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I

UN bólido de carreras, con los pistones resonando como el Charles de los Rolling, olor a cuero viejo y el sol de frente. La autopista larga y ancha, atravesando los campos dormidos de color cobrizo y algunos árboles aquí y allá, con las copas cubiertas de nieve blanca rindiéndose a la mañana.

El volante del Ferrari resbalaba suavemente entre las manos de Carol, que más que agarrarlo, lo acariciaban con el mimo de quien doma a un pura sangre. Era de madera pulida, igual que la palanca de cambios. Negro veteado de ámbar, así era el corazón del caballo. Y amarillo limón, amarillo fuego, amarillo relámpago y sol; el color de las plumas del canario libre, así era su piel.

Rodaba veloz sobre el asfalto e iba dejando atrás todas esas cosas que uno va perdiendo por los caminos sin darse cuenta.

Lejos quedaban Madrid y el estanque del Retiro, la casa de O'Donnell con sus cortinas de damasco y sus alfombras persas, la risa de Lina desde dentro del ropero, la vida al otro lado de los cristales ahumados de sus gafas de sol.

«Al sol hay que mirarlo de frente», le había avisado ella. Por eso conducía con los ojos desnudos, sin dejarse deslumbrar por la intensidad de su luz.

El maletero era pequeño. Aquel coche no se había diseñado pensando en grandes equipajes. Pero había espacio de sobra para guardar las pocas cosas que Carol había decidido salvar de su naufragio. Un cuadro, unos patines muy gastados, un bolso de viaje con lo justo para diez días —«el resto, los dos baúles, los vestidos de fiesta, y todos los zapatos que encuentren por mi habitación, se los envían a Francesca Ventura. Díganle que se los quede. Que se los regalo. Seguro que ella sabe valorar todas esas cosas»—, y un estuche azul con las iniciales de un conocido joyero impresas en oro sobre la tapa, en cuyo interior dormía un único pendiente de brillantes, con el que ir casa por casa, en busca del pie al que perteneciera semejante zapato de cristal.

Esa mañana frente al ropero, después de quitarse la ropa, desnuda, descalza, Carol había vuelto a ser Carol y no había podido evitar sentir un poco de frío recorriéndole el cuerpo, al verse así, en cueros, reflejada en los cristales de las ventanas, por los que a veces se colaba el sol y otras la lluvia y otras, solamente, el aire de la calle que se empeñaba en bailar con los visillos, sin reparar en su desnudez.

Y fue entonces, por primera vez en su vida, cuando se descubrió de carne y hueso, libre al fin de todas aquellas cadenas de oro a las que estaba atada; de todos esos lazos de seda que la amordazaban y de esos altos tacones de aguja con los que se clavaba al suelo, que la impedían avanzar, moverse, volar, vivir.

—Para ti, Lina. Para ti los trajes, las joyas, los perfumes, las fiestas, las pretensiones, las expectativas, las conveniencias. Y para mí la libertad. Las noches en vela, las madrugadas, las sábanas blancas, el agua de la lluvia y las olas del mar. Para mí un tejado donde los gatos maúllen, un piano que llore, una escalera alta desde donde se contemple París.

Cerró con un rápido movimiento la cremallera de su bolsa negra y salió de la habitación sin mirar atrás.

Al llegar a París por carretera, la ciudad apareció de golpe, al otro lado de un recodo de la autopista, como un campo sembrado de luciérnagas y con la torre Eiffel en el centro, horquilla luminosa, junto al río que serpenteaba peinando las calles con la raya en medio.

Así, mirándola desde arriba, la urbe resplandecía y atrapaba, como la luz a las moscas, y Carol se sumergió en ella desde arriba para convertirse en una de sus mil estrellas. ¡Qué secreto: en París las estrellas no estaban en el cielo, sino en las avenidas, en las plazas, en los jardines, y en los farolillos con los que se adornaban los bateaux-mouches! También al final de diciembre, en las bombillitas que se enredaban en los árboles de los Campos Elíseos para que la Navidad se pasease por debajo.

Carol giró a la izquierda por delante del Chatelet y callejeó un poco hasta la estrecha rué Saint-Martin. Hubiera preferido llegar de puntillas, sin hacer ruido, sin llamar la atención, pero el motor del coche rugía con fuerza y su voz resonaba desde el fondo de la calle. Algo apurada, Carol lo aparcó sobre la acera y decidió hacer a pie el resto del camino.

