. Un pendiente solo, como un solo idiota, como un solo zapato de cristal, toda la vida en busca del otro, para poder ser, por fin, uno solo de verdad.

Desde ese mismo instante, Hugo se dedicó en cuerpo y alma al último retrato de Carol. Recordaba cada poro de su piel, cada esquina de su geografía; cada montaña, cada meseta y cada depresión; cada planeta, cada estrella y cada constelación de su sistema. Podía dibujarla de frente y de espaldas, sentada, asomada al balcón, o tumbada sobre la sábana blanca del estudio. Pintaba sus manos y sus pies, las olas de su pelo, la sombra de sus pestañas, el olor de su cuerpo, el sonido de su voz y las caracolas de su risa. Pero nunca jamás, nunca, encontró aquel color, el mismo del mar cuando se marcha el sol, de los ojos de Carol.

Pasaba las noches en el café y los días en la plaza de los artistas de Montmartre, junto al Sacre-Coeur, con las puntas de los dedos heladas, vaho saliéndole de la boca y frío en lo más profundo de sus huesos. Boceto tras boceto, limosna tras limosna, y ni un momento de serenidad que no estuviera ocupado por ella y por un azul que sólo existía en tres lugares de este planeta también azul: en la mente de él, en los ojos de ella y en el interior de una cueva excavada en las rocas de una costa lejana y azul. Azul esmeralda.

Hasta que el primer día de noviembre, después de la misa de difuntos, se apareció en Cancale con cara de muerto y llamó a la puerta del padre sin más disculpa que una vena de locura azul en relieve sobre la sien. Llevaba la caja de las pinturas en una bolsa, junto al dibujo de Carol con los ojos ausentes y un pendiente de diamantes envuelto en periódico. Le dijo: «Padre, vengo a por el barco», y Arnaud Beneteau, el convencional, el hombre previsible hasta el aburrimiento, el que nunca había llegado a superar las cuatro millas que le separaban de la isla de Boulanger por un miedo inconfesable a la inmensidad del océano, se subió a bordo sin decir palabra y soltó amarras hacia lo desconocido.

La primera noche salió a cubierta mientras Hugo pilotaba y se sentó a su lado, detrás del timón, a escuchar el silencio del que todos hablaban y a descubrir que era mentira. Que justamente de noche venía el viento a componer música de velas con crujidos de madera, que las olas chocaban contra el casco y se rompían con más ruido que en la misma playa, que los mástiles se lamentaban, los obenques gemían y los winches lloraban. Que lo único callado de veras era su hijo Hugo, con la mirada perdida en algún lugar más allá del horizonte.

Hasta que, por fin, se recortó en el horizonte la silueta insinuante de la Costa Esmeralda.

Las primeras luces del día se reflejaban en la tierra como sombras chinescas que hacían aparecer poco a poco, al principio en forma de manchas, luego dibujando pequeñas figuras redondas, los tejados de las casas deshabitadas. Era casi diciembre, apenas amanecía y ya empezaba a atardecer, sobre aquellas rocas y aquellas calas que se llenaban de enormes yates al llegar julio.

Ahora, en cambio, el embarcadero de Cala Di Volpe alojaba tan sólo unos cuantos barcos menores, los que pasaban allí el invierno, lejos de las aguas cálidas del Caribe, al que emigraban los grandes en cuanto empezaban a volar los cormoranes de vuelta a África.

Pasaron por delante sin hacer ruido y continuaron su camino hacia algún lugar, un poco más allá, donde, premeditadamente o no, el viaje llegaría a su fin.

En la barriga del Cisne Negro, Arnaud dormía mecido por las olas, dejándose llevar por los silencios de Hugo y su extraña manera de escudriñar el mar. No se despertó cuando el hijo soltó el timón y corrió a proa para descubrir, en el interior de una cueva, aquel azul que se le escapó como los gatos, por el tejado de la rué Saint-Martin. El azul Carol; origen y destino de todos sus viajes. Y estaba allí mismo, agazapado, esperándole. Le llamaba con cantos de sirena, lo engullía con ansia, con hambre.

