13
Miami
La historia es un manojo de mentiras llena de fábulas y fantasía; nos enseña infortunios y errores de América; pero es elocuente para los que saben leerla.
SIMÓN BOLÍVAR
La llegada a Miami le recordó al clima de su tierra, que añoraba después de tantos días fuera. La primera señal de la atmósfera tropical fue el calor húmedo que le impregnó de sudor la camisa, incluso antes de subir al taxi. El dominicano no había desconectado la mente durante el vuelo desde Italia, tratando de adivinar la relación del americano con el caso. Ahora, al tomar contacto con una ciudad tan abierta como ésta, volvía a sentirse como en casa, con ganas de interrogar al misterioso y enigmático cazatesoros.
Al menos había una noticia buena. Altagracia había confirmado a sus compañeros en el transcurso del viaje que no había hablado con doña Mercedes, y que, por tanto, había respetado su deseo de preservar los valiosos hallazgos, aunque seguía sin entender el motivo por el cual no podía intercambiar impresiones con ellos. La mediación del dominicano volvió a funcionar, y consiguió aplacar los ánimos. Al menos por el momento.
La ciudad también pareció inyectar nuevas energías en ella. La luz, la cálida brisa y, sobre todo, tanta gente hablando su idioma sirvieron para que se sintiera con fuerza, dispuesta a dar un nuevo salto en la investigación. Su país lo merecía, y ella no iba a cejar en el empeño.
El español parecía algo más inquieto. El solo hecho de encontrarse con el americano suponía un esfuerzo inexplicable para alguien como él, que había pasado en su vida profesional por situaciones complejas. Ese caso se había tornado en algo importante en su carrera, porque la expectación creada en torno a los incidentes había despertado el interés de muchos países. Sus superiores confiaban en él, y esperaban mucho. El caso tenía que ser resuelto para poder explicar los sucesos acontecidos. De acuerdo con su forma de ser y actuar, no podía fallar ante la gran cantidad de personas que esperaban la solución. Nada en el mundo le fastidiaba más que fracasar ante otros, no dar la respuesta que se esperaba de él. Y sin embargo, le había tocado lidiar ese asunto con su peor enemigo. El escurridizo y turbio Richard Ronald.
El americano les recibiría en sus oficinas, situadas en el mismo edificio donde residía. La última planta del lujoso inmueble localizado frente al mar había sido adquirida hacía tiempo para ambos usos. Un amplio ascensor les elevó, durante unos minutos que les parecieron interminables, hacia el esperado encuentro.
Un portero, elegantemente vestido con un pesado uniforme, les condujo hasta la entrada de las dependencias, que, en sí mismas, parecían un auténtico museo. Multitud de vitrinas, que contenían gran cantidad de objetos de arte, conferían al hall un aspecto imponente. Una secretaria les invitó a pasar a una sala de reuniones, decorada con el mismo estilo que habían visto en la entrada.
—Me pregunto cuántas de estas obras de arte habrán sido robadas —reflexionó Oliver, sin dar crédito a lo que estaba viendo.
La dominicana se acercó a una vitrina que exponía diversas tallas en madera y máscaras tribales que pudo reconocer perfectamente.
—¡Mirad esto! Es auténtico arte taino. ¿De dónde habrá sacado estas joyas? Yo no tenía conocimiento de estas piezas. No sabía que existían.
—Pues no os perdáis esta otra exposición —exclamó Edwin desde el extremo opuesto de la sala—. Aquí hay multitud de textos templarios y algunas piedras talladas que según dice en este rótulo podrían ser la clave de algún misterio actualmente en estudio.
—Ya os lo dije —expresó indignado el español—, este hombre ha estado en todos los sitios del mundo, siempre en los momentos más oportunos. Cada vez que se descubre algún vestigio significativo en una excavación arqueológica, allí aparece Ronald. Y casi siempre saca partido utilizando diversas técnicas, todas de dudosa reputación.
El enorme valor y belleza de las obras de arte allí expuestas hizo que cada uno de ellos se dedicase por unos instantes a contemplar alguna de las piezas. El silencio se rompió al abrirse una pesada puerta de madera al fondo de la habitación.
