8
I
POR aprobar el examen de ingreso en la Facultad de Medicina, sus padres hicieron traer directamente de Italia, dentro de uno de sus camiones de distribución, un Ferrari amarillo, recién nacido, con el que dieron a Diego una de las mayores alegrías de su corta existencia.
La funda era roja, terminada en un elástico que se adaptaba como un guante a las curvas del coche y que tenía impreso, en rojo y negro, el escudo del caballo de carreras. Aquel bólido subía la cuesta de las Perdices a ciento cincuenta, armando un escándalo terrible que hacía temblar del susto a las sillas y mesas de las terrazas y de envidia mortal a todos sus ocupantes.
El verano del 74, con sus colores rechinando en esa grimosa mezcla de marrones y naranjas, de cuellos picudos, faldas largas y pantalones acampanados, conviviendo en discordancia con las últimas minifaldas tableadas y botas de caña alta que aún salían de las profundidades de algunos armarios, y el coche amarillo que alcanzaba los cien por hora en cinco segundos quedarían impresos en la memoria de Diego como telón de fondo de una historia de amor y abandono que destrozaría su juventud y luego su madurez y que le condicionaría para siempre, incapacitándole de por vida para ser feliz.
La señora viuda de Frieiro, en un tarjetón con letras en cursiva, invitaba a don Diego Quirós a la fiesta de puesta de largo en sociedad de su hija María Fernanda, que se celebraría el día 6 de julio, en el jardín de su casa de S'Agaró, en Playa d'Aro.
La madre de Diego mandó el esmoquin al tinte y le acompañó a encargar una camisa nueva al sastre, con grandes chorreras, como se llevaba entonces. Dos semanas después le despidió con un apretado beso en la frente, mientras le entregaba las llaves de la casa de verano advirtiéndole que no hiciera nada en esta vida de lo que pudiera arrepentirse. Su padre, con el ruido del motor de fondo, le metió una fortuna dentro de un bolsillo del pantalón y según le vio desaparecer por detrás del seto envuelto en una nube de humo, le gritó: «¡No corras!», sin esperanza alguna de que Diego le oyera, aunque de haberle oído, tampoco le habría hecho el menor caso. Sus tres hermanas, las niñas, se conformaron con verle partir desde la ventana de la nursery que daba a la calle Serrano, suspirando y sin saber por qué.
Condujo de Madrid a Barcelona en cinco horas justas, sin parar siquiera a echar gasolina, con la radio encendida, unas gafas de sol con los cristales verdes sobre los ojos azules y un polo Fred Perry blanco pegado al respaldo de cuero del asiento. Los últimos kilómetros de curvas sobre la Costa Brava los recorrió despacio, saboreando el olor de los pinos y el salitre. El sol de cara, el mar a un lado y toda la vida por delante.
Conocía muy bien la casa de María Fernanda porque eran de la misma edad y de la misma pandilla que muchas tardes se reunía a tocar la guitarra y la armónica a la sombra de un sauce del jardín. María Fernanda y sus hermanas cantaban a tres voces, canciones chilenas muchas de ellas, ya que de allí había regresado su abuelo antes de la guerra, hecho un millonario y dispuesto a comprarse S'Agaró entero.
Luego, la fortuna tuvo que repartirse entre sus doce hijos, a partes iguales, y al padre de María Fernanda, ingeniero de caminos y dueño de su propio imperio inmobiliario, le correspondió aquella casa excesiva, levantada en el centro de una parcela inmensa, la cual, de no haber muerto él tan joven, hubiera acabado invadida de chalets unifamiliares, adosados o pareados, de paredes de granito y tejados de pizarra, como versiones en miniatura de aquella mansión descomunal.
La noche del 6 de julio, los barrotes de acero de la verja que rodeaba todo el perímetro de la finca habían perdido ese aire amenazador con el que espantaban a los merodeadores y habían sido iluminados con más de trescientas antorchas que ahora, en cambio, les hacían parecer las velas de una gigantesca tarta de cumpleaños.