Hugo se lanzó al agua de cabeza.

Al caer se le llenó la boca de sal. Sentía la carne entumecida por el frío, las olas llevándolo arriba y abajo, estrellándolo con las paredes de roca de aquella gruta que era prisión y al tiempo libertad.

Libre al fin de todo dolor que no fuera el de su cuerpo helado, libre del continuo martilleo de sus sienes, del abandono, la desilusión, libre por fin de la realidad hecha de colores que, al fin y al cabo, se pueden reproducir con un pincel y unos botes de pintura. Lleno, sumergido y emergido, al ritmo del ir y venir del mar, del azul imposible, irrepetible; impregnado de él hasta la médula de los huesos, el vacío de los pulmones, el interior de su boca cubierta de sal y la niña de sus ojos. ¡Cómo escocía! Como vinagre en las heridas, ese azul que lo era todo. Por arriba, por los lados, por debajo.

Otro firmamento, monocromático, sin estrellas, ni luna, ni nubes que empañen la noche, sin tormentas, sin una calle oscura como la de Saint-Martin, sin un tejado donde los gatos esperan que alguien los atrape y se los coma, para sobrevivir en un mundo en el que sólo existe el agua de la lluvia, las seis en el campanario, las cuatro sillas y las dos mesas frente al café, las paredes pintadas, el recuerdo, cada vez más lejos, de un sueño por cuyas pupilas naufragaba ahora Hugo y que a medida que pasaba el tiempo se tornaba más negro y amenazador, desesperanzado y fatal.

El ruido metálico del ancla despertó a Arnaud Beneteau que soñaba con su jardín de lavanda y tomillo. Subió a cubierta y respiró el aire húmedo y frío de la mañana. Contempló la costa rocosa, los acantilados, las pequeñas cavidades horadadas por el mar, y el espantoso espectáculo de su hijo Hugo, desapareciendo ante sus ojos en el interior de un agujero que le devoraba con la boca abierta cubierta de espuma.

—¡Hugo! ¡Hugo!

No podía hacer otra cosa que gritar su nombre. Moriría de frío, se ahogaría sin remedio si obedeciera al impulso de saltar tras él y rescatar su cuerpo.

—¡Hugo, vuelve!

Pero ya no le oía nadie.

II

EN algunas zonas del Perú, el fenómeno de los secuestros rápidos estaba tan a la orden del día, que a nadie extrañó la noticia del rapto de la pequeña Luz Elena Sánchez al regresar a casa un domingo después de misa. De hecho, la crónica del suceso no pasó de ocupar diez o doce líneas en la tercera interior de un periódico local. Decía el diario que doña Graciela Vargas, abuela de la niña, la había esperado en vano durante horas antes de dar parte a la Policía y que la búsqueda por los campos de los alrededores había resultado infructuosa hasta la fecha. Una de sus compañeritas de la escuela fiscal había contado que un hombre muy grande y requetenegro las había seguido por la vereda, que al torcer ella hacia su barrio le había visto acercarse a Luz Elena para hablar con ella, que llevaba botas de guerrillero a finales de noviembre, sombrero de Panamá y anillos en los dedos. Que seguro era rico, extranjero y que sólo de verlo daba miedo.

A la única que le desconcertó de verdad la desaparición de su nieta fue a Graciela, pobre como las ratas de los vertederos, casi ciega y sola en la vida, quien, incapaz de encontrarle una explicación económica a su desgracia, sufría pensando en el horrible destino de la niña, la cual probablemente a esas horas habría pasado a engrosar las cifras de jovencitas vendidas en el mercado de almas blancas o, peor aún, estaría ya criando malvas en alguna acequia, después de haber satisfecho con ella, el monstruo que se la llevó, sus más tenebrosas perversiones.

