11

I

VOLVER era una sensación agridulce. Más dulce ahora, cobijada por el abrazo cálido de su padre, que la esperaba a pie de pista como quien dice, dentro de su chaqueta de lana verde.

Y no había olor más querido que el de su colonia de siempre, ni mayor suavidad que la de sus mejillas recién afeitadas, ni voz más auténtica, ni palabras más hermosas que aquellas cuatro: «Ya estás en casa», ni un mejor modo de tomar tierra.

—¿Y las maletas?

—Sólo traigo esta bolsa, papá.

—Ya. Lo justo para diez días.

—Eso —Carol respondió con una mueca a los pucheros de su padre—. Y no me hagas chantaje emocional, míster Bouvier, o me vuelvo por donde he venido.

Con una mano alrededor de sus hombros y otra arrastrando aquel bolso de viaje por el suelo del JFK, padre e hija respiraron baguel callejero antes incluso de salir al frío de diciembre. En la puerta estaba el Mercedes coupé con la capota puesta —«hay que ver, a quién se le ocurre venir en este coche a cinco bajo cero»— y con una enorme cinta de celofán roja toda alrededor del auto.

—¿Cipriani's o McDonalds?

—Cipriani's, papá. ¿Has olvidado que ya no soy una niña?

—Tú vas a ser siempre una niña, mi niña, aunque seas una viejita y no se te encuentren los ojos detrás de las arrugas.

Una cena a la luz de las velas, una corta caminata por el borde del parque, de regreso a casa, una conversación ligera y alegre, un reconocerse en los ojos del otro —«parece que has engordado un poco, hija, da gusto mirarte»— y luego un café caliente, en bandeja de plata, frente a la chimenea, bajo el retrato de Luisa, que también se alegraba de volver a verla.

Una cama pequeña, unas paredes de color rosa, los mismos libros de siempre, la caja con los recuerdos de mamá: la barra de labios, el clavel seco, la carta que de tanto leer hacía tiempo que había dejado de tener sentido, las dos piedras blancas que Luisa, al final, apretaba entre sus manos para espantar el dolor, y la fotografía, con el mar de fondo y Carol sonriendo, con ese gesto inocente y absolutamente feliz.

Sí. Ya estaba en casa.

Cuando se despertó por la mañana y preguntó por su padre, le dijeron que había salido temprano, así que Carol se encaminó a la Quinta Avenida en busca de un buen regalo que poner a echar raíces bajo el árbol. Recorrió librerías de viejo, tiendas de anticuario, la planta baja de Tiffanys y la alta de Bloomingdales. Finalmente se sentó exhausta frente a la pista de hielo del Rockefeller Center.

En uno de los lados se levantaba el gran abeto al que todos los años, a modo de ceremonia inevitable, la llevaba Tom de niña, para presenciar el mágico momento del encendido. Recordaba aquellas ocasiones aún con el frío entre los huesos, pero no el momento en que dejó de pedir el mismo y único deseo de siempre: «Que vuelva mamá».

Y luego el chocolate caliente, las luces de las calles y de las tiendas, que parecían irse iluminando a su paso, la gran escalera para alcanzar el tejado de la casa y llenarlo de colores, los copos de nieve, el mundo al otro lado de la ventana, el beso de buenas noches, y la puerta del salón entreabierta, donde papá tomaba un coñac, sin ganas de irse a la cama, con la mirada perdida entre sus recuerdos.

Era, tal vez, esa mirada empañada la que enturbiaba la estampa, o puede que fuera la llegada de Greta con sus baúles a cuestas, lo que rompía las bolas de cristal de su árbol imaginario. La abuela se instalaba entre Tom y su hija y no dejaba colarse ni un soplo de aire entre los dos.

