Capítulo 7
Cole entró en la sala de controles del yate con gran cautela, pistola láser en mano, pero no la necesitó. Dos de los tripulantes de la nave pirata yacían muertos en el suelo. También uno de los tres bedalios de la Theodore Roosevelt. Luthor Chadwick se sostenía contra la pared, le salía sangre por los oídos, a duras penas lograba enfocar la mirada.
—Tengo que bajar al hangar —dijo Cole—. Le mandaremos ayuda en cuanto nos sea posible.
—No le oigo, señor —farfulló Chadwick.
—¡Le he dicho que tengo que bajar al hangar! —le dijo Cole con voz más fuerte.
Luthor se señaló los oídos.
—Me ha alcanzado un disparo de pistola sónica, señor —dijo—. Le veo a usted mover los labios, pero no oigo nada. Creo que el resto de nuestro grupo está abajo, en el hangar.
Cole asintió y fue hacia allí. Al entrar, no oyó sonidos de combate, pero, al acercarse a Forrice, distinguió un súbito movimiento y se echó al suelo, y un rayo de plasma dejó una quemadura en la pared que había estado detrás de su cabeza.
—¿Qué diablos sucede? —dijo, y se arrastró hasta Forrice sobre los cuerpos caídos de dos de los miembros de su propia tripulación.
—No se lo va a creer usted, señor —dijo Pampas, agazapado tras una lanzadera averiada.
—A ver si lo entiendo —dijo Cole—. Esos tíos no tienen manera de escapar, los superamos en número, hemos matado a la mayoría de su tripulación, capitán incluido, y les hemos dejado abierta la posibilidad de alistarse en la Teddy R., o de que los llevemos hasta un planeta colonial fuera de todo peligro. ¿Por qué luchan todavía?
—El hombre que el difunto capitán Windsail dejó a cargo de la nave les dijo que éramos traficantes de esclavos —dijo Forrice—. Ha sido una medida muy efectiva para reforzar su voluntad de resistencia. Piensan que si los capturamos, luego los venderemos.
—¡Eso es una idiotez! —dijo Cole.
—Pampas ya ha dicho que no se lo creería —dijo Forrice, con el equivalente molario de una sonrisa.
—¿Acaso hay tráfico de esclavos en la Frontera Interior? —preguntó Cole—. ¿Cómo es posible que se lo hayan creído? Yo pensaba que hacía siglos que habían sido abolida la esclavitud.
—Probablemente sí lo hay, señor —dijo Pampas—. En la Frontera no existe ninguna ley que merezca tener en cuenta, tan sólo unos pocos gobiernos planetarios y unos pocos cazadores de recompensas. Me sorprendería no encontrar media docena de planetas que trafiquen con esclavos.
—Y la Teddy R. es lo suficientemente grande como para transportar un cargamento de esclavos —observó Forrice.
—Esta situación es ridícula —dijo Cole—. Es hora de ponerle fin.
—Se han escudado muy bien, señor —dijo Pampas.
—Yo no he dicho que fuese a dispararles —respondió Cole—. Sólo he dicho que voy a poner fin a esta situación. —Calló por unos instantes, perdido en sus pensamientos, y luego miró al molario—. Forrice, ¿cómo se llamaba su madre?
Forrice miró a Cole como si se hubiera vuelto loco.
—Venga —dijo Cole—, no tengo todo el día.
—Bueno, si lo tradujéramos, vendría a ser, más o menos…
—Nada de traducciones. Su nombre molario.
—Chorinszloblen.
—Excelente. —Entonces, habló con voz más fuerte—. Tripulantes de la Aquiles, les habla Wilson Cole, capitán de la Theodore Roosevelt. ¿Me oyen?
—¡Yo no pienso salir! —chilló una voz.
«¿Yo? —pensó Cole—. Entonces, es que sólo queda uno».
—Quiero que me escuche con mucha atención —dijo Cole, alzando la voz—, porque voy a decirlo una sola vez. No somos traficantes de esclavos. No traficamos con criaturas inteligentes. Mi oferta sigue en pie. Si se rinde, podrá unirse a mi tripulación con los mismos derechos que cualquier otro miembro, y no se le castigará de ningún modo por lo que haya hecho en el día de hoy. Si lo prefiere, lo depositaremos en un planeta colonial. En cualquier caso, no va a sufrir ningún daño. Pero estoy harto de esperar y no quiero perder más vidas. He traído una lata de chorinszloblen, un potente gas nervioso. Todos los miembros de mi tripulación son inmunes a sus efectos. No lo matará, pero lo dejará inválido, y casi seguro que va a quemarle la mayoría de los circuitos neuronales. Puede rendirse ahora mismo, o verse reducido a un estado vegetativo. Ésas son las opciones que tiene. Ha peleado como un valiente, pero eso se acabó. Ahora ya no puede hacer nada.
