6
Sevilla
Representaba en su presencia y aspecto venerable persona de gran estado y autoridad y digna de toda reverencia. Era sobrio y moderado en el comer y beber, vestir y calzar.
HERNANDO COLÓN,
Historia del Almirante, 1537
Los tres destinos seleccionados se encontraban en la misma zona, muy cerca del restaurante donde habían comido. Los dos hombres acompañaron a Altagracia hasta la puerta de la Biblioteca Colombina, situada en la calle Alemanes, sede de la Institución Colombina y gestora de la Biblioteca Capitular así como del Archivo de la Catedral y otras importantes colecciones bibliográficas y documentales.
Se despidieron de ella y siguieron caminando hacia sus destinos.
De nuevo, el inspector Bravo había conseguido una cita especial, dado que la consulta bibliográfica estaba restringida, bajo cita previa. Le atendió un amable anciano con aires de bibliotecario de toda la vida. Un personaje acorde con el sitio, pensó Altagracia.
—Quisiera comenzar, si es tan amable, conociendo qué es la Biblioteca Colombina —solicitó la dominicana.
—Como usted sabrá, Colón dejó dos hijos. El primero, fruto de su matrimonio con doña Felipa Muñiz en Portugal, fue Diego. Oficialmente, heredero de todos los títulos del Almirante. El segundo hijo, fruto de su relación con la cordobesa Beatriz Enríquez de Arana, fue Hernando Colón. Esta última señora podría calificarse como amante del Descubridor, con la cual tuvo siempre una relación especial.
—Sí. Conocía la descendencia de Colón y su relación especial con Beatriz Enríquez —indicó la mujer anotando todos los detalles que el hombre le iba facilitando.
—Bien. Centrémonos en su hijo Hernando, que participó en el cuarto viaje del Almirante, y que a la muerte de su padre decidió reunir una inmensa biblioteca tomando como base los libros heredados de su progenitor.
El bibliotecario explicó que en el siglo XVI, ya en pleno Renacimiento, Hernando, segundo hijo del Descubridor, se siente un hombre de su tiempo: activo, experimentador, impulsor y otras muchas cosas. En un ambiente humanista, tiene muchos contactos con notables pensadores y escritores de esta época.
—Piense que cuando Colón descubrió América en 1492, Leonardo da Vinci tenía cuarenta años; Miguel Ángel, diecisiete; Martín Lutero, nueve; Nicolás Copérnico, diecinueve; Erasmo de Rotterdam, veintitrés, y Tomás Moro, catorce. Imagínese qué tiempos.
»En este contexto —prosiguió—, Hernando decidió construir un palacio digno de la ciudad de Sevilla en el que tuviera cobijo la gran biblioteca que por aquel entonces ya tenía reunida, y que además le sirviera como centro de enseñanza de muchas disciplinas. En 1526 decidió levantar este palacio en la Puerta de Goles, junto al Guadalquivir. El motivo de situar esa inmensa obra en la ciudad de Sevilla era claro. Precisamente allí se encontraban por aquel entonces los restos de su padre.
»No olvide que aunque Colón murió en Valladolid, sus restos reposaron con los cartujos de Santa María de las Cuevas hasta que fueron trasladados a Santo Domingo en 1544 probablemente. Es decir, los restos se mantuvieron en este sitio alrededor de treinta años. No podemos precisar la fecha de llegada de los huesos a Sevilla, ni la de partida, porque los historiadores no se ponen de acuerdo. ¿Es usted de Santo Domingo, señorita?
—No. Nací en Villa Altagracia, en dirección hacia de la Vega, en el centro de la isla. Por esta razón me pusieron mis padres este nombre, en honor de la Virgen de la Altagracia, muy conocida y venerada en mi país.
—¡Ah! La ciudad de la Vega de la Concepción. Allí debió de ser enterrado. En varias ocasiones nombra el Almirante esa zona, de gran belleza, de la cual quedó prendado. En su testamento dice a sus herederos que se construya allí una iglesia y se celebren tres misas al día.
—No lo sabía. Pero cuénteme, ¿queda algo de la tumba de Colón allí en la Cartuja?
—¡Claro! Los restos de su hermano Diego siguen allí, y un monumento en honor del Descubridor que fue erigido por la marquesa viuda de Pickman. Debe usted verlo.
Altagracia anotó la recomendación del bibliotecario.
—Y ¿qué libros recopiló Hernando en esta biblioteca?
