XIII. La raza maldita

Racimo

C ada día después del almuezo llegaba un señor alto y grueso que andaba contoneándose, con bigotes teñidos, y siempre una flor en el ojal: el marqués de Quercy. Cruzaba el patio e iba a ver a su hermana Guermantes. No creo que supiese que vivíamos nosotros en la casa. De cualquier forma, no tuve ocasión de tropezarme con él. Estaba yo muy a menudo en la ventana a la hora en que venía, pero gracias a las contraventanas no podía verme, y por lo demás nunca alzaba la cabeza. Yo no salía nunca a esa hora, y él jamás venía a ninguna otra. Su vida era extremadamente ordenada; veía cada día a los Guermantes de una a dos, subía a casa de Mme. de Villeparisis hasta las tres, luego iba al club a hacer cosas diversas, y por la tarde al teatro, algunas veces a casa de gente, pero nunca por la noche a casa de los Guermantes, excepto los días en que había una velada importante, que eran las menos, y en donde hacía ya tarde una corta aparición…

La poesía que habían perdido con el trato el conde y la condesa de Guermantes, la había trasladado yo al príncipe y la princesa de Guermantes. Aunque parientes bastante cercanos, como yo no los conocía, no eran para mí más que el apellido Guermantes. Los había vislumbrado en casa de los Guermantes y me habían distinguido con ese saludo impreciso de las personas que no tienen motivo alguno para conocerte. Mi padre que pasaba cada día por delante de su mansión, en la calle de Solferino, decía: «Es un palacio, un palacio de cuento de hadas». De suerte que eso se había fundido con los hechizos que para mí representaba el apellido de Guermantes, a Genoveva de Brabante, la tapicería en donde había descansado Carlos VIII y la vidriera de Carlos el Malo. No me había hecho aún a la idea de que alguna vez podría verme vinculado a ellos, cuando un día abrí un sobre: «El príncipe y la princesa de Guermantes estarán en su casa él…».

Me parecía que en aquella tarjeta se me había ofrecido un placer intacto, no degradado por ninguna idea humana, ningún recuerdo material de trato que convierte las cosas en iguales a las demás. Era un apellido, un puro apellido, todavía lleno de sus hermosas imágenes que ningún recuerdo terrestre rebajaba, era un palacio de cuento de hadas que gracias a esta carta recibida se tornaba un objeto posible, en una especie de predilección halagadora que sentía por mí el apellido misterioso. Pero aquello se me antojaba demasiado bello para ser cierto. Existía un gran contraste entre la intención que expresaba, la oferta que indicaba la dirección, y aquel apellido de sflabas suaves y altivas.

El hotel de cuento de hadas abriéndose voluntariamente ante mí, yo invitado a confundirme con seres de leyenda, de linterna mágica, de vidriera y de tapicería, que eran ni más ni menos que del siglo IX, ese altivo apellido de Guermantes pareciendo tomar vida, conocerme, tenderse hacia mí, ya que era en efecto mi apellido, y soberbiamente escrito, el que aparecía en el sobre, todo lo cual me parecía demasiado hermoso para ser verdad, y tuve miedo de que fuese una broma pesada que alguien me hubiese gastado. Las únicas personas próximas a mí de las que hubiese podido obtener información habrían sido nuestros vecinos Guermantes, que se hallaban de viaje, y ante la duda prefería no ir a su casa. No había lugar a respuesta, habría bastado con echar algunas tarjetas. Pero temía que no fueran aquello ya demasiado, si, como pensaba, era víctima de una endiablada maquinación. Lo dije a mis padres que no comprendieron (o encontraron ridícula mi idea). Con esa especie de orgullo que da la total ausencia de vanidad y de esnobismo, consideraban la cosa más natural del mundo que me hubiesen invitado los Guermantes. No atribuían ninguna importancia a que yo fuese o dejase de ir, pero no querían que me habituara a creer que se me quería hacer objeto de burla. Consideraban más «atento» acudir. Pero por lo demás indiferentes, consideraban que no hacía falta atribuirse importancia y que mi ausencia pasaría desapercibida, pero que de otra parte esas gentes no tenían razón alguna para invitarme si no les hubiese gustado contarme entre ellos. Por otra parte, a mi abuelo no le molestaba que le contase qué ocurría en casa de los Guermantes desde que supo que la Princesa era la nieta del hombre de estado más importante de Luis XVIII, y a papá saber, si, como él suponía, aquello era «soberbio por dentro».