Cole dejó de hablar. Al cabo de treinta segundos, alguien arrojó un arma de plasma y una pistola láser al suelo, en terreno abierto. Luego, con mucha lentitud, un adolescente salió de su escondrijo y avanzó por el hangar con las manos en la nuca.
—Me entrego —dijo.
—¡Pero si es un muchacho! —dijo Pampas, sin dejar de mirarlo.
—Los muchachos también pueden matar —dijo Cole—. Forrice, cerciórese de que no lleve armas. Toro, no le pierda de vista.
Forrice registró rápidamente al prisionero.
—No lleva nada —confirmó el molario.
—Está bien. Toro, busca a sus compañeros.
—Están todos muertos —dijo amargamente el chico.
—Entonces, eres el único tripulante de la Aquiles que ha sobrevivido —dijo Cole. Se volvió hacia Pampas—. Toro, Luthor Chadwick está muy mal. Se encuentra en la sala de controles. Quiero que usted y Jack lo lleven hasta la Teddy R. y pregunten si alguien sabe cortar hemorragias. Y dróguenlo hasta que podamos llevarlo a ver a un médico.
—La coronel Blacksmith ha confiscado todas las drogas, señor —dijo Pampas.
—No tendrá problemas en darles algo para atender este caso. Bastará con que lo vea.
—A sus órdenes, señor —dijo Pampas, y se fue con Jaxtaboxl a la sala de controles.
Cole volvió su atención al prisionero.
—¿Cómo te llamas, muchacho?
—No tengo por qué decírselo —le respondió el adolescente en tono retador.
—No, no tienes por qué —respondió Cole—. Pero entonces, hasta que te llevemos a un planeta, tendremos que llamarte «muchacho», o «oye, tú».
—¿De verdad que me van a dejar libre? —preguntó el prisionero.
—Ya te he dicho que sí.
—Pero es que el capitán Windsail nos dijo…
—El capitán Windsail os mintió —dijo Cole.
El muchacho lo miró fijamente.
—Tal vez mintiera, tal vez no, pero han matado a todos los miembros de esta tripulación, excepto a mí.
—Tu nave había tratado de saquear la mía —replicó Cole—. No olvidemos ese insignificante hecho. Ahora podrías ahorrarnos trabajo y decirnos dónde transportáis la carga. Cuanto antes nos hayamos posesionado de ella, antes podremos dejarte libre.
—Eso no entraba en el trato —dijo el muchacho.
—El combate ha terminado —dijo Cole—. ¿Por qué insistes en crearnos dificultades?
—Si emplean ese producto químico, ese chori… chorinoséqué, en mí, me dejarán sin memoria —dijo el muchacho en tono desafiante, en un intento por ocultar su nerviosismo—. Entonces, no lo encontrarán jamás.
—En ningún momento se me ocurriría emplear chorinszloblen contra ti —respondió Cole—. No creo que mi primer oficial estuviese de acuerdo. —Forrice ululó un par de veces. Era el equivalente molario de una carcajada—. Encontraremos el tesoro, con o sin tu ayuda. Yo lo sé, y tú lo sabes. ¿Por qué no nos dices de una vez de qué se trata, y dónde se encuentra?
—¿Y cómo sé yo que no me van a matar en cuanto le hayan puesto la mano encima al tesoro?
—Esto no es más que una mierda de yate, no un destructor estelar —dijo Cole, irritado—. ¿Cuántos escondrijos puede tener? Si quisiera matarte, lo haría ahora mismo, por obligarnos a buscarlo.
—Está bien —dijo el muchacho—. Transportábamos unos cuatrocientos diamantes en bruto de Blantyre IV, y también algunas joyas que el capitán Windsail robó la última vez que estuvo en Binder X.
—¿Y dónde están?
—El capitán Windsail no nos lo dijo nunca, pero estoy casi seguro de que se encontrarán en el área de las cocinas.
—¿Por qué?
—No se le habría ocurrido guardarlos en su propio camarote. Ése es el primer sitio donde uno habría ido a mirar.
—¿Y por qué en las cocinas? —insistió Cole.
—Porque es el sitio donde ninguno de nosotros habría ido a mirar —respondió el otro—. Todos nosotros teníamos miedo de cortarnos una mano si la metíamos detrás de las máquinas para sintetizar comida.
—Pues muy bien, empezaremos por las cocinas. Si estás en lo cierto, te daremos un puñado de diamantes como propina antes de dejarte donde sea.
El muchacho lo miró con curiosidad.
—¿De verdad?
