5

I

AQUEL día en que la arrolló el ímpetu del mar por primera vez en su vida, Lina tuvo el detalle de cambiar la sábana inundada por otra recién limpia que sacó del estante de debajo del de las toallas. La enagua la envolvió en un paño seco con la idea de llevársela a casa para lavarla a mano, no sin tomar antes la precaución de someter a su tía Elvina a la magia hipnótica de la televisión de plasma. Resolvió el desorden al que la tenía acostumbrada la mujer que ocupaba la 112 y salió de allí a toda prisa, con el carrito por delante, los tarros de champú y colonia tintineando más fuerte que nunca.

Carol regresó cuando empezaba a servirse el té con pastas. Después de colgar con su abuela había tomado un taxi que la había dejado en la puerta del parque zoológico. Le apetecía sentirse un poco niña, cogida con fuerza a la mano de su padre, como aquellos primeros inviernos que pasaron a solas, en los que ella imaginaba que crecía de golpe y se convertía en una mujer capaz de ser madre e hija al mismo tiempo. Patinó sin poner atención a las señales, empezando por los osos pardos y saltándose el delfinario (nada de animales amaestrados), para terminar junto a la jaula de un león dormido al sol.

«Los leones duermen unas veinte horas al día», leyó en un cartel explicativo.

También ella empezaba a notar un enorme cansancio que le subía desde los pies para quedarse alojado en su cabeza, estableciéndose entre sus pensamientos más íntimos. Había guardado el pendiente en la caja fuerte de su habitación y de vez en cuando lo sacaba, lo dejaba sobre su cama y se echaba a soñar. Soñaba con comer gatos y beber agua de la lluvia, con mandarlo todo a paseo, como decía su abuela. Todo, incluida la abuela misma, la compañía, los recuerdos y hasta el porvenir. Pero luego pensaba en su padre, sentado detrás de la enorme mesa de su escritorio, sin nadie que le llevara el café en una taza de juguete, sin nadie que diera sentido a su soledad, a sus esperanzas, sin nadie que ocupara un día un despacho contiguo al suyo, que comunicara con su mundo incomprensible.

El león bostezó con sus enormes fauces abiertas y estiró las garras. Carol sintió un frío extraño recorriéndole la espalda. El estómago le enviaba angustiosas señales de auxilio, la cabeza empezó a dolerle con tanta fuerza que se le nubló la vista.

No encontró un taxi hasta pasado el lago, así que tuvo que patinar entre las prostitutas y los chulos que acechaban medio escondidos detrás de los árboles. Sintió miedo porque notó que las piernas no le respondían. Temió caerse allí mismo y despertarse drogada en un burdel de carretera con las manos encadenadas a la cama. Las mujeres, medio desnudas debajo de unos fastuosos abrigos de pieles, se le acercaban amenazantes convertidas en lobos feroces, en muertos vivientes de película de miedo, con los brazos extendidos y los ojos vueltos, o así le parecía a Carol, que se esforzaba por pasar entre ellas a toda velocidad sin responder palabra alguna a sus insinuaciones.

Una vez en el hotel se desató los cordones de los patines y atravesó descalza el rellano de la gran escalera de mármol. La cabeza le palpitaba con tanta intensidad que el dibujo de la alfombra, otras veces azul y amarillo en un enredo geométrico, ahora caracoleaba sobre sí mismo. El pasillo se estrechaba y se movía de lado a lado haciendo que Carol se golpeara con las paredes en los hombros. Le resultaba tan imposible mantener el equilibrio como en esas tardes de marejada, cuando hay que asegurar las puertas de los camarotes y cerrar las escotillas para que no se enfade el mar. Sintió el mismo mareo, la misma inestabilidad y esa angustia repentina que procede de dentro del cuerpo y no hay manera de extinguir.

Los párpados se le cerraban pesadamente a medida que subía por aquel corredor cada vez más empinado, sudando o temblando según alternaban el calor y el frío. Se tocó la frente y sintió que ardía. Se sentó en el suelo, se levantó a duras penas, se arrastró hasta la puerta de la 112, que encontró cerrada; la abrió, la empujó, arrojó los patines al suelo y se dejó caer en la cama, sobre la sábana recién lavada que la mujer de la limpieza acababa de remeter bajo el colchón. Una vez a salvo perdió el sentido. Se despertó en el corazón de las tinieblas, pronunciando frases inconexas dirigidas a nadie, empapada, tiritando, suplicándoles agua a las sombras de las paredes que se habían colado por la cerradura y ahora invadían su espacio, se acercaban, amenazantes y silenciosas, para apretarle la garganta con sus manos húmedas. Respirar, atragantarse, morir. Carol se olvidó de todo, hasta de su nombre.