En resumen, me decidí la noche misma. Se había puesto un cuidado especial en mis cosas. Yo quería encargarme en la floristería una flor para el ojal, pero a mi abuela le parecía que una rosa del jardín sería más «natural». Tras haber ido a un macizo de la pendiente y haberme enganchado el traje en las espinas de las demás, corté la más hermosa, y salté al ómnibus que pasaba por delante de la puerta, sintiendo todavía más placer que de costumbre en mostrarme amable con el conductor y ceder en el interior mi sitio a una señora anciana, diciéndome que este señor que era tan encantador con ellos y que diría: «Déjame usted en el puente de Solferino» sin que se supiese que era para ir a casa de la princesa de Guermantes, tenía una bella rosa bajo su abrigo cuyo perfume ascendía invisible hasta las aletas de su nariz para encandilarle como un secreto de amor. Pero una vez en el puente de Solferino en donde toda la avenida estaba abarrotada por una hilera de coches estacionados y en movimiento, alguno de los cuales arrancaba de vez en cuando, y lacayos corriendo con abrigos de seda clara al brazo, el miedo volvió a apoderarse de mí; seguramente se trataba de una farsa. Y cuando me llegó el momento de entrar, viendo que se anunciaba a los invitados, sentí deseos de volver a bajar. Pero ya me sentía arrastrado por la comente, y nada podía hacer, distraído además por la necesidad de quitarme mi abrigo, tomar un número, tirar mi rosa que se había destrozado bajo el gabán y cuyo inmenso tallo verde era sin embargo demasiado «natural». Murmuré mi nombre al oído del ujier con la esperanza de que me anunciase también en voz baja, pero al mismo tiempo oí con un estruendo atronador cómo resonaba mi nombre en los salones Guermantes que se abrían ante mí y sentía que había llegado el momento del cataclismo. Cuenta Huxley que una señora que sufría alucinaciones había dejado de hacer vida de relación, porque al no saber nunca si lo que tenía ante ella era una alucinación o un objeto real no sabía cómo actuar. Al cabo, su médico la obligó a ir al baile tras doce años.

