VII. Conversación con mamá
F élicie retrocedió ligeramente, pues el sol le impedía ver «lo que hacía», y mamá se echó a reír:
—¡Vaya!, aquí tenemos a mi Lobito asustándose, pero ¿por qué? Ya no… no hay ni asomo de tempestad, ni siquiera se mueven las hojas de los árboles. ¡Ay!, ya sabía yo lo que iba a pasar esta noche, cuando oí el viento. Me dije: encontraremos una nota de mi Lobito que no querrá dejar escapar una ocasión de sentirse inquieto, o ponerse malo. «Enviad en seguida un telegrama a Brest para saber si el mar está agitado». Pero tu mamá puede asegurarte que no hay asomo de tempestad: ¡mira qué sol!
Y mientras mamá hablaba yo veía el sol, no directamente sino en el oro pálido que infundía en la veleta de hierro de la casa de enfrente. Y como el mundo no es más que un inmenso reloj de sol, no tenía necesidad de ver más que para saber que en ese momento, en la plaza, la tienda que tenía echado el toldo debido al calor iba a cerrar a la hora de la misa mayor y que el patrón que había ido a ponerse su chaqueta dominguera mostraba a los compradores los últimos pañuelos, mirando si no era ya la hora del cierre, en medio de un olor a tela cruda; que en el mercado los comerciantes enseñaban los huevos y la volatería cuando todavía no había nadie delante de la iglesia, salvo la señora de negro que siempre se ve salir de ella en toda hora y momento en las ciudades de provincia. Pero no era eso lo que el brillo del sol que daba en la veleta de la casa de enfrente me hacía sentir deseos de volver a ver. En efecto, después había vuelto a ver muchas veces ese brillar del sol a las diez de la mañana, que ya no daba en las pizarras de la iglesia, sino en el ángel de oro del campanario de San Marcos, cuando se abría mi ventana del Palazzo… en Venecia, que daba a la callejuela. Y desde mi cama sólo veía una cosa, el sol, no directamente, sino en lenguas de fuego cayendo sobre el ángel de oro del campanario de San Marcos, al tiempo que me permitía saber en seguida qué hora era exactamente y qué luz había en toda Venecia, trayéndome en sus alas deslumbradoras una promesa de belleza y de alegría mayor de la que jamás trajera a los corazones cristianos cuando fue a anunciar «la gloria de Dios en el cielo y la paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».
Los primeros días ese resplandor de oro que caía sobre el ángel me recordaba el resplandor más pálido, pero que señalaba la misma hora sobre las pizarras de la iglesia del pueblo, y mientras me vestía, lo que el ángel parecía prometerme con su gesto de oro que no podía mirar frente a frente, tanto brillaba, era al buen tiempo que había ante nuestra puerta, llegar a la plaza del mercado llena de voces y de sol, ver la sombra negra que formaban los escaparates cerrados o todavía abiertos, y el gran almacén de la tienda, y volver a la casa fresca de mi tío.
Y sin duda era un poco de eso lo que Venecia me había dado, desde que, vestido con apresuramiento, alcanzaba los escalones de mármol que el agua cubre y abandona sucesivamente. Pero esas mismas impresiones, eran cosas de arte y de belleza quienes tenían por misión darlas. La calle a pleno sol aparecía como una extensión de zafiro cuyo color era a la vez tan suave y tan resistente que mis miradas podían mecerse en ella, pero hacerle sentir a la vez su peso, como un cuerpo fatigado a las maderas mismas del lecho, sin que el azur se debilite y ceda, y hasta sentir mis miradas volver a mis ojos sostenidas por aquel azur que no cedía, como un cuerpo que traslada al lecho que lo sostiene el mismo peso interior de los músculos más ligeros. La sombra que proyectaba el toldo de la tienda o el rótulo del peluquero, era simplemente un ensombramiento del zafiro en el punto mismo en que una cabeza de dios barbudo sobresale de la puerta de un palacio, o sobre una plaza la floréenla azul que recorta en el suelo iluminado la sombra de un fino relieve. De regreso a la casa de mi tío el frescor estaba hecho de corrientes de aire marino y de sol, iluminando la sombra de vastas extensiones de mármol como en Veronés, brindando así la moraleja opuesta a la de Chardin, que hasta las cosas sencillas pueden tener belleza.
E incluso esas insignificantes peculiaridades que individualizan para nosotros la ventana de la casita de provincias, su emplazamiento poco simétrico a una distancia desigual de otras dos, su tosco antepecho de madera, o lo que es peor aún, de hierro, rica y rudimentariamente trabajado, los tiradores que faltaban a las contraventanas, el color de la cortina que un alzapaño mantenía recogida y dividía en dos, todas esas cosas que nos hacían entre todas reconocer nuestra ventana cada vez que volvíamos, y que más tarde, cuando dejó de ser nuestra, nos conmueven si volvemos o sólo pensamos en ellas, como un testimonio de que hubo cosas que fueron, que hoy han dejado de ser, esa función tan simple, pero tan elocuente y confiada por costumbre a las cosas más sencillas, correspondía en Venecia al arco ojival de una ventana que está reproducido en todos los museos del mundo como una de las obras maestras de la arquitectura de la Edad Media.
