Capítulo 15
Cole sabía que tendría que librarse de la nave antes de regresar a la Teddy R. No había indicios de persecución, pero su registro quedaría archivado, y estaba seguro de que Austen no esperaría a que lo llevaran al hospital para informar a las autoridades de su presencia.
Dejó el emisor de interferencias de la nave en código preprogramado y luego contactó con la Teddy R.
—¿Dónde se encuentra, señor? —preguntó Rachel Marcos, que se encontraba a cargo del sistema de comunicaciones en el momento de establecer contacto.
—Preferiría no decirlo, por seguridad.
Rachel frunció el ceño.
—¿Está usted bien, señor?
—Por ahora, sí. Pero tendré que abandonar esta nave y encontrar otra, o contactar con vosotros más tarde y deciros dónde me tenéis que recoger.
—Si se encuentra usted en peligro… —empezó a decir Rachel.
—No me hallo en peligro inmediato —dijo Cole—. Guarda esta conversación y pásasela a Cuatro Ojos, Christine y Sharon.
—Sí, señor. ¿Cuánto tiempo va a pasar hasta que tengamos noticias suyas?
—No lo sé. Probablemente, no más de un día o dos. Voy a adentrarme en la Frontera para estar seguro de que no me sigan. Luego trataré de sustituir esta nave por otra.
—Al menos podrá pagarla con el dinero de las joyas —dijo Rachel.
—Hablaremos de eso cuando haya vuelto a la Teddy R. Ahora voy a interrumpir la comunicación. Podría suceder que alguien espiara esta conexión, no quiero que la empleen para detectaros, y Christine me ha dicho que eso puede hacerse en un par de minutos. Llevamos noventa segundos en contacto.
Cole interrumpió la conexión y luego le dijo al ordenador de navegación que desplegara un mapa tridimensional del sector donde se encontraba. Había noventa y tres mundos habitados en un radio de quinientos años luz, cincuenta y uno de los cuales eran colonias humanas, planetas dedicados a la agricultura y la minería, y puestos avanzados varios. Reconoció tan sólo unos pocos nombres: Ofir, un planeta minero de donde se extraía oro; Hierbazul, un planeta agrícola especializado en una raza de vacas mutantes de gran tamaño; y Alfa Jameson II, más conocido como Labomba, valorado por sus depósitos de uranio, y célebre por sus frecuentes e imprevisibles erupciones volcánicas. Finalmente descubrió Basilisco, un planeta pequeño en el que parecía existir un único puesto comercial, uno de esos puertos de mala muerte que atraían a mineros independientes, aventureros y marginados. La mayoría de las ciudades de ese tipo tenían varios hoteles (aunque se parecían más bien a lo que en siglos pasados se habría llamado pensión), oficinas de inspección y de ensayo, burdeles donde también solían trabajar hombres e incluso alienígenas, unos pocos bares, unos pocos antros de drogadicción, y uno o dos casinos. Cole no había entendido nunca la atracción que ejercían las ciudades comerciales, pero tampoco comprendía los motivos por los que un hombre podía trabajar en una granja, o en una mina en un planeta desolado, a un billón de kilómetros de los confines de la civilización. Cole había sido, por elección propia, oficial de la Armada republicana, y pirata en la Frontera Interior tan sólo a causa de las circunstancias.
No veía ninguna razón para permanecer despierto durante el viaje, y por ello le mandó al ordenador que le llevara hasta Basilisco y le despertase cuando la nave entrara en la órbita del planeta, o recibiese una transmisión desde su espaciopuerto.
—Otra cosa —dijo, mientras se ponía cómodo, y la silla del piloto se transformaba en una pequeña cama—. Existe la posibilidad de que alguien nos siga. Si así fuera, lo están haciendo con mucha inteligencia. No habrá nadie que se nos pegue a la cola, pero tienes que estar ojo avizor y avisarme si descubres algo que te resulte curioso.
—No tengo ojos, y por lo tanto no puedo estar ojo avizor —respondió la máquina—. Y carezco de curiosidad, así que no puedo identificar nada curioso.
—Si ése es el caso —dijo Cole—, infórmame en el caso de que nos sigan.
Se tumbó, puso las manos detrás de la nuca y se durmió en cuestión de segundos.
—Señor —dijo la voz mecánica del ordenador.
—¿Qué sucede? —preguntó Cole—. ¿Es que tengo que fichar antes de dormirme?
