20
Santo Domingo
Colón no tuvo lápida sobre su tumba.
EMILIANO TEJERA,
Los restos de Colón en Santo Domingo, 1878
La solemnidad que confiere ser la Primada de América contribuía a que el interior del templo transmitiese sensaciones inexplicables.
La Capilla Mayor, de forma octogonal, acogía un presbiterio amplio. Los elementos relativos a la celebración de la misa permanecían en espera de que alguien los guardase. La mujer explicó que no conocía exactamente la situación de la tumba originaria de Colón.
Un sacerdote avanzó hacia ellos pidiendo explicaciones por su presencia en el presbiterio y advirtiéndoles de que allí no podían estar. La identificación que presentó la secretaria de Estado de Cultura fue suficiente para que el hombre accediera a darles la información que querían.
—Perdone, señorita, no la había reconocido —dijo el sacerdote—. Mi nombre es Arnaldo Núñez y si lo desean puedo ayudarles. Conozco bastante bien la historia de los enterramientos en este santo templo y los hechos ocurridos desde que se construyó.
—Vaya, ¿es usted un estudioso de la materia? —preguntó Oliver, sorprendido.
—Todos los dominicanos conocemos la historia, si bien los que nos dedicamos a la palabra de Dios la conocemos aún mejor, porque forma parte de nuestro pasado. Esta catedral, madre de todos los templos de nuestro glorioso país, fue honrada con el hallazgo de los restos del Almirante en 1877, cuando ya se creían en otro lugar.
—Y ¿dónde se encontraron exactamente los restos? —indagó la mujer, mirando al altar.
Ante la presencia de la persona que más poder ejercía en la cultura dominicana, el sacerdote se ofreció a narrar los hechos de la manera más exacta posible.
—Vengan conmigo y les indicaré el lugar preciso.
Les señaló el punto preciso donde se encontró la tumba de Colón, hacía más de un siglo.
—¿De dónde se extrajo el primer cofre con los restos del Almirante? —indagó Oliver—. Me refiero a los restos que el Gobierno español llevó a Cuba cuando cedió esta isla a Francia, y que para mi país, son las auténticas reliquias del Descubridor.
—Esto merece que nos sentemos a hablar —sugirió el sacerdote.
Se sentó en un banco de madera y propuso a sus ilustres visitantes hacer lo mismo.
—Ustedes saben que aquí han reposado los restos de los tres Almirantes del Nuevo Mundo. Los restos de don Cristóbal Colón y los de su hijo don Diego llegaron juntos en 1544. Obviamente, el tercer Almirante, don Luis Colón, fue enterrado después.
Ambos asintieron. El sacerdote comprobó que tenían conocimientos suficientes de esta parte de la historia y procedió a explicar los entresijos más específicos del caso más complejo jamás acontecido en la República Dominicana, y que aún atraía las miradas de historiadores de todo el mundo.
La muerte del genial visionario que había descubierto un nuevo mundo, un hombre que persiguió durante lustros un sueño que cambiaría la fisonomía del globo terráqueo, se produjo el 20 de mayo del año 1506 en Valladolid. Sus reliquias fueron trasladadas a Sevilla a los pocos años y depositadas en el monasterio de los cartujos.
Altagracia suspiró al recordar la sutil ocurrencia de girar la esfera armilar en el monumento sevillano. Aún se veía subida a la estatua del Descubridor intentando girar el globo terráqueo. También recordó la presencia de Edwin, lo que le produjo un ligero desasosiego.
El religioso continuó exponiendo su historia, absorto en una explicación que había dado mil veces, y que siempre le emocionaba.
Muerto también su hijo Diego, la viuda de éste, doña María de Toledo, mujer enérgica y decidida, y que había conocido el desarrollo y construcción de la catedral de Santo Domingo siendo su marido el gobernador de la isla, decidió iniciar un largo proceso para llevar los cuerpos de su marido y su suegro a la gloriosa tierra por ellos descubierta y tutelada.
La primera catedral en el Nuevo Mundo, en construcción en aquellos años, habría de servir de morada definitiva para el insigne nauta y sus descendientes.