En el instante en que se le tiende una butaca ve a un señor viejo sentado en ella. Se dice: es inadmisible que se me invite a sentarme en la butaca en donde está el anciano señor. Por lo que, o bien el viejo señor es una alucinación y es preciso que me siente en una butaca que está vacía, o la alucinación consiste en que la dueña de la casa me tienda esta butaca, y no tengo que sentarme encima del viejo señor. Ella no tenía más que un segundo para decidirse, y durante este segundo comparaba el rostro del viejo señor con el de la dueña de la casa, y ambos le parecían igualmente reales, sin que pudiera pensar primero cuál de los dos era la alucinación. En fin, al término del segundo que tenía para decidirse, creyó por no sé qué razón que era más bien el viejo señor la alucinación. Se sentó, no había viejo señor, lanzó un inmenso suspiro de alivio y se curó para siempre. Por muy penoso que hubiese debido ser sin duda el segundo de la vieja dama enferma ante la butaca, acaso no fue más angustioso que el mío, cuando a la entrada de los salones Guermantes, oí, echado por un ujier gigantesco como Júpiter, mi apellido, el vuelo como un trueno oscuro y catastrófico, y cuando avanzando con aire natural para no dejar adivinar mi vacilación, por si había sido una broma pesada de alguien, y sintiéndome confuso, busqué con la mirada al príncipe y la princesa de Guermantes para ver si iban a echarme a la calle. Con el guirigay de las conversaciones no debían haber oído mi nombre. La princesa, con un vestido malva «Princesa», una magnífica diadema de perlas y zafiros en el pelo, charlaba en un confidente con alguien, y tendía la mano a los que entraban sin levantarse. En cuanto al príncipe, no vi dónde se hallaba. Ella todavía no me había visto. Me encaminé hacia ella, pero mirándola con la misma fijeza con que la vieja dama miraba al anciano señor sobre el que iba ella a sentarse, pues supongo que debía poner atención para, desde el momento en que sintiese bajo su cuerpo la resistencia de las rodillas del señor, no insistir en el acto de tomar asiento. De esta forma espiaba el rostro de la princesa de Guermantes, para descubrir desde el instante en que me hubiera advertido la primera muestra de estupor y de indignación para abreviar el escándalo y salir a toda prisa. Me ve, se levanta, aunque no se levantaba por ningún invitado, viene hacia mí. Mi corazón se estremece, pero se tranquiliza al ver brillar sus ojos azules con la más encantadora sonrisa y tenderse hacia mí su largo guante de Suecia trazando una curva graciosa: «Qué amable ha sido en venir, estoy encantada de verle. Qué mala suerte que nuestros primos estén precisamente de viaje, pero aún es más amable por su parte haber venido así, pues sabemos que es para nosotros solos, fvlire, encontrará a M. de Guermantes en ese saloncito, le encantará verle». Me incliné con un profundo saludo y la Princesa no oyó mi suspiro de alivio. Fue el de la vieja dama ante el sillón, cuando se hubo sentado y advirtió que no existía el viejo señor. Desde aquel día me curé para siempre de mi timidez. Quizás he recibido luego muchas invitaciones más inesperadas o más halagadoras que las de Mr. y Mme. de Guermantes, pero las tapicerías de Combray, la linterna mágica, no les brindaban su prestigio. Siempre esperé la sonrisa de bienvenida y jamás la broma pesada. Y de haberse producido ésta, me habría sido completamente igual.

M. de Guermantes recibía muy bien, demasiado bien, pues en esas veladas en donde recibía a toda la nobleza, y a las que asistían los nobles de segunda fila, de provincias, para quienes él era un muy gran señor, él se creía obligado, a fuerza de franqueza y familiaridad, de mano sobre el hombro, y de tono de buen chico de «Espero que por lo menos se divierta un poco», o de «Me siento muy honrado de que haya venido», a disipar en todos el embarazo, el terror respetuoso que no existía hasta el punto que él suponía.

A pocos pasos de él charlaba con una dama el marqués de Quercy. No miraba hacia donde yo estaba, pero me di cuenta de que sus ojos de vendedor callejero me habían distinguido perfectamente. Charlaba con una dama que yo había visto en casa de los Guermantes, primero le saludé, lo que interrumpió forzosamente a M. de Quercy, pero a pesar de ello, desplazado e interrumpido, miraba a otro lado exactamente como si no me hubiese visto. Pero no sólo me había visto, sino que me veía, pues desde que me volví hacia él para saludarle intentando atraer la atención de su rostro sonriendo desde otro lado del salón, y de sus ojos acechando a «la panda», me tendió la mano y no tuvo más que utilizar conmigo sin moverse su sonrisa disponible y su mirada vacante que yo podía tomar como una amabilidad hacia mí, puesto que me saludaba con su mano libre, que habría podido tomar por una ironía hacia mí, si no yo no le hubiese saludado, o por la expresión de no importa qué pensamiento amable o irónico referente a otro, o simplemente alegre, si hubiera pensado que no me había visto. Había estrechado el cuarto dedo que parecía echar de menos con una inflexión melancólica el anillo arzobispal; había entrado por escalo, por así decirlo, en su saludo incesante y sin objeto; no podía decir que me hubiese visto o que no me había reconocido. Reemprendió la conversación con su interlocutora y yo me alejé. Se tocaba una breve opereta a la que no se había invitado a muchachas. Llegaron después y hubo baile.

