Capítulo 32
Durante los dos días siguientes, la Teddy R. se adentró en la Frontera Interior. Transportaba a siete nuevos tripulantes —cinco humanos y dos molluteis—, antiguos empleados de Copperfield, y Cole había confiado su entrenamiento a Toro Pampas y a Idena Mueller. Habían instalado el cañón de plasma. Aunque de mala gana, tuvieron que abandonar el camuflaje, porque vieron que era incompatible con el sistema informático de la nave.
Y el humor de Wilson Cole había empeorado, aunque él mismo no supiera por qué.
Se hallaba en el puente, y Christine Mboya y Malcolm Briggs lo informaban de la situación. Habían localizado una nave pirata en la ruta comercial que enlazaba Binder X con Nueva Rhodesia; otra acechaba en las inmediaciones del sistema Voltaire. Se decía que un nuevo perista que trabajaba en el territorio de la República, a sólo veinte años luz de la frontera, en Benvenuti III, ofrecía el siete por ciento del valor de mercado. El oro subía, los diamantes bajaban, la maquinaria aún andaba solicitada. Un pirata con el inverosímil nombre de Vasco de Gama había declarado que los sistemas Platero y Naraboldi estaban prohibidos al resto de los piratas y estaba dispuesto a defender sus aspiraciones con una flota de cinco naves.
Al fin, Cole sintió que se le nublaban los ojos, se excusó y fue a la cantina, donde pidió una cerveza. Cuando se la hubieron servido, no la tocó siquiera. Aún estaba sentado, inmóvil, con el ceño fruncido, cuando David Copperfield entró en la pequeña sala, lo vio y se acercó a la mesa.
—No lo veo nada contento, mi querido Steerforth —dijo Copperfield, y se sentó frente a Cole.
—He estado mejor.
—Espero que no sufra por mí —dijo Copperfield—. Le aseguro que encontraré el modo de resarcirme de mis pérdidas.
—No sufro en lo más mínimo por usted —respondió Cole—, y en ningún momento he dudado que vaya a resarcirse de sus pérdidas.
—Entonces, ¿qué le preocupa? —insistió Copperfield—. Tal vez pueda ayudarle.
—Lo dudo.
—Vamos a intentarlo, viejo compañero de escuela.
—¿De verdad quiere saberlo? —dijo Cole—. Veo que me voy a pasar treinta o cuarenta años haciendo el pirata, y eso me deprime hasta matarme. Esto no es como en las novelas y los holos. Durante la mayor parte del día tengo la sensación de ser un puto contable.
—Ya, claro —dijo Copperfield—. Dese usted cuenta de que se trata de un mecanismo de defensa. Si no se sintiera usted como un contable, se sentiría como un ladrón, y a hombres honorables como usted y como yo no nos gusta sentirnos como ladrones.
—No querría ofenderle, David —dijo Cole, fatigado—, pero es que usted no es honorable, y tampoco hombre. Usted es un perista.
—Pues claro que soy un perista —dijo Copperfield con cierta dignidad—. La alternativa, para mí, era hacerme pirata, y ambos sabemos que la piratería no es trabajo para personas como nosotros. Me sorprende que no se diera cuenta desde el principio.
Cole lo miró con curiosidad.
—Acabe de explicarse.
—Mírese. Fue usted el orgullo del ejército de la República…
—No me salga ahora con eso —dijo Cole—. Pero, prosiga…
—Vino hasta aquí con los miembros más valiosos de su tripulación, los que le habían sido leales, y con una nave potente que funcionaba de mil maravillas. En la Frontera Interior hay naves que podrían hacer frente a la Theodore Roosevelt, pero aún no ha topado con ellas. ¿Y qué ha conseguido en todo el tiempo que lleva aquí? Ha destruido varias naves, ha matado a algunos seres humanos y criaturas a los que había que matar, y ha acumulado algunas piedras que tanto usted como yo sabemos que casi no merecían el esfuerzo. Ésa es la naturaleza de la profesión, mi querido Steerforth. Aunque se aprenda todos los trucos del oficio, siempre va a cobrar sólo una pequeña fracción de lo que valga el botín. Y aunque es cierto que puede negociar con las compañías de seguros, ¿cuántas veces le será posible entrar en el territorio de la República hasta que lo identifiquen y lo capturen? Por lo que me han dicho, ha tenido tratos con compañías de seguros sólo en dos ocasiones, y en una de ellas le salió mal.