—Básicamente una enorme colección de libros que fue comprando en sus viajes por Europa. Existen muchos libros de Italia, Alemania, Francia y otros países. También adquirió estampas y grabados. Tiene usted que saber que su colección fue de las más importantes del mundo en su época.
—Bueno, yo estoy interesada en los libros heredados de su padre.
—Sí. Los libros heredados de su padre son una verdadera reliquia aquí, en esta biblioteca. Son cinco los ejemplares, todos con un valor incalculable. Estos cinco libros marcaron la vida del Almirante y fueron la razón intelectual del descubrimiento. Se los describo rápidamente.
El primero, comenzó a exponer el bibliotecario, es el Imago Mundi, del cardenal Pierre d’Ailly. Ese ejemplar, un incunable de 1480 o 1483, estaba impreso en Lovaina. Explicó que trataba de astronomía, cosmografía y conocimiento del mundo y de la tierra habitada en ese momento.
—En ese libro —prosiguió el bibliotecario— se dice que el océano se puede navegar en pocos días y que no es tan ancho como se creía. Colón presta una enorme atención a esta obra; de hecho, tiene más de 898 notas escritas al margen, de su puño y letra, y también de los de su hijo. Ya sabe usted la enorme atención que dedicó Colón a la esfera armilar, al mundo redondo. Definitivamente esta obra influyó enormemente en él. Junto al globo terráqueo que diseñó el cosmógrafo alemán Martin Behaim y el mapa de Toscanelli, este libro puede considerarse el tercer pilar en que sustentó el genovés su proyecto para descubrir la ruta hacia las Indias.
—¿Qué otros libros legó a su hijo? —preguntó Altagracia a un bibliotecario encandilado con lo que estaba contando.
—La Historia Rerum, del papa Pío II, que es una enciclopedia geográfica de la época. El Libro de los Viajes de Marco Polo es otro que sin duda motivó a nuestro marino a buscar una ruta más directa para llegar a las Indias, es decir, a Catay y Cipango y al Gran Khan. Otro texto importante es la Historia Natural, de Plinio, y por último, el Libro de las Profecías, que es una obra enigmática que nunca llegó a publicarse. Este manuscrito consta de ochenta y cuatro folios y en la actualidad faltan catorce que fueron arrancados o cortados.
—Cuénteme esto con un poco más de detalle.
—El Libro de las Profecías es una colección de textos bíblicos a los que prestó una atención muy especial. Cristóbal Colón intenta demostrar que el descubrimiento que él hizo fue profetizado en las Escrituras, y que marcó una nueva era en la historia de la humanidad debido a su hazaña.
—¿Me está contando que Colón interpreta las Sagradas Escrituras creyendo leer en ellas que su gran descubrimiento estaba predestinado? —preguntó con sorpresa la mujer.
—Sí, así es. Si quiere, se lo puedo mostrar. Venga conmigo —solicitó el hombre mientras ella le seguía.
»Mire esto —pidió mientras le mostraba unos manuscritos tras un grueso cristal—. Aquí puede ver que la parte fundamental de este libro la compone una copiosa copia de textos bíblicos.
—Pero la obra fue confeccionada en su mayor parte por Colón, ¿no es así? —logró decir Altagracia sin quitar los ojos de lo que estaba viendo.
—Correcto. El autor de la recopilación es Colón, junto con su amigo y confidente Gaspar Gorricio, que era un monje del convento de Santa María de las Cuevas en la Cartuja.
—De nuevo la Cartuja. Debo ir a ver la tumba de Diego Colón y el monumento del Almirante que me dijo usted antes.
—Mire esto —indicó el bibliotecario—. El Libro de las Profecías consta de ochenta y cuatro hojas, como le dije, pero faltan catorce. Hay una anotación… aquí.
Altagracia pudo leer perfectamente lo que decía un texto original del propio Descubridor con unas notas al margen en la hoja número 77:
Mal hizo quien hurtó de aquí estas hojas porque era lo mejor de las profecías deste libro[7].
*
Edwin observaba con detenimiento las muescas dejadas en la tumba de Colón. Los ladrones habían utilizado herramientas profesionales, porque no habían dejado grandes destrozos y los cortes en la cerradura del monumento aparecían limpios.
El jefe de mantenimiento de la catedral miraba al dominicano como si no entendiese qué era lo que buscaba. Tras un buen rato acertó a preguntar:
—Si me dice lo que busca, quizá le pueda ayudar.
