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Santo Domingo
De muy pequeña edad entré en la mar navegando, e lo he continuado fasta hoy… Ya pasan de cuarenta años que yo voy en este uso. Todo lo que fasta hoy se navega, todo lo he andado. Trato y conversación he tenido con gente sabia, eclesiásticos y seglares, latinos y griegos, judíos y moros, e con otros muchos de otras sectas…
CRISTÓBAL COLÓN, 1501
Habían determinado la necesidad de tener una reunión con varios historiadores dominicanos que, de distintas formas, habían estudiado los acontecimientos relacionados con los restos de Colón. El prestigio social de las personas elegidas, así como el reconocimiento unánime que les habían concedido los medios de comunicación y de opinión de su país les hacían merecedores de un gran respeto profesional, que sería muy útil para avanzar en las investigaciones del caso.
El sitio elegido para el encuentro informal con estos eruditos había sido, de nuevo, el Mesón de Bari. Una mesa en la planta superior, que fue cerrada con ese motivo, sirvió como improvisada aula universitaria donde el equipo investigador habría de recibir una charla magistral impartida por los historiadores. El objetivo fundamental era extraer ideas que pudieran ayudarles en la investigación que estaban llevando a cabo.
Altagracia presentó al equipo allí reunido.
El primer intelectual, un hombre de avanzada edad, pelo canoso, bigote y gafas de concha, fumaba un inmenso puro que llenaba con su característico aroma toda la estancia. Fue presentado como don Rafael Guzmán, rector de la prestigiosa Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, conocida popularmente como la PUCMM, una entidad creada en 1962 tras la muerte del dictador Trujillo y que concentraba una serie de disciplinas universitarias de gran aceptación en la sociedad dominicana.
El siguiente erudito, profesor de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, la UASD, fue presentado como don Gabriel Redondo. Había escrito varios libros sobre el descubrimiento de los restos del Almirante en el siglo XIX, y se había especializado en la historia colombina, aunque su fuerte lo constituía el desarrollo urbanístico de Santo Domingo a partir de su fundación. También de avanzada edad, Redondo conservaba parcialmente el color de su pelo, y mostraba unos rasgos que dejaban adivinar que había sido un joven muy apuesto.
Cerraba el equipo de historiadores la prestigiosa profesora del Instituto Tecnológico de Santo Domingo, el INTEC, doña Mercedes Cienfuegos. Especialista en historia económica colombina, había realizado un doctorado en una universidad americana, y contaba con múltiples publicaciones que le habían valido el reconocimiento internacional en la materia. La expresión de su rostro, marcada por unos rasgos angulosos, revelaba firmeza y confianza. Su cabello blanco, pulcramente alisado y peinado hacia atrás, sin grandes arreglos, le confería un aspecto decididamente intelectual.
Oliver observó de forma detenida a cada uno de los profesores durante la exhaustiva presentación que hizo Altagracia, donde alabó con infinitos adjetivos a sus amigos, y especialmente, a su mentora. El español agradeció la presencia de los prestigiosos historiadores y trató de romper el hielo con una primera reflexión informal:
—Veo que fuma usted un sensacional puro habano.
—Se equivoca, señor Oliver —respondió Rafael Guzmán—. Este puro es dominicano, normalmente mucho mejor que los cigarros de la isla vecina.
—Vaya, lo siento —expresó el español—. La verdad es que yo no fumo y siempre había pensado que los puros procedían de Cuba.
Edwin aprovechó la discusión para encender un cigarrillo, que contribuyó a enrarecer aún más el ya viciado aire de la habitación.
Altagracia, con objeto de conducir la conversación hacia el asunto de la reunión, realizó una primera pregunta directa a los presentes.
—¿Tenéis idea de por qué quieren los ladrones unos huesos?
—Tienen ustedes que saber que se trate de lo que se trate, esos huesos en sí encierran un gran valor histórico y económico. Habría muchas personas que pagarían por ellos —respondió el rector, Rafael Guzmán.
—Ciertamente, el valor económico de lo robado no debe perderse de vista —tomó la palabra Gabriel Redondo—. Todo lo relacionado con Cristóbal Colón y sus descendientes tiene una enorme valía en este país. Piense que solamente las cartas del Almirante que aparecen de vez en cuando, muchas de ellas falsificadas, adquieren en las subastas precios altísimos.
