8

Madrid

Revino la tormenta y me fatigó tanto que ya no sabía de mi parte. Allí se me refrescó el mal de la llaga; nueve días anduve perdido sin esperanza de vida; ojos nunca vieron la mar tan alta, fea y hecha espuma. El viento no era para ir adelante ni daba lugar para correr hacia algún cabo. Allí me detenía en aquella mar hecha sangre, hirviendo como caldera por gran fuego […] La gente estaba tan molida que deseaba la muerte para salir de tantos martirios.

Carta de Cristóbal Colón a los Reyes Católicos.

Jamaica, 7 de julio de 1503

La cálida noche invitaba a permanecer en la calle en alguna de las muchas terrazas abiertas. Sentados en pleno paseo de la Castellana, los tres investigadores decidieron darse un respiro tras la complicada carrera que habían emprendido en los últimos días.

Altagracia comentó que los historiadores dominicanos, sus amigos los profesores, habían llegado a Madrid para asistir a unas conferencias en la universidad. Solicitó permiso para reunirse con ellos y cambiar impresiones sobre el caso. Oliver expresó su preocupación por mantener la discreción y no revelar los valiosos secretos que habían encontrado.

—Pues no lo entiendo —le respondió la mujer, visiblemente irritada—. Tú has revelado todos los detalles de nuestros hallazgos a tu tío Tomás.

—Mi tío Tomás es policía. Es uno de los investigadores de mayor reputación profesional en el cuerpo. No lo olvides.

—Bien —intentó mediar Edwin—, yo creo que los dominicanos somos capaces de ser prudentes cuando es necesario, y desde luego, somos gente leal. No te preocupes, Andrés.

Oliver dio un sorbo a su cerveza y se entregó a sus pensamientos.

*

Los hombres decidieron dar un paseo por las calles madrileñas en la calurosa noche mientras la mujer descansaba en el apartamento. Las calles estaban llenas de gente bulliciosa con pretensiones de pasar una noche agradable. Edwin no pudo resistir el comentario:

—Esta ciudad me recuerda a Santo Domingo. Gente en la calle a todas horas y con ganas de pasarlo bien. Se nota que somos latinos.

—Sí —respondió Oliver—, y la verdad es que con esta temperatura podríamos estar perfectamente en tu ciudad. ¿De qué parte del país eres?

—Yo nací en Haina, me crié allí y posiblemente moriré allí. Soy un enamorado de mi barrio, que es muy antiguo. Colón creía que allí había mucho oro. Y la verdad, se lo debió de llevar todo, porque cuando yo llegué no quedaba ni una mísera pepita.

—Y ¿dónde está Haina? —preguntó Oliver, riendo por la brillante ocurrencia del dominicano.

—No muy lejos del centro de Santo Domingo, al oeste. Es una zona muy pobre, con muchas carencias. Tiene un puerto que le da algo de vida, aunque la actividad portuaria no es suficiente para dar de comer a todos.

—Bueno, has llegado hasta aquí y no te va mal en la vida. Eres un policía con reputación en tu país y creo que te gusta lo que haces —trató de consolarle Oliver.

—Sí, no me quejo. Pero vengo de una familia muy humilde y no te negaré que hemos pasado mucha hambre. La época del dictador fue muy dura y aún hoy mucha gente tiene dificultades allí.

Los ojos del dominicano se perdieron por un momento. La imagen de su barrio, con carencias básicas en saneamiento, seguridad y muchos otros aspectos del urbanismo más elemental, le venía a la cabeza. Su infancia había sido realmente difícil. Su padre abandonó a la familia cuando él apenas contaba dos años. Al principio, costó mucho aceptarlo, porque un país como el suyo, sin ningún tipo de apoyo social por parte del Estado, deja a sus ciudadanos indefensos. Lo más difícil para su madre fue mantener a cuatro hijos sin ningún tipo de ayuda. Todos tuvieron que trabajar desde muy pequeños, y gracias a que él era el menor pudo ir a la escuela mientras sus hermanos llevaban el peso de la casa. El tiempo pasó rápido y pudo estudiar hasta cumplir los dieciocho años. Aunque no consiguió recursos suficientes para ir a la universidad, pudo alcanzar un puesto en la policía dominicana, donde fue subiendo en el organigrama hasta hacerse con el departamento de la división científica. Desde entonces, su vida había transcurrido con gran celeridad debido a la multitud de casos que había tenido que afrontar, uno tras otro. Los años habían pasado casi sin que pudiera disfrutar de su alta posición en un organismo público. La intensidad del puesto no le permitía bajar la guardia. Por tanto, podía decir que la vida no le había dado respiro.