Había que dejar el coche aparcado en la rotonda frente a la entrada principal, con cuidado de no estropear los rosales, y subir la escalera de piedra, por debajo de la columnata cubierta de flores, alumbrada también con diminutas bombillas blancas traídas de Inglaterra. Bajo el dintel de la puerta, la señora viuda de Frieiro junto a sus tres hijas, María Pilar, María del Mar y María Fernanda, vestidas todas de blanco, recibían a los invitados que se acercaban a saludarlas boquiabiertos ante aquel despliegue de luces y flores, y de camareros con pajarita, y botellas de champán y bandejas de plata, y mesas sobre la hierba vestidas de gala, y orquesta junto a la piscina, y esculturas de hielo, y fuentes de colores, y cisnes en el lago.
María Fernanda estaba locamente enamorada de Diego desde el día de su Primera Comunión, cuando treparon juntos a lo alto del sauce y se quedaron allí, escondidos en la frondosidad de sus ramas, quietos y en silencio toda la tarde, mientras los mayores se volvían locos buscándolos por todas partes.
Se había hecho el vestido pensando en él. En qué cara pondría al verla por fin convertida en mujer, con los hombros desnudos, el lazo de terciopelo negro bajo el pecho, y zapatos de tacón.
—No te quites la capita, nena, que esta noche sopla el viento de mar.
Pero llegaba Diego, en un Ferrari amarillo.
—¡Qué guapa estás, María Fernanda!
—¿Bailamos luego, Diego?
Y sí, bailaron mucho, el uno frente al otro, con las rodillas dislocadas, y el cuerpo de lado a lado, moviendo mucho el cuello, con los ojos cerrados y la boca abierta. Pero cuando se atenuaron las luces y la orquesta empezó a tocar lento, Diego se escabulló como pudo porque María Fernanda era simpática, y la noche corta.
Al otro lado del jardín habían colocado unos bancos donde un grupo de unos veinte chicos y chicas hacían corro alrededor de tres jóvenes y dos guitarras. Eran hermanos; dos muchachos de pelo negro y engominado, con sendos caracolillos largos acariciándoles la nuca, que se habían quitado las chaquetas, desabrochado y remangado las camisas, y tocaban una sevillana, acompañados por las palmas de su hermana, por su voz prodigiosa, por el parpadeo de sus pestañas y el movimiento de sus muñecas, que eran abanicos en los que se enredaba el aire.
Y al garbí ellos le decían poniente y les florecían las buganvillas, los geranios y los claveles, y se les escapaban las eses traviesas de la boca. Y la boca de esa mujer morena estaba hecha de fuego; sólo de verla, abrasaba.
—Son de Jerez de la Frontera —le sopló alguien al oído—. Los padres tienen bodegas, y campo. Creo que crían toros de lidia.
—¿Y cómo se llama la niña?
—Luisa, la niña se llama Luisa.
Luisa me da su risa, y su amor de madruga.
Se le quebraba la cintura. Los brazos alcanzaban las estrellas y su falda volaba con el viento, contra el viento, dejando ver sus pies descalzos.
Un amor en cada puerto, cuatro esquinas de la mar, ay de la mar, y cuatro amores marineros que me salen a esperar.
Ahora quieta. Un último giro de muñeca. Un golpe seco en la panza de la guitarra. El pecho subiendo y bajando, la falda agarrada con la mano izquierda y una sonrisa torera en sus labios incandescentes.
—¡Y no tiene novio! —decía el mayor de los hermanos como final feliz de un cuento de hadas.
Luisa echó a andar aún sonriendo por una parte oscura del jardín, desde donde bajaba una escalera de piedra, que desembocaba en una cala escondida a un lado de la playa de Sa Conca.
Para llegar a la arena había que atravesar un arrecife puntiagudo, refugio de cangrejos y erizos de mar, contra el que de niño le habían advertido infinidad de veces, y precisamente por eso, Diego había llegado a aprender mejor que la tabla del siete. Mil veces había sentido el dolor de aquella roca porosa en las plantas de los pies y también sabía del peligro de quedar atrapado sin remedio al otro lado, a poco que se enfadara el mar. De hecho, le extrañó mucho que Luisa conociera aquella escalera, abandonada desde que nacieron las niñas y la viuda ordenara construir una nueva, la principal, al otro lado del jardín.
