24
Madrid
Multitud de personas caminaban por el paseo de la Castellana con la tranquilidad propia de un domingo soleado de finales de septiembre. El fuerte calor del agosto madrileño había dado paso a un ambiente algo más agradable, que permitía disfrutar de los paseos matinales.
Entre tanta gente, Andrés Oliver marchaba sin rumbo fijo, tratando de disfrutar de su ciudad después de muchos días fuera. Llevaba más de una hora caminando y decidió sentarse en una terraza para hojear un periódico tratando de desenganchar la mente del caso anterior. Su actual caso volvía a estar relacionado con temas históricos, pero esta vez no se trataba de algo tan antiguo y original como el misterio que había logrado resolver. Un robo de pinturas del siglo XIX no tenía nada que ver con la desaparición de los restos del Descubridor de América. Por momentos, pensaba que nunca iba a vivir de nuevo una experiencia tan intensa como la que había pasado. De alguna forma, el asunto que más le había marcado en su carrera profesional.
El periódico que leía le indicaba que se había despertado un gran interés por todos los temas relacionados con Cristóbal Colón. Un número importante de países en todo el mundo había comenzado a involucrarse en el estudio de la gesta que marcó un cambio de rumbo en la historia de la humanidad. Sólo con mirar a su alrededor, encontraba signos inequívocos de que lo ocurrido había impactado en la opinión pública internacional.
Mirara a donde mirase, Colón aparecía como si fuese una gran estrella de cine, como el personaje más admirado de una campaña publicitaria. El Almirante del Mar Océano inundaba las calles de Madrid en el mayor despliegue cultural jamás realizado. La publicidad en el exterior de los autobuses urbanos anunciaba, con grandes carteles, un próximo seminario sobre la historia colombina en un conocido centro cultural. Las vallas publicitarias mostraban que pronto se inauguraría la exposición sobre los documentos encontrados en Sevilla y Génova, así como las hojas del Libro de las Profecías perdidas durante cientos de años, manuscritas por el genial nauta.
Varios Gobiernos habían anunciado su intención de revisar el interior de los monumentos a Colón para analizar la posibilidad de hallar nuevos legajos que contribuyesen al esclarecimiento de la historia del hombre que cambió la humanidad.
Muchas instituciones, a raíz de los acontecimientos y de los testimonios encontrados, estaban iniciando nuevos estudios de los hechos unánimemente aceptados durante cientos de años.
Dio un sorbo a su cerveza mientras reflexionaba sobre lo que estaba leyendo. En realidad, se había originado un gran interés por todos los temas relacionados con el descubrimiento del Nuevo Mundo, no comparable a los tímidos intentos realizados en las celebraciones del Cuarto y Quinto Centenario. Este movimiento a escala mundial le producía una gran satisfacción, tras tantos días de incertidumbre. Merecía la pena haber vivido esta experiencia.
En todos los casos, estos gestos a favor del Gran Almirante se encaminaban hacia la figura del hombre, del genio. Durante varios siglos fue olvidado por la nación que tanto consiguió con él. Ahora, por fin se reconocía su gran aportación a occidente. En cierta medida, había sido el primer arquitecto de un mundo globalizado.
Oliver había tenido la oportunidad de leer los legajos y se había hecho una idea completa del enorme sufrimiento que rodeó al marino en la conquista de sus ideales. Ahora, se ponía en conocimiento de la opinión pública el profundo desconsuelo del Descubridor y los terribles episodios que pasó a lo largo de su vida para poder subsistir mientras ponía en marcha su proyecto descubridor, aquejado por grandes enfermedades. La recompensa nunca le llegó en vida.
Después de tantos días tras los huesos del Almirante, Oliver se alegraba de este nuevo enfoque colombino que ponía de relieve la personalidad del héroe y el sufrimiento realizado para alcanzar su sueño.
Pero había algo más en el fuero interno del policía. Muchas semanas fuera de su casa, tantas emociones vertidas en un caso tan importante como aquél, no las había vivido solo.
Y sin embargo, aquí estaba él sin ella. Una vez más, no se había atrevido a dar el paso.
La última noche en Santo Domingo había sido increíble. Nunca había alcanzado un nivel de sintonía emocional tan elevado como había conseguido con Altagracia en aquella velada. Al principio había creído que la euforia producida por la resolución de un asunto tan difícil, así como las emociones desatadas después de tantos acontecimientos en tan poco tiempo habían creado una situación propicia.
Juntos habían visto un amanecer limpio de nubes, con el sol iluminando el mar más transparente que jamás acarició el malecón de la Ciudad Primada de América.
La despedida fue larga y emotiva.
Ninguna promesa entre ambos.
El vuelo de vuelta a Madrid había sido muy intenso. A pesar del buen tiempo que encontró el avión en su ruta, en el transcurso del vuelo no consiguió conciliar el sueño ni tan siquiera comer algo.
Las turbulencias las llevaba dentro.
Pero eso ya quedaba atrás. No la había llamado desde entonces. Tampoco medió una simple carta entre ellos, ni un solo correo electrónico. Nada de eso. Sabía que iniciar cualquier tipo de contacto supondría continuar una relación de la que no estaba seguro. Ésa era la razón por la que no había querido interesarse por ella.