El conde de Quercy se había adormecido, o al menos cerraba los ojos. Desde hacía algún tiempo estaba fatigado, muy pálido, a pesar del bigote negro y los cabellos grises rizados, se le veía viejo, pero seguía siendo guapo. Y de esta forma, el rostro blanco, inmóvil, noble, escultural, sin mirada, se me antojó como el de después de su muerte, sobre la piedra de su tumba en la iglesia de Guermantes. Me parecía que era su propia imagen funeraria, que su individualidad estaba muerta y que yo no veía más que el rostro de su raza, aquel rostro que había transformado el carácter de cada uno, lo había configurado según sus necesidades personales, intelectualizados los unos, más toscos los otros como la habitación de un castillo que, según el gusto del dueño ha ejercido sucesivamente las funciones de sala de estudio, o de esgrima. Aquel rostro se me presentaba muy delicado, muy noble, muy bello, sus ojos volvieron a abrirse, una vaga sonrisa que no tuvo tiempo de convertir en artificial flotó por su rostro que estudiaba yo en aquel instante, bajo los cabellos esparcidos en mechas, por el óvalo de la frente y los ojos, su boca se entreabrió, su mirada brilló por encima del noble trazo de su nariz, su mano delicada compuso sus cabellos y me dije: «Pobre M. de Quercy, a quien tanto agrada la virilidad, si conociera el aspecto del ser cansado y sonriente que tengo ante mí. Se diría que es una mujer».

