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Santo Domingo

Era de alto cuerpo, más que mediano; el rostro luengo y autorizado; la nariz aguileña, los ojos garzos; la color blanca, que tiraba a rojo encendido; la barba y cabellos, cuando era mozo, rubios, puesto que muy presto con los trabajos que se le tornaron canos.

HERNANDO COLÓN,

Historia del Almirante, 1537

El teléfono de Edwin Tavares sonó con fuerza mientras tomaba su merecido ron de mediodía en la calle El Conde. El tintineo del aparato despertó a muchos clientes que observaban ensimismados el largo desfile de multitud de personas de todas las razas y condiciones. La mayor calle comercial de la ciudad, a modo de improvisada pasarela de modelos, era el lugar perfecto para que la mayoría de las dominicanas lucieran su esbelta figura. La forma de caminar de las mujeres de su país siempre le recordaba a Edwin el suave balanceo de las palmeras en las bellas playas bañadas por el mar Caribe.

Antes de partir, observó que se había formado gran cantidad de nubes en el escaso tiempo que estuvo sentado. Por el color plomizo de éstas adivinó que la amenaza de lluvia era inminente, lo que sin duda sería bien recibido por los dominicanos, asfixiados por el sofocante calor.

Se encontraba a muy pocos metros de la catedral y de la sala consistorial del ayuntamiento de Santo Domingo, donde Altagracia Bellido le había convocado para tener una reunión de trabajo con el investigador español Andrés Oliver. Pagó la cuenta y se puso la chaqueta con desgana.

El edificio, de color blanco, situado en la esquina de las calles El Conde y Arzobispo Merino, en plena zona colonial, constituía un signo más del glorioso pasado dominicano y una pieza que incrementaba el valor monumental de la Ciudad Primada de América. Los españoles construyeron allí el primer ayuntamiento del Nuevo Mundo. Subiendo las escaleras observó las pinturas originales de las paredes, que representaban distintas escenas de los colonizadores españoles, mientras procedían a difundir el evangelio entre los indios y, en otros casos, luchaban contra ellos. Le vino a la cabeza la idea de que el caso que estaba resolviendo en esos momentos estaba relacionado con esas escenas y con personas que habían vivido esos episodios quinientos años atrás.

Cuando llegó frente al despacho principal de la sala consistorial le recibió una asistente de la secretaria de Estado que le acompañó a una sala de reuniones próxima. Cruzando por un pasillo estrecho, Edwin pudo ver que al final de éste se encontraban la propia Altagracia y el investigador español.

—Señores, quiero decirles que el síndico[4] de Santo Domingo nos ha cedido este espacio, que cuenta con tres despachos independientes y esta sala de reuniones, en la que vamos a trabajar de forma conjunta hasta que resolvamos este caso —informó la mujer.

Los despachos tenían amplitud suficiente y estaban equipados con ordenadores e impresoras. El español observó que cada una de las dependencias lucía un enorme cuadro con la fotografía del presidente en diferentes poses.

—De igual forma, quiero manifestarles que el presidente de la República Dominicana ha enviado una carta al ministro español de Cultura en la que ofrece toda nuestra ayuda para resolver este caso por el bien de ambos países.

Edwin se quitó la chaqueta al ver que el español había hecho lo propio.

—¿No podemos disponer de un sitio con aire acondicionado? —dijo el dominicano, visiblemente sudoroso.

—He elegido este lugar porque está en la zona colonial, muy cerca de los distintos museos y archivos que pueden contener información relevante para el descubrimiento. Por tanto, puede sernos muy útil para resolver el caso.

—A mí me parece un sitio estupendo —sentenció el investigador español mirando a su alrededor.

Cerrado el debate sobre sus nuevos despachos, la mujer proyectó una presentación en una pantalla.

—Bien, señores. De acuerdo con las instrucciones dadas por el presidente, nuestro país ha aceptado la propuesta de realizar una investigación conjunta. No obstante, las reglas del juego son éstas: primero, yo seré la responsable de la investigación y coordinaré los trabajos que vayamos realizando. Ustedes, por tanto, están a mis órdenes. Segundo, toda la información de que dispongamos y que vayamos consiguiendo ha de ser puesta en mi conocimiento de inmediato, y esto va especialmente por usted, señor Oliver. Tercero, las pruebas físicas que obtengamos serán propiedad del Gobierno dominicano, sin ningún tipo de discusión. ¿Ha quedado claro?

—Perfectamente —dijo Oliver, moviendo la cabeza en señal de asentimiento.

