XII. El Balzac de M. de Guermantes

Racimo

N aturalmente, Balzac, como los otros novelistas y todavía más que ellos, tuvo un público de lectores que no buscaban en sus novelas una obra literaria, sino el simple interés de la imaginación y la observación. A éstos los efectos de su estilo no les preocupaban, sino más bien sus cualidades y su investigación. En la pequeña biblioteca del segundo en donde el domingo corre a refugiarse M. de Guermantes al primer timbrazo de los visitantes de su mujer, y en donde se le sirve a la hora de merendar su almíbar y sus bizcochos, tiene todo Balzac, encuadernado en becerro y oro con una etiqueta de cuero verde, de la casa Béchet o Werdet, esos editores a quienes escribe para anunciarles el esfuerzo sobrehumano que va a hacer al enviarles cinco pliegos en lugar de tres de una obra llamada a tener la mayor resonancia, y a quienes reclama a cambio un aumento en el pago. A menudo, cuando iba a ver a Mme. Guermantes, cuando se daba cuenta ella de que me molestaban los visitantes, me decía: «¿Quiere usted subir a ver a Henri? Él dice que no está en casa, pero estará encantado de verle» (echando por tierra de golpe las mil precauciones que adoptaba M. de Guermantes para que no se supiera que estaba en la casa y que no pudiera parecer desconsiderado que no se presentase). «No tiene usted más que facerse conducir a la biblioteca del segundo, le encontrará leyendo a Balzac». «¡Ah! ¡Si usted aficiona a mi marido a Balzac!», solía decir con un aire de terror y enhorabuena, como si Balzac hubiera presentado simultáneamente un contratiempo que impidiera salir a tiempo e hiciera perderse el paseo y una especie de favor especial de M. de Guermantes que no concedía a todo el mundo, y con el que me debía considrar muy dichoso.

Mme. de Guermantes le explicaba a las personas que no estaban enteradas: «Es que mi marido, ¿sabe usted?, cuando se le encarrila por Balzac es como el estereoscopio; dirá de dónde es cada fotografía, el país que representa; yo no sé cómo puede acordarse de todo eso, y sin embargo es muy distinto a Balzac, no comprendo cómo puede compaginar cosas tan distintas». En aquel momento, una pariente descortés, la baronesa des Tapes, adoptaba siempre una expresión glacial, aparentando no oír, estar ausente, sin dejar no obstante de reprochar, pues consideraba que Paulina se ponía en ridículo y le faltaba tacto al decir: el señor de Guermantes «compaginando», en efecto, muchas aventuras que quizá fuesen más fatigosas y que hubieran debido atraer más la atención de su mujer que la lectura de Balzac y el manejo del estereoscopio. A decir verdad, me hallaba entre los privilegiados, puesto que bastaba que estuviese allí para que consintieran en mostrar el estereoscopio. El estereoscopio contenía fotografías de Australia que yo no sé quién le habría proporcionado a M. de Guermantes, pero si las hubiera tomado en persona en parajes que hubiera sido el primero en explorar, roturar y colonizar, el hecho de «mostrar el estereoscopio» no habría parecido una comunicación más preciosa, más directa y más difícil de obtener de la sabiduría de M. de Guermantes. Ciertamente, si en casa de Victor Hugo deseaba tras la cena un invitado que él diera lectura a un drama inédito, no experimentaba más timidez ante la enormidad de su proposición que el osado que en casa de los Guermantes pedía que, después de la cena, el conde mostrase el estereoscopio. Mme. de Guermantes levantaba los brazos al aire como diciendo: «¡Cuánto pide usted!». Y ciertos días especiales, cuando se quería honrar especailmente a un invitado, o reconocer que no se olvidan sus favores, la condesa cuchicheaba con tono de intimidad, confidencial y admirado, como si no osara dar esperanzas excesivas sin estar absolutamente segura, pero se notaba perfectamente que incluso para decirlo dubitativamente era necesario que estuviese segura: «Creo que después de la cena M. de Guermantes les enseñará el estereoscopio». Y si M. de Guermantes lo enseñaba por mí, decía ella: «Vaya, qué quiere usted, por ese muchacho, ¿sabe usted?, no sé qué haría mi marido». Y los presentes me miraban con envidia, y una cierta prima pobre de Villeparisis a quien le gustaba alabar mucho a los Guermantes, exclamaba con un tono de discreteo picado: «Pero Mr. no es el único, me acuerdo muy bien de que mi primo me enseñó a mí hace dos años el estereoscopio, ¿no se acuerda usted? ¡Ah! Yo no olvido esas cosas, estoy muy orgullosa de ello». Pero a la prima no se le permitía subir a la biblioteca del segundo.