Confeccionaba menús y listas de invitados, se deshacía de todo aquello que le desagradaba, ya fueran muebles o personas; decidía, opinaba, compraba, ponía, quitaba, ordenaba. Enviaba a Carol al fondo de un armario, como si fuera un trasto viejo, y luego, la descolgaba de la percha para exhibirla en Nochebuena, convertida en porcelana, y disfrutar contemplando el orgullo en los ojos de Tom, y la envidia en los del resto de los invasores de su intimidad.

Todos los años, la abuela organizaba una cena de gala en la que se reunía «la flor y nata de la alta sociedad», como escribían las crónicas del día siguiente, a la que no faltaba político, banquero, hombre de negocios, artista o estrella del show business que se preciara. La fiesta de Pascua, la gala de Nochevieja y el crucero de Año Nuevo por el Caribe eran las tres ocasiones más esperadas del «todo Manhattan». Había quien hubiera estado dispuesto a matar a cambio de recibir una invitación al corazón de la residencia Bouvier.

Y en medio de aquel torbellino, Carol, con sus ojos de mar y su pelo de olas, era la perla dentro de la ostra.

Por eso, no recordaba la Navidad con alegría, ni con tristeza, ni con melancolía, ni con esa mezcla de miel y limón en los labios que saborea el grueso de la humanidad al abrir los regalos, sino con una sensación de angustia difícil de explicar.

—No creas que a mí me divierte pasar estas fiestas entre extraños —le había explicado en cierta ocasión Greta, al arreglarle el lazo del vestido—. Lo hago de tripas corazón, porque creo que ésta es la única manera de evitar que tu padre se ponga triste, acordándose de tu madre.

Pero la sonrisa que le cruzaba la cara al conseguir reunir, año tras año, a la gente más influyente del mundo en su salón, esa carcajada ensayadamente espontánea, ese rubor en las mejillas, ese deshacerse de gusto como el hielo de la escultura del comedor, esa felicidad, en fin, mal disimulada, no era fingida, no podía ser falsa, no era como la suya, que se borraba en cuanto no la miraba nadie. Seguro que no se transformaba en lágrimas al despuntar el día y escuchar a su padre llamándola a gritos desde el otro lado de la pared.

Sentada ante la pista de hielo del Rockefeller Center, los recuerdos tenían un ritmo circular y veloz; como el de los patinadores que allá abajo, giraban y giraban, igual que la bailarina de su caja de sorpresas.

—¡Sorpresa! La voz de Tom frenó la caída de Alicia por el agujero infinito.

—¡Vaya susto, papá! —exclamó Carol—. ¿Cómo sabías que…?

—Te conozco, niña consentida.

Niña consentida. Así era como la despertaba Lina por las mañanas en el lejano Madrid. Por un momento, Carol pensó en la parte de sí misma que había dejado atrás; la alocada, la soñadora, la alegre y divertida Lina que siempre llevaba gafas de sol en los días de lluvia. Así se presentó a despedirse; con gafas de sol, el 20 de diciembre, a cinco grados de temperatura y a punto de echarse a nevar. «No te me vayas a poner a llorar, niña consentida, que te mira Dios. ¡No querrás que se enfade!… »

Y la que al final lloró como una niña fue ella, al desenvolver el enorme regalo que tenía Carol escondido debajo de la cama: una televisión de plasma, de cuarenta pulgadas, «para ver el último capítulo de la novela y contármelo en cuantito termine». ¡Cómo le quedaron los ojos de grandes, hinchados y colorados tras los cristales negros de sus lentes!

—¡No mires los regalos! —dijo tapándole los ojos a su padre con las manos y escondiendo las bolsas debajo del banco.

Pasaron un rato en silencio, siguiendo con la mirada los movimientos de los patinadores. El aire salía de sus bocas en forma de humo, las puntas de los dedos empezaban a dolerles. Pero ninguno de los dos parecía dispuesto a moverse, por miedo a romper aquella vitrina. Tom fue el primero en hablar:

—Nunca he querido a nadie tanto como te quiero a ti. Y por muchas vueltas que dé la vida, puedes estar segura de que nunca, jamás podré amar a nadie tan fuerte.