—Cualquier indicio o dato que nos pueda indicar cómo se practicó el robo —respondió Edwin.
—Mis compañeros y yo hemos hablado sobre el tema. Creemos que los que robaron esto eran muy profesionales. Sabían lo que hacían y no venían a por cualquier cosa. Tenían buenas herramientas, y no dejaron ningún rastro de restos de materiales tras la apertura de la tumba.
—Sí, es lo que estoy observando. ¿Cómo pudieron acceder al interior de la catedral por la noche?
—Es uno de los temas que no entendemos.
—Pero ¿tienen alguna teoría? —preguntó sin grandes esperanzas el dominicano.
—Sí. Déjeme que le cuente.
*
Andrés Oliver entró en el Archivo de Indias para volver a encontrarse con la señora Soler. El objetivo era interrogarla sobre sus conocimientos relacionados con la firma de Colón y la posible comprensión de la simbología utilizada por el Almirante.
—Hola de nuevo, señora Soler.
—Hola, señor Oliver. No se va a creer lo que he encontrado —dijo la experta.
—¿A qué se refiere?
—Usted me pidió esta mañana alguna pista sobre el robo, ¿se acuerda?
—Sí, claro. ¿La tiene? —dijo el hombre con creciente interés.
—No exactamente. Pero he buscado en libros, revistas antiguas y en varias hemerotecas, y he descubierto algo que le va a sorprender —dijo la mujer con un brillo inusual en sus ojos.
—Cuénteme —soltó Oliver con expectación.
—He encontrado algo increíble. El expolio de un monumento colombino no es la primera vez que sucede —dijo la señora Soler tratando de adivinar la cara del policía.
Por la cabeza de Oliver pasaron mil cosas antes de adivinar a qué se refería la experta señora Soler.
—¿Podría usted precisar? —pronunció el hombre sin entender nada.
—Hace más de cien años, el monumento a Colón en la Piazza Acquaverde en la ciudad de Génova fue expoliado. En esa ocasión, alguien rompió la parte inferior del monumento, que tiene un pedestal enorme en forma de rectángulo, con diversos dibujos de variadas escenas de las hazañas del Descubridor labradas en la piedra.
—Y ¿qué ocurrió? —preguntó con creciente intriga el investigador.
—Nadie lo sabe, porque se desconoce lo que había en el interior. En teoría se trataba sólo del clásico monumento a Colón con una base grande y una columna larga, alta e importante, sobre la que está el Descubridor.
—Entonces, ¿cómo sabe que ese hecho está relacionado con los robos de Sevilla y Santo Domingo? —susurró inquietado Oliver.
—He aquí lo increíble. He leído en un periódico italiano muy antiguo que los malhechores pintaron la firma del Almirante en la base del monumento después de llevarse lo que fuera.
*
Los tres se encontraron esa misma noche de nuevo para intercambiar la información que habían conseguido.
Altagracia comenzó a hablar deprisa, casi sin dejar espacio entre palabra y palabra, lo que fue interpretado por sus colegas como algo importante, porque la bella dominicana era una mujer muy pausada.
Edwin, sin dejar acabar a su compatriota, también lanzaba ideas, datos e impresiones sobre sus hallazgos que no dejaban entender lo que había descubierto.
Oliver, un poco más tranquilo pero impaciente por contar lo que había conocido, tuvo que pedir a sus compañeros de aventura que callasen.
—Sabía que los dominicanos tienen fama de ser buenos oradores, pero no imaginaba que podíais hacerlo tan rápido —bromeó.
—Es que he descubierto algo que es muy importante —señaló la mujer.
—Yo también creo tener información relevante —advirtió Edwin.
—Pues cuando yo os cuente lo que sé… —sentenció Oliver.
Decidieron ir por partes.
Altagracia comenzó explicando su reunión con el bibliotecario. Le había sorprendido sobre todo el misterio de las hojas que faltaban en el Libro de las Profecías, sin duda las más importantes. De la misma forma, la existencia de la tumba de Diego Colón en la Cartuja era algo que debían ver, e ir a allí cuanto antes.
Edwin indicó que había descubierto en el interior de la catedral que los ladrones habían utilizado herramientas de expertos, y que en ningún caso querían dañar la tumba. Era gente que sabía lo que hacía, porque habían realizado un trabajo de precisión, con mucho respeto hacia los bienes históricos que estaban expoliando. Podrían haber robado el contenido de la tumba de una forma más rápida, con mucho menos cuidado del que habían tenido. La teoría de los empleados de mantenimiento de la catedral corroboraba esta hipótesis.
