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LA curiosidad estaba pudiendo con Lina, carro arriba, carro abajo del pasillo, sin atreverse a empujar la puerta de la 112 por si encontraba a alguien dentro. Un par de veces apoyó una oreja indiscreta contra la cerradura, pero no escuchó más que el sonido del aire de la mañana colándose por algún rincón. Por fin, poco después del mediodía, se armó de valor, llamó con los nudillos y, al no hallar respuesta, se decidió a entrar con el carrito por delante.

Había pasado toda la noche en vela recordando la luz de aquel pendiente que, de alguna manera, valía por dos. Y la de aquel otro que brillaba por su ausencia. Con cada vuelta que daba en su maltrecho colchón, más segura estaba de que tendría que acabar huyendo por culpa de una desaparición en la que ella, por segunda vez en la vida, no tenía nada que ver.

Sin embargo, una vez dentro de la habitación, Lina olvidó por completo todas sus preocupaciones y sus temores. Se sintió de nuevo parte del decorado y decidió levantar el telón para dar paso al segundo acto.

Las rosas yacían muertas sobre la chimenea. Hacía calor y quienquiera que ocupase aquella estancia, las había dejado morir cruelmente. En lugar de su perfume, se respiraba ahora una suerte de brisa marina, hecha de arena mojada, salitre y algas. Aquel aroma trasladó a Lina muy lejos de allí, a algún lugar dibujado en su imaginación, ya que ella jamás había visto el mar en persona. Cerró la puerta con dos vueltas de llave. Colgó la bata en el palo de la escoba y se metió de cabeza en el vestidor en busca de un biquini en el que desnudar sus fantasías. Lo encontró enseguida, amarillo y con dos lazadas a los lados, en el segundo cajón de la comodita, justo debajo de la ropa interior. Le quedaba pequeño. Muy apretado de pecho y bastante ceñido a la altura de las caderas, pero suficientemente holgado para tumbarse al sol en esa playa de sueños, o mejor, en esa isla desierta a la que la arrastró la deriva después de un naufragio. Ya veía venir, allá por el horizonte, la silueta de un velero que acudía en su auxilio. O quizá escuchaba en la distancia, ensordecida por el estruendo del rompeolas, el ruido del motor de un petrolero cuyo capitán, un apuesto portugués, la observaba en este mismo instante, a través de las lentes de sus prismáticos. ¿O era un barco pirata?

Tumbada sobre la espalda, con la cabeza apoyada en las almohadas, a los pies de la cama, tal y como las había encontrado ella, Lina no podía apartar la vista de aquel cuadro en el que una niña contemplaba el mar.

Puede que se durmiera, puede que no. El caso es que nunca supo cuánto tiempo pasó o si se paró el tiempo, ni qué hora era cuando finalmente salió de aquel estado de paz infinita y recordó que aún le quedaba mucho trabajo por delante. Hizo la habitación lo más deprisa que pudo, pero al abrir las ventanas se le escapó la brisa del mar.

Recogió del suelo un vestido de tirantes arrugado, una falda larga azul celeste y una camisilla blanca; unas alpargatas de cuña alta, unas sandalias de tacón, el envoltorio de una chocolatina y una bolsa vacía de cacahuetes. Después se paseó por el vestidor como quien camina por un jardín botánico, parándose a contemplar cada flor, aspirando sus aromas, acariciando sus delicados tejidos, sus colores.

Había trajes de noche bordados con piedras, calados de encajes, con ribetes de piel, con ojales de oro. Faldas de seda, blusas de nada hechas con telas de araña, delicadas lanas suaves como plumas, abrigos de alegres colores, chinchilla rosa, terciopelo verde, altos zapatos con tacón de aguja, sandalias de cristal, perlas, broches, pétalos. Dos baúles vacíos.

Había un montón de libros tirados por todas partes, fotografías viejas, algunos discos compactos, un par de patines gastados, unas sofisticadas gafas de sol, una polvera sobre el lavabo que contenía todos los colores del arco iris, que se llamaba Coromandel y tenía un espejito sucio donde había sacudido las alas una polilla gris, un frasco de Chanel N.° 5, un elixir de la eterna juventud, un bote de aceites esenciales que había que agitar bien antes de cada uso, un albornoz envuelto en otro, un magnífico ovillo de toallas desordenadas y un charco de champú en el fondo de la ducha.

Lina era experta en inventarles historias a los clientes. Con un solo golpe de vista era capaz de desvelar sus secretos mejor guardados; desde bajas pasiones a amores eternos. Le bastaba con encontrar un cabello en el baño para adivinar a ciencia cierta, y sin errar un ápice, sexo, edad, lugar de nacimiento, condición social y deseos íntimos de su dueño.