La habitación era fresca, las contraventanas, estaban siempre cerradas, la ventana también cuando fuera hacía mucho calor. Si llovía la ventana permanecía abierta; se oía la lluvia deslizándose sobre los árboles, pero aunque cesara el conde no abría las contraventanas, por miedo a que se le pudiera ver desde abajo y supieran que estaba allí. Si me acercaba yo a la ventana tiraba de mí precipitadamente: «Cuide que no le vean, se imaginarían que estoy aquí», sin saber que su mujer había dicho delante de todos: «Suba al segundo a ver a mi marido». No digo que el ruido de la lluvia cayendo por la ventana liberara en sí el perfume tenue y helado, la sustancia frágil y preciosa que Chopin alarga hasta el fin en su célebre fragmento La lluvia. Chopin, ese gran artista enfermizo, sensible, egoísta y dandy que derrama durante un instante suavemente en su música los aspectos sucesivos y contrarios de una disposición íntima que cambia sin cesar, y sólo es suavemente progresiva por un momento hasta que venga a detenerla, enfrentándose a ella y yuxtaponiéndose, otra completamente distinta, pero siempre con tono íntimo, enfermizo, replegado sobre sí mismo en sus frenesís de acción, siempre con sensibilidad pero nunca con corazón, a menudo con furiosos arrebatos, nunca el alivio, la dulzura, la fusión con algo distinto a sí que no sea de Schumann. Música suave como la mirada de una mujer que ve que el cielo se nubla para todo el día, y cuyo solo movimiento es como el gesto de la mano que en la estancia húmeda apenas se ciñe sobre los hombros una piel noble sin tener el valor, en esta anestesia de todo lo que ella forma parte, de levantarse, de ir a pronunciar a la habitación de al lado la palabra de reconciliación, de acción, de calor y de vida, y que deja que su voluntad se debilite y se hiele su cuerpo segundo a segundo, como si cada lágrima que ella reprime, cada segundo que pasa, cada gota de lluvia que cae, fuese una de las gotas de su sangre que se le escapara, dejándola más débil, más helada, más sensible a la suavidad enfermiza de la jornada.

Por lo demás, la lluvia que cae sobre los árboles, o las corolas y las hojas que quedan fuera parecen como la certidumbre y la promesa indestructible y florida del sol y del calor que pronto volverá, esa lluvia no es más que el ruido de un riego algo prolongado al que se asiste sin tristeza. Pero sea porque entrase así por la ventana abierta, o bien que en las tardes de sol ardiente se oyera en la lejanía una música militar o de feria como una franja resplandeciente bajo el calor polvoriento, a M. de Guermantes le gustaba estar en la biblioteca, desde el momento en que, tras llegar y cerrar las contraventanas, cortaba el sol que bañaba su sofá y el viejo plano real de Anjou que colgaba encima, pareciendo decirle: «Quítate de ahí, que me ponga yo», hasta el momento en que pedía sus cosas y encargaba al cochero que enganchase los caballos.

Si era la hora en que mi padre salía para sus asuntos, como lo conocía algo y solía pedirle favores de vecino, corría hasta él, le arreglaba el cuello de su gabán y no se contentaba con estrecharle la mano, sino que la retenía en la suya y lo llevaba así enlazado desde la puerta de la escalera, a la caseta del conserje. Pues ciertos señores importantes, llevado por su deseo de halagar mostrando que no marcan ninguna distancia entre ellos y tú, tienen amabilidades de criado e incluso el impudor de una cortesana. El conde tenía el inconveniente de tener siempre las manos húmedas, de manera que mi padre aparentaba no verlo, no oír sus palabras, llegando incluso hasta no contestarle si le hablaba. El otro no se inmutaba y no hacía más que decir: creo que está «absorto», y volvía a sus caballos.

Varias veces habían arremetido contra la tienda del florista, roto una vidriera y macetas. El conde no llegó a avenirse a razones más que bajo la amenaza de un proceso y consideraba que era un hecho abominable por parte del florista «cuando se sabía todo lo que la señora condesa había hecho por él y por el barrio». Pero el florista, que por el contrario no parecía tener noción alguna de lo que la condesa «hacía por él y por el barrio», y que consideraba incluso extraño que ella no le comprase nunca flores para sus recepciones, había enfocado el asunto desde otro punto de vista, lo que motivaba que el conde lo encontrase abominable. Además, decía siempre «señor», y nunca «señor conde». El conde no se quejaba, pero un día que el vizconde de Praus que acababa de instalarse en el cuarto piso y que estaba hablando con el conde, pidió una flor, el florista, que no sabía bien todavía el apellido, dijo: «Señor Praus». El conde por deferencia hacia el vizconde se echó a reír: «Señor Praus. ¡Está de suerte! Con los tiempos que corren puede usted sentirse satisfecho de que no se le llame todavía ciudadano Praus».