—¿En qué año cree usted que llegaron los restos aquí? —preguntó Oliver—. En España no nos ponemos de acuerdo en el año exacto.
—Conozco ese lío de fechas. Mire, aquí.
El sacerdote hizo que se levantasen y observasen una gran cruz de caoba, situada en una de las capillas laterales. En el brazo horizontal, pudieron leer:
ESTA ES LA INCIGNIA PRIMERA QUE SE PLANTÓ
EN EL CENTRO DESTE CAMPO PARA DAR PRINCIPIO
A ESTE MAGNIFICO TEMPLO, EL AÑO DE MDXIV
—Es decir, la construcción de este templo se inició en 1514 y concluyó en 1540, según rezaba otra inscripción situada en el coro, destruido hace más de un siglo.
—O sea, que en cualquier caso los cuerpos de los Colón debieron llegar recién construida la catedral, o incluso antes —indagó Altagracia.
—Sí, así es. Yo me inclino por la llegada anterior a la terminación del templo —dijo el sacerdote.
Volvió a sentarse y continuó relatando la increíble historia que había marcado a su país para siempre. Los restos de ambos gobernadores fueron sepultados en la Capilla Mayor, a la derecha del presbiterio.
—Pero créanme, nunca hemos tenido constancia de que eso fuera así. Todo el mundo pensaba, y la tradición así lo anunciaba, que el cuerpo del primer Almirante era el único sepultado a la derecha del altar mayor.
»Fueron pasando los años y la isla sufrió muchos avatares. Primero, la despoblación que se produjo cuando un gran número de colonos buscó en las nuevas tierras de Centroamérica el oro fácil que aquí se había agotado. La población de la isla iba disminuyendo conforme las expediciones, una tras otra, se formaban desde Santo Domingo reclutando a todos los hombres y mujeres que quisieran embarcar hacia una nueva aventura. Después, vinieron los continuos asaltos de piratas desconsiderados que convirtieron la isla en el blanco de los ataques contra el que fuera el primer asentamiento en el Nuevo Mundo y símbolo del Imperio español.
»No sabemos a ciencia cierta si la tumba del primer Almirante tenía lápida —expuso el religioso—. Probablemente nunca la tuvo, y si la hubo, con toda seguridad se quitaría en previsión de los frecuentes ataques de Francis Drake.
»A finales del siglo XVI se sucedían los ofensivas del insigne pirata, que ocupó y saqueó la ciudad de Santo Domingo. En una de las ocasiones —narraba el sacerdote—, mientras los piratas robaban las campanas del templo, una de ellas se cayó sobre el techo de la sacristía y rompió una parte. En otra ocasión, robaron todos los adornos de bronce de la catedral y eliminaron una parte significativa de la belleza externa de la Primada de América.
»Es normal que borrasen todos los signos externos que indicasen la presencia de cualquier cosa de valor, porque si no, se la hubiesen llevado. Hay que entender que este templo ha sido expoliado decenas de veces. Las reliquias del Descubridor de América habrían sido robadas de inmediato si se hubiese conocido su existencia. Imagínense.
—Y es aquí donde comienza el olvido del Gran Almirante del Mar Océano, el hombre que cambió el mundo —expuso la mujer.
Así era. Arnaldo Núñez se recreó en la sufrida historia de la isla La Española de finales del siglo XVI y todo el XVII.
—Y llegó el Tratado de Basilea, por el que España cedió a Francia esta parte de la isla, cuna de la grandeza americana —atajó la mujer.
—Exacto. Y en España se acordaron de repente de que el forjador del Imperio español estaba aquí, olvidado y perdido en algún lado del presbiterio. —El sacerdote se puso en pie y caminó hacia el altar, moviendo los brazos. Mientras caminaba, siguió exponiendo de forma teatral la conocida escena de la primera apertura de la tumba de Colón.
»No era digno de la gran patria española dejar bajo bandera francesa las reliquias del hombre que había engrandecido los dominios de las coronas de Castilla y Aragón. Antes de la cesión de la isla, España procedió a la exhumación del primer Almirante, que debía ser trasladado al suelo patrio más cercano. Es decir, a Cuba.