—Hemos iniciado la órbita en torno a Basilisco —anunció la nave.
—¡Será una broma!
—Carezco de cualquier clase de sentido del humor —explicó el ordenador.
—Pensaba que tan sólo habían pasado unos segundos desde que había cerrado los ojos —dijo Cole—. ¿Durante cuánto rato he dormido?
—Cinco horas, diecisiete minutos y cuatro segundos, señor, según se deduce de sus pulsaciones, ritmo cardíaco, presión sanguínea y respiración.
—¿Ha habido alguien que contactara desde ese planeta y haya solicitado tu registro, mi identificación, nuestro plan de vuelo, o alguna otra cosa?
—No, señor.
—Seguro que saben que estamos aquí. —De pronto, una sonrisa satisfecha afloró al rostro de Cole—. Eso significa que he escogido el planeta adecuado. Es tan pequeño que no necesitaremos autorización para aterrizar, y no nos pedirán tu registro, ni mi pasaporte. No habrá aduanas, ni departamento de inmigración, ni visados temporales, ni nada. —Calló por unos instantes—. Bueno, a juzgar por la información que te programaron, tienen un único puesto comercial. Búscame el lugar donde se apiñan todas las naves y lanzaderas, y aterriza allí.
La nave entró en la atmósfera y aterrizó pocos minutos más tarde. Cole salió de ella, le ordenó a la compuerta que se cerrara y recorrió poco más de un kilómetro hasta llegar al más grande de los tres bares. Había cierto número de mesas distribuidas cerca de la entrada; al fondo había máquinas de juego. Los hombres se entremezclaban con los alienígenas, algunos de éstos vestidos con atuendos caros y llamativos, otros con ropa que parecía que no se hubiese lavado durante varios años. Los nuevos ricos y los nuevos pobres se codeaban en torno a las mesas y en la barra larga de madera pulida.
Cole observó el lugar y luego se acercó a la barra, y se abrió paso entre la muchedumbre que se había congregado frente a ella. Un robot que tan sólo tenía cabeza, brazos, torso y ruedas vino hasta él desde el otro extremo.
—¿Qué desea? —preguntó.
—Una cerveza.
—¿De qué marca?
—¿Cuáles tiene?
—Servimos cincuenta y tres marcas, procedentes de cuarenta y dos planetas distintos.
—Recomiéndame una tú mismo.
—No estoy programado para emitir juicios de valor. Si lo desea, le enseñaré una lista de marcas de cerveza.
—Déjalo. Tráeme la cerveza de barril que tengáis.
—Tenemos catorce marcas de cerveza de barril.
—Se va a tomar una Estrella Azul —dijo una voz femenina a su izquierda—. Y me pagará otra a mí.
—Señor… —empezó a decir el robot.
—Haz lo que dice la señora —ordenó Cole.
Se volvió para ver a quién había invitado, y tuvo que esforzarse para que su mirada no fuese demasiado indiscreta. La persona que estaba allí de pie —y Cole estaba seguro de no haberla visto al entrar, hacía tan sólo un minuto o dos— era una mujer de espectacular cabello pelirrojo, proporcionada como una modelo, pero con una estatura que debía sobrepasar por unos pocos centímetros los dos metros. Vestía un atuendo de tejido metálico brillante ceñido al cuerpo, y unas botas que le llegaban hasta el muslo, rematadas por sendas pistoleras. Llevaba puestos unos guantes largos, y Cole distinguió el perfil de una daga en cada uno de ellos. A primera vista, Cole no habría sabido decir si era prostituta o asesina a sueldo, o tal vez una mujer que había escapado de un baile de disfraces; el vestido le habría ido bien en cualquiera de dichas circunstancias.
—Gracias —dijo la mujer cuando el robot le sirvió la cerveza.
—Es un placer —dijo Cole, y se tomó un trago de su propio vaso.
—La Estrella Azul se bebe bien —dijo ella—. Conozco al tío que la fabrica. Bueno, lo conocí —se corrigió—. Pero su familia ha seguido con el negocio y lo están haciendo bien.
Cole levantó el vaso.
—Esto es muy ruidoso. ¿Y si nos sentáramos en una de las mesas?
—Desde luego —dijo ella, y le siguió hasta una mesa pequeña en el centro de la sala.
—¿Te llamas de alguna manera? —preguntó Cole cuando se hubieron sentado.
