25 de septiembre
Las señoras de la casa
—ETHAN WATE, ¿podrías traerme un poco de té helado? —pidió tía Mercy desde el salón.
Tía Grace no se cortó un pelo.
—Ethan, no se te ocurra traerle ningún té frío. Si bebe algo más, tendrá que usar el tocador.
—Ethan, no escuches a tía Grace. Tiene un ramalazo mezquino de casi medio kilómetro de largo y del ancho de diez tocadores.
Lancé una mirada a Lena, que sostenía en la mano una jarra de plástico con té helado.
—¿Eso ha sido un «sí» o un «no»?
Amma cerró la puerta de golpe y alargó una mano para coger la jarra.
—Vosotros dos, ¿es que no tenéis deberes que hacer?
Lena arqueó una ceja y sonrió, aliviada. Desde que tía Prue había sido ingresada en la Residencia del Condado y las Hermanas se trasladaron a vivir con nosotros, sentía como si hubieran pasado semanas desde la última vez que Lena y yo estuvimos solos.
Agarré la mano de Lena y tiré de ella hacia la puerta de la cocina.
¿Lista para echar una carrera?
Lista.
Nos precipitamos hacia el vestíbulo lo más rápido que pudimos, tratando de llegar hasta las escaleras. Tía Grace estaba acurrucada en el sofá, con sus dedos enganchados en los agujeros de su manta de ganchillo favorita que tenía, aproximadamente, diez tonos diferentes de marrón y que hacía juego, a la perfección, con nuestro salón, ahora atiborrado de suelo a techo de cajas de cartón marrones llenas de todo lo que las Hermanas nos habían obligado a sacar de su casa la semana anterior a mi padre y a mí.
No se sentían nada contentas con las cosas que habían sobrevivido: prácticamente todo lo del dormitorio de tía Grace y tía Mercy, una escupidera de bronce que había sido utilizada (y nunca limpiada) por los cinco maridos de tía Prue, cuatro de las cucharillas de la colección de cucharas sureñas de tía Grace y el estante de madera donde se exhibían, una pila de polvorientos álbumes de fotos, dos sillas desparejadas del comedor, el ciervo de plástico del jardín delantero y cientos de pequeños tarros de confitura sin abrir que habían sustraído del Breakfast’n’Biscuits de Millie. Pero, por supuesto, nada de aquello les pareció suficiente. Nos estuvieron dando la lata hasta que recogimos también las cosas estropeadas.
La mayoría permanecía en las cajas, pero tía Grace había insistido en que decorar les ayudaría a soportar su «sufrimiento», así que Amma permitió que colocaran algunos de sus objetos por la casa. Y esa era la razón por la cual Harlon James I, Harlon James II y Harlon James III —todos conservados gracias a lo que tía Prue llamaba el delicado arte sureño de la taxidermia— me estaban mirando en ese instante. Harlon James I sentado, Harlon James II de pie, y Harlon James III durmiendo. Era este último el que más me inquietaba; tía Grace lo tenía junto al sofá y, de una forma u otra, acababas chocando con él cada vez que pasabas por allí.
Podría ser peor, Ethan. Podría estar en el sofá.
Tía Mercy, en su silla de ruedas frente a la televisión, parecía enfurruñada y claramente agitada por haber perdido su batalla matinal por el sofá. Mi padre estaba sentado a su lado, leyendo el periódico.
—Hola, chicos, ¿qué tal os va? Me alegro de verte, Lena. —Su expresión decía: «Salid de aquí mientras podáis».
Lena le sonrió.
—Lo mismo le digo, señor Wate.
Había estado cogiéndose algunos días libres en cuanto podía para evitar que Amma se volviera loca.
Tía Mercy estaba apretando el mando a distancia, a pesar de que la televisión estaba apagada, y lo agitó hacia mí.
—¿A dónde creéis que vais, tortolitos?
Corre hacia las escaleras, L.
—Ethan, no me digas que estás pensando en llevar a la jovencita arriba. Eso no sería apropiado. —Tía Mercy pulsó el mando hacia mí, como si pudiera dejarme en pausa antes de que consiguiera llegar a mi habitación. Luego miró por encima de mi hombro hacia Lena—. Mantén tu precioso trasero fuera de la habitación de los chicos, palomita.
—¡Mercy Lynne!
—¡Grace Ann!
—No quiero escuchar esas groserías de tu boca.
—¿El qué? ¿Trasero? ¡Trasero, trasero, trasero!