El conde comía todos los días en el club, salvo el domingo en que lo hacía con su mujer. Durante el buen tiempo, la condesa recibía cada día por espacio de dos o tres horas. El conde se iba a fumar un cigarro al jardín y preguntaba al jardinero: «¿Qué flor es ésta? ¿Tendremos patatas este año?», y el viejo jardinero, conmovido como si hubiese visto al conde por primera vez, le respondía con un aire todavía más agradecido que respetuoso, como si ante aquella muestra de interés por ellas, debiera agradecérselo en nombre de las flores. Al primer timbrazo anunciando las primeras visitas de la condesa, subía precipitadamente a su despacho a pesar de que los criados se apresuraban a llevarle al jardín el licor de Vichy y el agua mineral.

Muchas tardes se veía en el angosto jardincillo al duque de X… o al marqués de Y que venían varias veces por semana; entrados en años, se imponían el trabajo de arreglarse, de permanecer durante toda la velada en una silla poco confortable, en aquel rinconcillo del jardín, con la sola perspectiva del licor, cuando, en tantas casas lujosas de grandes financieros se habrían sentido tan dichosos de tenerlos de sport sobre blandos sofás, con gran lujo de bebidas y de cigarros. Pero el bistec y el café sin asociación de ideas de envilecimiento, era a todas luces el placer que hallaban. Eran hombres instruidos, y cuando el conde, por exigencias de sus amoríos traía de vez en cuando a un joven «que nadie conocía», ellos sabían distraerlo hablándole de temas que le fuesen conocidos («¿Es usted arquitecto, señor?») con mucha cultura, gusto e incluso una amabilidad a la que un adiós extremadamente frío señalaba el término; no obstante, una vez que el recién llegado había marchado, hablaban con la mayor benevolencia, como para justificar la ocurrencia de hacerlo venir elogiando su inteligencia, sus modales y pronunciando varias veces su nombre como para ejercitarse como una palabra nueva, extraña y preciosa que se acababa de descubrir. Se hablaba de los matrimonios proyectados en la familia, siempre era el joven una excelente persona, se alegraban por Isabel, se discutía si desde el punto de vista del apellido era su hija la que iba a hacer una buena boda. Esas personas que eran nobles y ricas esgrimían la nobleza y la fortuna de gentes que no la tenían más que ellos, como si hubiesen sido muy felices siendo sus iguales. Decía el conde: «Posee una inmensa fortuna», o «como apellido es el más antiguo que existe, entroncado con todo lo mejor, y con lo más importante», siendo él sin duda de tan buena cuna y con tan buenos parentescos.

Si la condesa hacía algo que se desaprobaba, no se la culpaba, jamás se opinaba sobre las acciones del conde o la condesa; eso formaba parte de la buena educación. Por lo demás, la conversación era muy lenta, en voz bastante baja. Sólo la cuestión de los parentescos animaba instantáneamente al conde. «¡Es mi prima!», exclamaba ante un apellido pronunciado, como si se tratase de una broma inesperada y con un tono que daba deseos de responderle: «No digo lo contrario». Él lo decía por otra parte sobre todo a los extraños, pues el duque de X… y el marqués de Y… nada tenían que aprender de él sobre este asunto. Sin embargo, algunas veces se adelantaban y decían: "Pero si es su prima, Astolfo, por los Mont-morency. Desde luego, exclamaba Astolfo, temiendo que no fuese totalmente cierta la afirmación del duque de X

La condesa adoptaba una bonita forma «campesina» de hablar. Decía: «Es una prima de Astolfo, es tan tonta como un ganso. Está en el campo de carreras, la duquesa de Rouen (en vez de Rohan).» Pero tenía un hermoso lenguaje. Por el contrario, la conversación del conde, vulgar al máximo, permitía coleccionar casi todos los parásitos del lenguaje, como ciertas playas permiten a los zoólogos encontrar grandes cantidades de moluscos. «Mi tía de Villeparisis, que es una buena pieza“, o ”que tiene salero«, o »que es una lagarta«, o »que es una mala peste«, »le aseguro que no le pidió más explicaciones«, »aún sigue corriendo«. Si la simple expresión de un artículo, el paso de un singular al plural hacía más vulgar una palabra, puede asegurarse que la palabra adoptaba en él esa forma de hablar. Habría sido natural decir que un cochero salía de la casa de los Rothschild. Él decía: »Sale de casa de Rothschild«, no señalando con eso a tal o cual Rothschild que hubiese conocido, sino diciendo a la manera del hombre común, de buena familia, y educado en los jesuítas, pero a pesar de todo ordinario: »Rothschild." En las frases en que bigote resultara mejor en plural, decía llevar «bigote». Si se le decía que diera el brazo a una anfitriona y estaba el duque de X… decía: «No quiero pasar delante del duque de X…». Cuando escribía esto se agravaba, al no representar para él las palabras su sentido exacto, las acoplaba con una palabra de otra clase. «Quiere usted venir a verme al Agrícola, ya que desde el año pasado soy parte de ese lugar»; «siento no haber podido conocer a Mr. Bourget, me habría sentido feliz de estrechar la mano de ese alma tan distinguida», «su carta es encantadora, sobre todo la peroración», «lamento no haber podido aplaudir la curiosa audición (aunque es verdad que añadía, como guantes gris perla en una mano sucia, de esas exquisitas músicas)». Pues le parecía refinado, decir «músicas» y en lugar de «mis sentimientos distinguidos», «mis distinguidos sentimientos».