—De hecho, creo que ustedes deben saber que incluso la urna donde se encontraban los restos tiene un gran valor. Hay quien piensa que se daría un buen puñado de dólares por ella. La prensa dominicana ha versado sin parar sobre este tema desde el robo —sentenció doña Mercedes.
—Si el móvil del robo fuese económico, ¿por qué querrían entonces dejar rastro los ladrones dibujando la firma de Colón en la fachada? —se aventuró a preguntar Edwin.
—Hemos tenido conocimiento de que también han robado los restos de Sevilla, porque la prensa española no habla de otro tema desde entonces —expuso Rafael Guzmán—. La acción combinada de ambos robos, dejando los mismos rastros en los dos sucesos, puede significar que los autores del delito buscan la polémica, o bien, que han querido dejar una pista con algún significado para alguien.
Oliver expuso que ésa era una de las teorías que se manejaban en la investigación española, centralizada en el suceso de Sevilla. Si el motivo del robo fuese económico, no parecería lógico que los autores dejaran rastro de su delito y menos, con el tamaño tan enorme que le habían dado a la firma.
—Ustedes los policías suelen desconfiar de todo —se aventuró doña Mercedes—. ¿No podrían querer despistar mediante la firma? Yo creo en el móvil económico. Mucha gente quisiera tener los restos del Almirante y pagaría por ello.
—Entonces, ¿por qué no robaron otros artículos de valor del Faro además de los restos? —preguntó Altagracia, mostrando su incertidumbre sobre este aspecto.
Gabriel Redondo explicó que los tesoros que encerraba el Faro eran de gran relieve para la historia dominicana, y que suponían las claves para entender el descubrimiento del Nuevo Mundo y la era precolombina. No había que olvidar el enorme valor que poseía la exposición del arte de los indios tainos, pobladores de la isla antes de la llegada de los descubridores. Quizá los ladrones habían dado más valor a los restos que a otros elementos del Faro debido a la enorme expectación creada en prácticamente todo el mundo sobre la autenticidad de los huesos españoles frente a los dominicanos, y a que desconocían que la tumba de Colón en Santo Domingo encerraba otros valiosos tesoros.
—Señores —comenzó a disertar el rector Rafael Guzmán—, este país es el más antiguo de toda América. No hemos sido el primer país libre, pero sí la nación donde antes ha existido una grandeza de hechos históricos y acontecimientos que han marcado la humanidad. Nuestro pasado es glorioso, a pesar de que la situación actual de la clase política dominicana y la escasez de recursos hacen que, en el concierto internacional, la República Dominicana no ocupe un puesto de primer nivel. Ello no quiere decir que no exista un amor por lo nuestro, por nuestra historia, y por tanto, les puedo asegurar que todo lo contenido en el Faro es de un enorme valor para el pueblo dominicano.
—¿Qué le hace suponer que los ladrones son dominicanos? —acertó a preguntar Oliver.
—Estamos conjeturando, señor Oliver, no he querido ofrecer una idea fija…
—Ya.
—Yo pienso que no deben perder ustedes de vista nuestras ideas, aunque no les convenzan —aseguró doña Mercedes—. Los misterios colombinos que no han podido resolverse en los últimos quinientos años, muchos de ellos relacionados con nuestro pasado, pueden aparecer en el transcurso de su investigación. No me cabe la menor duda.
Altagracia tomó la mano de doña Mercedes Cienfuegos, lo que no pasó desapercibido para Oliver.
*
De vuelta a sus despachos, los tres investigadores decidieron poner en común lo obtenido hasta el momento. La postura de Edwin era seguir investigando lo relativo al robo, y rastrear cualquier intento de los ladrones de vender la mercancía robada en el mercado nacional e internacional, mediante un acuerdo con la Interpol. Altagracia manifestó su apoyo a esta línea de trabajo, sustentada en la conversación con los eruditos dominicanos y en la suposición de la policía del país sobre el móvil del robo basado en el alto valor de las reliquias sustraídas.