Al otro lado de la ciudad, mientras amanecía el otoño, una voluptuosa mujer dormía como una auténtica leona salvaje.

Para despertar a Lina hacía falta armarse de paciencia. Las primeras noches en el piso de Leganés, hasta que se acostumbró a los muelles del colchón y al ruido de la calle, las pasó en vela haciendo memoria de su vida, preguntándose cómo diablos había acabado tendida en el suelo, insomne y sola, dentro de un edificio de hormigón a doce mil kilómetros de su casa de cal. Luego, empezó a encontrarle el gusto a esa ciudad de locos en la que uno podía quedar atrapado en un atasco a las tres de la madrugada, comprar churros antes de acostarse, bailar salsa hasta caer rendido, refrescarse los pies en las fuentes públicas y tumbarse panza arriba en la hierba fresca del parque, ponerse unas gafas de sol y ver caer la lluvia como si no fuera con uno, como si la vida no pasara de ser una telenovela y en ella fuera posible reinventarse hasta el propio nombre.

A partir de entonces, una vez aclimatada al nuevo escenario, se echó a dormir con soltura, desbordando los límites de su colchón, igual que si no hubiera dormido en años, o al contrario, con la sensación de que toda su existencia hasta aquel preciso instante no había sido más que un largo sueño.

Por las mañanas, la tía Elvina comenzaba por sacudirla enérgicamente, como a los cojines del sillón, y terminaba por lanzarle el despertador a la cabeza, sin contemplaciones. Lina salía a medio vestir, perdiendo los zapatos por los corredores del metro, con el estómago vacío, las pestañas aún pegadas y una sonrisa boba cruzándole la cara sólo de pensar en qué mujer se convertiría hoy.

Pero las cosas habían cambiado sensiblemente desde que Dios le envió el ángel. Ahora preparaba café antes de marcharse de casa, cambiaba el agua del florero y compraba chocolate. La tía Elvina no daba crédito.

Aquel domingo primero de octubre, en el mismo instante en el que Edgar, con los celos aporreándole las sienes, levantaba una nube de polvo por un caminillo olvidado de la provincia de Cajamarca, Lina y Emerson se quedaron atrapados en el montacargas, dos horas, sin que nadie escuchara sus inexistentes gritos de socorro. Llegaban los proveedores y tenían que subir a pie por la escalera de servicio cargando pedidos, pero a pesar de sus protestas, no fue hasta el momento de abrirse la lavandería que la gobernanta preguntó por Lina y se encontró con el desconcierto general.

Atando cabos y siguiendo pistas, llegó hasta el ascensor de atrás y golpeó la puerta.

—¿Hay alguien ahí? —voceó.

—Sííí —se oyó la voz de Lina, como de ultratumba—. Nos quedamos encerrados.

—¿Quiénes son ustedes?

—Lina Sánchez, del servicio de limpieza, y Emerson García, de mantenimiento.

Emerson no paraba de besarla.

—Tranquilos, ahora mismo llamamos a un técnico. Si sienten angustia respiren hondo y procuren calmarse. No intenten abrir las puertas, podría ser peligroso.

Emerson le levantaba la falda.

—¿Me oye, Lina? ¿Se encuentra bien?

—Sííí —repitió Lina, con una voz tan ahogada que la gobernanta dedujo que le faltaba el aire. Emerson le lamía el cuello.

—Respire profundamente, inspire, espire, ¿me sigue?

—¡Sííí, sííí!

—¡Rápido, un técnico! ¡Esta chica está sufriendo un ataque de claustrofobia!

Los rescataron despeinados y sudorosos, jadeando aún y con las caras coloradas. La gobernanta mandó traer un abanico, grajeas de valeriana de la farmacia y unos vasos de agua fría. Al poco les mandó de vuelta al trabajo, les descontó las dos horas del sueldo y consiguió que de aquel suceso no se volviese a hablar en unos cuantos días.

Lina recuperó tarde el aliento. Aún respiraba agitadamente cuando entró de una patada en la 112, y la encontró a oscuras, cosa extraña, ya que la joven que la ocupaba solía salir temprano, dejándolo todo patas arriba, la cama deshecha, la ropa arrugada, las toallas tiradas por los suelos y las ventanas abiertas de par en par, los visillos bailando con el aire de la mañana y un metro de ancho por dos de largo de calle colándose por el hueco de las persianas.

