21 de diciembre
El último juego
ERA EL ÚLTIMO DÍA. No quedaba nada por decidir. Al día siguiente era el solsticio y mi mente estaba resuelta. Estaba tendido en la cama mirando el techo de escayola azul, pintado del color del cielo para impedir que las abejas carpinteras anidaran. Una mañana más. Un cielo más pintado de azul.
Cuando regresé de casa de Lena, me fui a dormir. Dejé la ventana abierta, en caso de que alguien quisiera verme, acecharme o hacerme daño. No vino nadie.
Pude oler el café y escuchar a mi padre andando por el piso de abajo. Amma estaba en los fogones. Gofres. Definitivamente eran gofres. Debía de estar esperando a que me levantara.
Decidí no contárselo a mi padre. Después de todo por lo que había pasado con mi madre, no creía que pudiera entenderlo. Ni siquiera podía soportar pensar en cómo esto podría afectarle. Ahora entendía el modo en que enloqueció cuando mi madre murió. Yo mismo había estado demasiado asustado para permitirme sentir esas cosas antes. Y ahora, cuando ya no importaba cómo me sentía, notaba cada una de ellas. A veces la vida es así de extraña.
Link y yo intentamos comer en el Dar-ee Keen, pero al final tuvimos que renunciar. Él no podía comer, y yo tampoco. ¿Sabéis que a los prisioneros se les deja elegir su última comida, como si fuera algo muy importante? Pues a mí no me funcionó. No me apetecían ni gambas rebozadas ni bizcocho de azúcar moreno. No podía meterme nada.
Y de todas formas no pueden ofrecerte la única cosa que realmente quieres. Tiempo.
Al final nos fuimos a la cancha de baloncesto del patio del colegio de primaria y lanzamos unas canastas. Link me dejó ganar, lo que fue extraño porque solía ser yo el que le dejaba ganar a él. Las cosas habían cambiado mucho en los últimos seis meses.
No hablamos demasiado. En una ocasión él retuvo el balón y lo sostuvo cuando se lo pasé. Me miraba de la misma forma que lo había hecho cuando se sentó a mi lado en el funeral de mi madre, a pesar de que esa zona estaba toda acordonada y se suponía que era sólo para la familia.
—No soy muy bueno en esto, ¿sabes?
—Ya. Yo tampoco.
Saqué un viejo cómic que llevaba enrollado en el bolsillo trasero.
—Algo para que me recuerdes.
Lo desenrolló y se rio.
—¿Aquaman? ¿Se supone que tengo que recordarte a ti y a tus patéticos poderes con este mugriento cómic?
Me encogí de hombros.
—No todos podemos ser Magneto.
—Oye, tío. —Se pasó el balón de una mano a otra—. ¿Estás seguro de que quieres hacer esto?
—No. Es decir, estoy seguro de que no quiero hacerlo. Pero no tengo elección. —Link entendía lo que era no tener opciones. Toda su vida giraba sobre no tenerlas.
Botó el balón más fuerte.
—¿Y no hay otra forma?
—No salvo que quieras quedarte con tu madre a contemplar el Final de los Días. —Estaba intentando bromear, pero últimamente siempre parecía inoportuno. Tal vez mi Alma Fracturada tenía algo que ver con eso.
Link dejó de driblar y se puso el balón bajo el brazo.
—Oye, Ethan.
—¿Sí?
—¿Recuerdas el Twinkie en el autobús? ¿El que te di en segundo curso, el día que nos conocimos?
—¿El que te encontraste en el suelo y me ofreciste sin decirme nada? Qué bonito.
Él sonrió y me lanzó el balón.
—Nunca se cayó al suelo. Esa parte me la inventé.
La pelota golpeó el aro y rebotó en la calle.
La dejamos escapar.
Encontré a Marian y a Liv en el archivo, otra vez juntas y de vuelta al lugar al que pertenecían.