Altagracia y Oliver permanecían atentos a la historia, que seguía al pie de la letra los hechos más relevantes de un suceso directamente relacionado con el caso, y que por tanto, podía aportarles pistas significativas.
—Vengan por aquí —solicitó el sacerdote—. Tenemos en el archivo copia del acta de apertura de la tumba, suscrita por el escribano español de la Cámara de la Real Audiencia de Santo Domingo.
Le siguieron intrigados.
Cuando llegó a un estrecho despacho, sacó un pesado libro de una estantería y leyó en voz alta:
En 20 de diciembre de 1795. Acta suscrita por D. José Hidalgo. Se abrió una bóveda que estaba sobre el Presbiterio, al lado del Evangelio, pared principal y peana del altar mayor, que tiene como una vara cúbica, y en ella se encontraron unas planchas como de tercia de largo, de plomo, indicante de haber habido caja de dicho metal, y pedazos de huesos de canillas y otras varias partes de algún difunto, que se recogieron en una salvilla y toda la tierra que con ellos había, que por los fragmentos con que estaba mezclada se conocía ser despojos de aquel cadáver.
—Vean que no dice que exista lápida ni inscripción alguna. Ni siquiera en las planchas de plomo del cofre deshecho —sentenció—. Con el transcurso del tiempo, la tumba se había alterado y se había desmontado la caja de plomo que contenía los restos, que se mezclaron con el polvo y los materiales de la construcción de la bóveda. Pero no se encontró ni una sola referencia al primer Almirante, ni dentro ni fuera de la tumba.
—Y ¿qué piensa usted? —preguntó Oliver.
La mujer tomó la palabra, adelantándose.
—Que ustedes se llevaron a otro Colón.
—Diego Colón, el segundo Almirante —dijo pensativo Oliver—. Es decir, vosotros pensáis que el Gobierno español se llevó las reliquias del segundo Almirante en lugar de los restos de Cristóbal Colón.
—Déjale que siga —pidió la mujer—. Ahora sabrás por qué los dominicanos creemos eso.
—Pasaron los años y también la dominación francesa, que dio comienzo al vaivén de distintos e inestables Gobiernos. Esta etapa marcó el devenir de la historia de esta parte del Caribe. En 1809, y hasta 1821, Santo Domingo volvió a estar en manos españolas. Desde 1822 hasta 1844 perteneció a Haití, y en 1844 llegó la adorada independencia, y el nacimiento de la República Dominicana.
»En 1861 se produjo una nueva anexión a España, que culminó con la liberación en 1865, y acabó con este convulso periodo.
La mujer asentía corroborando las fechas.
—Y en plena tranquilidad republicana, llega otro terremoto —expresó el religioso, cada vez más emocionado.
»En 1877 se iniciaron unas obras de restauración de la catedral, en las cuales se iba a levantar todo el pavimento del templo. Primero, se encontró en el lado izquierdo del presbiterio una extraña bóveda de la que nadie tenía constancia. Este nicho se situaba precisamente en el lado contrario al que los españoles habían cavado para rescatar las reliquias del primer Almirante un siglo antes.
»La convulsión llegó a la capital dominicana, con la extraña aparición de una tumba no prevista. Una vez ordenada la exhumación de los restos, saltó la noticia.
—Se trataba de la tumba del tercer Almirante, don Luis Colón, nieto del Descubridor —expresó Altagracia.
—Sí, efectivamente. Y se halló un cofre con una inscripción muy clara:
El Almirante D. Luis Colón, Duque de
Veragua, Marqués de…
—De Jamaica —añadió la mujer—. Esta parte de la inscripción no se podía leer.
—Nadie en nuestra ciudad recordaba que el tercer Almirante se encontraba enterrado aquí.
El religioso interrumpía su discurso de vez en cuando para tomar aire. La sola exposición ante esos distinguidos personajes de una historia que conocía tan bien le ahogaba.
No había inscripciones, ni lápidas, en ningún lado del altar mayor ni sobre las tumbas.