Carol se volvió hacia él con cierta sorpresa. Pensó que cosas como las que acababa de escuchar sólo se dicen en voz alta cuando algo terrible está a punto de ocurrir. Besó a su padre con fuerza en la mejilla y luego, en tono de broma, le dijo:

—No te estarás muriendo, o algo así, ¿verdad?

—¡No! —Tom no pudo evitar reírse a carcajadas.

—Entonces, ¿a qué viene esa declaración de amor, viejito? —a veces le llamaba viejito, cuando echaba a correr y él no podía alcanzarla o cuando se despedían en los aeropuertos y Tom se quedaba muy quieto, con los hombros caídos diciéndole adiós con la mano.

—Necesito estar muy seguro de que sabes que te quiero.

—Lo sé. Lo sé de sobra. Lo sé de siempre, papá. ¿Qué pasa?

—Y también sabes lo mucho que amé a tu madre. Que si hubiera podido me habría muerto con ella.

Dejó que su padre le agarrara la mano y él se aferró a ella con fuerza. Carol sintió un escalofrío al notar el calor de aquella mano. Ardía, abrasaba. A pesar del frío de diciembre.

—Pero, bebé, la vida sigue. La vida pasa, y nos hacemos mayores. Mírate, Carol, tú misma lo dices. Ya no eres una niña, y cuando encuentres tu camino yo no quiero ser un obstáculo.

—¡Un obstáculo! ¡Qué tontería! No digas cosas de viejo, papá.

—Desde el día que murió Luisa tú has sido todo mi mundo. Todo mi horizonte —continuó él, como si no la hubiera oído.

—Y tú el mío.

—Ya. Pero eso no es sano. Para ninguno de los dos. Tú no eres ella. No eres tu madre, por mucho café que me traigas en la misma bandeja que Luisa. Por mucho que tengas olas en el pelo, tú eres tú. No ella.

A Carol se le llenaron los ojos de bruma.

—No podemos seguir fingiendo que aquí no ha pasado nada. Que tú ocupaste su sitio cuando ella faltó y en paz.

—¿Y qué quieres que haga, papá? ¿Qué? —Carol tenía ganas de gritar.

—Quiero que te enamores como me enamoré yo de tu madre. Como un tonto, como un loco. Sin pensar en nada ni en nadie. Sin escuchar las advertencias de la gente, sin permitir que otras personas se entrometan en tu mundo, sin mirar las crónicas de sociedad, sin atender a los murmullos a tus espaldas.

—Un día me tienes que contar cómo os conocisteis mamá y tú. Para que pueda entender lo que me dices —le interrumpió Carol.

—La conocí en una fiesta. Ya lo sabes.

Su tono sonó cortante por un momento.

—Sí, pero no es eso a lo que me refiero.

Era cierto. Tom y Luisa se conocieron en una fiesta del Spanish Institute en Nueva York. Ella bailaba como una diosa, hablaba con mucha gracia, tenía olas en el pelo. Todo eso, de tanto oírlo, lo tenía Carol grabado a fuego en el cuero de su piel. Pero, por qué tanto misterio, tanta prevención, tanto chismorreo alrededor de un romance, al fin y al cabo tan corriente, que terminó en boda, y en aburrida y duradera felicidad.

—Es que tu madre no era, lo que se dice, un buen partido. Probablemente todo el mundo esperaba otra cosa de mí.

—Ya. Una niña bien.

—Eso.

—Sobre todo, la abuela —dijo Carol.

—Bueno, creo que ella hubiera preferido que me quedara soltero para poder cuidar de mí toda la vida.

Ahora fue Carol la que estalló en carcajadas.

—A veces me parece que tampoco le hace gracia que yo me ocupe de ti. Me trata como a una rival, como a una usurpadora; como si fuera una extraña en mi propia casa.

—Así también se comportaba con tu madre. Y me temo que con cualquiera que se atreva a acercarse demasiado a mí.