Ahora eran sus pasos en los adoquines los que llenaban de ecos las paredes de la iglesia, y luego, un poco más allá, aterrizaban ante la entrada del café Bouchons.

Al pasar por delante se detuvo un momento. La puerta se abrió violentamente y por ella salió una pareja de la mano. Luego volvió a cerrarse de un portazo. Había sido sólo un segundo, pero bastó para que Carol recreara en su mente todo un conjunto de sensaciones que se entremezclaron haciéndola estremecer: el olor a café caliente, el de la plancha chisporreteando mantequilla, el sonido de alguna música en vivo, el de algunas voces antiguas y el humo de los Gitanes escapándose a la calle como por una chimenea. En sólo un instante revivió aquella noche de tormenta en la que parecía que un terremoto lo había echado todo por tierra, las mesas, las sillas, los cristales y los restos de la fiesta salvaje de la que Hugo emergió para ponerla a salvo.

Recordó la escalera oscura y el tragaluz al que se asomaban los gatos, y el trozo de cielo por el que se colaban las nubes. Y volvió a ver una sábana blanca sobre el suelo de madera, y respiró de nuevo olor a disolvente y a pintura fresca.

Luego se contempló a sí misma, como en un espejo, arrastrando aquel traje largo de tul rosa y tirantes de perlas, con la espalda desnuda, el pelo suelto, la cintura a punto de romperse por la mitad, la boca abierta, las manos cerradas, la respiración agitada y los pies descalzos dentro de unas sandalias de cristal.

Al volver a la realidad se descubrió distinta. Le pareció que los últimos meses habían transcurrido en un abrir y cerrar la puerta el Bouchons. «Check in, check out». Vista y no vista. O que, con un certero toque de varita, un hada madrina había transformado su carroza en calabaza y su vestido en harapos para poder ir al baile de los indigentes.

La nueva Carol era un millón de años luz más sabia que aquella niña que temblaba de arriba abajo calada hasta los huesos bajo el dintel desencajado de la puerta. Un millón de dólares más pobre. Un millón de deseos más llena. Le diría a Hugo: «Aquí me tienes, mendigando besos». Y tal vez él los encontrara todos tirados por algún rincón.

Avanzó más decidida ahora que se había visto las manos vacías y llamó con ellas hasta hacerse daño en los nudillos.

No hubo respuesta.

Volvió a golpear la puerta del ático, con más fuerza cada vez y por fin, con un quejido, se abrió una grieta en la pared y la cara adormilada de una mujer medio desnuda se asomó al descansillo.

—¿Quién llama? —dijo con voz ronca dirigiéndose a Carol con el ceño fruncido.

Carol notó los veintitrés gramos de su alma cayendo pesadamente ante sus ojos. Se sintió ridícula allí quieta sin haberse parado a pensar, ni por un momento, que Hugo podía haberla olvidado. ¿Cuántos pies, cuántos, habría tenido tiempo de retratar en su ausencia?

—Perdón —dijo Carol con la garganta seca—, me he equivocado de piso.

Y escapó corriendo a trompicones escalera abajo.

—¿Qué te creías, eh?, ¿qué te creías? —repetía, cruel, una voz que era mezcla de Greta y Lina—. ¡Qué criatura tan patética! ¡Súbete al coche y vete en busca de tu vida, antes de que se te haga tarde!

Salió a la calle oscura y se echó a correr sin mirar atrás. Tampoco veía lo que tenía delante. Sólo que la engullía una materia negra e incierta, que no llevaba a ninguna parte. Corrió por su interior hasta que el tremendo golpetazo que sintió al chocar con alguien la obligó a detenerse. Como en sueños, escuchó un sonido que enseguida identificó como procedente de la garganta profunda del marsellés: «¡Maldita sea! ¡Mi pobre espalda!».

El hombre había caído de bruces sobre la mesa y las dos sillas que estaba a punto de recoger. En el campanario de la iglesia dieron las seis. Carol acudió en su ayuda. En cuanto el dueño del café se volvió hacia ella, la sorpresa se dibujó en su cara:

—Voilà!, la petite amie d'Hugo! ¿De quién huyes, niña?