Antes de llegar a Venecia y cuando el tren había ya dejado atrás… (laguna en el manuscrito). Me leía mamá la deslumbradora descripción que da Ruskin, comparándola sucesivamente a las rocas de coral del mar de la India y a un ópalo. Cuando la góndola nos dejó ante ella no podía, naturalmente, mostrar ante nosotros la misma belleza que había desplegado por un instante en mi imaginación, pues no podemos ver simultáneamente las cosas con el espíritu y los sentidos. Pero cada mediodía, cuando mi góndola me volvía a llevar a la hora de comer, a menudo percibía a lo lejos el chai de mamá colocado sobre la balaustrada de alabastro con un libro que lo sujetaba contra el viento. Y por encima, los lóbulos circulares de la ventana se distendían como una sonrisa, como la promesa y la confianza que inspiran una mirada amiga.
A lo lejos y desde Salento la divisaba esperándome, dándome cuenta de que me había visto, y el vuelo de su ojiva añadía a su sonrisa la distinción de una mirada incomprendida. Y tras sus balaustradas de mármol de colores diversos leía mamá, esperándome tocada con el lindo sombrero de paja que encerraba su rostro en la red de su velo blanco, e iba destinado a prestarle un aire lo bastante «arreglado» para las personas que se encontraban en la sala del restaurante o paseando, porque no dándose cuenta en seguida de si era mi voz la que la llamaba, en cuanto me reconocía, lanzaba hacia mí desde el fondo de su corazón su ternura, que se detenía allí donde terminaba la última superficie sobre la que ella tenía poder, su rostro, su gesto, pero intentando acercarla a mí lo más posible prendida en una sonrisa que traía hacia mí sus labios y con una mirada que intentaba salir de los gemelos para acercarse a mí, por eso la maravillosa ventana de ojiva única mezclada de gótico y árabe, y el entrecruzamiento admirable de los tréboles de pórfido por encima de ella, esa ventana ha adquirido en mi recuerdo la dulzura que adoptan las cosas para quien sonaba la hora al mismo tiempo que para nosotros, una sola hora suya y nuestra en cuyo seno estábamos juntos, esa hora soleada de antes del almuerzo de Venecia, esa hora que nos daba una especie de intimidad con ella. Por muy llena que esté de formas admirables, de formas históricas de arte, es como un hombre de talento que hubiésemos encontrado en el balneario, con quien hubiésemos vivido familiarmente por espacio de un mes y que hubiese entablado cierta amistad con nosotros. Y si lloré el día en que volví a verla, es simplemente porque me dijo: «Me acuerdo mucho de su madre».
Esos palacios del Gran Canal, destinados a brindarme la luz y las impresiones de la mañana, se hallan tan asociados a ella que ahora no es ya el diamante negro del sol sobre la pizarra de la iglesia y la plaza del mercado lo que me daba deseos de volver a ver el destello de la veleta de enfrente, sino solamente la promesa que mantuvo el ángel de oro, Venecia.
Pero, inmediatamente, al volver a ver Venecia, me vino a la memoria una tarde en que desgraciadamente, después de una disputa con mamá, le dije que me iba. Bajé, había renunciado a irme, pero quería que durara la pena de mamá al creer que me había ido, y permanecía abajo, en el embarcadero donde no podía verme, mientras que en una góndola un cantor entonaba una serenata que el sol, presto a desaparecer tras la Salute, se había detenido a escuchar. Sentía cómo se prolongaba la pena de mamá, la espera se hacía intolerable y no podía decidirme a levantarme para salir a su encuentro y decirle: me quedo. La serenata parecía que no podía acabar, ni desaparecer el sol, como si mi angustia, la luz del crepúsculo y el metal de la voz del cantor, se hubiesen fundido para siempre en una mezcla desgarradora, equívoca e insustituible. Para escapar al recuerdo de este minuto de bronce, ya no tendría, como en aquel momento, a mamá cerca de mí.
El intolerable recuerdo de la pena que había causado a mi madre me produjo una angustia que sólo podían curar su presencia y un beso suyo… Sentí la imposibilidad de marchar a Venecia, a no importa dónde, en donde estaría sin ella… Ya no soy un ser feliz que expresa un deseo; no soy más que un ser débil torturado por la angustia. Miro a mamá, la beso.