*
Abrió el periódico de nuevo y comprobó que había más información sobre el asunto. Por fin había acuerdo. Eso le reconfortó. La última parte del caso también se había cerrado.
El Gobierno dominicano y el español habían convenido repartir los restos del Gran Almirante. Equipos forenses de ambos países habían trabajado durante semanas intentando separar los restos de Sevilla y los de Santo Domingo, sin poder llegar a un consenso en el informe final. La conclusión había sido clara: era imposible saber cuáles eran las partes que poseía cada uno de los países antes del robo.
Tras varios días de intensas negociaciones, ambos Gobiernos habían llegado a un pacto suficientemente bueno para los dos países: los restos se iban a dividir entre los dos Estados, de forma que las tumbas de Sevilla y Santo Domingo volverían a tener en su interior las reliquias del Gran Almirante del Mar Océano.
Pensó que toda negociación debe conducir a un equilibrio donde cada uno de los litigantes renuncia a una parte de sus aspiraciones originales.
La prensa aplaudía el acuerdo, que cerraba un pleito entre ambas naciones de más de cien años y respondía a todos los intereses.
Por un lado, se respetaba la voluntad del Descubridor de ser enterrado en la bella isla La Española, una de las premisas que más había pesado a la hora de los acuerdos finales. Por otro, la ciudad de Sevilla tendría también las reliquias del Almirante. Ambos Estados podían ahora decir que los restos del Almirante yacían en territorio nacional.
Oliver se alegraba conforme iba leyendo la noticia.
De acuerdo con las negociaciones previas a la búsqueda del barco, y siguiendo los convenios firmados por los embajadores de ambos países, se acordaba la creación de la Fundación Internacional Cristóbal Colón, con sedes en Madrid, Génova y Santo Domingo, en la que se emplearía la enorme riqueza encontrada en el cofre del pecio para el desarrollo de la figura del Primer Almirante y su gran legado a la humanidad.
En particular, el Gobierno dominicano se mostró muy agradecido con el acuerdo, porque la Presidencia, así como el centro científico e intelectual de la nueva Fundación estarían localizados en la República Dominicana, lo que iba a contribuir a la potenciación de la universidad y de la clase pensadora de ese país.
Muchas inversiones vendrían acompañando a esa Fundación, lo que redundaría en grandes beneficios para la sociedad civil de Santo Domingo.
La sonrisa de Oliver denotaba que el acuerdo era bueno para todas las partes. La imagen de sus amigos los intelectuales luchando por su país y contra la clase política dominicana le venía a la cabeza. Al pasar la página, observó con entusiasmo la foto de doña Mercedes, que había sido elegida presidenta de la Fundación Internacional Cristóbal Colón. Una rejuvenecida y sonriente profesora aceptaba el cargo y prometía elevar la figura del Descubridor a la altura de su gran gesta.
Leyó y releyó las páginas dedicadas a este tema en busca de alguna noticia sobre la secretaria de Estado de Cultura. Pensó que aunque hubiese participado en las negociaciones, seguro que ella habría preferido quedar al margen de la comunicación internacional de los acuerdos.
*
Pagó la cuenta y decidió coger el metro para llegar a su casa lo antes posible. Tenía que llamar inmediatamente con objeto de felicitar a todos los amigos que había dejado allí, por la magnífica resolución del caso más importante que había resuelto en su vida. Era ya mediodía, y por lo tanto, una hora correcta para comunicarse con Santo Domingo.
Ahora sí que tenía una buena excusa para llamar.
Salió de la estación del suburbano más cercana a su casa, y se encontró con alguien que consiguió que el corazón le diera un vuelco.
Allí estaba Altagracia Bellido portando una enorme maleta, justo en el momento en el que despedía el taxi que le había traído desde el aeropuerto.
*
Se miraron pausadamente.
Ni uno ni otro sabían cómo reaccionar.
De pronto, Oliver decidió dar el paso. Se acercó a la mujer y le dio un fuerte abrazo besándola sin dejarle respirar.
Como pudo, Altagracia comenzó a hablar:
—Ayer mismo cerramos los acuerdos. He cogido el vuelo de la noche y aquí estoy. Acabo de llegar.
—He leído todo en la prensa y no sabes cuánto me alegro. Ha sido un excelente acuerdo.
—Sí, lo ha sido. Gracias a ti hemos podido llegar a un buen final e iniciar un gran proyecto para mi país.
—Yo no he hecho nada. Fuiste tú la que descubriste la forma de dar respuesta a todos los secretos que nos han envuelto en las últimas semanas —dijo Oliver cogiendo su mano para besarla.
—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó en un suave susurro la mujer.
—Pues descubrirnos el uno al otro. Ya está bien de ir investigando cosas para terceros. Ahora, quiero encontrar mi propio nuevo mundo. ¿Tú qué opinas?
—Que para eso he recorrido más de siete mil kilómetros durante toda la noche.
El camino a la puerta de la casa de Andrés Oliver fue el único viaje que hicieron en muchos días.