Pero le gustaba. Decididamente, le gustaba su vida.

—Cuando vuelvas por allí te llevaré a mi casa. Te encantará conocer un mundo diferente —invitó el dominicano, emocionado por sus recuerdos.

—Por supuesto, será un placer conocer Haina —contestó el español, aceptando la invitación.

Oliver pensó que este tipo le caía bien. Desde el principio le había parecido un hombre sincero y directo, y había confiado en su profesionalidad. En un caso tan complicado como el que les ocupaba, era necesario fiarse de los compañeros.

—Bien. Ahora vamos a divertirnos un rato, que es lo que me apetece —dijo Edwin mientras tiraba de Oliver hacia el interior de una concurrida discoteca.

*

El día amanecía con un sol inusualmente radiante desde las primeras horas. La luz inundaba las calles presagiando un nuevo día de implacable calor.

Altagracia había acordado reunirse con sus amigos los profesores en el hotel donde éstos se hospedaban, no muy lejos del apartamento de Oliver.

Su amiga Mercedes Cienfuegos abrió los brazos para recibirla en cuanto la vio. Las dos mujeres se fundieron en un largo abrazo. Cuando aún no habían acabado de estrujarse mutuamente, llegaron los otros profesores, que observaron la cálida relación de ambas. Don Rafael Guzmán, rector de la Pontificia Universidad, venía fumando un enorme puro ya a esas horas de la mañana. Altagracia observó que tenía el pelo un poco menos blanco de lo habitual. Las gafas de concha y el bigote seguían inalterables.

—Vaya —le dijo—, veo que estás tratando de quitarte años. ¡Pero si ya eres un hombre apuesto!

—¿Te refieres a mi pelo? —preguntó Guzmán riendo—. Es una idea de mi mujer, que prefiere los machos jóvenes. Yo le digo que la juventud está en el corazón, pero ya ves.

—Nunca debiste casarte con esa tigresa —le espetó Mercedes—; va a acabar contigo.

—Bicho malo nunca muere, como dicen acá en la madre patria —respondió entre grandes carcajadas.

El tercer profesor, Gabriel Redondo, llegaba con varios periódicos bajo el brazo. Su gran altura y sus rasgos muy marcados siempre le recordaban a Altagracia a los de un actor de Hollywood cuyo nombre nunca le venía a la cabeza.

—¿Cómo está el galán que persigue a las universitarias dominicanas? —preguntó la mujer, guiñándole un ojo.

—Pues bien contento de estar contigo acá, mi niña. ¿Cómo te va?

—Muy bien. Estamos avanzando mucho en la investigación. Han sucedido cosas que no vais a creer. Sentémonos y os lo cuento. Quiero vuestra opinión sobre varios asuntos.

*

Oliver se levantó a media mañana con un fuerte dolor de cabeza. El ron que había tomado en exceso la noche anterior le estaba pasando factura. Fue a comprobar si su amigo estaba ya despierto y observó que se había marchado. Una buena ducha y un desayuno con mucho café le vendrían bien. Se vistió y salió a la calle dispuesto a coger el metro.

Llegó a su oficina con tiempo suficiente para hacer varias llamadas y consultas a la base de datos de la policía antes de comer. Tenía previsto almorzar con su jefe y contarle todo lo acontecido en esos días. Encendió su ordenador y revisó el correo electrónico. Más de cien mensajes le esperaban en la bandeja de entrada. Los ordenó y despreció los que veía superfluos en estos momentos. El caso de los restos de Colón le tenía realmente absorto. Cuando llegó a la mitad de la lista de correo entrante, observó en el centro de la pantalla del ordenador un mensaje que le llamó la atención. Orientó el cursor del ratón hacia el mensaje y antes de abrirlo comprobó la identidad del remitente con ira.

¡El mensaje venía de la oficina de Richard Ronald en Miami, Florida!