Lo que nadie, ni Graciela, ni la Policía, ni las colegialas de su clase, ni el director del periódico local, se podían figurar era que, en ese preciso momento, Luz Elena, con el pelo rasurado como el de un chico, vestida con un pantalón y una gorra de visera, atravesaba el Atlántico en el asiento 24B del Jumbo de Iberia al que se había subido de la mano de un hombre que le había prometido llevarla con su madre.

—¿Puedo pedir un vaso de agua a la azafata?

—Bueno. Pero recuerda que te llamas Ricardito y que yo soy tu papá.

Y Lucecita sonreía pensando en la sorpresa que iba a llevarse su mami cuando la viera aparecer en Madrid para pasar juntas la Nochebuena.

El contraste entre la vieja y húmeda pensión del barrio de Callao donde se había instalado junto a Emerson y el glamoroso esplendor del hotel Ritz se hizo aún más evidente ante los ojos admirados de Lina, aquella primera mañana de diciembre nada más entornar la puerta de servicio y asomarse al hall. Durante la noche, sin estorbar el sueño de los huéspedes, el espíritu de la Navidad había irrumpido de puntillas y en silencio, adoptando la apariencia humana de batallón de duendes vestidos de verde con el nombre de una famosa floristería impresa en el mono de trabajo, y se había introducido por pasillos y corredores, salones, comedores y por todos los rincones del hotel, dejando a su paso una estela de lucecitas blancas, estrellas diminutas y brillantes, guirnaldas doradas, flores de pascua, ramas de tejo, muérdago en las esquinas y velas sobre las chimeneas, olor a bengala y a musgo recién arrancado.

Y en el centro mismo del salón, donde otras veces lucía el gran tibor de porcelana repleto de rosas, orquídeas o peonías, ahora se levantaba un inmenso abeto de cinco metros de altura coronado por una estrella de cristal de Murano, de la que descendían en cascada las bolas de ámbar, las mariposas de colores, los pajarillos de porcelana y los festones que brillaban con los destellos de centenares de bombillitas engarzadas en una delicada red de hilo de oro.

En cada puerta, una corona de acebo; en cada mesita, un arreglo floral hecho de pinas coloradas, lazadas de terciopelo rojo, cirios encendidos, y bajo el árbol, sin más techo que las ramas entrelazadas del abeto, un pequeño nacimiento de madera tallada con la mula y el buey, los magos de Oriente, san José y María, el ángel de la Anunciación, el pesebre y el chiquito Niño Dios.

Había a quien todo esto sumía en un estado de infinita tristeza, sólo de imaginar lo lejos que quedaban sus seres queridos de estas luces. Otros, en cambio, se sumergían de cabeza en el ambiente navideño, prendían bolitas encarnadas en el tirante del delantal y silbaban villancicos mientras hacían sus tareas. A este segundo grupo pertenecía Lina, dispuesta a encontrar calor en las primeras Navidades blancas de su vida, una vez hubo convencido a Emerson de que la acompañara a la sierra para ver la nieve de cerca.

Y qué tontería, nunca imaginó que estuviera tan fría, ni tan húmeda, ni que se aplastara al pisotearla, ni que se pudiera meter en la boca y saborearse, ni que tuviera gusto a resina, ni que se deshiciera tan rápido entre los dedos de las manos.

—Ya sólo me queda el mar —le había dicho al oído.

—Yo te llevo, linda —le había respondido él con un beso en la oreja helada.

De vuelta en el cuartucho oscuro de la pensión, habían ahuyentado la nostalgia a base de abrazos y se habían propuesto construir una bola de Navidad en la que sólo hubiera lugar para ellos dos.

Lina se quedó con el espumillón que fue encontrando en las papeleras, las cintas de los regalos y los papeles de envolver y fabricó con ellos adornos, pantallas para sus lámparas y guirnaldas para las cuatro esquinas de su mundo.