Pero en el instante mismo en que pronunciaba dentro de mí esas palabras me pareció que se operaba una revolución mágica en M. de Quercy; no se había movido, pero de repente, se iluminó con una luz interior, con la que todo lo que en él me había chocado, turbado, parecido contradictorio, se resolvía en armonía, cuando acababa de decirme estas palabras: se diría que es una mujer. Había comprendido, ¡era una! Era una. Pertenecía a la raza de esos seres contradictorios en realidad, puesto que su ideal es viril justamente porque su temperamento es femenino, que marchan por la vida aparentemente al lado de los demás, pero llevando consigo delante de ese pequeño disco de las niñas de los ojos en donde se ha grabado nuestro deseo y a través del cual vemos el mundo, no el cuerpo de una ninfa, sino de un efebo que acaba de proyectar su sombra viril y derecha sobre todo lo que miran y todo lo que hacen. Raza maldita puesto que lo que para ella representa el idea de la belleza y el alimento del deseo constituye también el objeto de la vergüenza y el miedo al castigo, ideal que está obligada a vivir hasta en los bancos del tribunal a los que llega como acusada y ante Cristo, en la mentira y en el perjurio, puesto que su deseo sería de alguna forma, si supiese comprenderlo, inadmisible, pues no amando más que al hombre que nada tiene de mujer, al hombre que no es «homosexual», sólo es con aquél con el que puede saciar un deseo que no debería sentir por él, que él no debería poder sentir por ella, si la necesidad de amor no fuese una gran mixtificación y no diese al más infame «mariquita» la apariencia de UQ hombre, de un verdadero hombre como los otros, que por milagro estaría lleno de amor o de condescendencia hacia él, pues, como los criminales, está obligada a ocultar su secreto a quienes más ama, temiendo el dolor de su familia, el desprecio de sus amigos, el castigo de su país; raza maldita, perseguida como Israel y habiendo como él acabado, en el oprobio común de una abyección inmerecida, por adoptar caracteres comunes, el aspecto de una raza, mostrando todos ciertos rasgos característicos, rasgos físicos que repugnan a menudo, que en ocasiones son bellos, corazones de mujer amantes y delicados, pero también una naturaleza de mujer suspicaz y perversa, coqueta y cotillera, facultades para brillar como mujer en todo, una incapacidad de mujer para no destacar en nada; excluidos de la familia, con la que no pueden alcanzar una entera confianza, de la patria, ante cuyos ojos son criminales por descubrir, de sus mismos iguales, a quienes les inspiran el desagrado de encontrar en ellos mismos la advertencia de que lo que ellos creen un amor natural es una locura enfermiza, y también esta feminidad que les disgusta, pero a pesar de todo corazones amantes, excluidos de la amistad porque sus amigos podrían sospechar algo distinto a la amistad cuando no sienten hacia ellos más que la amistad pura, y no les comprenderían si les confesasen cuando sienten otra cosa, objeto tan pronto de un ciego desconocimiento que no los ama más que desconociéndolos, tan pronto de un desagrado que les recrimina lo que tienen de más puro, tan pronto de una curiosidad que intenta explicarlos, y los comprende completamente al revés, elaborando por su parte una psicología grosera que, incluso creyéndose imparcial, es todavía tendenciosa y admite a priori, como esos jueces para quienes un judío es un traidor por naturaleza, que un homosexual es fácilmente un asesino; como Israel también buscando lo que no es ellos, lo que no sería de ellos, pero sintiendo no obstante los unos por los otros, bajo la apariencia de maledicencias, rivalidades, desprecios del menos homosexual hacia el más homosexual como del más desjudaizado hacia el insignificante judío, una solidaridad profunda, en una especie de francomasonería que es más amplia que la de los judíos porque lo que se conoce de ella es sólo una pequeña parte y se extiende hasta el infinito, y es poderosa de forma disinta a la verdadera francmasonería porque se basa en una igualdad de naturaleza, en una identidad de gusto, de necesidades, de saber y de ejercer, por así decirlo, con el pillo que le abre la portezuela del coche, o más trágicamente a veces el prometido de su hija, y en ocasiones, con amarga ironía, en el médico por el que quiere hacer curar su vicio, en el hombre de mundo que le niega su voto en el club, en el sacerdote a quien se confiesa, en el magistrado civil o militar encargado de interrogarle, en el soberano que obliga a que lo acosen, repitiendo sin cesar con una satisfacción constante (o irritante) que Catón era homosexual, como los judíos que Jesucristo era judío, sin comprender que no había homosexuales en la época en donde lo corriente y de buen tono era vivir con un joven como hoy costearse una bailarina, en donde Sócrates, el hombre más moral que hubo jamás, hizo a propósito de dos jovencitos sentados el uno junto al otro, bromas completamente naturales como se hacen hoy sobre dos primos que parecen enamorados el uno del otro, y que son más reveladoras de una situación social que teorías que podrían no tener más que un alcance personal, lo mismo que antes de la crucifixión de Jesucristo no había judíos, del mismo modo que, por original que sea, el pecado tiene su origen histórico en la no conformidad que sobrevive a la reputación; pero demostrando con su resistencia a la predicción, el ejemplo, al desprecio, a las penas de la ley, una disposición que el resto de los hombres sabe que es tan fuerte y tan innata que les repugna más que los crímenes que requieren una lesión de la moral, pues esos crímenes pueden ser momen-táñeos, y todos pueden comprender la acción de un ladrón de un asesino, pero no la de un homosexual; parte, pues, reprobada de la humanidad y sin embargo miembro esencial, invisible, innumerable de la familia humana, sospechado ahí donde no existe, haciendo frente a la marea, arrogante, impune allí donde no se le conoce, en todas partes, en el pueblo, en el ejército, en el templo; en el teatro, en el presidio, en el trono, destrozándose y sosteniéndose, no queriendo conocerse pero reconociéndose, y adivinando un semejante del que por encima de todo no quiere confesarse —todavía menos que lo sepan los otros— que es su igual, viviendo en la intimidad de los que la visión de su delito, si se produjese un escándalo, convertiría como la vista de la sangre, en feroces como bestias, pero habituado, como el domador al verlas pacíficas con él, a jugar con ellas, a hablar de homosexualidad, a provocar sus gruñidos de manera que no se habla tanto de homosexualidad como ante el homosexual, hasta el día infalible en que, tarde o temprano, sea devorado, como el poeta recibido en todos los salones de Londres, perseguido él y sus obras, no encontrando un lecho en donde descansar, ellas una sala en donde ser representadas, y tras la expiación y la muerte, viendo alzarse su estatua por encima de su tumba, obligado a disimular sus sentimientos, a cambiar sus palabras, a poner en femenino sus frases, a dar con su propia mirada excusas a sus amistades, a sus iras, más molesto por no creerse por la necesidad interior y el mandato imperioso de su vicio presa de un vicio, que por la necesidad social de no dejar traslucir sus gustos; raza que cifra su orgullo en no ser una raza, en no diferir del resto de la humanidad, para que su deseo no le parezca una enfermedad, su realización algo imposible, sus placeres una ilusión, sus características como una tara, de modo que las primeras páginas, puedo decirlo, desde que existen hombres y desde que escriben, que se les han consagrado con un espíritu de justicia hacia sus jiiéritos morales e intelectuales, que no están, como se dice, mancilladas por ella, de piedad por su infortunio innato y por sus desgracias injustas, serán las que escuche con mayor cólera, y las que lea con el mayor pesar, pues si en el fondo de casi todos los judíos late un antisemita al que se ensalza más hallándole todos los defectos pero considerándolo como un cristiano, en el fondo de todo homosexual hay un antihomosexual a quien no se le puede inferir mayor insulto que el de reconocerle las capacidades, las virtudes, la inteligencia, el corazón, y en suma, como a todo espíritu humano, el derecho al amor bajo la forma en que la naturaleza nos ha permitido concebirlo, cuando para permanecer en la verdad se está obligado a confesar que esta forma es extraña, que esos hombres no son iguales a los demás.

