Capítulo 1
El corpulento alienígena de tres piernas caminaba lentamente con movimientos rotatorios por el corredor de paredes deterioradas, y mientras lo hacía murmuraba para sí. Le gruñó a un suboficial que no se había apartado de su camino con suficiente rapidez, miró con furor a otro que se apresuró a meterse dentro de una habitación para dejarlo pasar por el estrecho pasillo y, finalmente, llegó a la pequeña y abarrotada cantina de la Theodore Roosevelt. Vio a su capitán en una mesa que había sido reparada varias veces, con una cerveza en la mano. Se fue para él con unas zancadas inesperadamente ágiles, y al llegar a su lado, se sentó.
—¡No soporto estas sillas! —murmuró con su voz profunda y gutural.
—Yo también me alegro de verte, Cuatro Ojos —le respondió Wilson Cole.
—Si tengo que seguir en esta nave, lo mejor será que encarguemos más muebles para molarios.
—También podríamos arrojarte al espacio —le respondió Wilson Cole—. Seguramente, nos saldría más barato que comprar sillas nuevas y los demás nos quedaríamos mucho más tranquilos.
—Si no me tuvieras a mí, estarías perdido.
—¿Y para qué te quiero a ti? En cualquier caso, hace ya tres días que estamos perdidos. —Cole se tomó un trago de cerveza—. Cuando menos, nos hallamos en territorio inexplorado.
—¡Maldita sea, Wilson! —exclamó el alienígena—. ¿Qué diablos estamos haciendo aquí?
—No sé lo que harás tú —dijo Cole—. Yo bebo cerveza y te escucho mientras te esfuerzas por dar el pego con todo el vocabulario terrestre que has aprendido en estos últimos tiempos. —Calló por unos instantes y clavó la mirada en el alienígena—. ¿Te lo vas a guardar, o me dirás por fin qué es lo que te molesta tanto?
—No lo sé —dijo el alienígena—. Cuando nos decidimos por la piratería, pensé que viviríamos una vida romántica y llena de aventuras.
—¿Quieres aventuras? —le respondió Cole con una sonrisa—. Pues vuelve al territorio de la República. Ellos te harán vivir tantas aventuras como quieras. ¿O es que has olvidado los motivos por los que nos encontramos aquí, en este territorio desierto?
—Ya lo sé, ya lo sé. La última vez que me informé, se pagaba una recompensa de diez millones de créditos por tu fea cabeza.
—No creas que te menosprecian —dijo Cole—. La semana pasada se ofrecían tres millones por el comandante Forrice.
—No sabes lo halagado que me siento —murmuró Forrice.
Cole se rió con ganas.
—Ya te lo había dicho, y vuelvo a decírtelo. Lo que más me gusta de los molarios es que sois la única raza no humana capaz de reproducir la entonación de nuestra voz y también nuestro sentido del humor.
—Ahora mismo, sólo uno de nosotros dos trata de pasar por gracioso —dijo Forrice—. Hace tres semanas que escapamos de la República y viajamos por la Frontera Interior. ¿No sería hora de que empezáramos a hacer el pirata?
—Ya falta poco.
—¿Qué esperas?
—El momento en el que pueda sentirme seguro.
—Hace tres semanas que no corres ningún peligro —dijo Forrice—. No nos ha perseguido nadie.
—Eso no lo sé, y tú tampoco lo sabes —respondió Cole—. Mira, soy el primero que se amotina en la Armada desde más de seis siglos. Ellos saben que me hice con el mando de la nave para salvar cinco millones de vidas, pero no les importa. En cuanto la prensa pilló esa historia y le dio publicidad, no me quedó ninguna posibilidad de defenderme de los cargos… y, entonces, mi propia tripulación me sacó de la cárcel y la Teddy R. dejó a la Armada en ridículo. Si estuvieras en el lugar de la República, ¿tú te rendirías tan pronto?
—Están en guerra, Wilson —arguyó el molario—. Tienen asuntos más urgentes en los que emplear sus recursos.