—¡Tía Marian! —Me sentí tan aliviado al verla que casi la ahogué al abrazarla. Cuando finalmente la solté, supe que ella estaba esperando a que hablara y le dijera algo, cualquier cosa, sobre la razón por la que la dejaron marchar.
Así que empecé, lentamente. Dándoles retazos y fragmentos de la historia que no terminaban de encajar exactamente. Al principio, ambas se sintieron aliviadas de escuchar buenas noticias. Gatlin y el mundo Mortal no sería destruido por un apocalipsis sobrenatural. Los Caster no perderían sus poderes ni acabarían prendiéndose fuego a sí mismos accidentalmente, aunque en el caso de Sarafine hubiera salvado nuestras vidas. Escucharon lo que quise que escucharan: que todo iría bien.
Tenía que ir bien.
Estaba cambiando mi vida por ello: esa fue la parte que no mencioné.
Pero ambas eran demasiado listas para dejar que la historia se acabara ahí. Y cuantos más fragmentos les proporcionaba, más rápido acoplaban sus mentes las piezas para reconstruir la retorcida verdad. Supe exactamente cuándo la última pieza encajó en su lugar.
El momento terrible en que vi sus caras demudarse y sus sonrisas desvanecerse. Liv no podía mirarme. Estaba dando cuerda a su selenómetro compulsivamente y retorciendo los cordeles que siempre llevaba anudados en su muñeca.
—Ya se nos ocurrirá algo. Siempre lo hacemos. Tiene que haber otra forma.
—No la hay. —No hacía falta que lo dijera; ella ya lo sabía.
Sin decir palabra Liv desató una de sus deshilachadas cuerdas y la ató a mi muñeca. Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero no me miró. Traté de imaginarme en su lugar, pero no pude. Era demasiado duro.
Recordé lo que fue perder a mi madre, mirar fijamente el traje colocado en la silla del rincón de mi habitación, esperando a que me lo pusiera y admitiera que estaba muerta. Recordé a Lena arrodillada en el barro, sollozando, el día del funeral de Macon. Y los ojos acuosos de las Hermanas mirando fijamente el ataúd de la tía Prue, los pañuelos hechos un ovillo en sus manos. ¿Quién les daría órdenes ahora y se ocuparía de ellas?
Eso es lo que nadie te cuenta. Es duro ser el que se queda detrás.
Pensé en la tía Prue internándose tras la Ultima Puerta con tanta serenidad. Estaba en paz. ¿Dónde estaba la paz para el resto de nosotros?
Marian no dijo ni una palabra. Me miraba fijamente como si intentara memorizar mi cara y congelar ese momento para no olvidarlo nunca. Marian sabía la verdad. Creo que sospechaba que algo así sucedería desde el momento en que el Consejo del Custodio la dejó marchar. Nada se daba sin un precio.
Y de haber sido ella, habría hecho lo mismo para proteger a la gente que amaba.
Y estoy seguro de que Liv también. A su modo, eso fue exactamente lo que hizo por Macon. O lo que John trató de hacer por ella en el depósito. Quizá se sentía culpable porque fuera yo y no él.
Confíe en que supiera la verdad —que no era su culpa, ni la mía, ni siquiera la de él—. Por mucho que yo quisiera pensar que lo era.
Era mi vida, y así era como terminaba.
Yo era el Wayward. Y esta era mi gran y terrible meta.
Así lo decían las cartas, aquellas que Amma trataba desesperadamente de cambiar.
Siempre había sido yo.
Pero ellas no me hicieron decir nada de eso. Marian me rodeó con sus brazos, y Liv pasó los suyos alrededor de ambos. Me recordó la forma en que mi madre solía abrazarme, como si no fuera a soltarme nunca. Finalmente Marian susurró algo suavemente. Era de Winston Churchill. Y confíe en recordarlo, a donde quiera que fuera.
—«Esto no es el final. No es ni siquiera el principio del final. Pero tal vez sea el final del principio».