La certeza de que este oscuro personaje estaba detrás del robo de los documentos y, sobre todo, la dureza con que habían golpeado a Edwin casi le hicieron explotar de rabia antes de abrir el correo electrónico. Pensó en mandar el mensaje directamente al departamento correspondiente para que persiguiesen a Ronald, aunque decidió leerlo, por si acaso contenía algún dato relevante para resolver el caso.

El asunto del mensaje no podía ser más curioso, dada la situación: «Urgente: tenemos que vernos». Lo abrió y pensó, una vez más, en enviar a la policía para detener a Ronald en el lugar donde pretendiera mantener la reunión.

El mensaje, no obstante, le orientó en otra dirección:

Hi, Andrés:

Espero que tus investigaciones vayan bien. He tenido conocimiento de que estás colaborando con el Gobierno dominicano en el misterioso robo de los restos de Cristóbal Colón en Santo Domingo.

Me han informado también de que tu amigo el dominicano ha sido agredido en Sevilla, y que le han robado unos documentos que pudieran ser valiosos para descifrar lo que está pasando.

También he recibido la confirmación de que os encontráis en Madrid en este momento. Como verás, me interesa el caso. No puedo ocultarlo.

Pero antes de que te enfades, permíteme que te explique mi interés en este asunto.

Hace más de cincuenta años, compré unos legajos en una subasta en París. Me interesaron porque estaban escritos en castellano antiguo y parecían originales. Desde el día que los tuve en mi poder, estos documentos han ejercido sobre mí una poderosa atracción, casi hipnótica.

Desafortunadamente, faltaban hojas en el conjunto de documentos que compré, y a mi pesar, en todos estos años no he conseguido completar la información que contienen. Jamás he encontrado en mi largo periplo como buscador de tesoros y marchante de antigüedades ningún otro documento que complemente o explique los que yo tengo.

Te podría decir que hemos estado juntos en muchas aventuras, e incluso que alguna vez no has entendido mis acciones, o peor aún, creo que piensas que te he jugado sucio en más de una ocasión. Estoy seguro de que piensas así, pero no estás en lo cierto.

Es probable que siempre trate de perseguir mis intereses y en ocasiones los ponga por encima de todo. Pero quiero decirte algo.

Por razones que no puedo explicar ahora, quiero completar la búsqueda de documentos que creo nos pueden llevar a algo grande. Tengo la sensación de que será lo más importante que haga en mi vida.

Ten en consideración mis palabras y encontrémonos cuanto antes.

Bye, Bye.

Signed: Richard Ronald

Oliver imprimió el correo electrónico. Con la hoja recién salida de la impresora, se retiró a la mesa auxiliar de su despacho para leerlo con más detenimiento. Tras varias lecturas seguidas, seguía sin creer el contenido del mensaje. Cualquier respuesta posible pasaba primero por comentarlo con sus socios de aventura, sus colegas dominicanos.

*

Doña Mercedes mantuvo una expresión de sorpresa sostenida durante las más de dos horas que Altagracia empleó en narrarles lo ocurrido en los últimos días. Durante toda la conversación, los hombres se habían mantenido al margen, sin intervenir, sabiendo la especial relación que unía a las dos mujeres, la profesora y la alumna.

—Quiero pediros encarecidamente la mayor confidencialidad posible en todo lo que he contado —solicitó Altagracia, juntando las manos a modo de ruego.

—No te preocupes, ya nos conoces —dijo doña Mercedes—. Seremos una tumba.

Todos rieron.

*

Oliver esperó en su apartamento a sus compañeros. El primero en llegar fue Edwin, que venía de recorrer el centro de la ciudad a pie. Manifestó que había estudiado palmo a palmo la madrileña estatua de Colón, por si acaso. El español escuchó con interés las investigaciones del dominicano, que explicó que se había documentado sobre la escultura, diseñada y realizada por Jerónimo Suñol en 1885.

La base del monumento fue realizada por Arturo Mélida. Cada uno de sus lados mostraba un motivo diferente: la Santa María, el acto de entrega de las joyas de Isabel la Católica, el momento en que Colón revela los planes del descubrimiento, y la Virgen del Pilar, conmemorativo de la fecha del descubrimiento, el 12 de octubre.

