Capítulo 30

—¡Mierda! —dijo Val, de pie en el área de carga de la Pegaso, con las manos en las caderas—. ¡Mierda!

Tenía los ojos puestos en un pequeño contenedor abierto, totalmente vacío.

—¿Qué diablos ha sucedido con mis cristales meladocios? —preguntó.

—Los vendió —dijo uno de los acobardados miembros de la tripulación.

—¿A quién?

—No lo sabemos. Descendió a un planeta con ellos y regresó con dinero.

—Está bien, entonces regresó con dinero. ¿Dónde está?

—Lo escondió.

—¿En la nave?

—No, no confiaba en nosotros.

—Y con razón —dijo asqueada—. Venga, ¿dónde está?

—Lo tenía repartido en escondrijos por toda la Frontera.

Se volvió hacia Cole, que hasta entonces la había observado en silencio.

—¡Maldita sea! ¡No voy a poder comprar un nuevo impulsor lumínico sin esos putos cristales!

—Espero que no se le haya ocurrido pedirle a la Teddy R. que se lo pague —respondió Cole.

Val lo miró con rabia, y luego miró de la misma forma a su antigua tripulación.

—¡Pues muy bien, cabrones! —les espetó—. Empezad a desensamblar el cañón de plasma y el camuflaje.

—¿Qué quieres que hagamos con ellos?

—Que los trasladéis a la Teddy R. —dijo—. Ese capullo pagado de sí mismo —señaló a Cole— os dirá dónde tenéis que dejarlos. Si no nos dais ningún problema, os abandonaremos en una colonia, y no en un planeta deshabitado.

—Se lo agradecemos, por supuesto —dijo Cole—. Pero ¿por qué se desprende de sus armas?

—No pienso desprenderme de ellas —dio Val—. Al contrario, lo que quiero es quedármelas.

Cole miró a su alrededor.

—¿Hay algún sitio donde podamos hablar a solas? —preguntó.

—Por aquí —dijo ella, y lo guió hasta un almacén vacío. La puerta se irisó para dejarles entrar y luego se cerró a sus espaldas.

—Val, no quiero discutir con usted en presencia de su antigua tripulación, pero no podemos transportar toneladas de armamento en nuestra bodega durante un período de tiempo indefinido.

—No quiero que las meta en la bodega —dijo Val—. Las vamos a instalar.

—Pero ha dicho que quería quedárselas —dijo Cole, confuso.

—Y así es —dijo ella—. Soy la tercera oficial de la Teddy R., ¿recuerda?

—Provisionalmente, hasta que recobráramos la Pegaso.

—Si no tengo los cristales, no puedo pagar la reparación.

—Pues entonces búsquese una nave más pequeña.

—De eso nada.

—¿Qué le ha hecho cambiar de opinión? —preguntó.

—He estado pensando —dijo Val—. Todos los miembros de su tripulación renunciaron a su carrera por ir con usted. Los de la mía me traicionaron por dinero. Soy una capitana de puta madre, pero tal vez sería buena idea que me quedase en la Teddy R. para aprender a ser una mejor líder.

—Bienvenida a bordo —dijo Cole—. Pero no se sienta obligada.

—Si lo apuntara con una pistola de plasma, Forrice, Sharon, y todos los demás se pelearían por recibir la descarga en su lugar. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a los tripulantes de la Pegaso, que estaban ocupados en cargar con el armamento—. En cambio, esos cabrones se pelearían por ser el primero en dispararme. Voy a quedarme con usted hasta que descubra qué hace la diferencia.

—Estaremos muy contentos de que se quede con nosotros —dijo Cole—. Podemos dar por cerrado este tema.

Cole se volvió hacia la puerta, aguardó a que se irisara, salió afuera y guió a la tripulación hasta la Teddy R. Tardaron la mitad de un día en transportar todo el armamento, mientras Val hacía acopio de los pocos objetos de valor que Tiburón no había vendido ni canjeado. Luego dejaron la Pegaso en el planeta, con la esperanza de que algún día tuviesen medios de repararla, inmovilizada para que nadie pudiera llevársela, y luego abandonaron a su tripulación en un planeta agrícola y regresaron a Meandro-en-el-Río.