—Tengo un montón de nombres —respondió ella—. Esta semana me llamo Dominick.
—¿Dominick? —preguntó Cole—. En mi vida había conocido a una mujer que se llamara Dominick.
—Y seguramente no conocerás a ninguna otra —respondió ella—. Fue mi séptimo amante. ¿O el octavo? No, el séptimo. Así que esta semana le rindo homenaje llevando su nombre. Por cuarta vez. Si vuelvo a hacerlo una o dos veces más, ya no le voy a olvidar.
—¿Y de verdad quieres que te llame Dominick?
—Esta semana, sí —dijo ella—. La semana pasada me llamé «Reina de Saba». ¿Y cómo quieres que te llame a ti?
—Delveccio.
Dominick negó con la cabeza.
—No, ése no vale.
—¿Disculpa?
—Ese nombre ya está jodido. Búscate otro, Wilson Cole. —Le miró fijamente—. Y no se te ocurra agarrar las armas. Si quisiera revelar tu identidad, lo habría hecho en la barra, donde todo el mundo lo habría oído.
—¿Y qué te hace pensar que soy ese tal Cole? —preguntó.
—Porque dejaste lisiado a un tío en McAlllister y él hizo pública tu verdadera identidad. Tu holograma está apareciendo en todos los programas de noticias de la República, en ambas fronteras y en el Brazo. —La mujer sonrió—. La Armada piensa que has sido muy malo.
Cole miró a su alrededor. No parecía que nadie le prestara ninguna atención.
—No te preocupes, comandante Cole —dijo Dominick—. Por ahora no corres ningún peligro.
—Capitán Cole —corrigió él—. ¿Y qué es lo que te hace pensar que no corro ningún peligro? Si tú me has reconocido, también podrá reconocerme cualquier otro.
—Por lo menos te han reconocido otros dos —respondió ella—. Quizá tres. Pero no corres ningún peligro inmediato.
—¿Y cómo sé que no? —dijo Cole.
—Porque estás conmigo.
—¿Tan importante eres?
—Creo que tendrías que preguntárselo a los hombres que no estuvieron de acuerdo, pero en su mayoría están muertos, o convalecientes en algún hospital.
Cole la miró fijamente.
—Ya lo creo. Me haces pensar en una valquiria.
—¿Qué es una valquiria? —preguntó Dominick.
Cole se lo explicó.
—Ése va a ser mi nuevo nombre —dijo ella con alegría—. Para acortarlo, puedes llamarme Val.
—Ya sé que no es asunto mío, pero ¿por qué cambias de nombre tan a menudo?
—Mi nombre de verdad llamaba demasiado la atención, sobre todo durante estos últimos años —respondió Val—. Además, estoy en una misión, y prefiero que las personas a quienes persigo no sepan quién soy.
—No estás al servicio de la República —observó Cole—. No, porque entonces tratarías de capturarme.
—Estoy al servicio de la Pegaso.
—¿La Pegaso?
—¡Mi nave! —dijo Val, y, de repente, la cólera se adueñó de su rostro—. ¡Fui la más grande entre los piratas de la Frontera hasta que la perdí!
—¡Anda, vaya sorpresa! —dijo Cole, sonriente.
—¿Qué es lo que encuentras tan divertido? —preguntó ella.
—Cuando era niño solía leer novelas de aventuras en las que aparecían reinas piratas, y las había visto en hologramas, pero en mi vida había pensado que algún día iba a conocer a una de verdad. Ahora que lo pienso, todas ellas vestían igual que tú.
—Bueno, sí, soy una reina pirata sin nave —dijo Val—. Cuando la recupere, habrá alguien, aparte de mí, que se lamentará por el día en el que me la arrebató.
—¿Qué sucedió?
—Nos atacó Tiburón Martillo.
—¿Disculpa?
—Es un alienígena —dijo ella—. Tiene la piel escamosa y ojos saltones a ambos lados de la cabeza, como los de los tiburones martillo de los antiguos océanos terrestres.
—¿Y también es pirata?
Val asintió.
—El peor de todos. Luché como una posesa. Debí de matar a veinte de sus cabrones, pero, al final, me derrotaron con el mero peso del número. Me dejaron en Nirvain II y se largaron con mi nave.
—¿Y tu tripulación?
—Los que sobrevivieron se vieron obligados a jurarle lealtad a Tiburón —dijo amargamente.