—Vamos por mal camino —dijo Andrés Oliver, sorprendiéndoles—. Las teorías de vuestros amigos son muy respetables. No obstante, la línea de investigación que nosotros estamos siguiendo en España es muy distinta.
—Recuerda que has prometido compartir con nosotros toda la información relevante, y que cualquier hecho o prueba que aparezca debe estar en nuestro conocimiento de forma inmediata —recordó Altagracia, tratando de utilizar un tono serio.
—Mis colegas españoles están siguiendo una estrategia para el análisis del robo de la catedral de Sevilla muy diferente a la nuestra. He comentado con ellos toda la información hallada en este caso, y nuestra línea de indagación va por otro lado.
—Y ¿qué sugieres? —preguntó Altagracia.
—Viajar juntos a Sevilla y ver lo que han encontrado allí, mientras la policía dominicana prosigue la investigación aquí.
La propuesta fue debatida y aceptada por todos, dado que, por el momento, no había nuevas pruebas ni indicios que pudiesen abrir otras líneas de trabajo.
*
Edwin visitó a su jefe en la central de policía de la capital dominicana para notificarle los detalles del viaje a España. Por segunda vez en los últimos días, entró en el imponente edificio y observó una vez más su sobria arquitectura. Las enormes columnas y los altos techos hacían que cada paso del policía sonase con gran estruendo. Penetró en la estancia del director nacional y narró a su jefe con todo detalle lo analizado hasta ese momento, exponiéndole las distintas teorías que habían desarrollado sobre los robos.
—Vamos a viajar a Sevilla para conocer lo sucedido allí —explicó Edwin, tratando de obtener su aprobación.
—Me parece bien —indicó el director nacional de policía—. Pero recuerda que debemos ser cautos en todo lo que hagamos. Para nosotros es muy importante dejar claro que los restos que nos han robado son los auténticos, y, en consecuencia, debemos recuperarlos.
—Claro.
—No tan claro. Si nosotros encontramos nuestros huesos y ellos no, entonces…
—¿Qué insinúa? —preguntó nervioso Edwin.
—El Faro de Colón y el hecho de que estén allí los restos del mismísimo Almirante Descubridor del Nuevo Mundo hacen que vengan a nuestro país todos los años millones de turistas. ¿Te imaginas que no recuperamos los restos? ¿O que se encuentran los de Sevilla y no los nuestros? Perderíamos muchos millones de pesos en ingresos turísticos, uno de los principales pilares en nuestra maltrecha economía.
—No entiendo qué puedo hacer yo.
—El presidente me ha pedido que hagamos todo lo posible por mantener el statu quo en relación a la tumba de Colón, y que recuperemos nuestros huesos inmediatamente. Cualquier cosa que hagamos por demostrar que nuestras reliquias son las auténticas, e incluso recuperarlas sin que los restos españoles aparezcan, nos daría una ventaja muy interesante para relanzar nuestro país mundialmente. ¿Te imaginas lo que podríamos sacar nosotros de esto? —inquirió mientras daba una larga calada a su cigarro, dejando la mirada perdida en el techo.
*
Altagracia se encontraba en su despacho oficial cuando su secretaria le anunció por el teléfono interno que tenía una llamada de su madre. El viaje a Sevilla le parecía una buena idea para encontrar nuevas pistas. No era la primera vez que viajaba a España, pero sí la primera que iría a la ciudad por la que había entrado el oro de América. Como historiadora y experta en arte, le encantaba la idea de visitar los distintos monumentos hispalenses, y por supuesto, la catedral y la tumba española de Colón.
—Ya te he preparado todo lo que me has pedido, pero no sé si es buena idea que viajes a España con el policía y ese español desconocido —le indicó su madre, mostrándole su preocupación.
—Vamos, madre, siempre estás con lo mismo. Éste es mi trabajo y me debo a él. No te preocupes, que algún día encontraré a ese hombre que me proteja y que te dé los nietos que tú quieres. Mientras tanto, deja que disfrute con este trabajo.
—Eres muy bella y has de tener cuidado con los hombres. ¿Cómo es ese Edwin Tavares? Al menos viajas con un policía, que cuidará de ti.