—La verdad es que he pasado todo el día allí —explicó—. Hasta que apareció un buen hombre y me contó que el monumento a Colón había sufrido un cambio importante de localización. Ocupaba originalmente una plaza ovalada. Alrededor había palacetes, entre ellos, el Palacio de Medinaceli. Los problemas de tráfico que había en el paseo de la Castellana y la necesidad de construir nuevos edificios hicieron imprescindible remodelar el lugar y diseñar nuevos espacios libres. Por esto, se construyó una nueva plaza, un gran aparcamiento subterráneo y el Centro Cultural de la Villa de Madrid.

Oliver callaba, escuchando con atención. Nunca antes se le había ocurrido observar el monumento a Colón de esa manera, en la ciudad en la que había nacido.

—Por todo ello —continuó, mientras comprobaba que su compañero escuchaba con interés—, creo que no vamos a encontrar nada en este monumento. Ha habido muchos movimientos del Almirante en este lugar.

—Estoy de acuerdo —aplaudió el español, contento con las investigaciones de su colega.

En ese momento, apareció Altagracia. Una amplia sonrisa denotaba que había conseguido información valiosa para el caso.

—Mis amigos, estos que vosotros llamáis intelectuales, tienen una teoría muy interesante —dijo Altagracia un poco enigmática.

—¿A qué te refieres? —preguntó Edwin.

—Existen en el mundo más de cien monumentos de Cristóbal Colón. La teoría de doña Mercedes, don Gabriel y don Rafael es que los monumentos que están relacionados con los restos pueden contener cosas relevantes.

Oliver, que había estado callado desde que la mujer había entrado, preguntó con rotundidad:

—Y ¿cómo saben eso?

—Es una teoría que han elaborado ellos mismos a partir de la información que les he dado y de la que ellos tenían antes —respondió Altagracia evitando su mirada.

—Pienso que debemos volver al buen ambiente anterior —pidió Edwin—. Sólo si nos centramos en el caso y nos entregamos a él, podremos resolverlo.

—Yo no tengo ningún problema al respecto —dijo Oliver—. Hay que preguntarle a ella si ha revelado aspectos de este caso que hagan que nos tengamos que lamentar.

—Cualquier problema que pueda ocasionar la reunión con mis amigos será mi responsabilidad —respondió muy seria.

El dominicano, una vez más, actuó en calidad de moderador del debate, y encontró una solución para quitar hierro al asunto:

—Me apetece un trago —dijo—. ¿Dónde tenemos ese ron que trajimos de nuestra tierra?

El trago de ron, la música caribeña que sonaba en el equipo de música y, sobre todo, las continuas complicidades de Edwin habían conseguido limar asperezas. Cuando ya parecía haber concluido la batalla entre los dos investigadores, el dominicano retomó el espíritu conciliador:

—Por cierto, Andrés tiene buenas noticias. ¿No es así? —dijo exagerando la expresión.

—No sé si son buenas noticias. He recibido un correo electrónico de Ronald. Me dice que quiere vernos para intercambiar información y darnos a conocer unos legajos que compró en París hace muchos años. Ya conocéis mi opinión. Este hombre es muy peligroso y mi intuición me dice que puede ser el responsable del robo de los documentos que encontramos en Sevilla y del tremendo golpe que recibió Edwin.

Los tres se quedaron en silencio durante unos minutos, entregados cada cual a sus pensamientos. El paso que había que dar no era claro en ningún caso. Tras unos instantes, Altagracia tomó la palabra:

—Parece interesante y peligroso al mismo tiempo. De acuerdo con la teoría de mis amigos, de los muchos monumentos de Colón que hay en todo el mundo, sólo los relacionados con los restos pueden ser interesantes para el caso. Según ellos, debería haber documentos ocultos en donde estén los restos de Colón.

—Sí, esto ya lo has dicho —recordó Edwin, encogiéndose de hombros, para dar a entender que no comprendía nada.

—Aunque parezca mentira —prosiguió Altagracia—, existen otros destinos de los huesos del Almirante. Permitidme que os cuente.

»Cuando se hallaron los restos en la catedral de Santo Domingo en 1877, los huesos encontrados fueron objeto de múltiples vicisitudes y viajaron mucho.