—¿Y tú? —preguntó Altagracia sin dejar comenzar al español—. ¿Has encontrado algo relevante sobre la firma?
Movió la cabeza en señal afirmativa, sonriendo por la situación. La enorme dedicación de sus amigos por el caso le asombró. Estaban realmente volcados en descubrir lo que estaba pasando, pensó.
—No he resuelto qué significa la firma de Colón, pero he hallado un hecho relevante que puede ser realmente importante para el caso —dijo en tono misterioso.
—Pues di lo que sea porque nos va a dar un infarto —pidió Altagracia.
—Hace cien años hubo un robo en Génova con unas características similares a los de Santo Domingo y Sevilla —pronunció Oliver rápidamente para que no le interrumpiesen.
Los dominicanos se miraron entre sí sorprendidos.
¿Cómo era posible que los servicios centrales de la policía de ambos países no hubiesen encontrado esta información? ¿Por qué la documentación que tenían no mostraba ni una sola reseña de ese hecho?
—Pienso que debemos ir allí cuanto antes —expresó el español.
—De acuerdo —dijo la mujer—, pero primero tenemos que visitar otra tumba: la del hermano del Descubridor.
*
Llegaron muy temprano a la Cartuja. La narración de Altagracia sobre el monumento de los Pickman y la tumba de Diego Colón, que había participado en los viajes colombinos, les convenció de la necesidad de hacer una visita a ese lugar.
Allí encontraron un monumento de tamaño medio. Sobre una columna se alzaba una estatua del Descubridor, realizada en mármol, que simulaba tener unos papeles enrollados en la mano izquierda. La mano derecha se hallaba sobre una esfera que representaba el mundo. Nada más acercarse, Oliver sacó una libreta del bolsillo de su chaqueta y anotó la inscripción situada en una placa en la parte frontal del monumento:
A CRISTÓBAL COLÓN EN MEMORIA DE HABER ESTADO DEPOSITADAS SUS CENIZAS DESDE EL AÑO MDXIII A MDXXXVI EN LA IGLESIA DE ESTA CARTUJA DE SANTA MARÍA DE LAS CUEVAS. LA MARQUESA VIUDA DE PICKMAN ERIGIÓ ESTE MONUMENTO EN MDCCCLXXXVII
—Ya tenemos otra frase más para nuestra colección —indicó Oliver.
—Me vais a disculpar, pero yo no sé leer muy bien los números esos… —solicitó Edwin.
—¿Te refieres a los números romanos? —preguntó Altagracia.
—Sí.
—Te los traduzco —se ofreció Oliver—: «A Cristóbal Colón… sus cenizas desde el año 1513 a 1536… La marquesa… erigió este monumento en 1887».
—Muy bonita la escultura en mármol, pero ¿aporta algo al caso? —interrogó Edwin.
—No lo sé —dijo la mujer, pensativa—. La verdad es que tras mi reunión con el bibliotecario de la Colombina me quedó la inquietud por ver este monumento. En un principio me atrajo la idea de poder encontrar alguna pista aquí, pero no sé por qué.
—Yo no encuentro relación alguna —meditaba Oliver—, aunque bien pensado es importante revisarlo, al estar tan cerca de la tumba de un Colón.
Edwin había dado más de cinco vueltas alrededor del monumento. La distancia desde donde se encontraba la efigie hasta el caserón de la parte trasera dejaba espacio para poder esconder muchas cosas. Pero no parecía la clave, pensó.
El español observó a la dominicana perdida en sus pensamientos, justo delante de la estatua, que le doblaba la altura.
Tras unos minutos, tal vez horas, Edwin propuso volver al hotel. No había nada que hacer allí. Oliver secundó la petición. No habían encontrado relación alguna con el caso. No obstante, la mujer decidió permanecer en aquel lugar.
—Hay algo que se me escapa. No sé lo que es, pero lo voy a descubrir —sentenció.
Los dos hombres, ante tan convincente afirmación, quedaron en silencio sentados en un banco próximo al edificio, observando a la mujer, que no apartaba la mirada del monumento.
De pronto, Altagracia recordó lo hablado con el bibliotecario: «La esfera armilar que dio pie a Colón a elaborar su teoría sobre el descubrimiento…».