La siguió sin hacer ruido, en parte por curiosidad y en parte porque se dio cuenta de que sin ella, la fiesta, la noche el garbí, el Ferrari amarillo, la carrera de Medicina; la vida, en fin, había dejado de valer la pena.
Luisa se remangó la falda y atravesó las rocas de puntillas, en perfecto equilibrio, sin tambalearse, a pequeños saltitos, como si quemaran, antes de dar un brinco y caer de pie sobre la arena.
Diego se agachó tras una piedra grande.
Luisa se acercó a la orilla. Abandonó sus zapatos en la arena y caminó despacio mientras la engullía el mar.
Diego la vio desaparecer en el centro de la oscuridad, la cabeza primero, los dedos chiquitos al final. Y contó los segundos que pasó sin verla, como no dejaría de contarlos ya nunca más.
El tiempo que estuvo Luisa bajo el agua le pareció eterno. Tanto, que empezó a temer que se hubiera ahogado, y se puso en pie, dispuesto a lanzarse en su ayuda. Pero entonces surgió ella, el agua blanca recorriendo su piel morena, con la luz de la luna a su espalda, el pelo empapado, la risa en la boca:
—Está que quita el sentío.
Y levantó la vista a la vergüenza mortal de Diego.
—Baja, hombre, que no muerdo.
Se sacudió el agua del pelo, la blusa se le pegaba al cuerpo, se acomodó en la playa y le miró como si bañarse vestida y sentarse empapada a charlar con un extraño resultara lo más normal del mundo, como si no fuera la primera vez que Diego veía algo así en toda su vida, como si después de aquello, uno pudiera recuperar el habla, bajar tranquilamente a la playa sin tropezarse con las rocas, sentarse a su lado y pensar en otra cosa, mientras encendía un cigarrillo tratando de disimular cuánto le temblaba el pulso.
Fumaron a medias, casi en silencio, delante de una pequeña hoguera, escuchando el ir y venir del mar que poco a poco fue devorando la arena hasta dejarlos encerrados en su abrazo líquido, cálido, protector, al otro lado del mundo.
Antes de apagarse el fuego, Diego conocía ya el sabor del fino, el olor de los jazmines que trepaban por las rejas del balcón de Luisa, el nombre de su yegua, el sonido de las saetas al pasar la Soledad por los naranjos de San Miguel, el color de los limones del árbol del patio de la calle Medina, la dulzura de las uvas de La Viña, y la de los melocotones, la añoranza del mar en el colegio interno de Sevilla, la suavidad de la arena de la playa de El Puerto, la algarabía de la Feria, el calor del verano, el gusto de los molletes con aceite, las puntillitas fritas, las tortillas de camarones, a encontrar el punto del gazpacho, a diferenciar los vientos, a catar vinos, a bailar flamenco, a distinguir un toro bravo de uno manso, a admirar al más grande de la torería, a saber cuándo sacar el pañuelo blanco, y cuándo ponerse en pie, y cuándo dar la vuelta, y cuándo agarrar de la cintura y cómo acabar el baile, muy tieso, muy quieto, muy dueño, muy gitano.
Al amanecer, cuando el sol les secó las plantas y el agua se fue retirando poco a poco dejándoles en libertad, regresaron por la escalera de piedra al jardín de María Fernanda y pasaron por debajo de su ventana, sin saber que ella, detrás de las cortinas, les veía salir de la casa, introducirse en el coche y alejarse de su vista, en un segundo amarillo, que duró lo que un relámpago, atravesando veloz por el centro de su esperanza.
—¡Písalo, písalo! —gritaba Luisa en el asiento del copiloto para que Diego derritiera la goma de los neumáticos en las curvas de la carretera de la costa. Y cerraba los párpados para que no le entraran los rizos en los ojos.
—A las doce me voy para Jerez —le dijo frente a la cancela de la casa de sus tíos, donde aún dormían sus hermanos—. Si te apetece escribirme una carta pon el nombre de mi hermano Curro en el sobre, no sea que me la esconda mi madre.
Se despidió sin un beso, pero le pasó la mano por la nuca antes de irse y la dejó allí un momento, acariciándole como se acaricia el cuello de un caballo, dándole un par de palmadas detrás de las orejas enhiestas, porque así se le calma, se le quiere, se le somete, se le domina, se le encierra en la cuadra dejándole sin otra cosa en la cabeza que la obsesión por salir de nuevo a galopar por la marisma.