—Una historia fascinante —dijo Cole. Calló por unos instantes—. Quedaría muy bien en holograma… pero me perderías el respeto si me la creyese. ¿Por qué no me cuentas lo que ocurrió de verdad?
—¡Estaba durmiendo la borrachera aquí en Basilisco y los hijos de puta de mi tripulación me traicionaron por dinero! —bramó la mujer.
—Eso sí que me lo creo.
—¡Cuándo agarre a esos cabrones, los voy a matar a todos!
—Eso también me lo creo.
—¿Y tú? —le preguntó ella, que se había calmado casi súbitamente—. ¿Qué hace el hombre más buscado de la galaxia en una porquería de planeta como éste?
—Iba a regresar con mi nave, pero antes quiero asegurarme de que no me hayan seguido.
—¿Tu nave? —preguntó ella—. Pero ahora ya no estás en la Armada, ¿verdad? ¿No será que todo esto ha sido una estratagema para infiltrarte entre los teronis?
—No, no es ninguna estratagema.
Val sonrió.
—Entonces es que también eres pirata. Si no, ¿cómo ibas a alimentar a tu tripulación y cubrir el consumo energético de la nave?
—Somos una especie de aprendices de pirata —respondió Cole—. Es más complicado de lo que parece.
—¡Apostaría algo a que fuisteis vosotros los que saqueasteis la Aquiles! —dijo ella, de pronto—. Sabía que un nuevo jugador había entrado en el juego, pero hasta hace veinte segundos no sabía de quién se trataba.
—Sí, fuimos nosotros. Apoderarse de su tesoro fue una operación militar sencilla y rápida. —Cole hizo una mueca—. Venderlo ha sido más difícil.
—Porque Windsail era imbécil —dijo Val, con desprecio—. Si uno quiere ser pirata, tiene que aprender el oficio. Ir por ahí asesinando mineros de la República y tratar de sacar beneficios de unas joyas que están en el punto de mira de todo el mundo es como buscarse problemas.
—He empezado a darme cuenta… al menos, por lo que respecta a las joyas —dijo Cole—. ¿Qué roban hoy en día los piratas competentes?
—Todo lo que se pueda vender directamente en la Frontera Interior, sin tener que pasar por un intermediario.
—¿Por ejemplo?
—Envíos de grano. Envíos de cojinetes y piezas de maquinaria. Todo lo que necesiten los mundos coloniales, como, por ejemplo, embriones de ganado congelados. Piénsalo bien, ¿para qué diablos sirve un collar de diamantes?
—Lo que dices tiene sentido —reconoció el hombre—. Ahora pienso que vi demasiadas películas de piratas cuando era pequeño. —De pronto, sonrió—. He sido víctima de mis nociones erróneas.
—Pues haberle preguntado a algún miembro de tu tripulación.
—Aparte de un crío en edad adolescente que tampoco tiene mucha idea, toda mi tripulación vino conmigo desde la República —respondió Cole—. No hemos tenido tiempo para reclutar a nadie. De hecho, ni siquiera he conocido a ningún pirata, salvo a la tripulación de la Aquiles, que quería matarnos. —Calló por unos instantes y clavó los ojos en la mujer—. No había conocido a ninguno hasta ahora.
—¿Por qué me miras de ese modo? —le preguntó ella con recelo.
—Estoy a punto de hacerte una propuesta.
—¿Sexo o negocios?
—Negocios.
—De acuerdo, entonces te escucho.
—Tú necesitas una nave. Yo necesito formación. ¿Por qué no te alistas en la Theodore Roosevelt? Entretanto buscaremos a Tiburón Martillo. En cuanto hayamos capturado tu antigua nave, te la devolveremos, a cambio de la mitad del botín que hayan conseguido desde que te la quitaron. Todo lo que hubiese en la nave antes de que te la quitaran será tuyo.
—¡Vaya un pirata! —la mujer resopló—. ¿Y cómo sabes que no te voy a mentir? Quizá me quede con el botín que robó Tiburón.
—¿Y tú cómo sabes que te voy a dar algo? —replicó Cole.
Val le observó por unos instantes y luego se rió.
—Cole, tan sólo un hombre honrado me diría una estupidez como ésa y tendría esperanzas de seguir con vida. ¡Trato hecho! —Le tendió la mano y se la estrechó con energía—. ¿Cuándo partimos hacia tu nave?
