ANTES
Azúcar y sal
ES CURIOSO CÓMO en Gatlin las cosas buenas van unidas a las malas. Tanto es así que algunas veces es difícil distinguir cuál es cuál. Y, en todo caso, siempre acabas confundiendo el azúcar con la sal y las patadas con los besos, como diría Amma.
Ignoro si sucede lo mismo en todas partes. Sólo conozco Gatlin, y esto es lo que sé: cuando volví a la iglesia y ocupé mi asiento de costumbre junto a las Hermanas, las únicas noticias que corrían por los pasillos junto con el cestillo de la colecta eran que el café Bluebird había dejado de servir sopa de hamburguesa, que la temporada de pastel de melocotón tocaba a su fin y que unos gamberros habían robado el columpio de neumático del viejo roble cercano a General Green. La mitad de la congregación todavía se arrastraba lentamente por los pasillos enmoquetados, con lo que mi madre solía llamar zapatos Cruz Roja. Con tantas rodillas púrpuras mostrándose orgullosas allí donde terminaban las faldas, parecía como si todo un mar de piernas estuviera conteniendo la respiración. Al menos, yo lo hacía.
Sin embargo, las Hermanas aún sostenían con manos nudosas sus libros de himnos abiertos por las páginas equivocadas, estrujando sus pañuelos entre las rosadas manchas de sus manos. Nada podía impedir que cantaran la melodía, de forma alta y estridente, mientras trataban de imponer su voz sobre las otras. Excepto la tía Prue. Que, por casualidad, alcanzó con verdadera armonía tres notas de trescientas, aunque a nadie le importó. Algunas cosas no deben cambiar, nunca deberían hacerlo. Algunas cosas, como la tía Prue, están hechas para desentonar.
Era como si el verano no hubiera pasado y estuviéramos a salvo entre esos muros. Como si nada pudiera entrar aquí, salvo la intensa y luminosa luz que se filtraba a través de las vidrieras de las ventanas. Ni siquiera Abraham Ravenwood o Hunting y su Banda de Sangre. Ni la madre de Lena, Sarafine, o el mismísimo diablo. Como si nadie más pudiera traspasar la sobria hospitalidad de los parroquianos que entregaban los programas dominicales. Porque, aunque lo hicieran, el sacerdote continuaría rezando y el coro continuaría cantando, y ni siquiera el mismísimo Apocalipsis podría impedir que la gente de Gatlin asistiera a la iglesia o metiera las narices en los asuntos ajenos.
Pero fuera de esos muros, el verano lo había cambiado todo, tanto en el mundo Caster como en el mortal, aunque la gente de Gatlin no lo supiera. Lena se había cristalizado en Luminosa y Oscura y había partido en dos la Decimoséptima Luna. Una batalla entre Demonios y Caster que acabó con muertes por ambas partes y que había abierto una grieta en el Orden de las Cosas del tamaño del Gran Cañón. Lo que Lena había hecho era el equivalente en Caster a aplastar en mil pedazos los Diez Mandamientos. Me pregunté qué pensaría de eso la gente de Gatlin si alguna vez se enteraba. Confié en que no lo hiciera.
Este pueblo solía provocarme claustrofobia y lo odiaba. Ahora la sensación era más bien de expectación, de algo que algún día echaría de menos. Y ese día estaba cerca. Nadie lo sabía mejor que yo.
Azúcar y sal, patadas y besos. La chica a la que quería había vuelto a mí, rompiendo el mundo en dos. Eso es lo que en realidad había sucedido ese verano.
Habíamos asistido al final de la sopa de hamburguesa, del pastel de melocotón y del columpio de neumático. Pero también habíamos visto el principio de algo.
El principio del Final de los Días.