Otra vez se instaló el silencio entre los dos. El viento gélido comenzó a soplar. Procedente del otro lado del mundo, traía un ligero recuerdo de sal y arena y escocía un poco en el azul de los ojos. Tom temblaba junto a Carol. Ahora era ella la que sentía un extraño calor recorriéndole el cuerpo.

—Conocí a alguien —su voz salió casi inaudible, e inmediatamente se arrepintió de haber hablado.

Pasó un eterno instante.

—¿En qué se parece a mí? —preguntó Tom.

—En nada de nada.

—Entonces, perfecto. Invítale a cenar para que yo pueda espantarle.

Empezó a nevar. Padre e hija se levantaron lentamente de aquel banco y caminaron del brazo, de vuelta a casa, por delante de los escaparates iluminados de la Quinta Avenida, por el borde del parque, recorriendo una distancia larga como la vida, lejana como la muerte, desconcertante como el futuro y cierta como el color del mar cuando se marcha el sol.

II

HABÍA una pajarera en el balcón con un canario amarillo encerrado dentro. Un cuervo negro de pico curvo y ojo cruel lo acechaba día y noche desde el tejado. Ella, apiadándose por fin del preso, abrió la jaula y le dijo: «Eres libre. ¡Vuela!».

Así se sentía Carol en medio de la fiesta de Nochebuena, como el canario de aquel relato, con la puerta abierta de par en par y una incomprensible sensación de vértigo devorándole las entrañas.

Padre e hija se habían regalado mutuamente la libertad y ahora no sabían bien qué hacer con ella. La abuela Greta arrastraba el peso de sus cadenas de fantasma por las estancias de la casa, deteniéndose de vez en cuando a husmear en los corrillos. Tenía una asombrosa capacidad para saltar de una conversación a otra sin perder la hebra. Decía: «Un tapiz consta de tantos hilos que no puedo resignarme a seguir uno sólo», frase que leyó en un libro de Clarice Lispector e inmediatamente asumió como leitmotiv de su propia existencia. Llevaba un vestido largo engarzado de perlas con el que parecía flotar entre la gente, y tenía su pelo dorado, entreverado de mechones de plata, recogido en un moño bajo sujeto por un pasador de brillantes.

De pronto, algo llamó poderosamente su atención. Tanto que, por una vez, tuvo que pedirle a Edith Lancaster que volviera a contarle lo del supuesto hijo secreto de Harry Goldman.

—Te aseguro, Edith, que es mentira —afirmaba Carol aguantándose la risa al recordar el origen de tales rumores—. Conozco perfectamente a la persona que inventó el chisme. Pero ¡ah!, como decía mi madre, se dice el pecado, pero no el pecador.

—Pues yo te digo que cuando el río suena… ¿Tú qué crees, Greta?

—¿Sobre qué?

—¡Sobre lo de los Goldman, cielo!

Pero Greta parecía ausente. Tenía la mirada concentrada en el centro del salón, y su voz se escapó con ella cuando dijo:

—Carolina, ¿me acompañas un momentito a la cocina, a ver qué pasa con el champán? —Y luego, como excusándose—: Es que la doncella es nueva, ya sabes. Nos perdonas, ¿verdad, Edith?

Muchas veces se llevaba a su nieta a un aparte. En unas ocasiones para dictarle las frases que debían salir de su boca, en otras para colocarle un lazo o darle la vuelta a un colgante; otras, las menos, la requería para que investigara alguna cosa, como esta noche.

—Entérate de quién ha invitado a Vivian Crane. Desde luego, yo no he sido —le dijo.

Si de sus ojos pudieran dispararse rayos y truenos, a la tal Vivian ya le habría estallado encima una tormenta.

—Mírala, qué descarada, haciendo como que no se da cuenta de que se le cae el tirante. Pues que no te engañen, niña, todas las mujeres saben por dónde les llega la falda. ¡Anda, ve a salvar a tu padre de las garras de esa rapaz! ¿A qué esperas?