—Claro, claro —respondió Edwin al ver que esperaban su respuesta.

—Bien, una vez dicho esto, le ruego, señor Tavares, que nos exponga las últimas investigaciones realizadas.

El policía dominicano explicó que estaban siguiendo el rastro de dos personas que habían alquilado un coche en el Aeropuerto de Las Américas dos días antes del robo. El vehículo sospechoso, una yipeta[5] negra marca Toyota de fabricación reciente, por tanto, un modelo no muy habitual en las calles de la capital, había sido visto en las inmediaciones del mausoleo la noche del robo. La policía se estaba centrando en la búsqueda de este vehículo y en el rastreo de hospitales, dado que uno de los ladrones había recibido un balazo de los guachimanes. Por el momento, no se había encontrado nada.

—Quizá podamos iniciar la investigación revisando la información que tienen nuestros respectivos países sobre los restos de Colón, ¿les parece? —propuso Altagracia.

Andrés Oliver comenzó explicando que estaba probado que Cristóbal Colón falleció en Valladolid el 20 de mayo de 1506. A los tres años de su muerte y enterramiento, el cadáver fue exhumado y trasladado a Sevilla, donde permaneció muchos años.

Posteriormente, la viuda de su hijo Diego, doña María de Toledo y Rojas, tras la muerte de éste intentó durante años trasladar los restos de su marido y del Almirante a Santo Domingo, la primera gran ciudad del Nuevo Mundo, que para entonces se había convertido en el centro de todas las operaciones de los españoles en el Caribe.

—Corría probablemente el año de 1544 —continuó exponiendo—. El primer gran templo de este Nuevo Mundo ya estaba construido para entonces, lo que motivó a los herederos del Descubridor a traer los restos aquí, a Santo Domingo, en cumplimiento de su voluntad, que según parece expresó en diversas ocasiones a sus seres más queridos. Aquí, por tanto, quedaron enterrados Cristóbal Colón y su hijo, para gloria de ambos.

»La cesión temporal de la isla La Española a Francia en 1795 —continuó explicando— provocó que los restos del Almirante fuesen trasladados a Cuba, con el objeto de que éstos permaneciesen en suelo patrio. La estancia cubana de Colón acabó en 1898, cuando España perdió la última gran colonia que tenía en el Caribe. De nuevo, los restos iniciaron un viaje transoceánico para acabar, esta vez de forma definitiva, en la catedral de Sevilla, donde según la versión española, permanecían hasta ahora —terminó de exponer Andrés Oliver.

La secretaria de Estado confirmó que la versión dominicana era radicalmente distinta. Cuando en 1795 La Española cayó en manos francesas, los españoles trasladaron unos restos a La Habana. Hasta ahí, todo bien. Si no fuera porque casi cien años más tarde, exactamente en 1877, varios obreros que restauraban la catedral de Santo Domingo reabrieron la fosa y encontraron una cámara mortuoria escondida. Tras la obtención de los permisos para abrir el nuevo y sorprendente hallazgo, las autoridades dominicanas localizaron un féretro que contenía fragmentos de huesos y una placa grabada con la frase: «Aquí yacen los restos del Primer Almirante Don Cristóbal Colón».

—Este hecho fue documentado por numerosas personalidades dominicanas y es aceptado como auténtico por múltiples historiadores internacionales —explicó la mujer tratando de convencer al español.

»La tesis dominicana defendida desde entonces apunta a que los restos que se enviaron a Cuba eran los de Diego Colón, hijo del Almirante, que había sido enterrado en el templo, cerca de la tumba de su padre. No obstante, otras fuentes señalan que los restos enviados a la isla vecina podrían ser los huesos de cualquier otro miembro de la familia Colón, dado que en el panteón de la Catedral Primada de América también fueron enterrados otros descendientes.

—Según la teoría dominicana, ¿por qué se cometió un error tan burdo en un tema tan importante como éste? —interrogó el español, para tratar de poner en un aprieto a la mujer, con una historia que él conocía bien.

—Hay muchas teorías, si bien es necesario comprender el devenir de esta isla en el transcurso de los siglos XVI y XVII —contestó Altagracia—. La razón del error en los restos enviados a Cuba estriba, siguiendo la tesis dominicana, en que cuando Francis Drake amenazó con atacar Santo Domingo en 1585, las autoridades del momento se apresuraron a exhumar al Almirante para protegerlo. Posteriormente, no lo devolvieron a su ubicación original, junto al altar mayor. En ningún caso existe constancia de que figurase una lápida sobre la tumba del Descubridor.