¡Ethan! ¡Sácame de aquí!
No te pares.
Tía Grace dio un sorbetón.
—Naturalmente que no va a llevarla arriba. Su padre se revolvería en su tumba.
—Estoy aquí —la saludó mi padre.
—Su madre —corrigió tía Mercy Tía Grace agitó su pañuelo, el que estaba permanentemente pegado a su mano agarrotada.
—Mercy Lynne, te estás volviendo senil. Eso es lo que he dicho.
—Desde luego que no. Te he escuchado con la claridad de una campana, por mi oído bueno. Has dicho su padre se…
Tía Grace apartó la manta a un lado.
—No podrías escuchar una campana ni aunque se arrastrara detrás de ti y te mordiera en la…
—¿Té helado, señoras? —Amma apareció con la bandeja justo a tiempo. Lena y yo nos escabullimos escaleras arriba mientras Amma bloqueaba la vista desde el salón. No había forma de pasar con las Hermanas delante, ni siquiera sin tía Prue. Y así llevábamos días. Entre tratar de acomodarlas en nuestra casa y tratar de recoger todo lo que quedaba de la suya, mi padre, Amma y yo no habíamos hecho otra cosa desde que se mudaron que tratarlas como a reinas.
Lena desapareció en mi habitación y cerré la puerta detrás de mí. Deslicé mis brazos alrededor de su cintura y ella apoyó su cabeza contra mí.
Te he echado de menos.
Lo sé. Palomita.
Me propinó un puñetazo en broma.
—¡No cierres esa puerta, Ethan Wate! —No supe distinguir si era la voz de tía Grace o de tía Mercy, pero no importó. En este asunto estaban totalmente de acuerdo—. ¡Hay más pollos que gente en este mundo, y eso es tan cierto como que el verano no llega por casualidad!
Lena sonrió y extendió la mano detrás de mí, abriendo la puerta.
Gruñí.
—No lo hagas.
Lena puso su dedo en mis labios.
—¿Cuándo fue la última vez que las Hermanas subieron aquí arriba?
Me acerqué más a ella, nuestras frentes tocándose. Mi pulso empezó a acelerarse desde el segundo en que nos tocamos.
—Ahora que lo dices, Amma va a estar sirviendo té helado hasta que no quede una gota en esa jarra.
La cogí en brazos y la llevé hasta la cama, que ahora era solamente un colchón en el suelo, gracias a Link. Me dejé caer junto a ella, ignorando intencionadamente la ventana rota, la puerta abierta y lo que quedaba de mi cama.
Estábamos los dos solos. Ella se volvió para mirarme, un ojo verde y el otro dorado, sus rizos oscuros diseminados por el colchón a su alrededor, como un halo negro.
—Te quiero, Ethan Wate.
Me incorporé apoyándome en un codo y la miré.
—Me han dicho que soy adorable.
Lena se rio.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Montones de chicas.
Sus ojos se enturbiaron durante un segundo.
—¿Ah, sí? ¿Cómo cuales?
—Mi madre. Mi tía Caroline. Y Amma. —La pellizqué en las costillas, y ella empezó a retorcerse, riendo contra mi camiseta—. Te quiero, L.
—Más te vale. Porque no sé qué haría sin ti. —Su voz era tan cruda y sincera como nunca la había escuchado.
—No hay yo sin ti, Lena. —Me incliné y la besé, deslizándome hacia abajo para que mi cuerpo encajara perfectamente con el suyo, como si estuvieran hechos para estar juntos. Porque lo estábamos. No importaba lo que el universo o mi pulso pudieran decir al respecto. Podía sentir la energía saliendo de mí, pero eso sólo hizo que mi boca buscara de nuevo la suya.
Lena se apartó antes de que mi corazón empezara a palpitar peligrosamente.
—Creo que debemos parar, Ethan.
Suspiré y rodé tumbándome de espaldas a su lado, mi mano todavía enredada en su pelo.
—Ni siquiera habíamos empezado.
—Hasta que descubramos por qué está empeorando, y hay más intensidad entre nosotros, tenemos que ser cuidadosos.
La agarré por la cintura.
—¿Y qué pasa si no me importa?
—No digas eso. Sabes que tengo razón. No quiero prenderte luego sin querer a ti también.
—No sé. Tal vez valdría la pena.
Me dio un puñetazo en el brazo, yo sonreí al techo. Sabía que tenía razón. Los únicos que aún parecían mantener controlados sus poderes eran los Íncubos. Ravenwood era un desastre, lo mismo que todos sus habitantes.