—Señores —impuso la mujer—, la esfera armilar es un instrumento astronómico formado por varios anillos, es decir, armillas, que servía para fijar la posición de los astros en el espacio. Démosle la vuelta a esta esfera a ver qué pasa.
—Me parece imposible —le gritó Oliver desde el banco—. Creo que es de mármol, como el mismo cuerpo del Almirante y todo el conjunto.
Casi sin poder alcanzar la esfera de la efigie, la dominicana tuvo que encaramarse al pedestal.
La imagen de una bella Altagracia sobre la escultura del Descubridor le pareció cercana al español. De repente, recordó la plaza de Colón en Santo Domingo. Anacaona, la bella cacica que trataba de alcanzar al genial nauta, se parecía de forma espectacular a la dominicana, en una situación parecida a la que estaba viendo con sus propios ojos en aquel momento.
La mujer alcanzó la parte superior del monumento. Cuando llegó, no supo qué hacer con la esfera.
Edwin le gritó:
—¡Gírala!
Con toda la fuerza que pudo ejercer desde esa posición, subida al pedestal, intentó sin éxito girar, aunque fuese de forma leve, la esfera que representaba el mundo. Cuando ya iba a desistir, ésta se movió sobre su eje y consiguió darle varias vueltas, hasta que algo sonó en la base del monumento.
De un salto enorme, Oliver y Edwin llegaron al pie del pedestal, porque vieron que la placa con la inscripción se había desprendido violentamente y se iba a estampar contra el suelo. No pudieron hacer nada. La placa acabó aterrizando sobre el acerado y estalló en mil añicos, levantando una enorme polvareda y produciendo un gran estruendo.
Altagracia se encontró en ese momento en una situación embarazosa, porque allí, encaramada a lo alto de un monumento con más de un siglo de antigüedad, ella había sido la causante de ese estropicio.
Oliver le tendió la mano para ayudarla a descender. Edwin se había acercado al espacio que había dejado libre la placa.
—Venid corriendo —dijo el dominicano.
Lo que vieron les dejó sin habla: un conjunto de documentos ordenados en varios grupos se encontraba ante sus ojos. El papel se veía envejecido por el tiempo y había una capa de polvo bastante densa.
Cogieron los legajos con cuidado y se quedaron allí sin saber qué hacer.
Edwin decidió gastar una broma:
—Creo que deberíamos pintar la firma de Cristóbal Colón en el monumento —dijo entre risas.
Sus compañeros se miraron sin creer lo que había dicho el dominicano: acababa de dar una respuesta probable al misterio de las firmas aparecidas en los robos de Santo Domingo y Sevilla.
—Dios —acertó a decir Oliver—. Ésa podría ser una razón por la cual los ladrones dejan la firma del Almirante en el sitio que roban.
—Yo he pensado lo mismo —corroboró la mujer—. Los ladrones lo que hacen es avisar a otros de que ese monumento ya ha sido abierto y han extraído su contenido. Aunque en sí misma esta idea plantea otras dudas, pienso que podría explicar en cierta forma las pintadas.
—Exacto.
—Nos queda por visitar el monumento a Colón en Génova —dijo la mujer—. Allí también dejaron la firma y también hubo placas rotas, según te contó la señora Soler.
Los tres sonrieron y se alejaron del monumento de Colón en la Cartuja de Sevilla. Ahora tenían pistas más sólidas y unos documentos por estudiar.
*
Lejos, desde el interior de un coche con cristales oscurecidos, un hombre había grabado con una cámara todo lo ocurrido. Había llegado justo en el momento en el que la mujer estaba subiendo al monumento. Por unos instantes pensó que la dominicana se iba a caer y se iba a herir seriamente. Tardó un rato en entender lo que esa gente estaba haciendo allí. No lo comprendió hasta que se produjo el enorme estruendo de la placa que se rompió contra el suelo.
En cuanto se abrió el pedestal, grabó con todo detalle el suculento conjunto de documentos que habían encontrado en el interior del monumento. Su jefe no se lo iba a creer.
Cogió un teléfono móvil y marcó un número de la memoria del aparato.
—Ya se van —comunicó—. Llevan consigo unos documentos que han hallado en el interior del monumento Pickman.
—¿Qué han encontrado?
—Una gran cantidad de papeles. Había multitud de documentos y posiblemente planos de tamaño medio. Todos eran de un color amarillento, por lo cual imagino que eran muy antiguos.