Los hombres se miraron entre sí, siguiendo las explicaciones de la secretaria de Estado.

—De hecho —explicó la mujer—, la posición del altar mayor de la catedral ha cambiado varias veces de sitio en los casi quinientos años de existencia de este importante templo. Por tanto, la tesis dominicana tiene una base histórica sólida, hasta el punto de que es aceptada por expertos internacionales.

—La versión dominicana siempre ha sido rechazada en nuestro país —afirmó Oliver—. Cuando se descubrió la nueva tumba en la catedral de Santo Domingo, siendo ya la República Dominicana un país independiente y Cuba la última gran colonia española en el Caribe, la Real Academia de la Historia, a instancias de Cánovas del Castillo, emitió un veredicto rotundo: «Los restos de Cristóbal Colón, Almirante del Nuevo Mundo, yacen en la catedral de La Habana, a la sombra de la gloriosa bandera de Castilla».

»Por lo tanto, nuestros países llevan más de cien años disputándose la posesión de los auténticos restos del Descubridor del Nuevo Mundo, sin confirmarse si ustedes o nosotros tenemos al verdadero Cristóbal Colón —concluyó el investigador español.

—Se equivoca, señor Oliver. Ahora sí que podemos afirmar que ni ustedes ni nosotros tenemos los huesos del Almirante —sentenció Altagracia.

*

La lluvia caía abundantemente sobre la plaza de la catedral cuando los tres investigadores abandonaron el edificio consistorial para comer. Decenas de escolares vestidos con uniforme azul celeste trataban de refugiarse del aguacero en alguno de los comercios cercanos. Andrés observó la estatua de Cristóbal Colón en el centro de la plaza, en su tradicional posición con el brazo alzado. Comprobó que el monumento tenía una inscripción y decidió que volvería más tarde para leerla.

Se dirigieron hacia el Mesón de Bari, en la calle Hostos, cerca de las ruinas del Hospital de San Nicolás. El restaurante, ubicado en una de las casas más antiguas de la zona colonial, fue especialmente recomendado por Altagracia, que parecía conocerlo bien. Al llegar, tanto Andrés como Edwin, que desconocían el lugar, se encontraron con un tranquilo establecimiento lleno de intelectuales dominicanos que debatían sobre múltiples temas de la actualidad caribeña. El sitio ofrecía como complemento a sus clientes una amplia exposición de obras pictóricas de los principales artistas del lugar.

Nada más cruzar la puerta, Altagracia atrajo la atención de una buena parte de los comensales, que desviaron sus miradas de forma instintiva hacia ella. Sin duda, era muy conocida por la reducida élite intelectual y política de su país. No obstante, Andrés pensó que también podía deberse a su físico, dado que con una piel canela aterciopelada y su pelo liso largo, así como con su escultural silueta, la mujer componía el mejor reflejo del mestizaje de las Antillas.

Consiguieron una mesa en la planta superior junto a una de las ventanas. La dominicana les recomendó el cangrejo a la criolla, el lambí[6], y cómo no, los tostones de plátano. Los hombres aceptaron la propuesta.

—¿Le va gustando nuestro país, señor Oliver? —preguntó Edwin.

—Sí, por supuesto. Me parecen excepcionales sus riquezas históricas, los escenarios naturales y, sobre todo, su gente.

—Quizá podamos andarle a conocer también nuestra gastronomía y, por qué no, nuestra música y costumbres —añadió Altagracia.

—Claro que sí, será para mí todo un placer.

Decidieron tutearse, e incluso compartir unos tragos de ron.

*

La noche presentaba un impresionante cielo lleno de estrellas. Más espectacular aún era la proyección que sobre él hacía un potente rayo láser, que desde el Faro de Colón, emitía una imagen en forma de cruz hacia el firmamento, visible desde una buena parte de la ciudad. Oliver adivinó que la señal partía precisamente del edificio que había albergado los restos del Almirante, si es que alguna vez habían estado allí.

Abandonó el hotel Jaragua, en el cual se alojaba esos días. Caminando por el malecón, no pudo sino reflexionar sobre el extraño robo y su conexión con el de Sevilla. Sin duda, los ladrones habían operado de forma coordinada en ambos países, y habían querido dejar patente este hecho mediante la firma del Almirante en la entrada de los edificios expoliados.