Pero eso no lo hacía más fácil. Necesitaba tocarla, igual que necesitaba respirar.
Escuché un maullido. Lucille estaba hecha un ovillo a los pies del colchón. Desde que había perdido su cama, usurpada por Harlon James IV, se había apropiado de la mía. Mi padre había vuelto a toda prisa de Charleston la noche del supuesto tornado, y había encontrado al perro de tía Prue al día siguiente, agazapado en un rincón del patio de la guardería. Una vez que Harlon James llegó a nuestra casa, no se diferenció demasiado de las Hermanas. Se hizo directamente un hogar en la cama de Lucille, robaba la cena de pollo de Lucille de su cuenco de porcelana, e incluso arañaba el tronco para gatos de Lucille.
—Vamos, vamos, Lucille. Tú has vivido con ellas más tiempo que yo. —Pero daba igual. Mientras las Hermanas vivieran con nosotros, Lucille viviría conmigo.
Lena me dio un beso furtivo en la mejilla y se inclinó a un lado de la cama para hurgar en su bolso. Un viejo ejemplar de Grandes esperanzas se deslizó de él. Lo reconocí al momento.
—¿Qué es eso?
Lena lo recogió, evitando mis ojos.
—Se llama libro. —Sabía muy bien lo que preguntaba.
—¿Es el que encontraste en la caja de Sarafine? —Sabía de antemano que sí.
—Ethan, es sólo un libro. Leo miles de ellos.
—No es sólo un libro, L. ¿Qué está pasando?
Lena vaciló, y luego rebuscó entre las manoseadas páginas. Cuando encontró una con la esquina doblada, empezó a leer: «Y podré mirarla sin sentir compasión, viendo su castigo en la ruina en que se había convertido y en su profunda incapacidad para entender esta Tierra en la que había nacido…». Lena fijó la vista en el libro, como si escondiera respuestas que sólo ella podía ver. Ese párrafo estaba subrayado.
Sabía que Lena sentía curiosidad por su madre —no por Sarafine, sino por la mujer que habíamos descubierto en la visión—, la que le había mecido en sus brazos cuando era un bebé. Tal vez creía que el libro o la caja metálica con los objetos de su madre contenían la respuesta. Pero poco importaba lo que estuviera subrayado en un viejo ejemplar de Dickens.
Nada en esa caja estaba libre de la sangre de las manos de Sarafine.
Extendí el brazo y cogí el libro.
—Dámelo. —Antes de que Lena pudiera decir nada, mi dormitorio se desvaneció…
Había comenzado a llover, como si el cielo acompañara a Sarafine en cada lágrima que derramaba. Cuando alcanzó la mansión Eades, estaba empapada. Trepó por el enrejado blanco bajo la ventana de John y vaciló. Sacó de su bolsillo las gafas de sol que había robado de Winn-Dixie y se las puso antes de golpear suavemente en el cristal.
Demasiadas preguntas se agolpaban en su mente. ¿Qué iba a decirle a John? ¿Cómo podría hacerle entender que aún era la misma persona? ¿Podría un Caster de Luz seguir amándola ahora que era… así?
—¿Izabel? —John estaba medio dormido, sus ojos oscuros mirándola fijamente—. ¿Qué estás haciendo ahí fuera? —Tiró de su brazo antes de que pudiera contestar, y la arrastró dentro.
—Yo… yo tenía que verte.
John estiró el brazo para encender la lámpara de su escritorio.
Sarafine le agarró la mano.
—No. Déjala apagada. Despertarás a tus padres.
La miró detenidamente, sus ojos ajustándose a la oscuridad.
—¿Te ha sucedido algo? ¿Te has hecho daño?
Ella estaba más allá del dolor, más allá de la esperanza, y no había forma de preparar a John para lo que estaba a punto de contarle. Él conocía a su familia y lo de la maldición. Pero Sarafine nunca le había contado a John la fecha real de su cumpleaños. Había inventado una fecha, una para la que aún faltaban algunos meses, para no preocuparle. Él ignoraba que esa noche era su Decimosexta Luna: la noche que había estado temiendo desde que podía recordar.
—No quiero contártelo. —La voz de Sarafine se quebró mientras se tragaba las lágrimas.
John la estrechó en sus brazos, apoyando la barbilla sobre su cabeza.
—Estás tan fría. —Sus manos frotaron los brazos de ella—. Te quiero. Puedes contarme lo que sea.
