Capítulo 28

Cole cerró el deteriorado ejemplar de la Biblia que guardaba en su despacho, y arrojaron al espacio el cuerpo de Morales.

—Ha cumplido su deseo —dijo Forrice—. Ha muerto como un héroe.

—Los necios mueren por sus causas —dijo Cole con voz siniestra—. Los héroes sobreviven.

—Podrías haberle salvado.

—Sí, es cierto —respondió Cole.

—Pero al precio de una ciudad entera.

—También es cierto.

—He cambiado de opinión —dijo el molario—. Creo que ya no quiero ser capitán.

—No seré yo quien te lo reproche —dijo Cole.

Ambos subieron al puente en aeroascensor, donde Val y Domak habían sustituido a Christine y Briggs. Cole se volvió hacia Forrice.

—Pasarán varias horas hasta que vuelvas a estar de servicio. ¿Por qué no te marchas a dormir?

—Los molarios no dormimos mucho.

—Y piensas que me lo voy a creer.

—Tienes razón. Lo que ocurre es que quiero estar aquí cuando le demos alcance a Tiburón.

—Te despertaré en cuanto lo avistemos. Pero, en el caso de que tardemos varias horas, quiero que estés despejado cuando vuelvas a subir.

—De acuerdo —dijo Forrice de mala gana—. Pero más te vale que me avises en cuanto lo encontremos.

—Sí, lo haré.

El molario se marchó hacia el aeroascensor.

—Bueno… —dijo Cole—. ¿Alguien tiene alguna idea de dónde puede estar?

—No he encontrado ni rastro de él, señor —dijo Domak.

—Yo tampoco —dijo Val.

—No puede haber ido tan lejos, maldita sea —repuso Cole—. Domak, quiero que recupere las imágenes de nuestro impacto en la Pegaso. Amplíelas tanto como sea posible y luego Odom les echará una ojeada.

—Sí, señor.

—De todos modos quiero ser la primera en ir por él —dijo Val.

—Hasta ahora no he visto a nadie que corriese para darle alcance antes que usted —dijo Cole—. Oye, ¿cuánto mide de altura?

—Unos treinta centímetros más que yo.

—Y debe de ser el triple de ancho —dijo Cole—. ¿Cómo diablos puede alguien derrotar a una criatura como ésa?

—Entrenándose durante toda la vida para derrotar a una criatura como ésa —respondió ella.

—Buena respuesta. «Es como no decir nada —pensó él—, pero es buena»

Cole se dio cuenta de que tenía hambre y se le ocurrió que no había comido nada durante más de doce horas. Fue a la cantina y pidió un bocadillo y una cerveza. Mientras estaba sentado a la mesa, Mustafá Odom fue a hablar con él.

—¿Puedo sentarme con usted? —preguntó el ingeniero.

—Sí, por favor.

Odom acercó una silla.

—He estudiado las imágenes de la Pegaso.

—El experto es usted —dijo Cole—. ¿Cuán lejos podría llegar en su estado actual?

—Ha sufrido daños en el impulsor lumínico y en los estabilizadores —respondió Odom—. De acuerdo con mis estimaciones más precisas, pero son sólo estimaciones, no podrá desplazarse más de diez u once años luz sin que el impulsor se averíe. Tendrán que posarse en algún planeta para repararla, porque, si no, la nave acabará flotando a la deriva en el espacio.

—Gracias —dijo Cole, y se puso en pie—. Eso es lo que quería oír.

—Disculpe, señor —dijo Odom—, pero, si no se piensa comer la otra mitad del bocadillo…

—Sírvase —dijo Cole, y se marchó en dirección al aeroascensor. Al cabo de un instante volvía a estar en el puente—. Teniente Domak, ¿cuántos sistemas estelares se encuentran a una docena de años luz de Meandro-en-el-Río?

—Cuatro, señor.

—¿Cuántos de ellos tienen planetas con atmósfera de oxígeno?

Domak consultó los monitores.

—Ninguno, señor.

—Es una buena noticia —dijo Cole—. Piloto, llévenos por todos los planetas de los cuatro sistemas solares más cercanos. Evite los gigantes gaseosos.

—Sí, señor —dijo Wkaxgini desde su vaina sobre el puente.

—Domak, observe todos los planetas a los que nos acerquemos. Si Odom tiene razón, y suele tenerla, la Pegaso se va a posar en uno de ellos.

—¿Y qué hago si la encuentro? —preguntó Domak.