Al que olvidó su agenda le descubrió los nombres de todas las mujeres que le quisieron mal, y a esa pareja que llegó de madrugada, la noche en que le tocó limpiar los platos rotos, ella, nada más verlos salir del ascensor, les pronosticó un violento final.

Por el contenido de sus maletas sabía Lina cuántos días se quedarían en el Ritz, si venían por placer o negocios, si dormirían solos o no, si volverían alguna vez o se marcharían para siempre.

Con lo que tiraban a las papeleras encajaba las últimas piezas del puzzle, entretenida en leer facturas rotas, notas de despedida, números de teléfono, e incluso, a veces, ciertas cosas tan privadas que ella, discreta en medio de su tremenda indiscreción, fingía no ver o no conocer.

Pero también comprendía, con cierta tristeza, que todos los huéspedes eran aves de paso; que dejaban sus historias a medias; que levantaban el vuelo con el futuro en sus alas para terminar de contarlo muy lejos de allí. Y a muchos, a la mayoría, ni siquiera llegaba ella a verlos en persona. Eran como el mar.

En cambio, esta vez, a la mujer reciente, menuda y frágil que había convertido la 112 en algo parecido a un hogar, creía conocerla tan bien, que hasta le acertaba los motivos por los que dejó morir las rosas.

«Las flores —pensaba Lina— son como las joyas: nunca cambian de dueño. Pertenecen a aquel que las regala. Y el que las recibe las cuida o no las cuida, dependiendo de si realmente le preocupa que puedan marchitarse. Las joyas…, a veces un anillo de plata pesa mucho más que un rosario de brillantes».

Se miró la mano vacía. Hasta hacía bien poco, la alianza que la esposaba a Edgar aún le estrangulaba el dedo anular. Cuando llegó el calor, se le hinchó tanto el cuerpo que tuvo que cambiar de talla de zapatos. Un domingo de junio, a escondidas de la tía Elvina, a quien todo este asunto le hubiera parecido de una indecencia intolerable, consiguió sacarse el anillo a base de jabones y cremas. Durante un tiempo lo llevó colgado del cuello atado a una cadenita que le daba tirones de pelo. Luego lo abandonó en el fondo del cajón de las facturas, el cual procuraba abrir lo menos posible no fuera a ser que le asaltaran las deudas del pasado como campesinos armados en algún camino sin asfaltar.

Estos pensamientos de flores secas y anillos de plata le recordaron por fin el auténtico motivo de su noche en vela: el pendiente de diamantes.

No aquel que encontró dentro de un estuche en lo alto de la repisa de la chimenea, sino el otro, el que no estaba.

Temblaba. Si se trataba de un robo, ella era sin duda, la principal sospechosa. Sus huellas estaban por todas partes y la gobernanta no perdería la ocasión de acusarla. La policía descubriría lo del contrato falso; lo del permiso de trabajo hecho a base de engaños; lo de la gran mentira. Y no sólo la mandarían de vuelta a Perú en cuanto cumpliera condena, sino que, además, la volverían a mezclar en líos de joyas. La alcanzaría el hombre de las esmeraldas por mucho que corriera y ya no le quedaría sierra donde esconderse.

Por otra parte, reflexionó Lina, bien extraño era que la gobernanta no la hubiera mandado llamar todavía. Tal vez aún no se había descubierto el robo. Quizá la dueña del estuche lo guardó sin abrir siquiera, en ese condenado agujero de la pared con cierre acorazado al que llaman caja fuerte.

En cada habitación, dentro del ropero, en una repisa encima de las barras para zapatos, había una. Funcionaban con unas claves de cuatro dígitos que escogían personalmente los huéspedes y seguramente encerraban en su interior, además de fantásticos tesoros, valiosos secretos que eran, con mucho, lo que más despertaba la curiosidad de Lina. La lástima era que se hallaban siempre cerradas a cal y canto.

Por eso hacía mucho tiempo que había dejado de interesarse por ellas. Pero esta vez se arrodilló delante de la puertecita blindada y se le llenaron los ojos de agua esperando un milagro.

El problema era que no sabía a quién implorar. Al Dios del cielo, al verdadero, procuraba importunarle lo menos posible. Lo imaginaba allá arriba, en su trono de nubes, atendiendo los asuntos más graves del planeta. Tratando de paliar la miseria y el hambre al tiempo que evitaba guerras nucleares y catástrofes naturales. Bastante ocupado debía de andar Dios como para entretenerse en abrir cajas fuertes. Y al otro, al dios de las cosas tontas, al que unas veces pedía sol y otras lluvia, y otras que no tardara el autobús, que funcionara el calentador del agua o que se le pasara el dolor de cabeza, no le creía Lina capaz de grandes hazañas. Sin embargo, esa mañana, o bien éste hizo un exceso, o aquél se tomó un respiro entre desgracia y desgracia. El caso es que en ese preciso instante, al otro lado de la pared, Emerson García, mexicano, veinticinco años, seductor involuntario de sonrisa blanca, con su mono de trabajo azul y el maletín con las herramientas bajo el brazo, se detuvo delante de la 112, y al encontrar la llave echada, llamó con los nudillos.