Había quedado con sus dos colegas en un bar de típico sabor caribeño llamado El Sartén. Decidió ir dando un paseo porque en el hotel le habían indicado que el bar se encontraba en la zona colonial, a unos treinta minutos andando. El sol del atardecer ofrecía unos sorprendentes colores que se reflejaban en las aguas del Caribe a lo largo del malecón.

Observó que alguien le seguía.

Con el mayor disimulo posible, paró en uno de los establecimientos de la zona que servían tragos de ron y otras bebidas. Pidió una cerveza Presidente, la más conocida del país, y puso en alerta los sentidos. El hombre que le seguía continuó hacia delante, y le perdió de vista. Andrés comprobó que era un hombre de mediana edad, unos treinta y cinco años, vestido con un traje marrón y corbata de tonos variados. Un policía dominicano, pensó sin vacilar. Pagó su cerveza y avanzó hacia el punto de encuentro con celeridad. Cuando llegó, encontró un local de reducidas dimensiones, iluminado mediante tenues luces de color azulado. Una bachata sonaba de fondo cuando observó que ya se encontraban allí tanto Altagracia como Edwin. Tomó asiento junto a ellos y lo primero que hizo fue contarles lo sucedido minutos antes.

El dominicano trató de quitar hierro a la situación, intentando alegrar la velada.

—¿Dispuesto a vivir una noche caribeña? —preguntó.

—Bueno, si tu gente no me da más sustos, puede que lo pase bien —contestó con sequedad.

—No sé de qué me hablas. Puedes tener absoluta seguridad de que no es mi gente. La policía científica no se dedica a eso —respondió extrañado.

—Bien, mañana me encargaré de hablar con el director nacional de policía y aclarar lo sucedido. ¿Cómo sabes que se trata de un policía dominicano? —preguntó Altagracia algo confusa.

—Intuición profesional.

Para terminar con la tensa situación, la mujer les propuso pedir un trago de ron e invitó a Edwin a bailar un merengue para que el español observase y aprendiese. Andrés Oliver se interesó por el ritmo, si bien determinó que nunca sería capaz de volar sobre la pista como ellos lo hacían.

*

Al día siguiente, en las oficinas, Altagracia informó de que había pedido explicaciones al departamento de policía sobre el suceso de la noche anterior, y propuso hacer una reunión conjunta para poner en común las pistas encontradas y la situación general del caso.

—Tengo la sensación —comenzó a exponer Oliver— de que no estamos acertando en el fondo de la cuestión. Quizás el hilo conductor de este caso no esté en los restos en sí, de uno y otro de los miembros de la familia Colón, sino en algún otro misterio de los que han acompañado al Almirante desde su muerte.

—¿A qué te refieres? —preguntó el dominicano.

—La muerte de Cristóbal Colón dejó sin resolver muchos enigmas —continuó exponiendo el investigador español—. Si me permitís, puedo contaros las distintas facetas de este personaje histórico que aún no han sido aclaradas quinientos años después de su muerte.

—Adelante —propuso la mujer—. Esto puede ayudarnos a centrar el caso e ir abriendo líneas de investigación.

El español inició una explicación ordenada de los enigmas colombinos. El primer misterio, y uno de los más significativos, era su origen. Tradicionalmente aceptada la procedencia genovesa, no existían pruebas sólidas que confirmaran el origen italiano del marino. Frente a teorías que apuntaban a un origen portugués, francés o de algún otro país europeo, las tesis más consolidadas y sobre las que se estaba investigando en ese momento se dirigían hacia un origen catalán o balear.

—La procedencia genovesa, aunque sigue siendo la más afamada, es muy cuestionada por muchos historiadores. Entre otras razones, es extraño que Colón no utilizara nunca el italiano ni para dirigirse a los banqueros genoveses, como demuestran múltiples escritos de la época —explicó el español—. El origen catalán del Descubridor, por ejemplo, estaría avalado por el hecho de proceder de una familia judía conversa; dato que Colón podría haber intentado ocultar durante toda su vida, y de forma permanente en sus negociaciones con los Reyes Católicos debido a la expulsión de los judíos que éstos decretaron y a la fuerte aversión que se produjo hacia aquéllos en los años siguientes. Por tanto, no es nada descabellado pensar que nuestro Almirante pudo haber nacido en Cataluña o bien en algún lugar de las islas Baleares.

—Tengo entendido que también hay propuestas un tanto alocadas sobre el origen del Almirante. ¿Es así? —preguntó la mujer.