—En eso estoy de acuerdo… pero si ellos fueran inteligentes, yo no habría tenido ninguna necesidad de adueñarme de la nave. Es verdad que durante estas últimas semanas no hemos detectado ningún indicio de persecución, pero eso no significa que lo hayan dejado correr. Por eso estamos en el sector de la Frontera más deshabitado que hemos sido capaces de encontrar. Así podremos asegurarnos más fácilmente de que no nos vengan detrás. Y en cuanto esté convencido de que no nos persiguen, te compraré un alfanje y te autorizaré a satisfacer esas ansias de pillaje y muerte que albergas en el corazón… si es que los molarios tenéis corazón.
—¿De verdad piensas que es posible que aún nos busquen? —preguntó Forrice.
—Si hubiese matado a la almirante García, o hubiera destruido un planeta amigo por error, ya lo habrían dejado correr. —Cole sonrió con amargura—. Pero no me perdonarán jamás que escapara después de que toda la prensa se hubiera reunido en Timos para informar sobre el consejo de guerra.
—Esta huida sin fin me está atacando los nervios.
—No sabía que los tuvieras.
El molario clavó los ojos en él.
—Me aburro tanto que he llegado a probar la cosa esa que ahora estás bebiendo.
—¿Cerveza? —preguntó Cole—. No creo que le siente nada bien a un sistema digestivo molario.
Forrice le puso una cara que habría parecido horrenda a cualquiera que no estuviese familiarizado con su raza.
—Pues me ha servido para limpiarme del todo —reconoció—. Me he encontrado mal durante todo un día.
—Aquí no tenemos días —observó Cole—. Tan sólo turnos de noche de ocho horas cada uno. —Calló por unos instantes—. ¿Qué más te molesta, Cuatro Ojos?
—Que nos queda poca comida.
—Vamos a sintetizar un poco más.
—Y poco combustible.
—No necesitamos combustible, salvo para acelerar y frenar —le respondió tranquilamente Cole.
—¡Y además, en esta maldita nave no hay molarias! —exclamó Forrice.
—Ah —dijo Cole con una sonrisa—. Por fin hemos descubierto lo que te ocurre.
—¡Pues tú te sentirías igual si no tuvieras a la mitad de las humanas peleándose por cohabitar con el gran héroe de la galaxia!
—¿Me ha parecido oír cierta envidia en tu voz?
—Envidia, celos, frustración… todo viene a ser lo mismo cuando uno está atrapado en una nave sin tripulantes del sexo opuesto.
—Y me han dicho que las molarias son de un opuesto que no veas… —dijo Cole.
—Basta —le dijo Forrice—. Sólo yo tengo la prerrogativa de hacer comentarios de mal gusto sobre las molarias.
—A propósito, yo creía que las molarias sólo sentían deseo sexual durante sus períodos de celo.
—¡Ellas sí! —bramó Forrice—. ¡Yo no!
—Llevamos a otros dos molarios a bordo —dijo Cole—. Puedes ir con ellos a contar chistes verdes. Pero avísame cuando termines, porque tenemos asuntos importantes por discutir.
—¿Ah, sí? —le preguntó Forrice al instante—. ¿Quieres decir tú y yo?
Cole negó con la cabeza.
—No. Todos los que viajamos en la nave. Pero empezaremos por los que se supone que estamos al mando. Esto es, tú, yo y Sharon Blacksmith.
—Entonces, ¿se trata de una cuestión de Seguridad?
—No.
—¿Pues para qué tenemos que consultarlo con la directora de Seguridad?
—Porque tengo muy en cuenta sus opiniones.
—Y también te metes en su cama —dijo Forrice con amargura.
—En realidad, es ella quien se mete en la mía —le respondió Cole, sin el menor indicio de vergüenza—. La mía es más grande. ¿Por qué no te pasas por mi camarote a las veintidós horas, hora de la nave?
Forrice asintió con su enorme cabeza.
—Allí estaré.
Se alejó con andares pesados, y entonces Cole apuró la cerveza, se puso en pie, estiró los miembros y salió al corredor.