—Desolée! —dijo Carol, que ya empezaba a correr de nuevo.

—¡Vuelve! ¡Debes ver una cosa!

Los pasos de Carol sonaron más apagados.

—Creo que ya he visto bastante —contestó desde un par de portales más abajo.

—¿Eso crees? Pues dime, niña, ya que lo sabes todo, ¿dónde está Hugo?

Se detuvo.

—¿Yo cómo voy a saberlo? —respondió sin darse la vuelta.

—Porque salió a buscarte hace más de dos meses y aún no ha regresado.

—¡Ah!, ¿sí? —replicó Carol, sarcástica—. Pues pregúntele a la mujer que vive con él.

—¿A quién? —preguntó el marsellés—. Hugo vive solo. Siempre solo.

—Pues a mí me ha abierto la puerta una chica.

—Habrá sido Pauline, su hermana. Llegó a París hace un par de semanas. Por lo visto ha estado viajando por ahí, con un hombre mayor. Pero le salió rana a la pobre chica. Bebía demasiado. Ahora pasa el día entero encerrada en el ático. Dice que no piensa volver a salir jamás. Yo le dejo comida delante de la puerta para que no se muera de hambre.

Carol se giró en redondo. El hombre había abierto la puerta del café y una extraña luz salía de dentro. Entró como si no hubiera remedio. Paseó la vista por las paredes y contempló asombrada un Nueva York en el que se descubrió ausente. Un Manhattan con altos edificios de oficinas, taxis amarillos, portales recónditos, calles de asfalto y un corazón de selva con un estanque llamado Jacqueline.

—¿No me pintó esta vez?

—Por lo visto no encontró los colores.

Se sentó en la mesa del fondo, en el mismo rincón en el que pasaba las tardes al salir de la Sorbonne, rodeada de bulliciosos estudiantes, músicos arruinados y algún que otro fantasma olvidado.

Sobre la barra aún reinaba Madame Pipí, lo mismo que ante la puerta de los cuartos de baño, fiscalizando con la mirada y sometiéndolo todo a su control, a su gobierno en la sombra, mientras el hijo, obediente, atendía sudoroso las mesas, ahora que no tenía a nadie que le echara una mano.

Carol se llevó a los labios una taza de té humeante. Sintió el líquido amargo derramarse por su garganta y el vapor le entró por los ojos obligándola a parpadear.

La puerta se abrió con la misma rapidez que sus pestañas y allí, quieto en la entrada, en la mella que de pronto había aparecido en el corazón de Manhattan, vio entrar a Hugo, dibujándose a contraluz entre los vapores de las alcantarillas.

Parecía un náufrago con el pelo largo y la ropa vieja, descolorida por el hambre del mar, pero llevaba en la cara una sonrisa torera, en la mano un pendiente de brillantes y, bajo el brazo, un papel enrollado con los ojos de Carol pintados de azul. Azul cielo, azul noche, azul esmeralda, turquesa y coral. El azul que le había devuelto la esperanza y que no era otro que el color del mar cuando se marcha el sol.

II

AÚN no amanecía cuando Lina se despidió para siempre de aquel hotel de paredes blancas y toldos azules que también parecía decirle adiós desde el otro lado de la plaza. Se coló, como el viento frío de diciembre, por una calleja estrecha y antigua que desembocaba cerca de la Gran Vía. Los portales permanecían aún cerrados y los pequeños comercios: una tienda de ultramarinos, una mercería, una librería de viejo, un coqueto café, dormían todavía tras los cristales de sus escaparates adornados de espumillón.

La calle se llamaba Libertad, como una premonición, como una promesa. Libertad, vaya ironía de nombre para alojar un secuestro.

—¿Reuniste ya el dinerito, Lina Sánchez? Te recuerdo que mañana vence el plazo.

—Déjame hablar con mijita. Ponía al aparato.

—No.

—¿Y cómo sé que sigue viva?

—Porque te lo digo yo. Tráeme el rescate y lo compruebas.

—Pues a dónde.

—Calle Libertad, cuatro. Segundo izquierda.