—Sí. Existen teorías muy alejadas de la realidad —continuó Oliver—. Estas apuntan a que Colón nació en América, procedente de algún remoto lugar poblado por templarios que habrían abandonado el puerto de La Rochelle el 14 de octubre de 1307, sin rumbo conocido. Es cierto que cuando el rey de Francia Felipe IV el Hermoso y su canciller Guillermo de Nogaret ordenaron apresar a todos los templarios, éstos desaparecieron sin dejar rastro y nunca más se ha sabido de ellos. Los que apuntan esta procedencia templaría del Almirante sustentan su teoría en que Colón tenía conocimientos náuticos muy superiores a los de su época, y que conocía perfectamente la dirección que habría que seguir para llegar al Nuevo Mundo.

Edwin atendía a las explicaciones exhibiendo una elocuente expresión de sorpresa en su rostro. Jamás había oído algo parecido.

—Por supuesto, yo no creo en absoluto esta relación del marino con la Orden del Temple —dijo el español entre risas—. Independientemente de estas teorías sobre su posible procedencia, es cierto que este último punto, es decir, el posible conocimiento de la ruta exacta antes de iniciar el primer viaje, constituye el segundo gran misterio en torno a nuestro Almirante.

»Este segundo enigma, aún más significativo que el anterior, señala que Colón tenía conocimientos náuticos avanzados para su época, desconocidos para los grandes marinos del momento. Son muchas las fuentes que apuntan que conocía con anticipación la ruta para llegar al Nuevo Mundo.

—Pues tampoco tenía yo noticia de este tema —expresó el dominicano, que seguía mostrando signos de sorpresa en su rostro.

—La tesis más consolidada en este sentido es la del piloto desconocido —continuó narrando el español—. Colón podría haber tenido acceso a los restos de un naufragio durante su estancia en Porto Santo, o bien en un viaje a La Gomera. Una nave procedente del oeste, con sólo seis marinos vivos a bordo, habría llegado a tierra tras una travesía llena de problemas y un intenso temporal.

»El piloto de esta nave, llamado Alonso Sánchez y procedente de Huelva, en el sur de España, habría sido arrastrado hacia el oeste en una sucesión de vientos y tempestades que le impidieron volver a tierra. Una vez en medio del océano, sin velas y sin recursos, él y su barco se dejaron llevar de forma desesperada hacia donde la suerte les llevase.

»Tras diez semanas de travesía, la nave alcanzó alguna isla del mar Caribe, donde pudieron alimentarse de frutas una vez logrado el favor de los nativos, que los consideraron dioses llegados del cielo —siguió explicando—. Resuelto el problema de la comida, iniciaron un periplo por distintas islas durante el cual podrían haber conseguido reponer los elementos imprescindibles de la nave y calafatear el barco. Meses después, en el viaje de regreso, un gran número de incidentes y enfermedades azotó a los marinos. Entre otras, una extraña enfermedad afectó gravemente a los navegantes que habían copulado con las nativas.

»El piloto habría trabajado intensamente durante esta accidentada travesía de vuelta, reconstruyendo la ruta y dibujando cartas náuticas con los mejores cálculos posibles. Al llegar a tierra, Alonso Sánchez sólo sobrevivió seis días, y acabó entregando sus notas y cartas al navegante Cristoforo Colombo, al servicio de Portugal por aquel entonces —concluyó.

—Nunca tuve conocimiento de esta extraña historia —reflexionó la dominicana.

—Ni yo —afirmó Edwin, mientras encendía un cigarrillo para relajarse de la densa clase de historia que estaba recibiendo.

—Bueno, es un relato relativamente conocido y estudiado por algunos investigadores, que apuntan que todo esto sucedió aunque no puede demostrarse con rotundidad. Pero para corroborar en cierta forma los hechos, baste decir que en Huelva existen parques, estatuas y otros elementos en honor del piloto.

—¿Piensas que podría haber alguna relación con nuestro caso? —interrogó Edwin.

—No la veo por el momento, si bien no es ésta la única fuente en la que pudo inspirarse Colón para adivinar la ruta hacia oriente.

Oliver explicó que durante su estancia en Portugal Colón estuvo en contacto con la flor y nata de los científicos, geógrafos y navegantes que dominaban el mundo náutico del siglo XV. En Lisboa conoció a un alemán que influyó notablemente en sus ideas. Su nombre era Martin Behaim y fue el primer geógrafo que construyó un globo terráqueo.