—Es un buen hombre, muy simpático, me cae bien y baila estupendo —le contestó Altagracia, entre risas.
—Vaya, ¿no te estarás enamorando de él? —preguntó la madre, pensando que podía haber algo más que una relación profesional.
—Madre, tienes cada cosa…
*
Oliver aprovechó el día anterior al viaje a Sevilla para hacer algunas compras en la zona colonial de la capital dominicana. Vivir solo, estar soltero y sin mucha familia a su alrededor le permitía dedicarse a sus trabajos en exclusiva. Como policía y como profesor en la universidad, ya tenía bastante ocupación en la vida. Pensó que algún alumno de las clases de doctorado en la Universidad Complutense de Madrid agradecería un pequeño regalo relacionado con el arte taino. La policía científica y las clases en la universidad componían la mayor parte de su mundo. A sus casi cuarenta años, la vida le había reportado muchos éxitos profesionales en la policía, lo cual le suponía un estímulo muy importante para progresar en su carrera, si bien la actividad docente en la universidad le permitía estar en contacto con un entorno distinto, menos tenso que el otro, y en el que podía seguir enriqueciendo sus conocimientos.
Algún día podría alcanzar su objetivo más importante, por el que llevaba luchando muchos años: romper la soledad en que se había instalado de forma placentera su existencia. No le cabía la menor duda de que tarde o temprano iba a conseguir resolver el mayor caso de su vida. Al menos eso esperaba. También para eso sus clases en la universidad le ayudaban de alguna manera.
Entró en una pequeña tienda de la calle El Conde donde se amontonaban multitud de máscaras de madera, pinturas y relieves de escayola con motivos indios. Oliver preguntó a la dependienta si todos los elementos allí expuestos estaban relacionados con el arte taino, a lo que la joven señorita le respondió que probablemente sí, pero que ella no sabía distinguir eso del arte haitiano, es decir, el que venía del país vecino, con el que la República Dominicana compartía la isla.
Determinó que unas máscaras de madera y unos tucanes, también fabricados con maderas del lugar y de bonitos colores, servirían para sus alumnos. Cuando salió de la tienda, se dirigió a un pequeño restaurante en la esquina de la calle, junto a la plaza de Colón, desde donde podía admirar la catedral y la plaza en la que el Almirante elevaba su dedo mientras la bella india Anacaona intentaba escalar el monumento para llegar al Descubridor. Esto le recordó a Oliver que tenía que leer la inscripción de la base.
Pidió un ron y mientras se lo servían se acercó al monumento. Una enorme bandada de palomas revoloteaba por doquier e impedía avanzar con facilidad. La base del monumento disponía de una lápida que pudo leer sin dificultad:
ILUSTRE Y ESCLARECIDO
DON CRISTÓBAL COLÓN
La misma inscripción que habían encontrado en los papeles de los ladrones. Esta idea le daba vueltas en la cabeza. Los ladrones estaban interesados en las inscripciones relacionadas con la tumba de Colón y probablemente también en otras de diversos monumentos colombinos. En este caso, en uno en la plaza dedicada al mayor Descubridor de todos los tiempos. No debía perder de vista las inscripciones en cualquier monumento colombino.
Elevó la mirada y encontró de nuevo la presencia de la india Anacaona, cuya historia siempre impresionaba a Oliver.
Le conmovió una vez más.
Era la primera vez que veía representada físicamente a la bella heroína. La imagen del monumento se parecía de forma notable a como él la había imaginado a lo largo de los años. En realidad, le había sorprendido. Quizá durante mucho tiempo había idealizado e incluso mitificado la figura de la india, y ahora, la podía ver en tres dimensiones.
Oliver recordó cómo explicaba a sus alumnos la historia de esta hermosa cacica taina, hermana del cacique Bohechío, del reino de Jaragua.
Por un momento, su mente se transportó al aula universitaria donde dos veces a la semana orientaba a los alumnos en varias disciplinas, entre las cuales se encontraba ésta.
La historia de los pobladores autóctonos de la isla, los auténticos mártires de la acelerada colonización española, era uno de los temas del programa académico que más le gustaba explicar. Quizá porque era una parte desconocida de la llegada al Nuevo Mundo, ligada al pasado de un pueblo que no ha tenido memoria histórica para valorar la rica cultura que aplastó con el falso pretexto de implantar nuevos modos de vida más desarrollados.