—Costaba creerlo —continuó—, pero a fuerza de ver la bóveda descubierta, se acabó demostrando que ninguno de los miembros de la gloriosa estirpe Colón había gozado de lápida o inscripción que revelase los insignes personajes que yacían en el templo.
»Las autoridades eclesiásticas, movidas por este hallazgo, decidieron cerciorarse de que los españoles habían exhumado las reliquias del primer Almirante, y que en todo caso se buscasen las de Diego Colón, que según el acta del escribano español no había sido exhumado y sus restos debían de estar por tanto allí.
»Las nuevas investigaciones comenzaron el 8 de septiembre de 1877, y se cavó primero a un metro de la puerta de la sala capitular —expresó el sacerdote, casi en un susurro.
Hizo un receso, para indicar el lugar exacto al que hacía referencia.
—Se encontró el comienzo de una sepultura, con restos humanos y unos galones que daban a entender que eran de algún militar. Posteriormente se comprobó que correspondían al brigadier don Juan Sánchez, Capitán General de Santo Domingo. Aquí fue cuando se supo que este militar había sido enterrado en una modificación del presbiterio hecha muchos años antes.
El primer presbiterio, el original, estaba más atrás.
—El equipo de trabajo comenzó a rastrear el lado derecho del altar mayor, en la zona delimitada e identificada como el antiguo presbiterio. Estando presentes el canónigo Billini, el señor Jesús Troncoso, y el sacristán de la catedral, se descubrió el 10 de septiembre el inicio de una bóveda.
»Rompieron una piedra grande que se situaba sobre la bóveda y apareció de pronto. Allí estaba el cofre de plomo. Llamaron inmediatamente al obispo y al ministro del Interior. Sobre el ataúd, se podía leer «Primer Almirante».
»El delirio cundió entre los asistentes y se llamó inmediatamente a numerosas personalidades dominicanas y extranjeras para que diesen fe del enorme descubrimiento. Entre otros, se encontraban presentes el cónsul general de España, don José Manuel Echeverri; el cónsul de Italia, don Luigi Cambiaso; el cónsul de Alemania, don Miguel Pou; el cónsul de Estados Unidos, mister Coen; el cónsul de Gran Bretaña, mister Leyba; el cónsul francés, Aubin Defougerais, así como los cónsules de otros muchos países.
De nuevo, tras el pequeño discurso, el sacerdote volvió a mirar a sus ilustres invitados para comprobar que entendían lo que estaba narrando.
—Permítanme que lea esta parte del acta original del 10 de septiembre de 1877, escrita en presencia de todas estas autoridades, y la cúpula eclesiástica dominicana en pleno.
Comenzó a leer de forma ceremoniosa[8]:
Su Señoría Ilustrísima, colocado en el Presbiterio, junto a la excavación principiada, y rodeado de las autoridades arriba mencionadas, y de un concurso numerosísimo, compuesto de personas de todas condiciones, abiertas todas las puertas del templo, hizo continuar la excavación, quitándose una lápida que permitió extraer la caja, que tomada y presentada por su Señoría Ilustrísima, resultó ser de plomo. Dicha caja se exhibió a las autoridades convocadas, y luego, se llevó procesionalmente en el interior del templo mostrándola al pueblo.
Ocupada la cátedra de la nave izquierda del templo por su Señoría Ilustrísima, el Reverendo Canónigo Billini portador de la caja, el Ministro del Interior, el presidente del Ayuntamiento y dos de los notarios públicos, signatarios de este acto, su Señoría Ilustrísima abrió la caja y exhibió al pueblo parte de los restos que encierra. Así mismo, dio lectura a las diversas inscripciones que existen en ella, y que comprueban de un modo irrecusable que son real y efectivamente los restos del Ilustre Genovés, el Gran Almirante Don Cristóbal Colón, Descubridor de la América.
Adquirida de una manera incontestable la veracidad del hecho, una salva de veinte y un cañonazos disparados por la Artillería de la Plaza, un repique general de campanas, los acordes de la banda de música militar, anunciaron a la ciudad tan fausto y memorable acontecimiento.