—Y ¿hacia dónde han partido?
—Les estoy siguiendo. Parece que se dirigen hacia el hotel. No te preocupes.
—Bien. Imagino que has grabado todos los detalles.
—Sí, no se me ha escapado nada.
—No les pierdas de vista y tráeme la cinta en cuanto puedas —le ordenó Richard Ronald.
*
Una vez en el hotel, prepararon una mesa en la habitación de Oliver donde podrían estudiar los documentos encontrados. La impaciencia por descubrir el contenido de los textos les devoraba, si bien se hacía necesario planificar los trabajos que iban a desarrollar a continuación.
—Deberíamos avisar a las autoridades españolas —pidió Altagracia.
—Yo soy la autoridad española —dijo riendo Oliver—. ¿Te valgo yo? Recuerda que soy policía.
—Sí, claro. Tengo cierta preocupación por lo que he roto esta tarde —dijo la mujer mostrando cierta inquietud por lo ocurrido con la lápida del monumento.
—No te preocupes. Ya he hablado con Antonio y han enviado un equipo de la policía científica para recabar más datos y cualquier otra información que pueda ser útil. Ellos recompondrán el monumento y se construirá una placa nueva —dijo el español tratando de tranquilizarla.
—Veamos qué hay aquí —expresó Edwin mientras extendía los documentos sobre la mesa.
Habían quitado todos los arreglos florales y objetos que decoraban la habitación del hotel, tratando de adecuar el espacio a la actividad que tenían prevista. La noche se presentaba intensa, y en consecuencia, debían adecuar el lugar para sacar todo el rendimiento posible al estudio de los documentos. Tras unos instantes disponiendo el mobiliario de la mejor manera posible, llegaron al acuerdo de que ésa era la mejor forma de trabajar de forma confortable.
Los papeles encontrados podían clasificarse en diversos grupos: había planos, dibujos y hojas de texto.
—Si te parece, Edwin, tú te encargas de revisar los planos y nosotros leemos los textos. ¿Vale? —propuso el español, mientras hojeaba los papeles que debería analizar en las siguientes horas de trabajo.
Los dos asintieron y comenzaron a trabajar inmediatamente. La enorme expectación por conocer el contenido de los documentos hizo que durante un buen rato no levantasen la cabeza.
Al cabo de un tiempo ya tenían estudiada la mitad de los papeles encontrados. La mujer aprovechó para estirar las piernas y observar el exterior a través de la ventana. El sol comenzaba a ocultarse y proyectaba sombras de proporciones desmesuradas desde la larga hilera de cipreses que decoraba el jardín frente al hotel.
Decidieron entonces parar unos minutos para cenar algo. Como no se atrevían a dejar los papeles en la habitación sin vigilar, acordaron que bajarían dos de ellos y el tercero custodiaría los legajos. Le llevarían algo para comer en la propia habitación.
El sorteo deparó que el dominicano permaneciera arriba.
Ya en el restaurante del hotel, Altagracia y Oliver buscaron un sitio para poder hablar cómodamente. Una mesa con vistas al río Guadalquivir ofreció el entorno necesario para que tras la tensión de esa tarde los dos se entregasen a una agradable conversación.
—¿Qué tal tu estancia en Sevilla? ¿Te gusta la ciudad? —preguntó Oliver, mientras elegía el vino adecuado para la cena que habían pedido.
—Sí, mucho. Es difícil que a alguien no le guste esta ciudad. Tiene una riqueza cultural increíble y su gente es muy amable. ¿Tú la conocías antes?
—Sí. La verdad es que tuve la oportunidad de venir varias veces durante la Exposición Universal de 1992, pero después no he vuelto. Fíjate que no veo a mi amigo Antonio desde hace tiempo. Fuimos compañeros en la facultad, y luego los dos nos hicimos policías, pero nos vemos poco.
—Y ¿qué estudiasteis? —interrogó la mujer.
—Los dos terminamos una licenciatura en historia del arte. Él se ha dedicado plenamente a la policía y yo también, pero sigo ligado a la universidad porque doy clases como profesor asociado.
—Por cierto, no te lo he preguntado: ¿estás casado? ¿Tienes familia? —dijo Altagracia.