—Dentro de un día o dos, para estar seguros de que nadie me siga —dijo él—. Tuve que huir de McAllister.
Val se rió.
—Bueno… al fin y al cabo, eres pirata por voluntad propia.
—No —respondió Cole con seriedad—. Yo no quería ser pirata. Me obligaron… pero, como parece que ése es mi destino, trataré de ser un pirata competente.
—Creo que me lo voy a pasar bien a tus órdenes —dijo Val—. Tomemos un trago por ello.
—Tú conoces los productos locales, así que serás tú quien pida.
La mujer se inclinó y le habló al puerto de comunicación de la mesa.
—Dos coñacs cygnianos. Del Hemisferio Norte. Que no sean de después de 1940 G. E. ¿Ha quedado claro?
—Entendido —respondió el ordenador.
—Preparadlos rápido —añadió Val—. Tenemos sed.
—Si tienes sed, bebe agua —dijo Cole—. Ese mejunje es tan caro que hay que beberlo poco a poco.
La mujer estaba a punto de responderle cuando dos hombres, uno fornido, y el otro alto y delgado, se acercaron a la mesa.
—Marchaos —dijo Val.
—Queremos hablar con tu amigo, Dominick.
—Largaos —dijo la mujer—. Ya hemos dejado dinero en el bote. Además, ahora me llamo Val.
—¿Cómo diablos quieres que nos acordemos de todos tus nombres? —se quejó el alto—. Tan sólo querríamos charlar un rato con el señor Cole.
—Marchaos —dijo Val—. Ni siquiera sois cazadores de recompensas. No sois más que una escoria que piensa que podrá pagarse la bebida haciéndole chantaje a este hombre.
—Queremos que nos pague algo más que la bebida —respondió el alto.
—No soy el hombre que buscáis —dijo Cole—. No conozco a nadie que se llame Cole.
—El precio que tendrás que pagarnos para que nos lo creamos acaba de subir —dijo el fornido.
—¡Y vuestra esperanza de vida acaba de bajar! —les espetó Val. De pronto, se puso de pie entre los hombres. Lo que tuvo lugar entonces fue una demostración de fuerza y destreza como Cole no había visto durante todos sus años en el Ejército. Al cabo de unos segundos, los dos hombres estaban tendidos en el suelo, sangraban profusamente y gemían de dolor. Tres amigos suyos atacaron a la Valquiria, que los despachó como si hubieran sido niños torpes, y no hombres corpulentos y endurecidos. Dos de ellos cayeron en menos de medio minuto. A continuación, Val agarró al tercero antes de que pudiera escapar, lo levantó en volandas, le dio varias vueltas y lo arrojó por los aires. Aterrizó sobre una mesa con un ¡chas! de huesos que se rompían y el mueble se partió bajo el impacto. El hombre resbaló hasta el suelo y se quedó inmóvil.
Cole se puso en pie, pasó por encima de los cinco hombres inconscientes y se dirigió a la puerta.
—Vamos —dijo.
—¿Adónde? —preguntó Val.
—A mi nave.
—Pensaba que querías asegurarte de que nadie te siguiera.
—Si espero a que esos tíos despierten, no será necesario que nadie me siga —dijo Cole—. Les bastará con una ojeada para saber dónde estoy.
—¿Y qué hay de nuestra bebida? —preguntó Val.
—Te invito en el próximo planeta donde paremos. ¡Ahora vámonos de aquí!
—Mejor me encargo de que no se levanten —dijo Val—. Nadie los va a echar de menos.
—Eso déjaselo a Tiburón —dijo Cole—. No nos hace ninguna falta que veinte de sus amigos nos persigan.
—No tienen amigos.
—¿Vienes o no? —preguntó Cole.
Val se encogió de hombros.
—¡Qué diablos! Son problema tuyo, no mío.
Anduvieron un kilómetro y medio hasta la nave de Cole, y el hombre se dio cuenta de que tendría que esforzarse mucho para seguir el ritmo de las zancadas de la pirata. En cuanto hubieron despegado, contactaron con la Teddy R. para cerciorarse de su posición.
Estaban en el turno rojo y Forrice se hallaba al mando. El molario contempló la imagen que tenía ante los ojos y dijo:
—¿Quién es esa que te acompaña? ¿Tu nueva novia?
—Cuatro Ojos, ya puedes saludar a la nueva oficial tercera de la Teddy R.