En ocasiones en una estación, en un teatro, habréis fijado en esos seres delicados, de rostro enfermizo, de singular atavío, paseando con aire ostentoso, entre una multitud que les parece indiferente, miradas que buscan en realidad al aficionado difícil en que hallar el placer que ofrecen, y para quienes la muda investigación que disimulan bajo ese porte de pereza distante, sería ya un reclamo. La naturaleza, como hace con ciertos animales, con ciertas flores, en que los órganos del amor están tan mal colocados que no hallan casi nunca el placer, no los ha dañado con respecto al amor. Sin duda, el amor no es absolutamente fácil para ningún ser, exige el encuentro de seres que siguen a menudo caminos diferentes. Pero para este ser para quien la naturaleza fue tan… (laguna en el manuscrito) la dificultad se ha centuplicado. La especie a la que pertenece es tan poco numerosa en la tierra que tiene posibilidades de pasarse toda su vida sin encontrar jamás el igual que hubiera podido amar. Lo necesitaría de su especie, mujer por naturaleza para poder prestarse a su deseo, pero con aspecto de hombre para poderlo inspirar. Parece que su temperamento esté organizado de tal manera, tan limitado, tan frágil, que el amor en condiciones semejantes, sin contar la conspiración de todas las fuerzas sociales que le amenazan, y hasta en su corazón por el escrúpulo y la idea del pecado, sea un empeño imposible. Y sin embargo existe. Pero lo más corriente es que se contenten con apariencias groseras, y a falta de hallar no el hombre-mujer, sino la mujer-hombre que les hace falta, compran en un hombre los favores de la mujer, o, mediante la ilusión con que el placer acaba por embellecer a quienes lo procuran, hallan algún atractivo viril en los seres completamente afeminados que los quieren.

Algunos, silenciosos y maravillosamente hermosos, Andrómedas admirables ligados a un sexo que les conducirá a la soledad, reflejan en sus miradas el dolor del imposible paraíso con un esplendor en el que vienen a abrasarse las mujeres que se matan por ellos; y odiosos a aquéllos en los que buscan el amor, no pueden contentar al que es sensible a su belleza. Y en otros más, casi aparece la mujer. Nacen sus senos, buscan las ocasiones de disfrazarse para mostrarlos, les gusta el baile, el maquillaje, pintarse los labios como una chica, y en la reunión más seria, presos de locura, se ponen a reír y a cantar.