A un universo de distancia de esta realidad se hallaba Carol, que a medida que Lina se encendía, ella se apagaba pensando ya en su inminente vuelta a casa. No se asomaba a la ventana para no ver los árboles del Retiro vacíos de hojas, y hacía días que había dejado de salir al jardín por las mañanas con el abrigo puesto y una taza de té de fresas caliente entre las manos. A esos desayunos de antes a veces la acompañaba Lina, con el chaquetón de plumas sobre la bata de faena. Se sentaban las dos en el último escalón de piedra y charlaban en medio del patio donde en verano se colocaban las mesas. Así, sin los muebles, el jardín parecía encogerse bajo las ramas desnudas de los plátanos de sombra.

Fue una de esas mañanas de confidencias compartidas cuando Lina escuchó por primera vez el nombre de Hugo. Salió de la boca de Carol seguido de una cascada de historias polvorientas por el desuso. A medida que entre las dos sacaban brillo a los recuerdos, Carol reía o lloraba, suspiraba, temblaba, sentía.

Al principio, Lina intervenía con exclamaciones y comentarios semejantes a los que se le escapaban cuando veía su telenovela, pero poco a poco fue comprendiendo que la mejor respuesta a la confesión de Carol era el silencio. Callada recorrió las calles de París, el puente sobre el Sena y la plaza Vendôme. Sin hablar subió las escaleras de la casa de la rué Saint-Martin hasta el ático. Muda asistió a la única noche clara, sobre la sábana blanca. Y no dijo una palabra cuando imaginó las uñas de los dedos de Greta clavándose en el brazo de su nieta, el sonido del motor del coche desapareciendo por la rué Chambón y la soledad de Hugo, como la de un perro sobre la tumba del amo, volviéndose loco de pena.

—¡Regresa a París, pues! —le dijo de golpe, sin poder aguantar por más rato las ganas.

—Tú no lo entiendes, Lina —respondió ella—. No puedo volver. No puedo.

En algún lugar de su memoria residía aún la estampa negra de la casa de South Hampton, la desolación que flotaba en aquellas paredes incluso años después de la muerte de su madre. Los hombros caídos de su padre, sus pisadas en la arena, alejándose de ella. Esa manera nueva de mirarla, como quien contempla una fotografía vieja, con los ojos húmedos, y esa certeza de ser la culpable de sus lágrimas, de no saber qué era mejor, si quedarse allí sentada, en la playa, o salir corriendo detrás de él y no volver a soltarse de su mano.

Nunca, nunca jamás, haría llorar a ese hombre que ya había sufrido el infinito. Ella sería su escudo, su recuerdo, su refugio. Desde aquellas tardes de café en la bandeja de su despacho, en las que él contemplaba el retrato de Luisa en el rostro de Carol, se había propuesto vivir en el sitio de su madre, suplantándola, ocupando su espacio en el pasado, el presente y el futuro. No le daba más disgusto que el de salir de vez en cuando a respirar fuera de esa pecera en la que se había convertido su vida con él. Pero ni siquiera entonces, en esas ocasiones de libertad limitada, podía Carol escapar al control de su abuela Greta, la cual andaba siempre ojo avizor, asegurando a través de su pequeña marioneta sin hilos la felicidad del hijo.

«De ti depende, de ti», le tenía dicho.

Esa misma mañana, Carol se perdió en los detalles. Sobre la colcha recién estirada de su cama, bajo las olas del mar que rompían en el cuadro de la niña a sus espaldas, le mostró a Lina sus dos tesoros. Desenrolló el pequeño dibujo de su pie y lo contempló un momento antes de abrir el estuche azul en el que guardaba el pendiente de brillantes. Lo sacó con cuidado y lo contempló al trasluz.

—Si yo fuera Cenicienta —le dijo—, éste sería mi zapato de cristal.