Carol aguardó un instante antes de interrumpir la animada conversación de Tom y Vivian. Se adivinaba entre ellos una complicidad antigua, de otras noches y otras fiestas, en su risa, en su manera de mirarse, en la naturalidad con la que Tom rozaba el brazo de ella con la mano en la que sostenía el licor, y la serenidad con la que ella la dejaba allí, sin apartarla, mientras, casi imperceptiblemente, se le iba erizando la piel.

Por fin se acercó a ellos, impulsada por los empellones que le lanzaba la abuela desde su estratégico rincón.

—¡Carol, preciosa! Te presento a Vivian Crane —dijo sin dejar de mirarla, y luego, añadió en voz baja, como en secreto, pero dirigiéndose más a la atractiva morena de ojos verdes que a su hija—: Es la que más manda en el MOMA.

—Encantada —Carol le tendió la mano.

—Llevas un vestido muy bonito, muy… español.

Carol había entrado casi por casualidad en una tienda de la calle Claudio Coello y se había enamorado sin remedio de aquel diseño de flores y volantes, de flecos y faralaes. Esa noche, hasta se había enredado una rosa en la melena.

—Gracias.

Vivian sonrió, y temiendo que corría el peligro de empezar a sobrar en la escena, dijo:

—Yo voy a arreglar este tirante que se me ha soltado. Vuelvo enseguida.

Tom se llevó a Carol al despacho y cerró la puerta detrás de ellos, dejando que, al otro lado, la mirada inquisidora de la abuela se estampase contra la madera y resbalase por ella cual clara de huevo, viscosa y blanda.

Se quedó en pie, frente a su hija.

—La abuela quiere saber quién ha invitado a Vivian Crane —recitó Carol, aunque la respuesta, ahora, le parecía obvia.

Tom guardó silencio. Aquello no era la confesión de un crimen, ni la mentira de un marido infiel, ni la excusa de un traidor. Sin embargo, allí delante, aturdida y asustada, sin atreverse a mirarle a los ojos, Carol le pedía cuentas.

—A Vivian la has invitado tú —fue la contestación del padre. Luego se acercó a ella y la abrazó con fuerza.

—Y te doy las gracias, hija —le dijo, y a Carol le pareció que aquella era la primera vez en toda su vida que la llamaba así: hija.

En cuanto Tom salió del cuarto, Carol se sentó en la butaca de cuero negro donde su padre pasaba horas y horas revisando documentos, manteniendo interminables conversaciones telefónicas con sus empresas de Europa, o contemplando embelesado el retrato de Luisa, que esta noche, encerrada en el marco de plata, sonreía con una tristeza nueva, como si de repente alguien le hubiera dicho a la cara que llevaba quince años muerta.

Carol cobijó la fotografía entre sus brazos y lloró porque se dio cuenta de que a partir de esa noche no volvería a ser capaz de asegurar si la libertad era un regalo o un castigo.

Cuando después de un rato dejó a Luisa en su sitio, ya había tomado la decisión de no volver a olvidarla jamás. Bajó de los estantes más altos los viejos álbumes de fotos, aquellos que a su madre le encantaba coleccionar porque decía que los recuerdos eran como las mariposas, que sólo se dejaban ver un instante, en verano, antes de echarse a volar, y que, por eso, había quien las conservaba en formol, para poder disfrutarlas también en invierno.

«Ahora es invierno, mamá», dijo Carol sin mover los labios.

Y se puso a pasar las hojas de sus olvidos, una tras otra.

Así se vio, pequeña y feliz posada sobre los hombros de Tom o revoloteando entre sus padres por un camino de arena, o batiendo sus alas de colores en el embarcadero de los Hamptons. Y en cada página de su niñez había una frase escrita en español que parecía la bendición de un hada: «Serás guapísima». «Serás feliz».

Pasaba la vida por delante de sus ojos como en cinemascope, a veinte mil leguas de aquella fiesta de salón, chardonnais y banalidades que se celebraba al otro lado de la puerta, cuando llegó hasta la última fotografía del último álbum y la vio.