—No inicie ningún tipo de acción. Limítese a informarme. —Se dio cuenta de que Val se había puesto a examinar todas y cada una de sus armas, asegurándose de que estuvieran todas listas para funcionar—. ¿Sabe?, lo más probable es que nos dispare en cuanto nos vea y que no logremos acercarnos lo suficiente para emplearlas.

—Puede ser —dijo ella—. Pero tengo la intención de estar a punto.

—Eso sería muy recomendable. Tan sólo le advierto que, si se resiste y contraataca, tal vez no nos quede otra solución que destruir la Pegaso.

—Ofrézcale la posibilidad de enfrentarse a mí en persona —dijo Val—. La aceptará al instante.

—¿De verdad piensa que podrá derrotarlo? —preguntó Cole—. Parece formidable.

—Sí puedo derrotarle.

Cole la contempló. Aunque la había visto en acción y conocía su destreza, no le parecía posible que derrotara a Tiburón Martillo.

—¡No me mire de ese modo! —le espetó Val—. ¡Me merezco la oportunidad de acabar con él!

—De acuerdo —dijo Cole—. Si se presta a hablar antes de disparar, le haré la propuesta. —Se volvió hacia Domak—. Me marcho a la sala de oficiales. Avíseme cuando lo encuentre.

Se marchó del puente y entró en la pequeña sala de oficiales, donde trató de relajarse con un espectáculo holográfico en el que aparecían cantantes, bailarinas, magos y esculturales mujeres desnudas, pero no logró concentrarse y lo apagó al cabo de unos veinte minutos. Poco después apareció la imagen de Domak.

—¿Sí? —dijo Cole, súbitamente alerta.

—Hemos observado los sistemas Priminetti y Vázquez, señor. Cuatro planetas en el primero, siete en el segundo, sin contar los gigantes gaseosos. Ni rastro de la Pegaso.

—Siga buscando. O la Pegaso se encuentra en un planeta de uno de los dos sistemas adyacentes, u Odom no volverá a comerse mis bocadillos.

—Sí, señor —dijo ella, mientras su imagen desaparecía.

Cole estaba inquieto, pero no quería que le vieran caminar nervioso de un lado a otro por el puente, porque entonces su nerviosismo se contagiaría a la tripulación. Se le ocurrió detenerse en Seguridad, para hacerle una visita a Sharon, lo que fuera con tal de no pensar en la espera, y estar descansado y alerta cuando llegara el momento. Estaba a punto de abandonar la sala cuando apareció de nuevo la imagen de Domak.

—La hemos encontrado, señor.

—¡Bien! ¿Dónde está?

—En el quinto planeta del sistema Hamilton, señor. Lo he comprobado, y ninguno de los planetas de ese sistema tiene nombre, así que se trata, simplemente, de Hamilton V.

—Dígale al piloto que de momento no nos movemos —dijo Cole—. Y despierte a Forrice. Voy para allí.

Abandonó la sala de oficiales, se dirigió al puente por el pasillo y al cabo de poco contempló la imagen de la Pegaso reproducida por los sensores. Se encontraba sobre un terreno llano y sin accidentes.

—¿Alguien está trabajando en ella?

—Dos humanos han salido con traje de protección, señor —dijo Domak.

—¿Esta segura de que son humanos? —preguntó él.

—Ninguno de ellos es Tiburón —respondió ella—. Las lecturas que captamos son distintas.

—Entonces, ¿podemos dar por seguro que está en el interior de la nave?

—Sí, señor.

—Bien. Vamos a hacerle saber que nos encontramos aquí.

—No estoy en la consola de retransmisiones, señor —dijo Domak.

—Pues vamos a enviarles algo más interesante. ¿Quién está en Artillería?

—Idena Mueller y Braxite, señor.

—¿Me está escuchando, Idena?

—Lo escuchamos y lo vemos, señor —dijo Idena, al tiempo que su imagen aparecía en el puente.

—Quiero que dispares un rayo láser contra la Pegaso —dijo Cole.

—¿Qué? —chilló Val.

—Cállese —le dijo Cole con aspereza. Se volvió de nuevo hacia la imagen de Idena—. Quiero que falle por unos cien metros. Luego quiero que vuelva a disparar y falle por unos setenta y cinco metros. ¿Podrá hacerlo?

—Sí, señor.