Pero hacía días que no salían al patio a contar secretos. Cuando Lina llegaba al hotel se encontraba la puerta de la 112 aún cerrada. Sin dudarlo la abría con su llave maestra y le preguntaba a la oscuridad:

—¿Duermes todavía?

Y una voz ronca le contestaba:

—Déjame. ¿No ves que estoy hibernando?

Esos días tristones le hacían pensar en Lucecita, más sola ahora que nunca, desde que al lunático de Edgar se le ocurrió salir en su busca, cegado por los celos y sin pensar en las consecuencias.

Le decía a Carol: «Ya me contagiaste la nostalgia, niña consentida».

Y corría a buscar consuelo en los brazos fuertes de Emerson, que siempre la recibía con sensación de rompeolas.

La mañana en la que amaneció el hotel con el muérdago colgando por los rincones, Lina se cuidó mucho de no hacer ruido con el carrito al acercarse a la puerta de Carol. Imaginaba que en aquella habitación, igual que en el jardín del gigante egoísta, la Navidad habría decidido pasar de largo; ahora, lo que realmente le apetecía era canturrear villancicos por los pasillos y no estaba dispuesta a soportar melancolías.

Sin embargo, cuando se vio delante de la 112, no pudo evitar que su mano hiciera girar la llave en la cerradura. Entró como una corriente de aire llevándose por delante todas las tonterías, despertó a su amiga y la obligó a salir con ella al rellano de la escalera para que viera los adornos, a pedir champán de desayuno, a que se pusiera el abrigo, que la acompañara a dar un paseo hasta el estanque y que no mirara atrás.

—Gracias por encarnar todo lo que yo quisiera ser —le dijo Carol al volver—. Hasta nuestros nombres se complementan: Yo, Carol; tú, Lina.

—Sí —respondió la otra—, pero tú llevas la parte elegante del nombre, la primera parte, y yo lo que sobra.

Aquella tarde, al recordar esta conversación, Lina sintió unas enormes ganas de contarle a Luz Elena que había pisado nieve, que ya las calles se habían llenado de luces, que en lo alto del abeto había una estrella de cristal de Murano, y que por tercera vez en la vida, había sostenido los rayos del sol entre las manos.

Mientras marcaba los números y esperaba línea calculó que hacía semanas que no hablaba con la niña. En Cajamarca haría calor, un calor inimaginable a este otro lado del planeta. Allá, de siempre, la Navidad había tenido sabor a mango y papaya fresca, a cielo estrellado y noche clara.

—Lina al aparato —dijo cuando notó que alguien descolgaba a doce mil kilómetros de allí.

—¡Hija de mi vida, por fin llamaste! —le respondió la voz de Graciela, ahogada en angustias—. ¿Dónde has estado todo este tiempo? Elvina tiene un disgusto grandísimo, te anda buscando por todas partes…

—Ya, mamá —le cortó ella—. Ahorita ya no vivo donde la tía. Puede decirle que estoy bien. Déjeme hablar con la bebe.

—Para eso mismo te busca Elvina. A la niña se la llevaron hace una semana…

—¿Que se la llevaron? ¿Quiénes? ¿A dónde? —Lina no pudo evitar que en lugar de preguntas de su garganta salieran alaridos.

—¡Cálmate, hija! —trató de tranquilizarla Graciela gritando aún más fuerte que ella—. Hemos tenido noticias. La bebe está bien. No es a ella a la que quieren.

—¿Entonces a quién, eh, a quién?

—Te quieren a ti.

Por la cabeza de Lina atravesó un pensamiento único, de color verde esmeralda, con acento ecuatoriano y manos de gigante, con sombrero de Panamá y botas de guerrillero. No le cupo la menor duda. El momento de rendir cuentas había llegado.