En ese momento, entró un hombre de edad avanzada, tez bronceada, ojos verdes muy expresivos, que lucía un traje italiano de corte impecable. Su delgado y anguloso rostro denotaba confianza en sí mismo.
—Amigo Andrés, cuánto me alegro de verte.
—Hola, Richard —pronunció el español, que no hizo ningún ademán de estrechar su mano—. Permíteme que te presente a mis dos colegas. Altagracia Bellido es secretaria de Estado de Cultura, y Edwin Tavares pertenece a la policía científica, ambos de la República Dominicana.
—Encantado, señores. Disculpen mi español. Debería ser perfecto después de tantos años viviendo en Miami y viajando por España, América Central y Sudamérica, pero ya ven. Hablo como un yanqui.
—Habla usted bien, señor Ronald —señaló la mujer.
El americano tomó su mano y la besó de forma delicada, ofreciéndole el paso hacia la enorme terraza donde había previsto servirles una cena.
—Espero que no estén muy cansados después del viaje. Por favor, tomen asiento.
La mujer quedó encandilada con las inmejorables vistas de la costa y de buena parte de la ciudad, que comenzaba a iluminarse progresivamente al caer la noche.
—Veo que le gusta la ciudad, señorita.
—Sí, siempre me ha gustado Miami. Los hispanos somos bien recibidos aquí.
—Cierto.
—Bueno, Richard, cuéntanos qué quieres de nosotros —atajó Oliver.
—Iré al grano. Estoy al tanto de lo sucedido en Santo Domingo, Sevilla y Génova. Como sabes, tengo buenos informadores —dijo Ronald, exhibiendo una enorme sonrisa.
—No me cabe la menor duda —lanzó el español.
—Bien. En esta ocasión no quiero aprovecharme de lo que estáis buscando, sea lo que sea. Estoy al tanto de los legajos que encontrasteis en Sevilla y del terrible robo del que habéis sido objeto. Espero que ya se encuentre bien, señor Tavares.
—Sí, gracias. Yo espero que usted no haya estado relacionado con el robo. Si no… —dijo el dominicano, que apretó el puño con fuerza bajo la mesa.
—En absoluto. Esté usted tranquilo, porque no tengo nada que ver. Pero tengo cierta idea de quién o quiénes han podido ser.
—Veo que eres fiel a tu estilo —respondió de inmediato Oliver.
—La ironía nunca ha sido tu principal arma, Andrés. Te ruego que me dejes explicar todo lo que sé, y luego podrás juzgar. Estoy convencido de que os voy a aportar muchos datos interesantes. Pero antes de nada, vamos a cenar, por favor.
El anfitrión hizo gala de una acogedora amabilidad durante la cena. Ofreció a sus invitados un agradable menú, aderezado con interesantes historias vividas en sus múltiples viajes.
Altagracia recibió una impresión del americano muy diferente a la transmitida por el español. Junto con unos modales exquisitos, el millonario dio múltiples muestras de su pasión por el arte y la belleza de los objetos antiguos, al tiempo que mostró su respeto por las normas de cada país relativas a las excavaciones. Para reforzar su imagen, explicó que más de la cuarta parte de los ingresos de sus empresas eran destinados de forma sistemática a labores humanitarias y filantrópicas.
Una vez terminado el postre, Ronald solicitó a sus invitados que se trasladasen a su despacho, donde pudieron comprobar que el millonario había reservado las mejores piezas de arte para su propio espacio personal. Los retablos más antiguos, las pinturas más bellas y las reliquias más valiosas ocupaban distintas paredes y estanterías en la increíble oficina del americano.
Les solicitó que se sentasen en una mesa auxiliar y les pidió que esperasen unos minutos, al cabo de los cuales volvió con un pesado objeto, cubierto con un paño de terciopelo rojo, que puso sobre la mesa.
Al retirar el paño, pudieron observar una hermosa caja de caoba, minuciosamente tallada. Delicados motivos medievales habían sido esculpidos en la oscura madera.