En otras circunstancias hubiera salido de allí a toda prisa, pidiéndole perdón a la habitación apagada, perdón al sueño interrumpido, perdón a la puerta mientras se cerraba. Pero esta vez, aturdida como estaba por el «incidente del montacargas», según palabras textuales de la gobernanta, avanzó con el carrito hasta dentro, como caballo por Troya, y no se percató de la presencia de Carol hasta después de correr las cortinas.

Durante aquella noche en tinieblas, la chica había tratado de llegar al minibar arrastrándose por el suelo, escalando en horizontal la alfombra con las débiles uñas de sus manos, y se había rendido a medio camino, vencida por la fiebre.

Así la encontró Lina, tumbada boca abajo, con los brazos extendidos y los dedos agarrotados, en idéntica postura a la de esos esqueletos que aparecen de vez en cuando en el desierto a punto de alcanzar su espejismo.

—¡Ay, Virgencita! Resucítamela, que si no me muero, que me muero aquí mismo, que me muero —repetía Lina mientras se acercaba cautelosamente al cuerpo y le daba un puntapié.

Carol sólo consiguió emitir un débil gemido, pero bastó para que la otra reaccionara al fin y la levantara con cuidado, tomándola con dulzura de los hombros, repitiéndole las palabras mágicas que tan bien le funcionaban a ella para remediar congojas: «Ya pasó, mami, ya pasó».

La tumbó en la cama, le tomó el pulso y la temperatura. Trajo una toalla mojada para ponérsela en la frente, y un vaso con agua caliente en el que disolvió sales de baño, escupió tres veces seguidas y dejó bajo la cama para ahuyentar a los malos espíritus. Le puso una medalla de una Virgen de Cajamarca al cuello y salió corriendo por el pasillo en busca de ayuda.

Dio con la gobernanta a medio camino entre la planta segunda y la tercera, con una carpeta de cuero negro en la que parecía estar reescribiendo El Quijote, de tanto uso como le daba.

Trotaron juntas de vuelta a la 112.

—Esta niña se muere, Lina. Quédese aquí que llamo a un médico —dijo mientras salía disparada de la habitación.

Lina acercó una silla a la cama y se sentó en ella tomando entre sus manos ásperas las suaves manos de Carol. En ese momento, por primera vez desde su hallazgo, se paró a contemplar a aquella mujer reciente, casi una niña, que vagamente le recordaba a alguien. Era menuda, morena, delgada en exceso. Tenía las uñas muy blancas, como el resto de su piel, los ojos cerrados y el pelo ondulado parecía azul. Abrió los párpados un instante y Lina vio el mar. Lo vio reflejado en las pupilas, en la mirada perdida.

Entonces descubrió qué era aquello que le resultaba tan familiar en aquella chica. Sobre el cabecero, sentada de espaldas sobre una roca, el océano retrocediendo después de romper en la playa, bajo sus pies descalzos, una niña de unos cinco años, desnuda, la piel azul con los reflejos del sol, las trenzas mojadas, casi deshechas, pequeña, frágil como una porcelana a punto de ser engullida por las olas; en el instante antes de romperse, de desaparecer para siempre, estaba ella, la misma persona que ahora, con unos años de diferencia, se ahogaba entre la espuma blanca de la sábana, en la cama donde ayer mismo había descubierto junto a Emerson el sabor del agua salada.

II

HAY ciertas cosas de las que una madre se da cuenta mucho antes que un padre. Otras muchas, a estos últimos les pasan inadvertidas durante años y sólo son capaces de atisbar sus consecuencias cuando ya es demasiado tarde para remediar nada. Entonces las padecen con cierto desconcierto y las archivan junto al resto de aquellas cosas incomprensibles que para ellos componen los grandes enigmas del universo femenino.

Por eso, al padre de Carol no le extrañó que su hija despreciara sistemáticamente, mañana tras mañana, el plato de tortitas con sirope de arce que antes devoraba con ansia, ni que rechazara su idea de salir juntos a comer al Cipriani's del Soho, su restaurante favorito, ni que ya nunca se parara delante de los puestos callejeros de hot dogs y baguels, donde solía engullir de un bocado un par de salchichas con mucha cebolla y ketchup. Creyó a pies juntillas todas las excusas de Carol: que le dolía el estómago, que había cenado demasiado la noche anterior, que no tenía hambre o que ya no le gustaba la comida basura.

Hasta que no llevaban varios días a bordo del Lady Luisa, y ya alcanzaban a divisar a lo lejos las blancas playas de Punta Cana, y la llamó para que subiera a la cubierta de proa, no se fijó en la carretera que dibujaba su columna vertebral a través de su espalda, ni en las doce costillas que le rasgaban el pecho, ni en la protuberancia de sus hombros y la delgadez de sus rodillas. Nada. La vio con los rasgos vacíos de carne y creyó que su hija, durante los meses que había pasado en Francia, se había hecho mayor; que había perdido el grosor de sus labios de niña, la redondez de su rostro infantil, y no le gustó, porque pensó que cada día que pasara lejos de él, se iría pareciendo menos a su madre.