Recuerdo haber visto en Querqueville a un mocito del que se burlaban sus hermanos y amigos, que se paseaba solo por la playa; tenía una figura encantadora, pensativa y triste bajo largos cabellos negros cuyo brillo avivaba esparciendo en secreto una especie de polvo azul. Aunque él pretendía que era ése su color natural, enrojecía ligeramente sus labios de carmín. Se paseaba solo durante horas por la playa, se sentaba en las rocas e interrogaba al mar azul con una mirada melancólica, ya inquieta e insistente, preguntándose si en aquel paisaje de mar y de cielo de un azul suave, el mismo que brillaba ya en los días de Maratón y de Salamina, no iba a ver acercarse sobre una barca rápida y llevarlo con él, el Antínoo con el que soñaba todo el día, y de noche en la ventana de la pequeña villa, en donde el caminante retrasado lo distinguía al claro de luna, mirando la noche, y entrando en seguida en cuanto que lo habían visto. Demasiado puro todavía para creer que un deseo semejante al suyo pudiera existir en alguna parte que no fueran los libros, sin pensar que las escenas de libertinaje que relacionamos con él tengan con él una relación cualquiera, situándolas al mismo nivel que el robo y el asesinato, volviendo siempre a su roca a contemplar el cielo y el mar, ignorando el puerto en donde los marineros se sienten contentos mientras que, de la manera que sea, ganen un salario. Pero su deseo inconfesado se manifestaba en el apartamiento de sus camaradas, o en la rareza de sus palabras y comportamiento cuando se hallaba con ellos. Intentaban pintarse los labios, se burlaban de su polvo azul, de su tristeza. Y con pantalones azules y gorra de marino se paseaba melancólico y solo, consumido de languidez y de remordimientos.

Muy joven todavía, cuando sus amigos le hablaban de los placeres que se tiene con las mujeres, él se apretaba contra ellos, creyendo sólo comunicarse con ellos en deseo de las mismas voluptuosidades. Más tarde, vio que no eran las mismas, lo vio pero no lo confesaba, no se lo confesaba. Las noches sin luna salía de su castillo del Poitou, seguía el camino que conducía a la carretera por donde se llega al castillo de su primo Guy de Gressac. Se encontraban en el cruce de los dos caminos, en un talud repetían los juegos de su infancia, y se dejaban sin haber pronunciado una palabra, sin volverse a hablar jamás durante los días en que se veían y hablaban, manteniendo más bien el uno frente al otro una especie de hostilidad, pero encontrándose en las sombras, de vez en cuando, mudos, como fantasmas de su infancia que se hubiesen visitado. Pero su primo, convertido en príncipe de Guermantes, tenía amantes y sólo muy raramente retornaba el extraño recuerdo. Y M. de Quercy volvía a menudo, tras horas de espera en el talud, con el corazón oprimido. Luego su primo se casó y ya no le vio más que como hombre hablador y sonriente, un poco frío con él sin embargo, y no volvió a conocer el abrazo del fantasma. No obstante, Hubert de Quercy vivía en su castillo más solitario que una castellana de la Edad Media. Cuando iba a tomar el tren a la estación, lamentaba, aunque nunca lo hubiera dicho, que lo peregrino de las leyes no le permitiera casarse con el jefe de estación; posiblemente, aunque se mostrara muy aferrado a la nobleza, se habría avenido a la desigual unión; y hubiera querido poder cambiar de residencia cuando el teniente coronel que veía durante las maniobras marchaba a otra guarnición. Sus placeres consistían en descender a veces de la torre del castillo en donde consumía su tedio como Grisélidis, e ir tras mil vacilaciones a la cocina a decir al carnicero que la última pierna de carnero no era lo bastante tierna, o ir a recoger él mismo sus cartas al cartero. Y volvía a subir a su torre y se aprendía la genealogía de sus antepasados. Una noche, llegó hasta levantar a un borracho, y otra vez abotonó en un camino la blusa abierta de un ciego.

Llegó a París. Era a sus veinticinco años de una gran belleza, espiritual para ser un hombre de mundo, y la singularidad de su gusto no había exalado todavía en torno suyo ese halo turbador que le distinguiría más tarde. Pero, Andrómeda ligada a un sexo para el que no estaba hecho en absoluto, sus ojos estaban lleno de una nostalgia que enamoraba a las mujeres, y mientras que suponía un objeto de desagrado para los seres de los que se enamoraba, oo podía compartir plenamente las pasiones que inspiraba. Tenía amantes. Una mujer se mató por él. Se había ligado a algunos jóvenes de la aristocracia cuyos gustos eran iguales a los suyos.