—En el interior de esta caja hay algo que estáis buscando. Es mío desde hace mucho tiempo.
—Y ¿qué es? —preguntó Edwin, tragando saliva.
—Quisiera antes obtener vuestro compromiso de que vamos a participar juntos en los siguientes pasos. ¿Me comprendéis? —preguntó Ronald, mientras comprobaba que sus invitados entendían.
—Me parece increíble lo que pides. No entiendo cómo puedes tener tanta desfachatez para pedirnos eso —espetó Oliver elevando el tono.
—Creo que no sabes lo que contiene esta caja. Cuando lo sepas, a lo mejor cambias de opinión.
—Díganos de qué se trata, y seguro que mi colega le escucha de nuevo —le sugirió la dominicana.
—Esta caja contiene las catorce páginas que faltan en el Libro de las Profecías del Almirante. ¿Os convence ahora mi propuesta?
*
En el hall se acumulaba gran cantidad de maletas y equipajes de todos los clientes que llegaban o se marchaban del hotel a esa hora del día. El ruido le estaba poniendo nerviosa por momentos. El barullo incesante, molesto a ratos, comenzaba a crear en ella una visible irritación. Una mujer tan segura de sí misma no podía exteriorizar la gran preocupación que llevaba dentro. Las cosas se le habían ido de las manos, y no seguían la línea que había marcado.
—No me llamó ayer. Algo ha pasado —dijo doña Mercedes expresando sus pensamientos.
—¿Podemos saber dónde están? —quiso conocer don Gabriel.
—Claro. He hablado con Verdi, que tiene acceso a todos los ordenadores de la policía, y me dice que dejaron el hotel con rumbo al aeropuerto. Está tratando de adivinar el destino de su vuelo.
—Siento decirlo —volvió a insistir don Gabriel Redondo—, pero esto es muy importante para nosotros. No estoy seguro de que hayamos llevado esto con seguridad.
—¿Te crees que yo no estoy preocupada? —señaló la mujer, lanzándole una retadora mirada a su colega.
—Mira, Mercedes, llevas muchos días diciendo que tú controlas a Altagracia. Si no es así, tendremos que pasar a otro tipo de acciones. Lo siento, pero este asunto no se nos puede escapar.
—Yo estoy de acuerdo con él, Mercedes —afirmó don Rafael Guzmán—. No podemos poner en juego algo tan relevante. Tratemos de ver dónde están ahora los tres y pasemos a elaborar un nuevo plan.
—Me parece bien —expresó don Gabriel—. Creo que ha llegado la hora de utilizar métodos más efectivos.
*
Muchos años atrás, durante uno de sus viajes a París, Ronald había comprado unos legajos amarillentos que llamaron su atención por su aspecto. La caligrafía y el papel ahuesado denotaban antigüedad. A pesar de que el vendedor no ofrecía garantías sobre su autenticidad, le parecieron interesantes porque en su país se podía colocar cualquier cosa con aspecto antiguo.
De vuelta a su casa, pensó varias veces en largarlos por el doble del precio que había pagado. No obstante, por razones que no podía explicar, dejó los documentos archivados en su estudio. Posteriormente, cuando un cliente le pidió cosas de la época colonial española, recordó aquellos viejos papeles que había adquirido a un anticuario francés. Durante muchos años, un hombre apasionado por el arte y las reliquias históricas como era él se interesó de nuevo por ese conjunto de legajos con el convencimiento de que le podían reportar lo que más le gustaba en el mundo: dinero, mucho dinero.
Estudió la historia colombina y los misterios que rodeaban la vida del insigne Almirante. En poco tiempo, encontró la conexión de las catorce páginas que había comprado con el Libro de las Profecías existente en la Biblioteca Colombina de Sevilla. Aún recordaba el día en que fue a visitar la mayor fuente de textos colombinos. Cuando leyó la anotación en la hoja 77, creyó que moría.