—Aunque tradicionalmente se ha dicho, y mucha gente de forma errónea lo cree, Colón no fue el primero que dijo que la tierra era redonda —expuso Oliver—. Cuando el marino elaboró su proyecto de ir a las Indias por occidente, ya se aceptaba la esfericidad del globo terráqueo. El dilema era la dimensión de la tierra. Nadie imaginaba que se podía ir al oriente por occidente. Colón, en este sentido, sabía que a unas setecientas leguas había tierra. O lo imaginaba. En cualquier caso, nuestro Almirante llevó a cabo su proyecto descubridor y halló un Nuevo Mundo.

Altagracia se acomodó en su silla y acertó a preguntar:

—Y ¿cuál es el tercer gran misterio en relación con Colón que mencionaste al principio?

—Su extraña firma —respondió Oliver—. Y éste, sin duda, sí que es uno de los misterios relacionados con nuestro caso.

El español no había terminado de pronunciar la frase cuando el teléfono de Edwin Tavares sonó. El director nacional de policía les requería urgentemente en su despacho.

Habían encontrado las primeras pruebas del robo.

*

El coche oficial de la secretaria de Estado les había llevado hacia el enorme edificio de la central de policía en pocos minutos. La mujer sentía escalofríos cada vez que entraba en aquel inmueble, de formas rectas y techos altos, construido en la época del dictador Trujillo. De alguna forma, el arquitecto había diseñado el edificio para impresionar, y lo había conseguido.

El mármol gris exageradamente pulido del suelo y el oscuro granito verde utilizado en las paredes conferían al edificio un aspecto siniestro, reforzado por la presencia de gruesos barrotes de hierro forjado en todas las ventanas.

Los tres investigadores permanecían sentados frente a la mesa del director nacional en espera de su llegada inminente. Habían llegado lo antes posible y en esos momentos se encontraban expectantes ante la noticia del hallazgo.

—Vaya silencio sepulcral —acertó a decir Edwin, mirando a sus compañeros.

—Nunca mejor dicho, amigo mío —rió Oliver.

Cuando aún sonreía el español por la ocurrencia del dominicano, entró el director con otros dos mandos de la policía, y casi sin sentarse comenzó a vociferar:

—Hemos encontrado un apartamento en un barrio periférico de la ciudad donde han estado escondidos los malhechores estos días. Pensamos que no se han movido de allí en todo este tiempo. Desafortunadamente, se nos han escapado, aunque creo que los podremos coger. He puesto a un gran número de mis hombres a perseguirlos. Ya veremos.

—¿Sigue vivo el herido? —preguntó Edwin.

—Sí. Todo parece confirmar que ha sido sanado allí mismo, porque hemos encontrado vendas y material médico suficiente para curar una herida de bala. Tengo que decirles que hemos localizado la yipeta negra y mucho material escrito, que quiero que ustedes vean.

Desplegó sobre su mesa decenas de papeles, en su mayoría notas manuscritas de los ladrones, así como gráficos de la catedral, el Faro y otros lugares históricos de la capital dominicana, todos localizados en la zona colonial, la más antigua de la ciudad.

—Parece que tenían también otros objetivos —dijo el director—. Me preocupa que tuvieran mucha información sobre la catedral, así como de otras iglesias y monumentos de la zona. No tengo ni idea de lo que perseguía esta gente.

—¿Qué son esas notas? —preguntó el español, señalando unas hojas con unos garabatos de las inscripciones de varios monumentos dominicanos, incluida una que rezaba:

Ilustre y Esclarecido Varón Don Cristóbal Colón.

—Vaya, es la inscripción que tenía la urna en la que fueron encontrados los restos de nuestra catedral, en 1877 —expuso Altagracia—. Parece que los ladrones están interesados en este tipo de leyendas. ¿Por qué querrían anotar tantas veces esta frase en estos folios?

—Todo esto me parece muy significativo —respondió Oliver—. Viendo estas frases y estos dibujos, yo diría que los autores del delito parecen interesados en encontrar algo más que los huesos.

Observaron distintas anotaciones realizadas por los ladrones, entre las cuales se encontraban varios cuadros con diferentes combinaciones de palabras y textos, provenientes de las leyendas del cofre en el que fueron encontrados los restos del Almirante, así como los textos de las inscripciones de varios monumentos erigidos en honor del Descubridor.

—¿Y los huesos? ¿No estaban allí? —preguntó Altagracia.

—No, es lo único que no hemos encontrado —respondió el director nacional de policía—. ¿Tienen ustedes alguna idea de lo que hacía esta gente? ¿Por qué estaba tan interesada en estas inscripciones?

Se miraron unos a otros sin encontrar el motivo.