II
DIEGO escribió la carta, pero jamás la echó al correo. En cambio, decidió ir a llevársela él mismo un par de semanas más tarde, cuando su madre andaba ocupada cubriendo los muebles con sábanas blancas, sin decírselo a nadie, sin pensar siquiera una excusa para explicar después los mil kilómetros en el contador del Ferrari. Llegó de noche y se alojó en el Caballo Blanco porque era el único hotel de Cádiz del que había oído hablar a sus padres alguna vez. Se durmió tarde, dudando si su decisión era o no la correcta, dando vueltas y vueltas entre las sábanas húmedas de la cama, una humedad cálida que le envolvió completamente hasta que le venció el sueño.
Por la mañana desanduvo el camino hasta la ciudad de Jerez y dejó el coche en la Alameda Cristina.
La calle Medina era ancha y las gitanillas colgaban de los balcones. La casa era enorme, amarilla, «del color del albero de los ruedos», le había explicado ella, y las ventanas estaban cubiertas de rejas. Rejas de hierro forjado, para no dejar entrar, ni salir, solamente para asomarse apenas a la vida, agarrada a ellos como a barrotes negros disfrazados de jazmines blancos.
La puerta era de madera maciza, de dos hojas tan grandes que no se abrían más que para dejar salir algunos domingos el coche de caballos de los abuelos. Una más pequeña, recortada en un lado, fue la que se le entreabrió cuando golpeó en la aldaba y preguntó por Luisa.
Desde la oscuridad del portal, por el que asomaba al fondo la luz de un patio verde, de macetas y fuentes, una mujer mayor, toda vestida de luto, con medias oscuras sobre las piernas flacas a pesar del calor, le dijo que la señorita Luisa y su familia se habían ido a La Viña a pasar el verano, que la casa estaba tan desierta como la calle, como el colmado, como la alameda.
Que La Viña estaba en un alto, a quince kilómetros de allí por la carretera de Sanlúcar, y que al padre de la niña no le iba a hacer gracia ninguna que un desconocido anduviese llamándola por el nombre de pila. Que estas cosas había que hacerlas bien; poquito a poco, como antiguamente, paseando la calle, pidiendo permiso, encontrándose en misa, con paciencia, con buena letra.
Luego le olvidó en la puerta sin decirle adiós y le cerró los visillos en las narices.
No se dio por vencido hasta que recorrió los quince kilómetros que llevaban a la finca. Le divirtió esa costumbre de levantar puertas en medio del campo, sólo para atravesar una endeble verja de alambre, de la que partía un camino de arena por donde no se aventuró a meter el coche. Lo dejó a la sombra de un olivo y comenzó a caminar con el sol quemándole la frente.
Fue entonces cuando empezó a sentirse pequeño, absurdo, ridículo, con la camisa empapada de sudor y nada en el bolsillo. Y no por Luisa, a quien habría ofrecido todo su cuerpo, toda su alma, todo su orgullo, sino por su padre, el hombre que gobernaba sobre los árboles, los caminos, los sembrados, los viñedos, los toros bravos que pastaban, tan amenazantes como indiferentes, al otro lado del camino.
Se lo imaginaba a caballo por los campos de trigo, como le había descrito Luisa: severo, estricto, recto y serio.
¿Qué le diría, si no tenía más que vergüenza? ¿Que algún día, en el futuro remoto, si Dios no lo remediaba, él llegaría a ser médico? ¿O que tenía un Ferrari aparcado debajo de un olivo?
¿Sería suficiente con hablarle de la fortuna de su familia, del esfuerzo de otros, de su propia suerte heredada, o aquel caballero del Sur, que había plantado las viñas con sus propias manos, le exigiría a él también que demostrara algo de valor?
Toda su juventud se le vino encima y allí mismo se juró volver, pero esta vez con la cabeza bien alta, armado de triunfos, con el derecho indiscutible de robarle a Luisa. Llegaría a ser el mejor cirujano de España y del mundo. Regresaría con el futuro en sus manos, con el poder de salvar vidas, con el éxito escrito en la cara.