Carol no pudo evitar que un escalofrío estremeciera todo su cuerpo de arriba abajo al encontrarse cara a cara, por segunda vez, con aquella niña que un día se le apareció colgada en la pared de la biblioteca de Diego Quirós y fue como mirarse en un espejo mágico capaz de reflejar mariposas en invierno.

Sentada de espaldas sobre una roca, el mar retrocediendo después de romper sobre la playa, bajo sus pies descalzos, desnuda, la piel azul con los reflejos del agua, las trenzas mojadas, casi deshechas, pequeña, frágil como una porcelana a punto de ser engullida por las olas; en el instante antes de romperse, de ahogarse, de desaparecer para siempre, vista y no vista, «check in, check out», una niña de unos cinco años aleteaba de miedo al saberse atrapada en el frío absoluto.

Carol contemplaba atónita la misma playa en la que todas las noches desde que llegó a Madrid se tumbaba a dormir, la misma espuma que la salpicaba de agua y sal cada mañana y no entendía nada.

Y nada tenía sentido. Y se le había venido abajo el rompecabezas. Y todas las mariposas se habían desprendido de sus alfileres y volaban libres, y se escapaban por la ventana. Y fuera hacía un frío absoluto.

Y entonces sonó el teléfono. Una voz aguda, triste, demasiado aguda, demasiado triste para ser Nochebuena, atravesaba de orilla a orilla el océano Atlántico, persiguiendo a duras penas el nombre absurdo de Francesca Ventura:

—Por favor, por favor, ¿me escucha? Necesito hablar con la señorita Carolina. Soy Francesca, tengo algo muy urgente que decirle. ¿Con quién hablo? ¿Me escucha?

Carol cerró el álbum y lo dejó caer sobre la alfombra. Algunas fotografías se despegaron y se desparramaron por el suelo del despacho.

—¡Hola, Francesca! —consiguió articular Carol.

—Carolina, cielo, ¿eres tú?

—Eso creo.

—Mira niña —la avasalló la italiana—. Siento tener que darte malas noticias, sobre todo esta noche, ¡feliz Navidad!, por cierto, pero he pensado que querrías enterarte de lo que ha ocurrido rápido, si no, no vas a poder llegar a tiempo…

—¿A tiempo de qué? Francesca, no me asustes.

—Aquí son las seis de la madrugada, niña, si no fuera importante no estaría levantada.

—¿Pero qué ha pasado?

—Pues eso, cielo, no llores —Francesca se echó a llorar y Carol la imaginó enjugándose los ojos sin quitarse las gafas de sol—. Que al final, Diego se ha muerto.

Un cristal se resquebrajó dentro de la cabeza de Carol, le temblaron las piernas y se le cayó el teléfono al suelo con las cinco letras de Diego aún colgando del hilo. ¿Qué pasaba esta noche que todo su mundo se derrumbaba a su alrededor? ¿Cómo iba a morirse Diego, si Diego era inmortal? ¿Qué hacía Vivian Crane en medio del salón? ¿Cómo se convirtió en pintura su fotografía de niña? ¿Con qué derecho colgaba de la pared del fondo de la biblioteca de O'Donnell? Y ¿quién, maldita sea, quién había dejado en libertad a todas sus mariposas?

Cuando por fin recogió el auricular de entre las fotos y se lo acercó al oído, Francesca se había disparatado, como siempre, y se había puesto a hablar sin parar, pero sólo atinaba a decir incoherencias, palabras encadenadas sin orden ni concierto, balas de fogueo, fuegos artificiales:

—No quería que nadie lo supiera, ya ves, siendo médico, nunca dejó de fumar, aunque, eso sí, lo hacía a escondidas de María Fernanda, por eso no la dejaba entrar en la biblioteca. Yo le regañaba, pero no me hacía caso, me decía: «No necesito una madre». Y yo pensaba, no, una madre no. Tú lo que necesitas es una hija. Y entonces apareciste tú, y se encariñó contigo. Hasta dejó el tabaco unos días. Pero, niña, llevaba mucho tiempo muñéndose, no se pueden arreglar las cosas en unos días. Yo le decía: «Opérate, no seas tonto». Y él: «Tonto no, lo que soy es médico y sé hasta dónde puede llegar la Medicina». Porque no se quería morir en un quirófano, eso no. Él quiso morirse mirando al mar. Y mira, lo consiguió. Convenció a María Fernanda para ir a pasar las Navidades en la Costa Brava. ¡Figúrate, qué barbaridad! ¡Con el frío, la humedad y lo vieja que es esa casa! Que yo estuve allí un verano y casi me entierran, que se colaba la tramontana por las grietas de las paredes. Total, que se lleva a María Fernanda, la pobre, a pasar frío, los dos solos ¿Quién va a ir a allí en invierno? Y le da un infarto, claro. Y la ambulancia que no llega, y María Fernanda, que sale corriendo a buscar ayuda. ¡Descalza, niña, descalza! Ya no tenemos edad, está con gripe, en cama. Con su marido de cuerpo presente, en la habitación de al lado, y ella sin poder moverse, con cuarenta de fiebre. Aquí viene la gente a dar el pésame y me lo da a mí, como si yo fuera la viuda. Así estoy, niña, toda de negro, con lo poco que me gusta a mí el negro. ¡Qué asco!, ¡y zapatos planos! ¡Me duelen tanto las piernas! Voy a la habitación donde está Diego y le digo: «¿Lo ves?, ¡te lo dije! ¡Estarás contento! No podías morirte en el hospital, como todo el mundo, y que los amigos te velaran en el tanatorio. No. Tú en casa, como si estuviéramos en el siglo pasado». Luego, niña, ¡la gente que viene!, parece que reparten premios. Ayer salió la esquela en los periódicos y esto se llenó de indigentes, de pobres de solemnidad, de fulanas, de gitanos… He tenido que colocar a unos en el salón y a otros en la biblioteca, porque también han venido las hermanas de Diego y los amigos de María Fernanda, que son todos condes y marqueses, y no vamos a mezclar las churras con las merinas, como tú comprenderás. El entierro no puede ser hoy, que es Navidad y domingo, así que será mañana lunes por la mañana, a las nueve, fíjate que horror, que a lo tonto, a lo tonto, lleva muerto desde el viernes. ¡Como hubo que traerlo desde Gerona!… ¡Ocho horas de viaje! A ver si para el lunes María Fernanda se encuentra un poco mejor, porque a mí me va a dar algo. Total, niña, que como sólo quedan veinticuatro horas te he querido avisar ya, porque he pensado que si no te acuestas y cuando te levantes ya no tienes vuelo para llegar a tiempo. Si es que quieres ir al entierro, claro, tú verás. Te lo digo porque creo que a él le hubiera gustado despedirse de ti, por cómo se encariñó contigo y eso. Si no, también habrá un funeral en enero, en los Jerónimos, no sé todavía que día…

—Voy, Francesca —la interrumpió Carol cuando la otra, por fin, hizo una pausa para tomar aire.

—¿Qué?

—Que voy para allá. Esta misma noche, si puedo, o mañana temprano. Gracias por avisarme. Gracias.

Cuando colgó el teléfono se agachó y despegó la fotografía del papel adhesivo. Luego apagó la luz y salió del despacho cerrando la puerta a sus espaldas. ¿Quién —se preguntó apretando la foto entre sus dedos crispados—, quién ha decidido de repente que ya no soy esta niña? Cruzó el salón, entró en su habitación color rosa, sacó la bolsa de viaje del armario y se fue por la puerta de la cocina, sin hacer ruido. Nunca se había sentido tan huérfana. Entonces, en el reloj del comedor sonaron las doce campanadas y la abuela Greta, del brazo de Tom, inauguró el baile.