Cuando Colón llegó a la isla La Española, existían cinco reinos principales, con reyes poderosos. Uno de ellos era Magua, en la zona de la Vega, al sur de la actual ciudad de Santiago de los Caballeros y al norte de Santo Domingo.
Otro reino era Marién, donde posteriormente se situó el Puerto Real. El tercer reino era Maguana, tierra admirable y bellísima. El cuarto era Higuey.
Por último, Jaragua era el reino donde habitaba la primera india taina que aprendió el idioma castellano: Anacaona.
La versión que utilizaba Oliver para explicar a sus alumnos la historia de esta curiosa mujer era la del padre Bartolomé de Las Casas, que siempre ha sido considerado un fiel transcriptor de los antiguos documentos de Colón.
Desde el primer momento, Anacaona, mujer de gran inteligencia y desenvoltura, supo entender a los españoles y actuó en múltiples contiendas y aventuras. Aprendió el idioma e incluso la escritura castellana con notable facilidad, y ayudó a resolver gran cantidad de incidentes relacionados con la difícil convivencia de las dos culturas. Esposa de Caonabo, cacique de Maguana, según las crónicas de la época, fue una mujer de gran talante y amplia cultura.
Su nombre significaba «flor de oro», y sus composiciones, en forma de cantos y poemas, eran recitadas en las grandes fiestas comunales en las que, bajo la dirección del cacique, se cantaban y recreaban los mitos de la creación.
Su marido, Caonabo, estuvo implicado en diversas refriegas con los colonizadores. Había dirigido el ataque contra el Fuerte Navidad, construido con los restos de una de las primeras naves que vieron el Nuevo Mundo: la Santa María. Esta nave, encallada en el cabo haitiano, sirvió al Almirante para construir una fortificación donde se refugiarían parte de sus hombres en espera del regreso de los colonizadores en el segundo viaje. Cuando el Almirante volvió, el Fuerte Navidad había sido destruido y todos los hombres del primer asentamiento en el Nuevo Mundo habían muerto. Apresó a Caonabo y lo embarcó en el viaje de regreso a la península Ibérica, pero éste falleció en la travesía.
Muerto su marido, Anacaona tuvo entonces una vida agitada e intensa en convivencia con los españoles. Los continuos desplantes de distintos grupos de colonos al Almirante y sus hombres, seguidos de intensas revueltas, estuvieron muchas veces intermediados por la taina, que actuó en distintas contiendas guiada por su habilidad para las relaciones personales. No sólo ayudó a resolver asuntos relativos a la convivencia entre las dos culturas, entre los españoles y los indios de su raza, sino que en otras ocasiones pudo contribuir de forma decidida a apaciguar revueltas producidas por colonos establecidos en gran parte de la isla. La colonización del Nuevo Mundo se había complicado de manera sorprendente en poco tiempo, y ella ayudó a lograr la pacificación de la mejor forma que pudo, gracias a su talante conciliador.
En el tercer viaje, ante la situación de desgobierno que presentaba la isla, el Descubridor fue apresado junto con sus hermanos y encarcelado en Santo Domingo. Posteriormente, fue encadenado y llevado preso a Castilla, donde el rey Fernando el Católico resolvió absolverle de todos los cargos y restituirle sus derechos. Pero dejó de ser gobernador de la isla.
Le reemplazó Nicolás de Ovando, que al poco de tomar las riendas se planteó como objetivo primordial apaciguar el estado de rebelión que existía. Para acabar con la sublevación de algunos caciques, ordenó encerrar a una gran multitud de tainos en sus chozas, y les prendió fuego.
Poco después, Anacaona resultó ser injustamente acusada de actuar con pillería y fue ahorcada, en uno de los actos más deplorables de la Conquista. Era el año 1503.
Oliver volvió a donde había pedido el ron y se sentó en una mesa exterior que le permitió seguir contemplando la escultura de Anacaona. Tras unos instantes, se sorprendió al identificar su increíble parecido con Altagracia…