El Libro de las Profecías, la obra más enigmática que elaboró el propio Almirante mediante la recopilación de textos bíblicos, y que nunca llegó a publicarse, le fascinó desde que la conoció completa. Ese manuscrito de ochenta y cuatro folios constituía todo un misterio en sí mismo, que se sumaba desde la muerte de Colón al conjunto de enigmas que ya de por sí rodeaba la vida del marino.
Una vez repuesto de la sorpresa, dado que por sus propios medios él nunca había encontrado algo de tal calibre, se metió de lleno en la vida del Descubridor.
El extraño criptograma de la firma del Almirante, sus avanzados conocimientos náuticos, el posible predescubrimiento del Nuevo Mundo y otros muchos enigmas le parecieron pequeños en comparación con el misterio procedente de la lectura completa del Libro de las Profecías.
El intento del Descubridor por demostrar que su hazaña había sido profetizada en las Escrituras, y de acuerdo con ello, su proyecto evangelizador estaba marcando una nueva era en la historia de la humanidad. Increíble.
¿Estaba el descubrimiento del Nuevo Mundo predicho en las Sagradas Escrituras?
Después de muchas lecturas, no pudo llegar a ninguna conclusión sobre si Colón había obtenido información relevante a través de las Escrituras. Algo decepcionado por ese hecho, pronto encontró nuevos alicientes en el texto: las notas escritas al margen de puño y letra del Almirante indicaban un misterio aún mayor que el propio libro y que, sin duda, podía tener más valor que las catorce hojas.
*
La caja dejó sin aliento a los tres investigadores, que tras muchos días siguiendo la pista al hombre que revolucionó el mundo medieval, creían imposible que eso les estuviese pasando a ellos. Ronald les observaba con una generosa sonrisa en la cara.
¿Cuántos papeles, documentos, mapas y otros elementos desconocidos relacionados con el Almirante había visto esa gente en los últimos días?
El americano extrajo del bolsillo de su chaqueta una diminuta llave dorada. La introdujo ceremoniosamente en la cerradura de la caja y la giró, no sin antes volver a mirar a los ilustres invitados que tenía sentados frente a él. Se produjo un leve chasquido y levantó la tapa.
Altagracia fue la primera en tocar los folios. Su expresión se tornó en gesto de preocupación cuando observó que las hojas parecían originales y que las palabras habían sido escritas por el propio Almirante. El dominicano la miraba con los ojos desorbitados, y el español permanecía inmóvil, esperando cualquier pista que le revelase la verdadera intención del americano.
—¿Nos puede contar qué ha descubierto en estas hojas? —preguntó Altagracia sin dar rodeos.
—La Vizcaína. Sé cómo llegar a ella y a su contenido.
—Vaya, eso sí que es ser directo —dijo la mujer—. ¿Dónde dice eso aquí?
*
Los años siguientes fueron muy intensos. Compró todo lo que cayó en sus manos relacionado con el descubrimiento. Poco a poco fue haciéndose con una gran cantidad de escritos antiguos de los siglos XVI, XVII y XVIII. En ellos se veía reflejado el nerviosismo de unas personas que, generación tras generación, se transmitían el conocimiento de lo sucedido.
La Vizcaína y su contenido no debían de estar muy lejos de la costa cuando los marinos vieron que la nave se hundía. Durante muchos años, el secreto estuvo bien guardado.
Ronald había conseguido documentos que nunca debían haber dejado escapar quienes por siglos habían estado detrás de esa aventura. Era normal que, tras muchas generaciones, hubiese algún descendiente díscolo que no comulgara con la difícil misión de rescatar una nave perdida en el Caribe.
No obstante, en los quinientos años transcurridos desde el hundimiento de la nave, hubo muchos periodos diferentes en la intensa búsqueda del pecio. Parecía que al cabo de varios siglos, el movimiento de documentos y de iniciativas se había quedado estancado, cuando, de repente, a finales del siglo XIX, se descubrió el robo en la Piazza Acquaverde.
El americano pudo conseguir algún folio adicional proveniente de ese robo, sobornando a un funcionario del Gobierno italiano en la década de los setenta. El dinero pagado fue una buena inversión, porque ese documento le permitió delimitar algo más el área donde el pecio podría encontrarse.