—Está bien, entonces apunte, y dispare cuando lo considere oportuno. —Cole se volvió hacia Val—. Voy a tratar de recobrar su nave. Si vuelve a llevarme la contraria, o a cuestionar mis órdenes, haré estallar de inmediato esa maldita máquina. ¿Ha quedado claro?

Cole se dio cuenta de que Val pugnaba por no perder los estribos. Al fin, pareció que la tensión se relajaba, y entonces la mujer asintió con la cabeza.

—Ha quedado claro. Y le pido disculpas.

—No hace falta que me pida disculpas —dijo—. Pero que no se repita.

—¡Ya está! —dijo Domak, cuando el primero de los rayos láser fundió la superficie rocosa a unos cien metros de la nave.

—Active las defensas, Val —ordenó Cole—. Si se creen que los atacamos, y no que tratamos de llamarles la atención, podrían contraatacar.

—Ya está —dijo Val.

—Y también he lanzado el segundo disparo —anunció Domak.

—Muy bien —dijo Cole—. Seguro que Tiburón entenderá que no podemos fallar dos veces seguidas, porque cerca del sistema de Meandro-en-el-Río acertamos a larga distancia. Ahora es su turno.

Durante casi un minuto, no sucedió nada. Entonces, el holograma de Tiburón Martillo apareció sobre el puente y miró con rabia a Cole.

—Dime lo que tengas que decirme —le dijo Tiburón con voz áspera—. Luego empezará el combate.

—Ese combate no daría mucho de sí —dijo Cole—. Está atrapado en tierra y su potencia de fuego es inferior a la nuestra.

—Yo lo sé. Usted lo sabe. Me imagino que no se habrá esforzado por captar mi atención sólo para decirme eso.

—¿Sabe una cosa?, es usted desagradable de verdad —observó Cole.

—Me enorgullezco de ello.

—No sé por qué, pero no me sorprende lo que me dice.

—Bueno, ¿qué quiere? —preguntó Tiburón.

—Ambos sabemos que podría destruirle la nave, y a todos los que se encuentran dentro de ella, o en sus alrededores, en el momento que me apetezca —dijo Cole—. El problema es que esa nave no es suya. Es de ella —señaló a Val—. Y querría recuperarla.

—No me interesa lo que pueda querer.

—Ya me imaginaba que no. Pero, de todos modos, nosotros queremos recuperarla, y por eso le voy a hacer una propuesta. —Tiburón lo miró fijamente, pero no dijo nada—. La misma de antes. Si usted y su tripulación deponen las armas y se entregan, los dejaremos en el primer mundo deshabitado con atmósfera de oxígeno que podamos encontrar. No les devolveré las armas, ni ningún medio con el que puedan informar de su situación ni de su posición a las naves que pasen cerca de ustedes, ni a los planetas cercanos, pero, por lo menos, conservarán la vida. ¿Acepta el trato?

—Prefiero morir antes que vivir cautivo, aunque mi prisión tenga el tamaño de un planeta entero —dijo Tiburón.

—Yo ya me temía que me respondería así —dijo Cole—. Muy bien. Tengo otra propuesta. —Una vez más, Tiburón no dijo nada—. La antigua capitana de la Pegaso, a la que no me voy a referir con el nombre que emplea en la actualidad, porque estoy seguro de que no lo conoce, está dispuesta a concederle la oportunidad que desea: morir en la lucha.

—Explíquese.

—Descenderá al planeta y se enfrentará a usted en combate singular. Si gana ella, su tripulación abandonará la Pegaso con todo lo que transporta, y nos la entregará a nosotros.

—¿Y si gano yo?

—Renunciaremos a todo derecho sobre la Pegaso y les dejaremos marchar.

—¡Wilson! —dijo la voz incorpórea y encolerizada de Sharon.

—Si es él quien la mata, ¿para qué vamos a querer la Pegaso? —respondió Cole. Clavó la mirada en Tiburón Martillo—. ¿Trato hecho?

—En principio, sí —respondió Tiburón—. Tan sólo habría que cambiar un detalle.

—¿Qué detalle? —dijo el receloso Cole.

—Pienso que su bando no ha empeñado en esto nada de valor —dijo Tiburón—. Esa mujer no es miembro de su tripulación, y por lo tanto no debe de importarte si vive o muere. Y usted mismo acaba de reconocer que no siente ningún interés por la Pegaso. Así pues, si gano yo, no habrá perdido nada. Quiero que me haga una propuesta más jugosa.

—¿Cómo qué?

—Acepto su propuesta… con la condición de que el combate singular sea con usted, no con ella.