Pero aquella mañana caribeña, soporífera ya nada más amanecer, cuando observó que su cuerpo se perdía más allá del biquini rojo, no pudo evitar tratarla como a una chiquilla, no fue capaz de hacerle la pregunta correcta, ni de idear una estrategia que le devolviera el apetito, como tal vez hubiera hecho Luisa de haber estado viva.

Sólo esperó a tenerla cerca para que le oyera bien y le dijo:

—Hija mía, Carol, pareces una muerta de hambre. Come un poco, engorda un poco, hija, que da pena verte.

Y sólo consiguió espantarla, dejar de verla, darse cuenta de que ella le evitaba, que siempre se sentaba al otro lado de la mesa, que había dejado de hablarle, de buscarle, de asfixiarle con esa manera suya de quererle tan absorbente, tan celosa, tan egoísta y a la vez tan sincera, tan dulce, tan inocente.

El Lady Luisa tenía sesenta metros de eslora, un camarote inmenso para el armador, otro con bañera de hidromasaje y escotillas en el frente y seis más para los huéspedes, el mejor de los cuales, forrado de tela de damasco dorado, con dos litografías de La Odisea sobre el diván y una cama doble con cabecero de madera, era el que ocupaba Greta. El que estaba decorado en tonos azules correspondía a Carlos Luna, más conocido como «Charlie Moon» y rey indiscutible del mundo de la moda y la cosmética. El rojo alojaba al matrimonio Dresde-Lutton, dueños de la mayor compañía de telecomunicaciones del hemisferio norte, y a su lado, en un camarote con dos camas, estaban los Peterson de Finlandia. Carol dormía en el más pequeño, donde aún las sábanas tenían bordados ositos de trapo.

El desayuno y el almuerzo se servían en la segunda cubierta de popa, bajo un gran toldo blanco, con el barco fondeado cerca de la costa. La cena, en cambio, era mucho más formal, en el elegante comedor interior, de paredes verdes cubiertas de espejos y muebles de caoba, con la música de dos violinistas como fondo, con fuentes y candelabros de plata, y en perpetuo movimiento, el barco enhebrando con un hilo invisible las islas como botones en una infinita camisa azul.

Otros veranos, mientras la abuela Greta y su hijo Tom se ocupaban de los invitados, Carol pasaba las mañanas en el agua, subida en las lanchas, haciendo esquí acuático o buceando junto al instructor caradura que todos los años acababa enredado en alguna madeja de líos con las azafatas.

En cambio, estos días, Carol salía tarde de la panza del buque, mustia y lánguida, débil y aburrida, y subía a la tercera cubierta para no encontrarse con nadie y poder ver morir las horas, lentas, infinitas, ojeando alguna revista o algún libro, o abandonándose al sol, como una pequeña salamandra fuera de lugar.

Tom observaba todo esto a distancia, sin atreverse a meter un pie en la nueva burbuja impenetrable en la que su hija nadaba sola, muda, triste e indiferente. Se había sacudido sus preocupaciones la misma tarde de la mañana del biquini rojo, cuando Greta y sus amigos subieron a bordo del Lady Luisa y recorrieron los pasillos, los camarotes, los salones y las cubiertas, barriendo todos los silencios, todos los espacios vacíos.

Había llamado con los nudillos a la puerta del camarote de la abuela, como siempre que había tenido que encontrar una madre suplente para los problemas de su hija. Y su conversación no había durado más de un par de minutos, mientras Greta deshacía su equipaje.

—Growing pains —decía ella, aunque conocía de sobra los motivos del desánimo de Carol—. Todas las mujeres tenemos miedo de hacernos mayores. Growing pains, no se lo tengas en cuenta. Carol ha dejado de ser una niña, y ahora no sabe cómo comportarse; cómo ser mujer. Se estará haciendo la interesante.

—Pero no come nada —objetaba el padre.

—Ya comerá, cuando tenga hambre.

Luego, esa noche, al ver a la niña entrar sonriente en el comedor con un vestido de gasa blanco, ligero, flotando sobre el suelo de moqueta, descalza como todos (los zapatos se dejaban en una gran cesta de mimbre al llegar al barco), y leer el asombro en los ojos de Charlie, en los de Lukas y Sandra, y sorprender el orgullo en los suyos propios, la satisfacción mal disimulada en los de su madre y la incipiente vanidad en los ojos a veces verdes, a veces azules, pero siempre del color del mar cuando se marcha el sol, de Carol, olvidó todos sus temores y el mundo recuperó su rumbo perdido.