«Tenemos la necesidad urgente de modernizar la nave —pensó—. Apuesto a que lleva más de cincuenta años sin que nadie la repare. Buena parte de ella parece un tugurio de los malos en un puesto comercial de las colonias, y el resto está todavía peor».
Le apetecía volver a su camarote y relajarse, y quizá terminar el libro que había empezado a leer, pero pensó que era más importante mantener la ilusión de que el capitán participaba en las tareas cotidianas de dirección de la nave, y por ello subió al puente en aeroascensor.
La teniente Christine Mboya, una mujer de veintimuchos años, alta, delgada, seria y eficaz, estaba sentada frente a un sistema de ordenadores y observaba las pantallas, y susurraba órdenes y preguntas que ni Cole ni nadie más alcanzaban a oír.
Malcolm Briggs, un joven de aspecto atlético, también con uniforme de teniente, estaba sentado frente al sistema de armamentos, y contemplaba un espectáculo holográfico que le transmitían a su consola de control de armas desde la biblioteca de la nave.
En lo alto, dentro de una vaina transparente sujeto al techo, flotaba Wkaxgini, el único piloto que la nave había tenido durante los últimos siete años. Pertenecía a la raza bdxeni: era una criatura en forma de bala, con rasgos insectoides, enroscado en posición fetal, con unos ojos polifacéticos muy abiertos, que jamás parpadeaban, y seis cables brillantes que conectaban su cabeza a un ordenador de navegación oculto en la pared. Los bdxeni nunca dormían, por lo que eran unos pilotos ideales, y formaban tal simbiosis con los ordenadores de navegación que se hacía difícil decir dónde empezaba uno y terminaba el otro.
—¡Capitán en el puente! —anunció Christine. Se levantó al instante, se cuadró e hizo un saludo militar. Pocos segundos después, Briggs la imitó.
—Basta ya —dijo Cole—. ¿Cuántas veces voy a tener que explicarles que ya no estamos en la Armada?
—Puede ser, pero usted todavía es el capitán —le respondió la terca Christine.
—Soy un forajido —le replicó él, pacientemente—. Usted también es una forajida. Los forajidos no hacen saludos militares.
—Pues esta forajida sí los hace, señor —respondió ella.
—Y éste también, señor —añadió Briggs, e hizo un nuevo saludo militar.
—Cuando modernicemos esta nave, creo que lo primero que vamos a instalar será un palo mayor, para atar a los oficiales insubordinados y azotarlos hasta que les duela de verdad —dijo Cole con seco humor. Miró hacia el techo—. Gracias, piloto.
—¿Gracias por qué? —le preguntó Wkaxgini, sin apartar en ningún momento la mirada de un punto fijo en el espacio y el tiempo que sólo el propio Wkaxgini y el ordenador de navegación veían y entendían.
—Por no prestarme una especial atención cuando entro en el puente.
—Ah —dijo Wkaxgini sin entonación alguna. A continuación, pareció olvidarse de Cole y de los otros tripulantes que se hallaban en el puente.
—Ahora que hemos terminado de saludarnos y de ignorar los deseos de nuestro capitán —le dijo a Christine—, ¿tienen algo de que informar?
—No hemos detectado indicios de persecución, señor —respondió—. Durante el último día estándar hemos dejado atrás once planetas habitables. Ninguno de ellos colonizado, ni hemos detectado actividad de neutrinos que pudiera apuntar a una civilización industrial.
—Muy bien —dijo Cole—. Forrice tiene la sensación de que no se aprovechan suficientemente sus talentos. Siento mucho enrabietarlo para nada, pero me parece razonable suponer que la República no considera que merezca la pena perseguirnos, al menos por ahora. Necesitan todas sus naves para la lucha contra la Federación Teroni.
—¿Y qué haremos ahora, señor? —preguntó Briggs.
—Creo que nos pondremos parches en los ojos y practicaremos frases del tipo «todo a babor» y «arriad las velas».
Christine no logró evitar una risilla, pero Briggs insistió:
—Ahora en serio, señor, ¿qué vamos a hacer?
—Ahora en serio: todavía no estoy seguro —respondió Cole—. Tengo la sensación de que habrá que ir con mucho ojo en el negocio de la piratería.