Todos los portales del viejo Madrid se parecen. En todos crujen las maderas y los escalones resbalan. Suelen tener la barandilla barnizada y las paredes alicatadas de baldosas blancas y azules. Por las mañanas huele a guiso de repollo, por las tardes a aceite frito. De vez en cuando, uno se cruza en la escalera con una mujer mayor que sube, a duras penas, con el carrito de la compra y le falta el aire. Y en el segundo, en un piso de renta antigua, vive una anciana que alquila habitaciones baratas y los vecinos se quejan porque dicen que la casa se llena de inmigrantes y que un día se van a encontrar a la vieja muerta y descuartizada dentro de un armario de su alcoba.

No hay portero. Hace tiempo que lo sustituyeron por un botón que hace un ruido de maracas y que no se queja de las horas, ni hay que pagarle a fin de mes. Tampoco limpia el patio ni saca la basura, así está el descansillo de descuidado. Pero las puertas son de madera noble y los balcones todavía conservan un señorío de tiempos mejores y los que viven aquí, algunos, aún los recuerdan. Cuando esta calle era de las elegantes y la gente bien no vivía más allá de Neptuno.

En la puerta del segundo izquierda había un Sagrado Corazón de plata y un timbre que al girarlo con el dedo sonaba a máquina oxidada.

El ecuatoriano en persona abrió inmediatamente. Como si llevara horas sentado en el sofá del recibidor esperando a Lina. Entonces, sólo entonces, al sonreír, dejó al descubierto una mella en la dentadura.

—¿Perdió los dientes, Juan?

—Por tu culpa, Linita.

—Vengo por mi hija.

—Pues ya sabes. El dinero o no hay trato. Lina metió la mano en el bolsillo del chaquetón de plumas y sacó aquella tiara que iluminó de pronto toda la estancia, hasta los ojos del hombre y su sonrisa mellada.

—Ahorita devuélvame a la niña.

Luz Elena era un ángel. Llevaba el pelo corto, a lo garçon, negro azabache, como el de Lina. Vestía un camisón corto de algodón de color blanco y sus piernitas flacas asomaban bajo la tela como las antenitas de un caracol.

Corrió a esconderse en los brazos de su madre y la apretó con fuerza, como si temiera que fuera a escaparse de nuevo. Luego le dijo algo al oído. Algo como que la quería muchísimo y que ya nunca volvería a separarse de ella.

Y a Lina le cayeron las lágrimas por la cara mientras la besaba por todas partes y la tocaba, y la achuchaba, y la acariciaba. La levantó en vilo. La dejó en el suelo. La miró de arriba abajo. Le dijo:

—¡Bebe, cómo has crecido! ¡Ya tantito me alcanzas!

Le pidió que se vistiera y recogiera sus cosas y la vio desaparecer por el pasillo estrecho.

—Le ofrezco un negocio, Juan —le dijo entonces al ecuatoriano—. ¿Cuánto por dos pasaportes y dos boletos al Caribe? Hicieron cuentas sobre la mesa de la cocina.

A Lina le bastó con una sortija de brillantes para comprar la esperanza. El resto del tesoro pesaba como un recién nacido —todo y nada— en el interior de su gabardina. Amanecía lento sobre los tejados de Madrid.

—Mami, cuéntame un cuento.

—Claro, mi vida. La niña viajaba recostada en el regazo de su madre. El taxi que las llevaba al aeropuerto avanzaba adormilado por el carril derecho de la autopista, y los aviones cruzaban el cielo dejando a su paso carreteras de nubes rectas.

—En un pueblo chiquito cerca de Cajamarca nacen las mujeres más hermosas del Perú. Su tez blanca y sus ojos claros, enmarcados por el negro azabache de sus cabellos incas, rememoran tiempos antiguos, mágicos, que hoy casi no se recuerdan. De allá, bebe, de allá proceden las hembras de nuestra familia. Valientes, fuertes y libres. Como tú y como yo. Un poco brujas y un poco hadas. Capaces de darle la vuelta al mundo. ¿Te hablé de mi casa de piedra con las grandes columnas, con el jardín de hierba sembrado de flamencos, con el árbol del que cuelga un columpio que llega hasta el cielo? Se lo queda papá. Allá te aguarda para que cuando regreses lo encuentres tan hermoso como ahora.

—¿Y nosotras a dónde vamos, mami?

—A ver el mar, linda, a ver el mar.