»Que nadie piense que todos los restos de la catedral dominicana se quedaron allí. Mis amigos dicen que parte de los huesos encontrados fueron objeto de un largo viaje —expuso Altagracia.

—¿A qué te refieres? —preguntó Edwin.

—El obispo de Santo Domingo, que en ese año de 1877, cuando se descubrió la nueva tumba de Colón, era monseñor Rocco Cocchia, un italiano de talante abierto y de personalidad explosiva, lanzó las campanas al vuelo por el hallazgo y se mostró muy generoso con el resto del mundo.

»Mis amigos han investigado a fondo —continuó la mujer— y han encontrado multitud de datos confirmados sobre donaciones de pequeños fragmentos de los huesos y de polvo encontrado en el ataúd a instituciones de distintas partes del mundo. Dejadme leeros una lista que he elaborado:

Algunos fragmentos fueron entregados al papa León XIII, porque obviamente la Iglesia estaba por medio. Otros fueron entregados a la Universidad de Pavía, porque existe una creencia antigua que dice que Colón estudió allí. Esta teoría carece de fundamento. Por otro lado, existe constancia de que este arzobispo italiano convenció al ministro de Justicia dominicano de que se entregase una buena pieza a la ciudad de Génova, donde se entendía que había nacido el Almirante. Finalmente, se regaló una buena parte de las cenizas o polvo que había en la tumba de la catedral a distintas instituciones genovesas.

Altagracia se dio un respiro para tomar aire, mientras buscaba otra hoja más que tenía en el portafolio.

—Aquí no acaba la cosa. Cuando se hallaron los restos en la catedral, el ingeniero jefe era el señor Castillo. La bondad del arzobispo le llevó a donar también a este hombre parte de las cenizas del interior de la urna encontrada. A su vez, este ingeniero donaría partes de sus reliquias a la ciudad de Boston y a personas de su círculo más cercano.

Los compañeros de aventura de la dominicana no salían de su asombro. Toda esta información valiosa para el caso no había aparecido en ninguno de los papeles e informes que habían manejado. Ni siquiera el Gobierno español había dado al departamento de Oliver información relevante sobre el asunto, donde esto apareciese.

—Buen trabajo, colega —dijo el dominicano, aplaudiendo de forma decidida a la mujer, mientras daba vueltas alrededor del sillón donde se encontraba sentada.

—Pienso que debemos partir para Génova lo antes posible —dijo Oliver en tono pausado—. Allí tenemos que analizar lo que pasó con el monumento de Acquaverde y hacer una buena revisión de todos los vestigios del Almirante. Además, como no tenemos nada que perder porque no tenemos ningún documento original, creo que debemos quedar con Ronald y ver qué nos cuenta. ¿Estáis de acuerdo?

Sus compañeros asintieron. Génova sería su próximo destino, por lo cual dejarían para más tarde el posible encuentro con el americano.

Oliver no terminaba de hallar acomodo en su asiento. Algo en su interior le decía que estaban cometiendo errores importantes, que le provocaban temores posiblemente infundados, pero que, en el fondo, le causaban una cierta preocupación.

*

La Universidad Complutense se encontraba abarrotada de expertos internacionales. Multitud de profesores se agolpaban en el hall de la facultad, justo antes del comienzo de las ponencias del día.

Don Rafael y don Gabriel permanecían de pie, junto a un grupo de colegas de otros países, con los que compartían ideas relacionadas con el asunto del congreso. Doña Mercedes les pidió que se acercaran a ella. Localizaron una mesa en la que se ubicaron para analizar con urgencia algo que la mujer les avanzó.

—Me ha llamado Altagracia. Nuestras ideas han calado en el policía español.

—En el fondo —tomó la palabra el rector Rafael Guzmán—, todo lo que hemos dicho es cierto. Ahí están los hechos históricos que pueden comprobarse en cualquier hemeroteca y en muchos libros de historia dominicana.

—Sí, tienes razón —dijo Gabriel Redondo—. Lo importante es lo que no hemos dicho.

—Lo realmente importante es que nuestras estrategias están en marcha —afirmó doña Mercedes con aplastante seguridad—. Mañana salen para Génova, según me ha confirmado mi niña.

Los tres se quedaron pensativos. Todo estaba bajo control.