Esto le animó a crear una empresa de búsqueda y recuperación de barcos hundidos con base en Panamá, porque siempre le había parecido el sitio más probable donde Colón habría visto zozobrar la nave. Allí contrató a golpe de talonario a los mejores buceadores de todo el mar Caribe e instaló los más sofisticados equipos de rastreo de pecios.
A pesar de todos los esfuerzos, del dinero invertido en esa tremenda cruzada, no encontró lo que habría sido uno de los mayores descubrimientos de los últimos quinientos años: una de las naves utilizadas por el mismísimo Cristóbal Colón, con un cofre por el que habían suspirado muchas generaciones.
*
El americano narró sus impresiones abiertamente, haciendo gala de los datos que poseía.
—Vaya, parece que usted no nos necesita —acertó a decir Edwin.
—En principio, nuestra empresa en Panamá está convencida de que es cuestión de tiempo hallar el pecio. No obstante, sí que os necesitamos. Con los datos que tenéis vosotros podemos ir mucho más rápido. No tengo ninguna duda de que podríamos hallar la nave en unas semanas.
—Y ¿por qué tiene tanta prisa en encontrarla? —preguntó la mujer.
—Porque el cáncer insiste en acabar conmigo antes de que consiga el mayor hallazgo de mi vida.
*
La mañana siguiente, durmieron hasta tarde. El día anterior habían volado desde Italia y mantenido la larga reunión con el americano, lo que les había agotado en exceso.
Decidieron no darle una respuesta inmediata y analizar un poco más en detalle su propuesta.
Cuando despertó, Altagracia tenía al menos cinco llamadas en su teléfono móvil, todas ellas procedentes de su mentora. Realmente no debía responder a esas llamadas, ya que la postura que habían adoptado los dos hombres en torno a ese tema era muy clara. Puesto que estaban avanzando de forma notable en los últimos días, creyó conveniente no atender a doña Mercedes y darle explicaciones cuando volviese a Santo Domingo. Su mentora siempre había sido una persona comprensiva, de amplia cultura y saber hacer en las relaciones interpersonales. Seguro que entendería su situación.
La comida fue el punto de encuentro para el difícil debate que se avecinaba relativo a la propuesta de Ronald. La primera en llegar fue Altagracia, que no paraba de mirar su teléfono en espera de nuevas llamadas. A continuación llegó su compatriota, con una idea bien definida. Había decidido aprovechar la ocasión para manifestar sus sentimientos; no podía dejar pasar un día más sin expresar su amor a la secretaria de Estado.
El restaurante de la última planta del hotel ofrecía unas vistas casi tan espectaculares como las del apartamento del americano. Mientras llegaba Oliver, aprovecharon para compartir un trago de ron. Un brindis con un intenso mar azul de fondo podía ser el escenario perfecto para que dos dominicanos acordasen por fin entablar una relación más profunda.
Una vez más, trató de aprovechar la situación para declararse a la mujer que le venía quitando el sueño desde hacía días. Tenía que ser en ese momento, porque si aceptaban la propuesta de Ronald, tendrían que viajar todos juntos, lo que dificultaría los momentos de intimidad.
Tras el choque de los vasos, el sonido de los trozos de hielo al colisionar unos cubitos contra otros cesó, permitiendo iniciar el diálogo entre ellos.
Pero justo en ese momento, llegó el español.
La cara de Edwin no dejó lugar a dudas. Oliver notó que su aparición había chafado alguna acción en curso, en relación con las intenciones de su amigo. Evitando que la mujer le oyese, pidió perdón con un leve susurro mientras ella tomaba asiento en la mesa que habían reservado para almorzar.
Ya entrados en materia, la mujer preguntó quién quería ser el primero en exponer sus ideas sobre la propuesta del millonario.
—He estado toda la noche dándole vueltas al tema —comenzó Oliver—. No he dormido nada y creo que no tengo ni idea de cómo resolver esto.
—Yo tampoco he dormido, pero por otras razones —expresó Edwin, ruborizándose ligeramente.
La mujer le miró sin entender lo que había querido decir.