—Servicio de mantenimiento. Vengo a comprobar la caja de seguridad. Favor de abrir la puerta.

Y Lina pensó: «Me enviaron un ángel».

Esta revelación divina de la condición celestial de Emerson, que le fue corroborada después al ver reflejada su angustia en el cristal azabache de los ojos del muchacho, y sentir cómo ésta se disolvía para siempre en una húmeda tormenta tropical, convirtió el cuerpo mortal de Lina en todas las iglesias de Cajamarca y dejó que se le rindiera el alma como a Atahualpa el día en que el Imperio inca dejó de existir.

Por su parte, Emerson recibió en la cara tal bocanada de agua de mar al abrirse la puerta, que creyó ahogarse con las lágrimas de Lina. Su abrazo, desesperado, le cubrió el cuerpo de sal.

Pero todo esto ocurrió en una milésima de segundo, de manera que, aunque ambos notaron que el eje de sus vidas cambiaba súbitamente de hemisferio, no se lo confesaron al otro hasta mucho tiempo más tarde. De aquel mágico momento sólo recordarían luego tres cosas: el llanto desesperado de Lina, los brazos de Emerson rodeándole la cintura y su voz profunda y suave a la vez, consolándola como a una niña: «Ya pasó, ya pasó».

Después de aquello y durante un tiempo, se conformaron con hacerse los encontradizos en los pasillos y los ascensores. Se aprendieron sus nombres a través de terceros.

En sus fantasías diarias, ataviada unas veces con suave lencería, otras con largos vestidos de noche, Lina sólo era capaz de verle a él reflejado en todos los espejos en los que se miraba. A veces no era más que la sonrisa del gato de Alicia, como una aparición, sin más cuerpo ni sustancia que una boca apenas abierta. Otras veces eran sus ojos los que la contemplaban con descaro a través del cristal de las ventanas o de las cerraduras de las puertas, y ella se dejaba hacer.

Tampoco olvidarían jamás lo que ocurrió a continuación aquella mañana en la que se abrazaron por primera vez, cuando arrodillados los dos como en un altar, frente a las barras con los zapatos de Carol, Emerson extrajo de su bolsa de herramientas un curioso artilugio con el que llevó a cabo el milagro que puso en marcha, sin él saberlo, el resto de su historia.

La caja se abrió dejando al descubierto un espectáculo insólito de pirotecnia, en el que perlas y piedras preciosas estallaron en mil colores y mil brillos, encadenándose unos a otros en collares de oro y pulseras de zafiros, ágatas blancas, corales rosas, rubíes rojos y verdes esmeraldas. Había gargantillas, pendientes, sortijas y hasta una tiara que lo coronaba todo y conformaba, con sus destellos estrepitosos, la gran traca final.

En el epicentro del terremoto descubrieron un estuche azul que encerraba en su acolchado interior un solo pendiente de brillantes. Lina lo sostuvo de nuevo entre el temblor de sus manos. Emerson, sin despegar las rodillas del suelo, sacó de un bolsillo su pañuelo de hilo para limpiar con él la cara morena de esta arrolladora mujer.

—Algún día me explicará todo esto —le dijo—. Ahorita vuelva a colocar la cajita donde la encontró y le guardo el secreto.

Pero ella no podía apartar los ojos del hechizo en el que estaba atrapada. Su cabeza, mientras tanto, daba vueltas y vueltas alrededor de la órbita de este sol en forma de pera, a sabiendas de que el misterio distaba mucho de estar resuelto todavía. Lo cierto era que seguía faltando un pendiente.

—Hay cosas que es mejor fingir no ver o no conocer —afirmó el chico de pronto.

Y estas últimas palabras de Emerson, pronunciadas como un eco de su propia voz en un cajón de resonancia, fueron las que súbitamente la sacaron del trance, al caer en la cuenta de que su única esperanza descansaba, probablemente, en el fondo de la basura.

Dio un respingo, cerró la caja de un golpe, se abalanzó hacia el carrito de la limpieza, soltó la bolsa grisácea de su enganche y la volcó sobre la alfombra, como una piñata de la que se derramaron toda clase de porquerías. Volvió a hincarse de rodillas y comenzó a revolverlo todo frenéticamente sin ponerse siquiera los guantes de goma. Al cabo de un rato pareció encontrar lo que buscaba. Se volvió al chico que contemplaba atónito los disparatados movimientos de ella y con una tarjeta blanca doblada por la mitad entre los dedos le preguntó:

—¿Habla francés?