Lo que no sabía era que Greta había tomado ya cartas en el asunto. La abuela no había vuelto a hablar con su nieta desde el corto trayecto que hicieron ambas a finales de junio, en absoluto silencio, desde el hotel Ritz de París hasta el aeropuerto Charles de Gaulle. Bastó con el desprecio, la tensión de los músculos de su mandíbula, el espesor de la niebla que se instaló entre ambas en el interior de aquel coche y las lágrimas de Carol, el odio helado contenido en sus pupilas, el grito sordo, ronco, ahogado de su boca y la oscuridad de las lentes de sus gafas de sol.

Pero aquella tarde de principios de agosto, la primera vez que se veían desde entonces, después de la charla con Tom, Greta entró en la cabina de Carol y la encontró echada sobre la cama.

—Una tontería más y le cuento a tu padre lo fácil que te has vuelto —le dijo—. Lo poco que cuesta meterse contigo en la cama. ¡Sal ahí fuera con la mejor de tus sonrisas y no me obligues a romperle el corazón!

A partir de ese momento, Carol no tuvo otro remedio que disimular su pena. Entró en el comedor levantando pasiones y sin nadie a quien acudir, sin más refugio que la cueva gélida de su propio corazón.

Ya en ese momento había decidido, sin saberlo, convertirse en esclava y dueña al mismo tiempo de su voluntad, y así, se negó todo placer, toda alegría y toda diversión que pudiera distraerla de su decisión inconsciente de ser infeliz. La dura disciplina que se marcó comenzó por rechazar la comida, y no ya como antes, resultado de su mal de amores, sino de un modo enfermizo y cruel, absoluto y mortal, que le produjo además una tristeza infinita con la que empezó a deslizarse por una peligrosa pendiente.

Había días en los que sólo se alimentaba con una manzana verde. Durante las comidas, se servía siempre ensaladas con las que jugaba, amontonando en un lado los espárragos y en otro los granos de maíz, y que no probaba nunca. Si alguna vez caía en la tentación de tomar un helado, o un trozo de tarta, o medio entrecot, sentía una angustia abrasadora subirle por el esófago, y se despreciaba por culpable, por débil, por miserable. Entonces pasaba un día entero sin comer, para borrar las huellas de su cobardía.

El espejo se había convertido en su único aliado, porque sólo él era capaz de devolverle la imagen de sí misma que no le daba miedo ver. Se contaba las costillas con los dedos, se rodeaba la cintura con las manos, conocía al milímetro las medidas de sus muslos, sus caderas, sus pechos, cada día más desinflados, más pálidos, más invisibles.

El peso era su otro amigo. Al que consultaba todas las mañanas y todas las noches; antes y después de cenar; al ir y al volver del pequeño gimnasio junto al salón de juegos. Y cuando engordaba doscientos gramos, se dibujaba una marca en la palma de su mano, para verla siempre que se llevara algo a la boca y poder dejarla de nuevo en el plato, o tirarla por la borda, o esconderla bajo las hojas de la lechuga.

Lo más asombroso era que, aunque débil, cuanto menos comía Carol, mejor se sentía. Se comparaba con las modelos de alta costura que aparecían en las revistas de moda, y sonreía satisfecha, por estar aún más delgada que las reinas de la belleza. Más todavía cuando cada vez que Charlie Moon la veía pasar por delante de su tumbona, o lanzarse al mar desde la borda, se la quedaba mirando sin decirle nada, imaginándola ya convertida en el rostro de su nueva campaña publicitaria, o como colofón sobre la pasarela de su colección primavera-verano, que proyectaba presentar en uno de los salones del Museo del Louvre de París el otoño siguiente.

—Ni lo pienses —le decía Greta, asomándose con él a la baranda de cubierta.

—Sería la nueva Kurkova, fresca, joven, desconocida.

—Ya. ¿A cambio de qué?

—Algo encontraré para convencer a Tom.

—¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Anda, Charlie, sé bueno y no me hagas reír.

Adelgazó demasiado aquel verano, pero obsesionada con la comida, consiguió olvidar a Hugo, los gatos del tejado y el agua de la lluvia, y no volvió a pensar en él hasta la noche en que, después de dejar a Francesca completamente borracha en el cocktail-bar del hotel, al contemplar el reflejo de la niña en el espejo enmarcado de la chimenea, se fijó en un bouquet de rosas, un sobre blanco y un estuche azul con las iniciales de un conocido joyero escritas en oro sobre la tapa.