Trabajaría duro, terminaría la carrera y luego la especialidad, y abriría su propia clínica, y daría conferencias, y le nombrarían catedrático, presidente del Colegio de Médicos, ministro de Salud Pública.
Diego se dio la vuelta y tiró la carta al mar.
Durante los siete años que pasó de clase en clase, de biblioteca en biblioteca, sin descansar un solo minuto, se ganó el respeto de sus profesores, que le consideraban un joven prometedor, serio, responsable y estudioso, mientras que los alumnos, sus compañeros de nervios y noches en vela, le llamaban empollón repelente y niño pera.
Nunca se metió en líos, ni de mujeres ni de política, aunque, injusta e inocentemente, le tocara escapar corriendo alguna vez delante de los grises o de alguna compañera de clase que no comprendía su falta de interés por nada que no fueran los libros, los laboratorios, los enfermos y los hospitales. Nunca se desvió del camino que emprendió pasada la puerta de La Viña del padre de Luisa; un camino recto, sin baches ni curvas, que le hizo candidato apetecible para el ejército, la política, el sindicato de médicos, y la mayor parte de las madres de jóvenes casaderas del barrio de Salamanca, que se tomaban a mal su negativa a participar en todos los guateques, puestas de largo, fiestas de cumpleaños y demás reuniones sociales a los que le invitaban con insistencia y que él rechazaba con el pretexto de los estudios, las prácticas, las guardias de noche o los turnos de día.
Cuando terminó la carrera y los cursos de especialización, el catedrático de Anatomía le llamó a su despacho y le pidió que cerrara la puerta y se sentara, que tenía algo muy interesante que proponerle.
—Nos ofrecen un puesto de residente en el Hospital Austen, de Medicina avanzada, de Suiza.
Diego quedó mudo, adivinando lo que venía a continuación.
—Tendrías que pasar allí al menos tres años, pero volverías convertido en uno de los grandes. ¿Qué te parece?
—No sé qué decir…
La escultura ecuestre del padre de Luisa recorriendo los trigales le vino a la mente incómodamente superpuesta a la de la propia Luisa saliendo del mar, con el agua blanca resbalando por su piel morena.
—Di que sí, hombre, di que sí. ¿Tienes novia?
—No.
—¿Te necesitan en casa?
—Tampoco.
—Pues no se hable más.
Diego firmó al pie de un documento en el que se comprometía a un montón de cosas escritas en letra pequeña, sentenciando su voluntaria e irremediable esclavitud.
Después se subió en su Ferrari, un poco menos brillante, un poco menos amarillo de lo que estaba siete años antes, y condujo distraídamente, pensando en el futuro, contento, porque ya sólo faltaban tres inviernos para volver, como en un tango, en el que en lugar de veinte, diez años no serían nada, y febril la buscaría, la nombraría, la raptaría, la poseería porque al fin la merecería y nadie podría negarle ese derecho.
El coche le llevó a donde quiso; pasada la ciudad universitaria, por debajo de los grandes álamos de las avenidas de los colegios mayores, hasta el límite entre Rosales y la Casa de Campo, sin ser Diego consciente del rumbo ni el destino de su viaje.
A la derecha de la carretera estaba la puerta del Club de Campo, al que pertenecía desde antes de nacer y uno de los pocos lugares que frecuentaba cuando no estaba de exámenes, ni de guardia, ni agotado. Le gustaban sus caminos entre árboles, el olor a limpio en medio de la ciudad y el verde del campo de golf, casi siempre vacío, ya que no era un deporte tan a la moda como el tenis o la hípica. Solía acercarse a las cuadras a acariciarles el lomo a los caballos y a recrear las escenas que Luisa le grabó en los recuerdos, sin haberlos vivido más que en sueños. Y así la contemplaba al galope por la playa, salpicando agua y arena, bañándose de sal, con la melena al viento, del mismo color que la crin de su yegua, vestida de blanco, con una falda larga de volantes, porque a Luisa no la imaginaba en pantalones, ni con el pelo más que suelto, sobre la espalda desnuda.
