Capítulo 29

Durante casi un minuto, Cole contempló la sonrisa maliciosa de Tiburón Martillo sin decir nada.

—¿Y bien? —preguntó Tiburón.

—Sí, acepto —dijo Cole.

—¡Wilson! —gritó Sharon.

—¿Es que te has vuelto loco? —preguntó Forrice.

—Silencio. Me ha desafiado. He aceptado el desafío. Punto y final.

—Ah, no, comandante Cole —dijo Tiburón con una sonrisa malévola—. El punto y final lo pondremos al cabo de dos segundos de combate singular.

—Llámame capitán Cole. ¿Qué armas vamos a emplear?

—Le dejo elegir —dijo Tiburón—. Y no hace falta que utilicemos armas sancionadas por el gobierno. Me encantaría que peleáramos a muerte sable en mano.

—No lo dudo —respondió Cole—. Pero resulta que no tenemos ningún sable.

—Armas de plasma, láser, sónicas, lo que usted quiera —dijo Tiburón—. Aceptaré la que usted elija.

—Pistolas sónicas.

—Pues muy bien. Pistolas sónicas.

—Otra cosa —dijo Cole.

—¿Qué?

—Me niego a pelear en un sitio donde un tripulante de la Pegaso pueda dispararme por la espalda.

—No necesito la ayuda de nadie —le aseguró Tiburón.

—Por si acaso.

—No dudo de que tendrá algo en mente.

—Hay una cresta montañosa a unos tres kilómetros al oeste del lugar donde se encuentra su nave —dijo Cole—. Voy a descender en una lanzadera y aterrizaré en su otra cara. La Pegaso no lleva ninguna arma que pueda disparar a través de la cresta sin matarles también a ustedes.

—¿Y yo cómo sé que no va a bajar con toda una tropa? —preguntó Tiburón.

Aterrizaré antes de que se dirija a la cresta y transmitiré a la Pegaso hologramas del interior y el exterior de mi lanzadera. Podemos hablar mientras dure la conexión, para que esté seguro de que las imágenes no están grabadas. Cuando se haya convencido de que estoy solo, y de que mi única arma es una pistola sónica, podrá ir y enfrentarse a mí.

—¡Trato hecho! —dijo Tiburón con entusiasmo—. ¡Me voy a labrar una fama! ¡Seré el hombre que mató a Wilson Cole!

—Lo que se va a labrar es una mala fama —dijo secamente Cole—. La lanzadera partirá de la Theodore Roosevelt dentro de cinco o seis minutos. Tenga el ojo bien abierto para seguir su descenso… en su caso quizá sería mejor que tuviera el ojo salido.

Pero Tiburón había cortado ya la conexión.

—Está dentro de la Pegaso —informó Domak.

—Wilson —dijo la imagen de Sharon—, las armas sónicas no van a funcionar en un mundo sin atmósfera. Lo sabes muy bien.

—Sí, lo sé muy bien —dijo Cole—. Pero parece que Tiburón lo ha olvidado. Tengo el presentimiento de que no es el tiburón más inteligente de estos mares.

—Pero sí es el más fuerte y te dispones a bajar hasta allí sin ninguna arma que funcione.

—Entonces voy a tener que improvisar, ¿verdad que sí? —Se volvió hacia Valquiria—. Acompáñeme a la lanzadera.

—¿Val sí, y yo no? —preguntó Sharon, medio furiosa, medio herida.

—Exactamente —dijo Cole.

—Quiere que sea yo quien me enfrente a él, ¿verdad? —dijo Val, entusiasmada, mientras se dirigía al aeroascensor junto a Cole.

—No. Le he dado mi palabra.

—¡Pero es que soy la única con alguna posibilidad de vencerlo! —protestó ella.

—Nos queda poco tiempo —dijo Cole—, así que, por una vez en la vida, no me lleve la contraria y escúcheme, ¿de acuerdo?

Val lo miró con curiosidad mientras salían del aeroascensor y se dirigían al hangar de lanzaderas.

—Adelante, explíquemelo.

—Así está mejor —dijo Cole—. Tan pronto como haya salido, quiero que regrese al puente y observe los movimientos de Tiburón. En cuanto me vea llegar a tierra, saldrá de la Pegaso.

—Ahora cuénteme algo que yo no sepa.

—Sí, se lo voy a contar.

Le dio instrucciones a Val, subió a la Kermit y descendió a la superficie, en la cara occidental de la cresta, tal como había dicho. Estaba seguro de que el enemigo observaba su lanzadera desde la Pegaso, pero disparó un par de bengalas químicas, para estar totalmente seguro de que supieran que estaba allí.

—Enséñeme el interior de su lanzadera —exigió Tiburón.