—Acabo de decírtelo —le respondió Cole.
—Esteban Morales.
—¿Disculpa?
—Así es como me llamo… Esteban Morales. —Calló por unos instantes—. ¿Su oferta aún está vigente?
—¿Cuál de ellas?
—La de unirme a su tripulación —dijo Morales—. Podría llegar a serle muy útil.
—Te escucho.
—Conozco todos los lugares adonde solía ir la Aquiles. Todos los planetas donde podíamos refugiarnos, todas las personas con las que el capitán Windsail solía hacer tratos.
—Queda contratado, Morales —dijo Cole. Llevó la mano al comunicador que llevaba sujeto al hombro y lo tocó—. Christine, el tiroteo ha terminado. Dígale a Briggs que reúna un grupo de seis o siete y que vengan aquí.
—¿Tendrán que retirar los cadáveres, señor? —preguntó Christine Mobya.
—Retirarán los cadáveres de los nuestros —respondió Cole—. Que vengan con aerotrineos y bolsas para cadáveres. Me encargaré de la ceremonia fúnebre en cuanto los hayan llevado a la nave. Y dígale a Briggs que empiecen a buscar el tesoro en las cocinas. Tienen que encontrar diamantes en bruto, unos cuatrocientos, y también varias joyas, sobre las que no dispongo de mayor información.
—¿Cuatrocientos diamantes? —dijo ella—. No está mal para un día de trabajo.
—Además, nuestra tripulación contará con un nuevo miembro, humano, de sexo masculino. Se llama Esteban Morales. Asígnele un camarote y que Sharon se encargue de registrar su voz, huellas dactilares y retinas en el ordenador, para que pueda abrir y cerrar lo que le corresponda.
—Recibido.
—Luego busquen el planeta más cercano donde se encuentren servicios médicos, y que Sokolov se ponga al mando de una lanzadera espacial y lleve a Chadwick.
—¿Y si tiene que esperar allí? —preguntó Christine.
—Habremos vuelto todos a la Teddy R. antes de que Sokolov llegue al hospital, así que ordénele que contacte conmigo tan pronto como le digan algo.
—Sí, señor. ¿Algo más?
—Ahora mismo, no. Pero que Briggs y su equipo acudan lo antes posible. Lo más probable es que la Aquiles no fuese la única nave espacial que ha oído el SOS, y, mientras sigamos acoplados a ella, seremos vulnerables.
Interrumpió las comunicaciones y se volvió hacia Morales.
—Vamos a ver cómo están sus compañeros.
—Están todos muertos.
—Seguramente sí, pero no nos pasará nada por comprobarlo. Si alguno de ellos estuviera ligeramente vivo, lo meteríamos en esa lanzadera que llevará a mi hombre al hospital.
—Es usted un pirata muy extraño, señor.
—Me lo voy a tomar como un cumplido —dijo Cole, y se acercó a los cuerpos que yacían en el hangar y los examinó. Estaban muertos los tres. Luego, acompañado por Morales, regresó a la sala de controles. Los otros dos piratas estaban muertos. También lo estaba el alférez Anders de la Theodore Roosevelt.
Malcolm Briggs apareció al cabo de un momento con cinco tripulantes.
—Briggs, le presento a Morales, que acaba de unirse a nuestra tripulación. Morales, acompáñeles a la cocina —dijo Cole—. Braxite, deposite los cadáveres de nuestros compañeros en las bolsas. —Morales los guió hasta las cocinas de la Aquiles y luego volvió sin compañía a la sala de controles.
Al cabo de cinco minutos, Christine Mboya contactó con Cole y le dijo que la lanzadera había partido en dirección al único hospital de Sófocles, un planeta agrícola que se encontraba a nueve años luz de allí. Al cabo de otros diez minutos, Briggs lanzó un grito de triunfo. Cole supo que habían encontrado los diamantes y las joyas.
—Eso es todo —dijo Cole—. Transportemos el tesoro y los muertos hasta la Teddy R.
—¿No quiere ver los diamantes? —preguntó Morales.
—Ya tendremos tiempo para admirarnos del botín cuando nos hayamos separado de la Aquiles —dijo Cole—. Y, además, usted tiene trabajo por hacer.
—¿Ah, sí?
Cole asintió.
—Quiero los nombres y las ubicaciones de los planetas donde podremos aterrizar sin problemas. Y, sobre todo, necesito que me diga el nombre del perista de Windsail.
—¿De su perista, señor?
—Dos miembros de nuestra tripulación han muerto, y un tercero ha acabado en el hospital por esos diamantes —dijo Cole—. Espero que saquemos de todo esto algún beneficio que nos compense por lo que hemos sacrificado.