Había un campeonato de saltos aquel día. Las gradas del hipódromo estaban llenas a rebosar y por el micrófono se nombraba a los participantes antes de cada ejercicio. Diego se sentó en el único sitio que encontró libre, muy arriba, donde las caras se perdían en un garabato y los cuerpos parecían todos iguales.
Pero entre las voces de la gente escuchó a alguien nombrarla, contempló el porte de su yegua y vio caracolillos negros escapando del casquete. Entonces sintió otra vez la quemadura de aquel relámpago amarillo penetrándole el cráneo, derritiendo su cerebro, deteniendo el latido de su corazón, encogiéndole el estómago, vaciándole los pulmones, paralizando sus piernas, sus manos, su razón.
Era ella, Luisa, a lomos de una yegua castaña, saltándose por encima todos sus plazos y sus sacrificios. Poniéndolo todo en marcha de repente, como un tiovivo que llevara años esperando que alguien lo inaugurara, con el mismo vértigo, la misma sensación de mareo, de inestabilidad, y a la vez, con la misma música de verbena y las risas de todos los niños que volvieran de nuevo a la vida después de un largo letargo de oscuridad, tristeza y soledad.
Entró en la cuadra detrás de ella, con miedo a espantar aquel fantasma del deseo, que ahora acercaba su cara a la de la yegua, para darle un beso en el hocico mientras dejaba caer algunos rizos negros sobre las crines del animal.
—¡Hola, Luisa!
—¡Hola!
—¿Te acuerdas de mí?
—No.
—Nos conocimos…
Luisa le miró de frente. Las manos crispadas agarrando con fuerza las riendas de cuero.
—… hace siete veranos —dijo, terminando la frase que él había dejado a medias.
—Entonces te acuerdas —un chasquido de esperanza sonó junto a su voz.
—No. No sé quién eres —sentenció ella.
Se quitó el casquete en un gesto salvaje, desafiante casi, y el resto de su melena se derramó sobre sus hombros. La yegua levantó las orejas, pateó el fondo de la cuadra y resopló, con la misma rabia con la que Luisa contenía su propia furia.
Claro que recordaba a Diego. Letra a letra de su nombre. Había esperado en vano aquella carta que nunca llegó. Primero con la impaciencia de quien da por hecho que la felicidad sólo es cuestión de tiempo. Luego con la cara larga de las esposas que aguardan despiertas al marido que no llega. Después con incredulidad, con extrañeza. Y finalmente con rencor, con la sensación de haber caído en alguna trampa para tontos. ¿Cómo podría olvidarlo? ¿Cómo olvidar lo fría que estaba la reja del balcón?
—Soy Diego, Diego Quirós. Y lo sabes de sobra.
Le tendió la mano, la arrastró con él hasta la entrada del Club, donde había aparcado el coche, y la atrapó dentro, con el mismo mimo con el que hubiera apresado una mariposa única, exótica y delicada, sin más motivo que el de contemplarla embobado, sin más ambición que la de disfrutar de los segundos que durara su encuentro para luego dejarla volar en libertad.
Y ella sola se metió en aquella jaula amarilla, que en su memoria era de oro macizo. Viajaron por la carretera nueva que llevaba al Valle de los Caídos y subieron por unos montes espesos, de árboles verdes, hasta una colina vacía de gente, desde la que contemplaron la noche caer sobre la lejana ciudad de Madrid.
El despecho de Luisa hizo que Diego le diera diez besos por cada uno que le debía. Y que se atreviera a acariciarla adivinando de antemano los pliegues de su piel, localizando una a una las señales de sus dedos sobre el cuerpo moreno, tantas veces recorrido en sueños, enredándose en sus rizos, en sus piernas, en sus manos. Durmiéndose sobre aquel pecho que había llegado a ser su cama, húmeda y cálida, como la de la primera y última madrugada que pasó entre las sábanas del Caballo Blanco. Y despertándose después para encontrarla a su lado, sin esfumarse como él había temido, confundida con las sombras del bosque o desvanecida para otra eternidad de siete años, siete noches, siete minutos.
Y lo más extraño de aquella madrugada fresca de verano, a más de trescientos kilómetros de la costa, fue escuchar entre los pinos el ir y venir del mar, y sentir en lo más profundo de sus bocas el inconfundible sabor del agua salada.