—Yo sí he dormido, y tengo una idea muy clara. Bajo mi punto de vista, deberíamos aceptar la oferta de Richard. Dejadme que os cuente mi idea.
Por un lado, si no aceptaban su oferta, el único recurso que les quedaba era volver cada uno a su país y esperar nuevas pistas para poder resolver el caso. Dada la complejidad de lo que estaban investigando y la dificultad añadida de la coordinación entre varios países, ella proponía no esperar nuevas pistas. Con los documentos que tenía el americano darían un gran paso.
Por eso, aceptar la propuesta del americano supondría poner en marcha un nuevo proceso en la búsqueda de la verdad, y con cierta posibilidad, podrían recuperar un bien histórico de incalculable valor.
A nadie se le escapaba la idea de que iniciar esta acción de búsqueda de una nave colombina, que había sido deseada durante siglos por muchas generaciones, atraería la atención de las personas que habían conservado los documentos durante años, y sería una buena excusa para vigilar a todo el que se interesase por la operación de rescate.
Por tanto, la opinión de la mujer era totalmente favorable al ofrecimiento de Richard Ronald.
—Vaya, veo que lo tienes muy claro —expresó el dominicano.
—Y ¿cómo garantizamos que Ronald no nos juega una vez más una mala pasada? —preguntó Oliver.
—Él se ha comprometido, incluso se ha ofrecido a hacerlo por escrito, a que todos los objetos encontrados, sin ningún tipo de restricciones, pasarán al Estado de Panamá, así como a España y República Dominicana, en los acuerdos bilaterales que nuestros Estados suscriban.
—Y ¿qué hay de las dos condiciones que ha impuesto? —preguntó su compatriota.
—A mí me parecen perfectas —reflexionó la mujer—. La primera, que se le paguen los gastos de la expedición submarina, y la segunda, que se le reconozca como el investigador que orientó por primera vez la búsqueda y el rescate de una nave colombina. Yo veo correctas sus exigencias. ¿Qué pensáis?
—Tal y como lo has expuesto, yo también lo veo bien —afirmó el dominicano.
—Adelante, entonces —sentenció Andrés Oliver.
*
El restaurante elegido para cenar, cercano a South Beach, era perfecto para comunicarle al americano el consenso en el comienzo de la operación de rescate.
Salvo la reputación que le precedía, todos estaban de acuerdo en que la propuesta del millonario cazatesoros era la única salida posible a la situación actual. Sin él, el caso estaría condenado a un estado de inactividad que podría durar años.
—Bien, como dicen ustedes en su idioma, soy todo oídos —dijo con una amplia sonrisa.
La mujer tomó el mando, como había hecho en las últimas semanas.
—Hemos acordado entre nosotros, con el beneplácito de nuestros superiores, aceptar su propuesta. En este sentido, nuestros países se pondrán de acuerdo con nuestros embajadores en Estados Unidos para redactar un documento con las condiciones que hemos convenido. Además, nuestros Estados hablarán con las autoridades panameñas para ponerles al corriente de la situación.
—Enhorabuena, señores, siguen ustedes teniendo cosas importantes que hacer en este caso. Creo que es una buena opción.
El americano levantó su copa y ofreció un brindis para celebrar la decisión. Todos le respondieron con el mismo gesto.
—Permíteme una pregunta —pidió Oliver—: ¿Tienes idea de lo que hay en el cofre a bordo de la nave? Nosotros no hemos encontrado en ningún documento ni una sola descripción del contenido.
—Buena pregunta. Yo esperaba que vosotros me dierais ese dato. Quizá cuando pongamos en común los documentos logremos entre todos deducir el contenido del cofre. Aunque yo no me obcecaría con eso. El barco tiene un valor histórico incalculable.
Los dos hombres se sostuvieron la mirada.
—¿Cuándo empezamos? —preguntó Edwin.
—Cuanto antes. Hay malas noticias por allí —dijo el americano.
—¿A qué se refiere? —sondeó la mujer.
—Se acerca a la zona un huracán fuerza tres. Si es así, podría destrozar nuestra base y retrasar considerablemente la misión.