—No. Vivo solo con mi perro. Viajo mucho y no me queda tiempo para eso. La verdad es que me hubiese gustado. Provengo de una familia muy unida y me gustan los niños. He tenido algunas relaciones más o menos duraderas, pero no han cuajado. Quizá le pido mucho a mi pareja. Pienso que esta sociedad en la que vivimos nos lleva a todos por la vida a una velocidad increíble que nos impide dedicarnos más a las relaciones interpersonales. Quién sabe. Y tú, ¿estás casada?
—No. Me ha ocurrido algo parecido a lo tuyo. En mi caso, me defino a mí misma como una persona solitaria que vive en buena compañía de sus amigos. Ya sabes, me he dedicado a la política desde muy joven.
—Yo diría que eres muy joven.
—Bueno, no tanto. La verdad es que entré muy pronto en la política y me ha ido bien. Estudié mi carrera en el INTEC. ¿Recuerdas a doña Mercedes Cienfuegos? Fue profesora mía —expuso la mujer con cierto brillo en los ojos—. Me dio grandes consejos durante la carrera y también durante la preparación de mi tesis doctoral. La verdad es que le debo mucho. Gracias a ella, he entendido mejor mi país, y quizá por ello, me he dedicado a la política activa. Por una u otra razón, le debo mucho a esa mujer, a la que admiro profundamente.
—Sí, a mí también me parece una persona brillante.
—La vida desde entonces me ha ido bien, pero con un ritmo frenético. En el terreno sentimental, me ha pasado algo parecido a lo tuyo. He tenido varias relaciones de cierta intensidad pero no han terminado en nada serio. También le pido mucho a mi pareja. Coincidimos en eso.
Cruzaron una mirada que ninguno supo mantener. El hombre se quedó un momento pensativo. La verdad es que Altagracia coincidía con la mejor expresión de la mujer caribeña. Era difícil que no le gustase a alguien, pensó.
—Yo creo que lo importante es ser feliz con lo que haces y comprometerte con lo que te gusta —disertó Oliver—. En mi caso, la policía científica me ofrece casos muy interesantes y comprometidos. Me ha gustado siempre y he dedicado toda mi vida a ello. La universidad es un complemento interesante que hace que me mantenga cerca de las fuentes del conocimiento y, sobre todo, de gente muy joven. Creo que soy feliz gracias a ello.
—Interesante definición. ¿Crees que eres feliz? Nosotros, los dominicanos, no pensamos tanto en eso. Simplemente lo somos. En mi país hay ciertas carencias estructurales que intentamos paliar con buen talante ante la vida. Pero de una forma u otra, somos felices. Te lo aseguro.
—¿Por eso te metiste en política? ¿Para arreglar esas carencias? —le lanzó el hombre con una sonrisa en los labios.
—Exacto. Me apasiona cambiar el mundo pero me encanta mi país como es. Yo intento, desde mi posición de responsable pública, cambiar las cosas e ir a mejor, pero partiendo de la idea de que los dominicanos somos un gran pueblo.
—Lo sois —respondió Oliver—. Me gustó mucho todo lo que percibí en mis días allí, y tengo muchas ganas de volver. ¿Me invitarás alguna vez?
—Pues claro. Además, ¿quién te ha dicho que no tienes que volver otra vez más para avanzar en este caso? Allí hay muchos huesos perdidos —dijo entre risas.
El hombre también reía cuando el camarero les indicó que tenía preparada la cena de su compañero y que estaba listo para acompañarles arriba. Cuando llegaron a la habitación, algo les indicó que había algún problema. La puerta de la habitación estaba entreabierta.
Oliver sacó su pistola y susurró a Altagracia y al camarero que se quedasen quietos y callados. Se aproximó hasta la puerta, con la pistola cogida con las dos manos, y llamó a gritos a su colega Edwin. Al ver que no había respuesta, se acercó y pegó una patada a la puerta para abrirla completamente. Lo que vio no le gustó nada.
El dominicano estaba en el suelo en medio de un charco de sangre.
El enorme revuelo provocado por el desorden en todos los muebles y enseres de la habitación, incluidas las maletas, hizo sospechar al español que la habitación había sido revisada en profundidad. Ni un solo papel de los muchos que habían traído esa tarde permanecía en la mesa. Acudió al cuarto de baño, por si alguien se hubiera ocultado allí. Comprobó que también habían revisado cualquier recodo del aseo. Era evidente que los ladrones habían verificado que ni un solo papel de los encontrados quedara en manos de los tres investigadores.
Tras comprobar que los ladrones habían escapado, Andrés Oliver comenzó a gritar pidiendo ayuda.