Seguidamente las autoridades convocadas se reunieron en la Sacristía del templo, y procedieron en presencia de los infrascritos Notarios públicos, que dan fe, al examen y reconocimiento pericial de la caja y de su contenido. Resultando de este examen, que dicha caja es de plomo, está con goznes, y mide cuarenta y dos centímetros de largo, veinte y un centímetros de profundidad y veinte y medio de ancho; conteniendo las inscripciones siguientes:
- En la parte exterior de la tapa: D. de la A. P.er A.te
- En la cabeza izquierda: C.
- En el costado delantero: C.
- En la cabeza derecha: A.
Levantando la tapa se encontró en la parte interior de la misma en caracteres góticos alemanes, cincelada, la inscripción siguiente:
Illtre y Esdo Varón Dn Cristoval Colón
Y dentro de la referida caja los restos humanos, que examinados por el Ldo. en Medicina y Cirugía D. Marcos Antonio Gómez, asistido por el de igual clase, señor D. José de Jesús Brenes, resultan ser: Un fémur deteriorado en la parte superior del cuello osea entre el gran trocánter y su cabeza. Un peroné en su estado natural. Un radio también completo. Una clavícula completa. Un cubito. Cinco costillas completas y tres incompletas. El hueso sacro en mal estado. El coxis. Dos vértebras lumbares. Otro del metatarso. Un fragmento del coronal…
—Bueno, imagino que no les interesa la anatomía del Almirante —expuso el sacerdote.
—Todo es importante para nosotros —le animó Oliver—. ¿Podríamos ver el dibujo de las inscripciones originales?
—Claro que sí. Aquí lo tengo.
Mostró primero la frase grabada en el interior de la tapa:

—¿Sabes lo que significa? —preguntó Altagracia a Oliver.
—Creo que significa «Ilustre y esclarecido varón don Cristóbal Colón». —Exacto.
—¿Y el resto de las inscripciones? —solicitó el español. El sacerdote procedió a mostrárselas:

—Aquí siempre hemos aceptado que la primera inscripción significa «Descubridor de la América» y la segunda, «Primer Almirante» —expuso el religioso—. Parece sensato, ¿no?
—Parece que sí —respondió Oliver—. ¿Tenía el cofre alguna inscripción más?
—Aparte de las mencionadas, no. Pero unos días más tarde, entre el polvo rojo del interior de la caja, se encontró una plaquita de plata, que había estado sujeta al cofre y que se había desprendido con el paso del tiempo. Mírela.
—Es decir, «Una parte de los restos del primer Almirante Don Cristoval Colon Descubridor» —leyó el sacerdote.

—Una de las teorías más difundidas dice que los restos de Colón podrían estar repartidos en dos urnas. Una de ellas sería la que fue a parar a Sevilla, y la otra, esta de ustedes —expresó Oliver—. Esta plaquita podría dar la razón a esta hipótesis.
—Ya conoces la historia completa del hallazgo —dijo la mujer.
—Sí. Ha sido muy interesante. Tenía conocimiento de parte de todo esto. Haberlo visto aquí mismo, tan cerca de donde pasó y contado por Arnaldo, me ha impresionado.
—Por eso los dominicanos y muchos académicos en todo el mundo —tomó la palabra el sacerdote— apuestan por que los auténticos restos del Almirante estuvieron siempre aquí, o bien que éstos estuvieron repartidos en dos ciudades. ¿Saben ustedes dónde se encuentran ahora?
—Ya nos gustaría saberlo —indicó Oliver—. Mi país ha rebatido todos estos argumentos con mayor o menor fortuna. A pesar de ello, la posición del Gobierno español permanece inalterada desde hace más de un siglo. El Almirante salió de aquí para ir a Cuba y luego a Sevilla. Además, nuestros científicos llegaron a demostrar con técnicas de ADN que los huesos de la catedral hispalense eran originales del Almirante. Eso sí, los de ustedes también podrían haber pertenecido a Colón, si los restos se hubiesen repartido en más de una urna, como dice la plaquita encontrada.