—¿En qué piensa mi bobín, en qué tontería?
—Sería tan feliz si no volviese a ver a nadie.
—No digas eso, Lobito. Quiero a quienes son atentos contigo, y en cambio querría que tuvieses con frecuencia amigos que vinieran a charlar contigo sin cansarte.
—Me basta con mi mamá.
—En cambio a tu mamá le gusta pensar que ves a otras personas que puedan contarte cosas que ella no sabe y que tú le enseñarás luego. Y si me viese obligada a viajar me gustaría creer que mi Lobito no se aburre sin mí, y saber antes de marchar que su vida está ordenada, quién vendría a charlar con él como hablamos nosotros ahora. No es bueno vivir completamente solo, y tú tienes más necesidad de distracción que nadie, porque tu vida es más triste y más aislada.
Mamá sentía a veces mucho pesar, pero nunca se sabía, pues no hablaba nunca más que con dulzura y ánimo. Murió citándome a Molière y Labiche: «Su marcha no pudo ser más oportuna». «Que no tema ese pequeñuelo, su mamá no lo abandonará. Estaría bueno que yo estuviese en Étampes y mi ortografía en Arpajon». Luego ya no pudo hablar. Sólo vio una vez que me contenía para no llorar, y frunció las cejas e hizo un mohín sonriendo, mientras yo distinguía entre sus palabras muy confusas ya:
Si vous n'êtes Romain, soyez digne de l'étre
(Si no eres romano, sé digno de serlo)
—Mamá, ¿te acuerdas que me leíste La Petite Fadette y Frangois le Champí cuando estaba malo? Habías hecho que viniera el médico, que me había ordenado medicinas para cortar la fiebre y me dejó comer algo. Tú no dijiste una palabra. Pero con tu silencio me di perfecta cuenta de que lo escuchabas por educación y que tú habías decidido ya que yo no tomaría ninguna medicina y que no comería mientras tuviese fiebre. Y no me dejaste tomar más que leche, hasta una mañana en que consideraste que tenía la piel fresca y buen pulso. Entonces me permitiste tomar un lenguado pequeño. Pero no tenías confianza alguna en el médico, lo escuchabas con hipocresía. Pero a Robert y a mí podía mandárnoslo todo; y una vez que se había ido: «Hijos míos, quizás ese médico sea mucho más sabio que yo, pero vuestra mamá sabe lo que hace». ¡Ah!, no lo niegues. Cuando Robert venga le preguntaremos si no es verdad.
Mamá no podía evitar reírse cuando recordaba su actitud hipócrita ante el médico.
—Naturalmente tu hermano te apoyará, porque esos dos renacuajos siempre se unen contra su mamá. Tú te burlas de mi medicina, pero pregunta al señor Bouchard lo que opina de tu mamá, y si no cree él que yo procedía bien en el cuidado de mis niños. Sí, búrlate de mí, la mejor época y cuando ibas bien fue cuando estabas a mi cargo y te veías obligado a hacer lo que mamá te decía. ¿Te sentías más desgraciado por ello, di?
Y como mamá ha terminado de peinarse, me vuelve a llevar a mi habitación a donde voy a acostarme.
—Mamita, ya ves lo tarde que es: no necesito recomendarte lo de los ruidos.
—No, bobín. ¿Por qué no me pides también que no deje entrar a nadie, que no se toque el piano? ¿Acaso estoy acostumbrada yo a dejar que te despiertes?
—Pero ¿y esos obreros que tenían que ir arriba?
—Ya no vendrán. Hemos avisado, todo parece tranquilo. Point d'ordre, point de bruit sur la ville. (Ni una orden, ni un solo ruido en la ciudad). Y procura dormir todo lo que puedas, no se hará ni el menor ruido hasta las cinco, o hasta las seis si quieres, se te hará durar tu noche tanto como quieras.
Eh la… la, Madame la Nuit
Un peu doucement, je vous prie,
Que vos chevaux, aux petits pas réduits,
De cette nuit délicieuse
Fassent la plus longue des nuits.
(Eh, señora Noche
poco a poco, se lo ruego,
que sus caballos, con paso corto
hagan de esta noche deliciosa
la más larga de las noches)
Y mi Lobito acabará por darse cuenta de que es demasiado larga y pedirá ruido. Tú mismo dirás:
Cette nuit en longuer me semble sans pareille
(Esta noche, por lo larga, me parece sin igual)
—¿Vas a salir?
—Sí.
—Pues no te olvides de decir que no dejen entrar a nadie.
—No, ya he dejado a Félicie aquí.
—Quizás hicieses bien dejando una nota a Robert para que, al saberlo, no entre directamente en mi habitación.
—¡Entrar directamente en tu habitación!