¿Quién podría suponer que esos jóvenes elegantes, amados por las mujeres, hablasen en aquella mesa de placeres que no comprende el resto del mundo? Detestan, increpan a los de su raza sin relacionarse con ellos. Tienen el esnobismo y el trato exclusivo de quienes no aman más que a las mujeres. Pero con otros dos o tres tan limpios como ellos, gustan de bromear, de sentir que son de la misma raza. A veces, cuando están solos, una palabra consagrada, un gesto ritual se les escapa, en un movimiento deliberado de ironía, pero de inconsciente solidaridad y claro placer. En el café los mirarán con temor esos levitas barbudos, que no quieren frecuentar más que a los de su raza, por miedo al desprecio, burócratas de su vicio, exagerando la corrección, no osando salir más que con corbata negra y mirando con un aire frío a esos hermosos jóvenes en quienes no pueden sospechar a sus semejantes, pues si se cree fácilmente lo que se desea tampoco se osa creer dmasiado lo que se desea. Y algunos de aquéllos, por pudor, no osan responder más que con un balbuceo descortés al saludo de un joven, como esas muchachas de provincias que considerarían inmoral sonreír o dar la mano. Y la amabilidad de un joven siembra en sus corazones la semilla de amores eternos, pues la bondad de una sonrisa basta para hacer nacer la esperanza, y luego se consideran tan criminales, tan avergonzados, que no pueden concebir una deferencia que no sea una prueba de complicidad. Pero a los diez años los hermosos jóvenes de los que no se sospechaba y los levitas barbudos se conocerán, pues sus pensamientos secretos y comunes habrán irradiado en torno suyo ese halo sobre el que uno no se equivoca y en el que se distingue como la forma soñada de un efebo; el progreso interno de su mal incurable habrá desordenado su marcha; en la esquina de la calle en donde se los vuelve a encontrar, enderezando con aire belicoso sus caderas femeninas, anticipando a fuerza de impertinencia el desprecio que suponen, encubriendo —y redoblando— con un fingimiento indolente la agitación de no conseguir el objetivo al que se dirigen fingiendo no verlo, se descubrirá siempre una túnica de liceo o un penacho militar; y tanto a unos como a otros se les ve con la mirada curiosa y la actitud indiferente de los espías que merodean por los cuarteles. Pero los unos y los otros, en el café en donde todavía se ignoran, huyen ante la hez de su raza, ante la secta de los que llevan pulseras, de quienes en los lugares públicos no temen entrecharse contra otro hombre y levantan a cada momento su puño de la camisa para dejar ver en su muñeca una hilera de perlas, haciendo levantarse y salir, como si se tratara de un olor intolerable, a los jóvenes que acosan con sus miradas a ratos provocativas y a veces impetuosas, a los levitas y los elegantes a quienes señalan con risas afeminadas y gestos equívocos y malintencionados, a pesar de que el mozo del café indignado, pero filósofo porque sabe lo que es la vida, les sirve con una cortesía irritada, o se pregunta si va a ser necesario buscar a la policía, pero embolsándose siempre la propina.

Pero a veces, como el deseo de un placer extravagante puede nacer una vez en un ser normal, le atormentaba el deseo de que el cuerpo que estrechaba contra el suyo tuviese senos de mujer parecidos a rosas de Bengala y otras particularidades más secretas. Se prendó de una muchacha de noble cuna con la que se casó y durante quince años sus deseos se contuvieron todos en el deseo de ella, como un agua profunda en una piscina azulada. Se maravillaba como el antiguo dispéptico que, durante veinte años, no ha podido tomar más que leche y que almuerza y cena todos los días en el Café Inglés, como el perezoso que se hace trabajador, como el borracho curado. Ella murió y al saber que conocía el remedio del mal le daba menos miedo de volver a él. Y poco a poco se iba pareciendo a quienes le habían inspirado el mayor desagrado. Pero su situación lo protegía un poco. Se paraba un momento ante el liceo Condorcet mientras iba al club, luego se consolaba pensando que el duque de Parma y el gran duque de Genova irían en su barco a C…, porque a pesar de todo no había gran señor francés alguno que tuviese una situación tan envidiable como la suya, y probablemente por eso el rey de Inglaterra iría a almorzar con él.