—Todavía estamos aprendiendo los trucos del oficio —dijo Cole a la defensiva.
Copperfield negó con la cabeza.
—Usted no lo entiende, Steerforth. En muy buena medida, ya los ha aprendido. Lo que ha hecho hasta ahora es vivir la típica vida de un pirata. —Sonrió—. ¿Por qué se cree que evité la piratería y me hice perista?
—Entonces, me está diciendo que tengo razón, que ésta es la vida que vamos a vivir hasta que nos capturen, o nos maten.
Copperfield sonrió de nuevo, en esta ocasión con una inescrutable sonrisa alienígena.
—Steerforth, Steerforth… —dijo—, ¿cómo puede ser usted tan lerdo, y, al mismo tiempo, tan avispado?
—Es una habilidad que tengo —respondió Cole en tono de ironía—. Dígame de una vez adónde diablos quiere llegar.
—¿Quién le obliga a usted a dedicarse a la piratería? —dijo Copperfield—. Esa vida no está hecha para usted, para ninguno de ustedes, dada su experiencia e instrucción.
—Quizá no lo entendió las cien primeras veces que se lo dije: la Armada no nos quiere, si no es frente a un pelotón de fusilamiento.
—¿Qué Armada? —preguntó Copperfield.
—¡No nos uniremos a la Federación Teroni! —dijo Cole con resolución—. ¡Hemos luchado contra ellos durante toda nuestra vida!
—Salvo cuando luchaban contra la República.
—Le han informado mal. Nosotros no traicionamos a la República. La servimos.
—Hasta que la República les metió en la cárcel —replicó Copperfield.
Cole suspiró hondo.
—Hasta que me metió en la cárcel.
—Nos estamos apartando del tema.
—Nuestro tema era la piratería —dijo Cole.
—Nuestro tema eran las alternativas a la piratería.
—Está descartado que nos pasemos a los teronis.
—No pensaba proponerles semejante cosa —respondió Copperfield.
—Pues entonces no entiendo adónde quiere ir a parar —dijo Cole—. ¿Qué otra posibilidad tenemos?
—¿Quién ha dicho que la República y la Federación Teroni sean los únicos patronos en todo el universo? —prosiguió Copperfield—. A ustedes los formaron para que sirviesen a bordo de una nave militar. He visto que incluso les han enseñado a mis empleados a trabajar como en una unidad del Ejército. ¿No le parece que les ha llegado la hora de recordar quiénes son y dejar de hacerse pasar por piratas?
Cole lo miró fijamente y trató de adivinar qué quería decirle.
—Están apareciendo caudillos regionales por toda la Frontera Interior —dijo Copperfield—. Van a necesitar naves de guerra. La Frontera Interior está plagada de piratas. Sus víctimas necesitan que alguien las proteja. Hay mundos ricos en materias primas que necesitan a alguien que los proteja. No conozco a nadie que no esté dispuesto a pagar por su propia seguridad y la de sus propiedades, o para servir a sus propias ambiciones. ¿Entiende usted lo que le quiero decir?
—¿Mercenarios? —dijo Cole, mientras sopesaba la posibilidad.
—Tienen una nave militar con tripulación militar —dijo Copperfield—. ¿En qué otra posición podrían emplear mejor sus talentos?
—La idea es tentadora —reconoció Cole—. Pero ¿quién nos pagaría? ¿Cómo vamos a encontrarlo?
—No sería necesario que lo buscaran —respondió Copperfield—. Déjelo en manos de su agente comercial.
—¿Usted?
—¿Quién, si no? —Le tendió a Cole la protuberancia que tenía al extremo del brazo—. ¿Un apretón de manos?
—¿Sabe usted, David? —dijo Cole, que se sentía libre por primera vez en varios días—, ni el propio Charles Dickens lo habría hecho mejor.