—A nosotros nos parece que nuestra teoría es un fraude improbable —añadió el sacerdote—. Muchas personas dieron fe del hallazgo. Fíjese en el acta del señor cónsul de España, que estuvo presente en el acto de apertura de la tumba, y que dirigió este escrito al ministro de Estado en Madrid[9]:
Tengo la honra de dirigirme a V.E. comunicando lo siguiente […] respecto a como se ha efectuado el descubrimiento de los verdaderos restos del héroe, debo decir que […] debido a la circunstancia de hallarse la catedral en sus suelos completamente desenladrillados, luego de efectuarse varios reconocimientos respecto a la procedencia y pertenencia de algunos restos mortales depositados bajo de aquellos suelos, proporcionó como primer resultado el hallazgo del cadáver de D. Luis Colón, tercer Almirante de las Indias y Duque de Veraguas, Marques de Jamaica y nieto del célebre y arrojado Marino Don Cristóbal Colón, Exhumación a la que asistí. Constante en su propósito el digno e infatigable Sacerdote Sr. Billini, previa la venida del prelado, se propuso no dejar piedra sobre piedra sin reconocer los espacios bajo ellas y entre la tierra oculta. Y así obrando, obtuvo como final y satisfactorio resultado de sus asiduas investigaciones el descubrimiento y aclaración […] levantada en la tarde del día diez del mes que rige y en el que se efectuó la exhumación de los verdaderos restos mortales del invicto Marino Genovés encerrados en una caja de plomo cuyo croquis incluyo, a la presencia de los señores Ministros de la República, a la de las autoridades civiles y militares, a la del cuerpo Consular y a la de numerosa concurrencia compuesta de todas clases de la sociedad Dominicana.
Caja que al ser presentada por su Ilustrísima el Señor Obispo y leer en voz alta las inscripciones que sobre dentro y en sus lados existen, toda la concurrencia prorrumpió en sentido vitore tributados a la memoria del inmortal héroe.
Tras tres largas horas ocupado su intervalo en extender una acta por notarios públicos y formar un escrupuloso y detallado inventario en el que no sólo se especifican el número de fragmentos existentes, sino también los nombres propios suministrados por los doctores que se citaron para presenciar el acta de exhumación, se procedió a encerrar la caja en un baúl de caoba, el que colocado sobre unas andas y cubierto con un paño de Altar de rico Damasco, salió de la catedral en procesión conducido en hombro de cónsules cuya honra se compartió entre los Sres. Ministros, las Autoridades civiles y militares y particulares españoles y dominicanos, marchando al frente del féretro el Obispo […].
Llegados por fin a la Iglesia titulada Regina Angelorum y ya colocado sobre el Altar Mayor el baúl que contiene las preciosas reliquias del Descubridor de un Mundo, en cuyo lugar hemos resuelto permanezcan depositados, mientras se repone la catedral […].
Santo Domingo, septiembre de 1877.
Firmado: el Cónsul José Manuel de Echeverri.
—El cónsul fue destituido al poco tiempo —explicó el devoto religioso—. El Gobierno español nunca quiso entrar de verdad en el fondo de la cuestión.
—Prefiero no hablar de este tema —respondió obligado Oliver—. Hace muchos años de ese asunto. Ahora no tenemos reliquias del Descubridor ni nosotros en Sevilla ni ustedes en Santo Domingo. Dejémoslo así.
—Sí, es una pena lo que ha ocurrido. Colón no merece que le esté pasando esto.
Altagracia, consciente de lo delicado de la situación para su amigo español, decidió salir en su ayuda.
—A mí lo que siempre me ha impresionado es que los españoles, dueños de esta isla hasta hace unos siglos, nunca pusieran una lápida sobre la tumba del Descubridor, de esa persona que les hizo ser un país grande. ¿Qué hubiese sido de España sin el Nuevo Mundo?
—Los dominicanos no podían creerlo —añadió el sacerdote—. La familia Colón, los forjadores del Imperio español, que tantas riquezas lograron para la patria, sólo recibió para su sepultura un estrecho nicho bajo el suelo de la catedral.
—Y el olvido durante siglos… —añadió la mujer.