—Pues yo siempre había pensado que sería muy sencillo —dijo Briggs.
—Pues muy bien —dijo Cole—. Escoja una presa.
—¿Disculpe, señor?
—¿Cuánto tiempo hace desde la última vez que Christine y usted localizaron un crucero de placer? —preguntó Cole—. O incluso una nave de carga.
—Once días, señor —respondió de inmediato Christine.
—¿Y el último planeta que habría merecido la pena saquear?
—Había diamantes en dos de los mundos por los que pasamos ayer, y minerales fisionables en otros tres.
—Pero ninguna civilización industrial —observó Cole.
—No, señor —dijo Briggs.
—Yo pensaba que quería ser pirata —dijo Cole—. Pero, por supuesto, si prefiere dedicarse a la minería, podemos dejarle en uno de esos planetas y regresar al cabo de un par de años para ver lo que ha logrado excavar.
—Creo que prefiero la piratería, señor —dijo Briggs.
—Si insiste usted, señor Briggs… —dijo Cole, incapaz de reprimir el tono de burla—. Por lo que respecta a las naves —siguió diciendo—, muchas de ellas irán mejor armadas que nosotros, y las habrá con escolta de la República.
—El oficial más condecorado de toda la República es usted, señor —dijo Briggs—. Seguro que descubrirá una manera de vencerlas.
—Yo ya no soy oficial de la República, y ninguna de las medallas que me dieron fue por mis habilidades en la piratería —dijo Cole—. Esto es tan nuevo para mí como espero que lo sea para ustedes.
—Pero ha pensado usted en ello desde que escapamos, señor —le respondió Briggs con absoluta seguridad—. Estoy seguro de que ahora ya debe tenerlo todo estudiado.
—Le agradezco la confianza que tiene en mí —dijo Cole. «Y no se le ocurra comprar una casa de segunda mano», pensó para sus adentros. Se volvió hacia Christine—. Estaría bien que empezara a trazar un mapa de los mundos más poblados de la Frontera Interior y buscara información sobre las rutas comerciales más importantes. No tenemos prisa. Seguramente, nos hallamos a varios días de viaje de todos ellos, y, a decir verdad, no sé si la información que pueda reunir usted me servirá para nada. Pero, como es posible que sí la necesite, lo mejor será que empiece a reunirla ahora mismo.
—¿Hay algo que yo pueda hacer, señor? —preguntó Briggs.
—Busque los calendarios y las rutas de las naves de línea más importantes que transitan por la Frontera Interior. Probablemente sólo se detendrán en una docena de planetas —Binder X, Roosevelt III y unos pocos más—, pero averigüe todo lo que pueda. Y sea discreto.
—¿Discreto, señor?
—Somos forajidos y se ha puesto precio a nuestra cabeza —explicó Wilson Cole, pacientemente, mientras se preguntaba cuánto tiempo pasaría hasta que la tripulación lo entendiera del todo—. No permita que nadie rastree el origen de sus búsquedas.
—Sí, señor —dijo Briggs, e hizo un vigoroso saludo militar.
Cole lo miró, y se preguntó si le explicaría una vez más que el saludo militar ya no era necesario, pero llegó a la conclusión de que no valía la pena malgastar saliva y se marchó del puente.
—Vas a lograr que ese pobre muchacho se lleve una decepción con su adorado héroe —dijo una voz femenina ya familiar.
—¿Nos estabas observando? —le preguntó Cole al vacío mientras caminaba por el pasillo hacia el aeroascensor.
—Es que soy una fisgona —dijo la voz incorpórea de Sharon Blacksmith—. Es mi oficio.
—Si hubieras fisgado un poco antes, sabrías que quiero que estés en mi camarote a las veintidós horas —dijo Cole.
—Tú siempre me quieres en tu camarote a las veintidós horas —respondió la voz.
—Sí, pero es que esta vez te quiero vestida.
—¿Qué fantasía se te ha ocurrido? —preguntó Sharon.
—No es momento para fantasías —dijo Cole—. Es hora de que empecemos a trazar planes para el saqueo de la galaxia.