—Debes ponerte en contacto con un hombre que dice llamarse Juan en un número de teléfono que tiene Elvina. Sobre todo, no vayas a la Policía. No le cuentes a nadie lo que ocurre o pondrás en peligro a Luz Elena. ¡Date prisa!

En cuanto colgó con su madre, sin dejar de temblar, Lina llamó a casa de Elvina. La anciana sonaba aterrorizada al otro lado del hilo, hablaba casi en susurros, como si no le quedara aire en los pulmones después de haber llorado días enteros.

—Edgar se instaló en la casa y la Policía no lo deja marcharse de acá hasta que no lo llamen a declarar al juzgado por la denuncia que le pusiste. ¡Valiente estúpida fuiste! Me tiene de criada: «Elvina esto, Elvina lo otro», y venga a beber. Pasa todo el día borracho, ensucia todo, los vecinos protestan del ruido y el escándalo…

—¡Tía Elvina, no me cuente milongas! —respondió Lina en un grito desesperado—. ¿Qué hay de la bebe? ¡Dígame dónde está la bebe!

La mujer le relató en voz baja que días atrás había recibido la llamada de un hombre cuyo nombre, según dijo él mismo, era Juan, y que le había salido con el cuento de que había secuestrado a Luz Elena. Al no dar crédito a la historia, el hombre le había puesto a la niña al teléfono.

—¿Y qué dijo? ¿Estaba asustada? ¿Estaba herida?

—No. Nada de eso. Estaba muy contenta, la pobre, creía que venía a pasar la Nochebuena con ustedes, con sus padres. El hombre la trata bien. Luego, la voz del hombre le había dado un número de teléfono para que Lina se pusiera al habla con él.

—Dijo que nada de policías. Que el asunto era entre ustedes dos y nadie tenía por qué enterarse.

—¿Se lo contó a Edgar, tía Elvina?

—No me atreví.

—Hizo muy bien. Muy bien.

Los segundos que pasaron desde que Lina acertó a marcar el número del ecuatoriano hasta que recibió respuesta al otro lado del teléfono se le hicieron eternos. Tuvo tiempo de atreverse a molestar al Dios de veras, al que se ocupa de los casos graves, las epidemias, las catástrofes y las guerras. ¿Qué mayor emergencia que ésta, en la que estaba en juego la única luz de su vida? Le lloró, le juró, le suplicó. Le prometió que ya nunca más volvería a pedirle nada, aunque de sobra sabía que no podía ofrecerle a cambio otra cosa que su alma miserable y que no valía un chavo, la condenada.

—Lina Sánchez, Lina Sánchez —gruñó en tono de desprecio el hombre que respondió a su llamada—. Buena la hiciste, Lina Sánchez, robándote la mercancía. ¿Creías que no te encontraría? ¿Que me iba a quedar de brazos cruzados mientras tú te gastabas lo que me pertenece?

—Yo no robé nada. El Sendero nos asaltó —trató de explicarse ella con un hilo de voz.

—¡A otro perro con esos huesos, mami! —ahora sonaba burlón—. Me debes veinte mil euros, al cambio. Más intereses. ¿Cómo piensas devolvérmelos? ¿O prefieres que me los cobre con tu hija? ¿Eh?

—Por favor —suplicó Lina.

—Te doy veintitrés días, uno por cada mil. Tú verás si pasas la Nochebuena con la niña o sin ella. Vuelve a llamarme cuando juntes el dinero.

Después de colgar, Lina se quedó inmóvil durante mucho rato. No podía pensar, ni hablar, ni respirar. Una náusea inmensa, del tamaño de un tsunami como los que arruinaron las costas de Tahití, se le derramó por el estómago y no pudo evitar las arcadas, las lágrimas ni el terror.

Pero cuando salió de la cabina, aún temblando, y la encargada del locutorio, como de costumbre, le preguntó por la niña: «¿Qué tal tu hija?», ella, mientras se sorbía las lágrimas, respondió:

—Ya muy pronto voy a verla.