—Esto no —susurró—. Todo se ha estropeado.
Sarafine recordó todos los planes que habían hecho. Ir juntos a la universidad, John el año próximo y Sarafine el siguiente. John quería estudiar ingeniería, y ella tenía pensado matricularse en literatura. Siempre había querido ser escritora. Después de graduarse, contraerían matrimonio.
Ahora no tenía sentido pensarlo. Nada de eso sucedería ya.
John la estrechó con más fuerza.
—Izabel, me estás asustando. Nada puede arruinar lo que tenemos.
Sarafine le apartó y se quitó las gafas de sol, revelando los ojos dorados y amarillentos de un Caster Oscuro.
—¿Estás seguro de eso?
Durante un segundo John se quedó mirándola.
—¿Qué ha sucedido? No lo entiendo.
Ella sacudió la cabeza, sus lágrimas abrasando la helada piel de sus mejillas.
—Era mi cumpleaños. Nunca te lo dije porque estaba segura de que sería Luminosa. No quería preocuparte. Pero a media noche…
Sarafine no podía terminar. Él adivinó lo que iba a decirle. Pudo leerlo en sus ojos.
—Es un error. Tiene que serlo. —Hablaba más para sí misma que para John—. Sigo siendo la misma persona. Dicen que cuando te vuelves Oscura te sientes diferente, que olvidas a la gente que te importa. Pero yo no lo he hecho. Nunca lo haré.
—Creo que sucede gradualmente… —La voz de John se desvaneció.
—¡Puedo combatirlo! No quiero ser Oscura. Lo juro. —Era demasiado. Su madre dándole la espalda, su hermana llamándola, perder a John. Sarafine no podía soportar ningún desengaño más. Se desmoronó, su cuerpo hundiéndose en el suelo.
John se arrodilló a su lado, rodeándola con sus brazos.
—No eres Oscura. No me importa de qué color sean tus ojos.
—Nadie lo cree así. Mi madre ni siquiera me deja entrar en casa. —Sarafine se asfixiaba.
John la levantó.
—Entonces nos marcharemos esta noche. —Cogió una bolsa de lona y empezó a meter ropa en ella.
—¿Y a dónde vamos a ir?
—No lo sé. Encontraremos algún sitio. —John cerró la bolsa y tomó su cara entre las manos, mirando en sus ojos dorados.
—No importa. Mientras estemos juntos.
Habíamos vuelto a mi habitación, al brillante calor de la tarde. La visión se desvaneció, llevándose con ella a la chica que no se parecía en nada a Sarafine. El libro cayó al suelo.
El rostro de Lena estaba arrasado en lágrimas y, durante un segundo, fue igual a la chica de la visión.
—John Eades fue mi padre.
—¿Estás segura?
Asintió, secándose la cara con las manos.
—Nunca he visto una foto de él, pero la abuela me dijo su nombre. Parecía tan real… como si aún estuviera vivo. Y daba la impresión de que se querían. —Se agachó para recoger el libro por donde había caído, abierto, con la cubierta boca arriba, las desgastadas grietas de su lomo mostrando todas las veces que había sido leído.
—No lo toques, L.
Lena lo recogió.
—Ethan, he estado leyéndolo. Esto no había sucedido nunca. Creo que ha sido porque lo hemos tocado a la vez.
Abrió de nuevo el libro, y pude ver líneas oscuras donde alguien había subrayado y enmarcado frases enteras. Lena notó que estaba tratando de leer por encima de su hombro.
—Todo el libro está así, marcado como una especie de mapa. Sólo desearía saber adónde lleva.
—Ya sabes adónde lleva. —Ambos lo sabíamos. A Abraham y al Fuego Oscuro, la Frontera, la oscuridad y la muerte.
Lena no apartó los ojos del libro.
—Esta frase es mi favorita: «He sido doblegada y rota, pero espero que haya sido para mejor».
Ambos habíamos sido doblegados y rotos por Sarafine.
¿Y como resultado nos sentíamos mejor? ¿Estaba mejor ahora como consecuencia de lo que había pasado? ¿Lo estaba Lena?
Pensé en la tía Prue postrada en una cama de hospital, y en Marian buscando entre las cajas de libros quemados, documentos calcinados, y fotografías empapadas. Toda una vida de trabajo destruida.
¿Qué pasaría si la gente a la que amábamos se doblegaba hasta romperse quedándose sin forma alguna?
Tenía que encontrar a John Breed antes de que estuvieran demasiado rotos para poder recomponerse.