Peut-il donc ignorer quelle sévère loi
Aux timides mortels cache ici notre roi,
Que la mort est le prix de tout audacieux
Qui sans étre appelé se présente à ses yeux?
(Puede ignorar quizá que severa ley
de los tímidos mortales guarda aquí a nuestro rey,
que la muerte es el precio para cualquier osado
que sin ser llamado se presenta ante sus ojos?)
Y mamá, pensando en esa Esther que prefiere a todo, tararea con timidez, como si tuviese miedo de ahuyentarla con una voz demasiado elevada y decidida, la melodía divina que siente muy cerca de sí: «Él se aplaca, perdona», esos coros divinos que escribió Reynaldo Hahn para Esther. Los cantó por primera vez en este pianillo que está junto a la chimenea mientras estaba yo acostado, en el momento en que papá, que había llegado sin hacer ruido, tomaba asiento en este sillón y mamá permanecía de pie escuchando la voz encantadora. Mamá ensayaba tímidamente un aire del coro, como una de las muchachas de Saint-Cyr ensayando ante Racine. Y las hermosas líneas de su rostro judío, con el sello de la dulzura cristiana y el valor jansenista, la convertían en Esther en aquella pequeña representación familiar, casi conventual, concebida por ella para distraer al despótico enfermo que estaba allí en su lecho. Mi padre no se atrevía a aplaudir. Mamá lanzaba miradas furtivas para gozar con emoción de su felicidad, y la voz de Reynaldo volvía a entonar estas palabras que se avenían tan bien a mi vida con mis padres:
O douce paix,
Beauté toujours nouvelle,
Heureux le coeur épris de tes attraits
O douce paix,
O lumière éternelle,
Heureux le coeur qui ne te perd jamáis
(Oh dulce paz
belleza siempre nueva,
dichoso el corazón prendado de tus atractivos
oh dulce paz,
oh luz eterna,
dichoso el corazón que no te pierde nunca)
—Bésame otra vez, mamita.
—Pero, Lobito, es una tontería, vamos no te enfades, tienes que decirme adiós, y portarte de maravilla, y que te sientas capaz de andar diez leguas.
Mamá me deja, pero yo vuelvo a pensar en mi artículo y de pronto se me ocurre la idea de otro próximo: Contre Sainte-Beuve. Últimamente lo he vuelto a leer, contra mi costumbre he hecho un gran número de anotaciones breves que tengo en un cajón; y tengo cosas importantes que decir sobre él. Empiezo a concebir el artículo en mi mente. A cada minuto se me ocurren nuevas ideas. Todavía no ha pasado media hora, y el artículo está ya concebido por entero en mi mente. Me gustaría preguntar a mamá lo que le parece. Llamo, ningún ruido me responde. Llamo otra vez, oigo pasos furtivos, una vacilación junto a mi puerta que chirría.
—Mamá.
—¿Me habías llamado, cariño?
—Sí.
—Te digo que tenía miedo de haberme equivocado y de que me dijese mi Lobito:
C'est vous Esther qui sans étre attendue…
Sans mon ordre on porte ici ses pas.
Quel mortel insolent vient chercher le trepas.
(Eres tú, Esther, que sin ser esperada…
sin orden mía llegan hasta mí.
Qué mortal insolente viene a buscar la muerte).
—Claro que no, mamita mía.
Que craignez-vous, suis-je pas votre frère?
Est-ce pour vous qu'on fit un ordre si sévère?
(¿Qué teméis, no soy acaso vuestro hermano?
¿Se hizo para vos una orden tan severa?)
—Eso no impide que crea que, de haberlo despertado, no sé si mi Lobito me habría ofrecido tan alegremente su cetro de oro.
—Escucha, quería pedirte un consejo. Siéntate.
—Espera que encuentre el sillón; la verdad es que no hay mucha claridad en tu habitación. ¿Puedo decir a Felisa que traiga una luz?
—No, no, no podría ya dormirme.
Y riéndose mamá:
—Siempre Molière.
Défendez, chère Alcméne, aux jlambeaux d'approcher.
(Impedid, querida Alcmena, que se acerquen las antorchas.)
—Bien, ya está. Esto es lo que te quería decir. Querría que me aconsejaras sobre un proyecto de artículo que tengo.
—Pero sabes que tu mamá no puede aconsejarte sobre esas cosas. No he estudiado como tú en el gran Cyre.
—Bueno, escúchame. El tema sería: contra el método de Sainte-Beuve.
—¡Cómo!, ¡yo creía que estaba tan bien! En el artículo de Bourget (el ensayo de Taine) que me diste a leer decía que es un método tan maravilloso que no se ha encontrado a nadie en el siglo XIX para aplicarlo.
—Desgraciadamente sí, decía eso, pero es una estupidez. ¿Sabes en qué consiste ese método?
—Haz como si no lo supiera.