Cole acopló el casco al traje de protección y salió afuera, y dejó que las cámaras holográficas mostraran hasta el último rincón de la nave.

—Ahora respóndame, para que sepa que esa imagen no estaba preparada —dijo Tiburón.

—Le voy a responder, para que sepa que esta imagen no estaba preparada —respondió Cole—. He aterrizado al oeste de la cresta que le había dicho y he activado dos bengalas. ¿Está contento?

—Voy para allí —dijo Tiburón—. Tardaré unos doce minutos estándar en llegar. Récele una plegaria de doce minutos a su dios, comandante Cole, porque en menos de trece va a morir.

—Insisto en que me llames capitán Cole.

—Dentro de poco vas a ser el difunto capitán Cole.

—Ahórrese el aliento —dijo Cole—. No quiero que nadie diga que lo derroté porque estaba demasiado cansado para pelear, ni que necesitó todo su oxígeno para llegar hasta aquí.

Tiburón murmuró unas palabras. Cole se imaginó que debía de haber dicho obscenidades en su lengua nativa y cortó la transmisión.

Volvió a entrar en la Kermit, cerró la escotilla, se quitó el casco y se sentó a la consola de mandos. Aguardó unos siete minutos y luego activó la radio subespacial.

—Está bien, Val —dijo—. Ha llegado la hora. Espero que no le importe si escucho.

—De acuerdo —dijo ella—. Aquí la Teddy R., llamando a la Pegaso. Miren bien mi imagen. Quiero que sepan muy bien quién os llama. —Hubo unos instantes de silencio—. Os conozco a todos vosotros, hijos de puta traidores, y vosotros me conocéis a mí. Y, dado que me conocéis, también sabréis que hablo en serio: si no despegáis ahora mismo en menos de un minuto y volvéis a aterrizar cuatrocientos kilómetros más al este, vuestra nave saltará en pedazos. Si obedecéis mis órdenes, os tomaremos prisioneros y os abandonaremos en un planeta con atmósfera de oxígeno, pero, por lo menos, salvaréis la vida. Si dentro de cuarenta y cinco segundos aún estáis en tierra, os garantizo que no la vais a salvar. —Hubo un silencio aún más largo que el anterior—. Si tratáis de abandonar el planeta, vuestros restos orbitarán a su alrededor durante el próximo millón de años.

Más silencio.

—Todo bien, capitán. Han despegado y vuelan hacia el este.

—Haga entender que les sigue el rastro —dijo Cole—. Así los animará a aterrizar donde tienen que aterrizar.

—Sí, señor.

—¡Vaya…! —dijo Cole.

—¿Qué pasa? —preguntó Val.

—En todo el tiempo que lleva a bordo de la Teddy R., es la primera vez que me dice «sí, señor». Tendrá que cargar con esa vergüenza.

Cole interrumpió la transmisión y contactó con Tiburón.

—¿Todavía está viniendo hacia aquí? —preguntó.

—Si no, ¿dónde quieres que esté?

—Bueno, pues me temo que tendré que darle una mala noticia —dijo Cole—. He cambiado de opinión.

—¿Qué quiere decir? —preguntó el receloso pirata.

—Ya no tengo ganas de luchar —dijo Cole, y arrancó el motor de la Kermit—. Tal vez en otro momento…

—Desde el principio había sabido que era un cobarde, a pesar de todas sus medallas —dijo Tiburón—. En cuanto la Pegaso esté reparada, iré a por usted, y la próxima vez no se va a escapar.

—Puede que no le resulte tan fácil —dijo Cole—. ¿Cuánto oxígeno lleva en el traje?

—Suficiente.

—¿Suficiente para recorrer cuatrocientos kilómetros? —dijo Cole—. Lo dudo.

—¿De qué me está hablando? —chilló Tiburón.

—Pronto lo sabrá —dijo Cole mientras la Kermit despegaba.

Tardó cinco minutos en llegar a la Teddy R. Val, Sharon y Forrice lo esperaban en el hangar de lanzaderas.

—No ha estado nada mal —dijo la sonriente pirata.

—A mí me queda una pregunta: ¿para qué la pistola sónica? —dijo Sharon.

—Si algo hubiera salido mal y hubiese tenido que luchar con él, habría sido preferible hacer frente a un enemigo armado con una pistola que no funcionaría en ese planeta, y no con un arma que sí pudiera funcionar —respondió Cole mientras se despojaba del traje de protección.

—Creo que tenías razón —dijo Forrice.

—¿En qué? —preguntó Cole.

El molario dejó caer un pesado brazo sobre los hombros del capitán.

—Los necios mueren. Los héroes sobreviven.