Como Emerson leía con dificultad incluso el español más básico, Lina tuvo que esperar a que terminara el día y correr como una loca por los pasillos del intercambiador del metro para llegar a tiempo a la tienda de ultramarinos de su calle, que cerraba a las doce en punto, y mostrarle a Faruma, una princesa del desierto desterrada en Leganés que todavía caminaba como pisando arena, las letras negras de la tarjeta blanca que aquel día, ayer mismo, había adivinado dentro de un sobre junto a las rosas sedientas y el estuche azul con las iniciales de un conocido joyero escritas en oro sobre la tapa.

—Sí. Está en francés

—Ya sé que es francés, Faruma. Pero ¿qué dice?

—Dice. —Faruma tenía porte de reina; las manos tatuadas y la cabeza envuelta en un paño de seda. Los ojos eran negros, como de cíngara, la boca…, hacía siglos que no reía aquella boca—. Dice que con uno no basta.

—¿Que con uno no basta?

—Sí, que no basta, que uno sólo no es suficiente. Y lo firma un tal Hugo. ¿Dónde encontraste esto, Lina, dentro de una galleta de la suerte?

Un poco más allá, a unos doscientos metros de la tienda de ultramarinos, se arremolinaba la gente a la puerta del locutorio. Como la noche era clara, se habían formado pequeños grupos de personas que compartían soledades y añoranzas y parecía que ninguno tenía ganas de marcharse a dormir. Aquel diminuto establecimiento era como un agujero negro en medio del espacio estelar por el que uno asomaba la cabeza y veía a los suyos, al otro lado del planeta. Desde allí, a través del hilo telefónico, iban y venían sueños, esperanzas, abrazos y caricias, que antes de alcanzar su destino, al cruzar el océano, siempre se mojaban de llanto. También se enviaban sobres con dinero y todo tipo de paquetes llenos de regalos, ropa o medicinas, y a cambio se recibían cartas, condimentos para el cebiche y ciertas bebidas de pisco.

Delante de Lina una mujer discutía el precio del transporte hasta su pueblo de un paquete gigantesco en el que, por lo visto, pretendía hacer llegar a su familia una lavadora nueva y un microondas recién comprados. Otra besaba sin parar la fotografía de unos niños, mientras se aferraba al teléfono a pesar de que hacía rato ya que se le había acabado el crédito.

Lina esperaba pacientemente, consciente de que cada cual necesitaba su tiempo para regresar de aquel viaje sin maletas al que no se podía llevar siquiera el cuerpo. Por fin consiguió ocupar una cabina y descolgar el auricular que apestaba a cebolla. El aliento de Lucecita, en cambio, olía a chicle de fresa.

—Soy mamá, bebe.

—¡Mami!

La niña hablaba poco, en parte porque no le llegaba la voz para desatar el nudo de la garganta, en parte porque Lina llevaba aprendida, cada vez, una nueva historia con la que llenarle las noches de sueños. Luz Elena creía a pies juntillas todo lo que su madre le inventaba, que residía en una mansión de paredes blancas con altos techos de madera labrada, con un hermoso jardín, un pozo y un estanque con flamencos rosas; que había mandado colgar un columpio de lo alto de un árbol, para que ella pudiera tocar la luna con los pies, y que tenía un caballo negro, un tesoro enterrado y una lámpara mágica.

—Óyeme, linda, ya pronto me voy a verte. No llores, mira, que hoy extravié un pendiente de diamantes. Estaba bailando en un gran salón lleno de espejos, y no sé cómo se me enganchó en el pelo y al dar la vuelta cayó al piso. Entonces un hombre guapo se agachó y me lo entregó. Era una fiesta divina, al borde mismo del mar. Las olas nos rompían en los pies, la música sonaba al fondo y en el cielo estallaban los fuegos artificiales como estrellas fugaces de colores. Tengo una amiga que es princesa, ¿te imaginas? Tiene las manos tatuadas y un velo de seda naranja, y una corona de oro…

A veces se cortaba la línea y Lina no se daba cuenta; seguía hablando minutos enteros sin que nadie la escuchara al otro lado del agujero negro. Luego volvía a casa caminando despacito, pasaba por delante de la tienda de ultramarinos, ya cerrada, con una persiana de acero toda pintada con las firmas de unos chiquillos que no tenían ni nombre, subía la escalera apoyándose en la barandilla de madera vieja, vieja como su tía Elvina, que dormía enroscada en la almohada, y lentamente se dejaba caer en el colchón.

Pero esa noche, al enfilar su calle, alumbrado por la luna, muy cerca del cielo, vio con toda claridad el humo de un cohete.

—Treinta de septiembre —pensó Lina—, san Miguel.

Y sonrió al recordar que san Miguel era, con Rafael y Gabriel, uno de los tres arcángeles del Señor.