Pero por otra parte su conversación se componía menos de frases que de nombres. Conocía a tanta gente que con la ayuda de la partícula «precisamente» podía contar en forma inmediata lo que se denominaba entre la gente una «anécdota», y que por lo general consistía en algo como lo que sigue: «Pues precisamente en 1860, bueno, 67, estaba cenando en casa de la gran duquesa de Bade, precisamente la hermana del Príncipe, entonces de Weimar, luego Príncipe heredero, que se casó con mi sobrina Villeparisis; me acuerdo perfectamente de que la gran duquesa, que era muy amable, y que había tenido la bondad de situarme a su lado, tuvo la bondad de explicarme que la única manera de conservar las pieles, perdóneme esta expresión un poco vulgar, ella no temía llevarse la palma algunas veces, era poner en vez de naftalina, mondas de rábano. Le digo que aquello no cayó en saco roto. Por lo demás hemos dado la receta a Ketty de Dreux-Brezé y a Loulou de la Chapelle-Marinière-sur-Avre, que han quedado encantadas, ¿no es verdad, Floriana?». Y la condesa decía con llaneza: «Sí, es excelente. Pruébelo con sus pieles, Julieta, ya verá. ¿Quiere que haga que le envíen un poco? Aquí los criados las preparan muy bien, y podrían enseñar a los de ustedes. Es muy fácil una vez que se sabe».

Algunas veces el marqués iba a ver a su hermano; en esos casos «se dedicaban» a gusto a Balzac, pues era una lectura de su época, habían leído esos libros en la biblioteca de su padre, precisamente la que estaba ahora en casa del conde, que la había heredado. Su gusto por Balzac había conservado, en su elementalidad primera, las preferencias por las lecturas de entonces, antes de que Balzac se hubiera convertido en un gran escritor y se viese sujeto, como tal, a las variaciones del gusto literario. Cuando alguno citaba el nombre de Balzac, el conde, si quien lo decía era persona grata citaba algunos títulos, y no eran los de las novelas de Balzac que admiramos más. Decía: «¡Ah! ¡Balzac! ¡Balzac! Se necesitaría tiempo. Le Bal de Sceaux, por ejemplo. ¿Ha leído usted Le Bal de Sceaux? Es fascinante». Cierto que decía lo mismo de Le Lys dans la Vallée: «¡Mme. de Mortsauf! No habéis leído todo eso vosotros, a que no!, Carlos (interpelando a su hermano), es precioso». Hablaba también del Contrat du Mariage al que citaba por su primer título «La Fleur des Pois», y también de La Maison du Chat-qui-pelote. Los días en que estaba enfrascado por completo en Balzac citaba también obras que a decir verdad no son de Balzac, sino de Roger de Beauvoir y Celeste de Chabrillan, pero en su descargo hay que decir que la pequeña biblioteca a la que se le subía el almíbar y los bizcochos y en donde en los días de lluvia, por la ventana abierta, si no había nadie que pudiera verlo desde abajo, recibía los saludos del álamo azotado por el viento que trazaba una reverencia tres veces por minuto, se hallaba provista, además de las obras de Balzac, de las de Alphonse Karr, Celeste de Chabrillan, Roger de Beauvoir y Aléxandre Duval, todos con la misma encuademación. Cuando se los abría y el mismo papel fino lleno de grandes caracteres te mostraba el nombre de la heroína, de la misma forma que si ella misma se presentase a ti bajo aquella apariencia portátil y confortable, acompañada de un ligero olor a cola, polvo y vejez que era como el trasunto de su atractivo, era muy difícil establecer entre aquellos libros una diferenciación pretendidamente literaria y basada artificialmente en ideas a la vez ajenas al tono de la novela y a la apariencia de los volúmenes. Y Blanca de Mortsauf, etc., empleaban para dirigirse a ti caracteres de una nitidez tan persuasiva (el único esfuerzo que tenías que hacer para seguirlos era Volver el papel que los años habían hecho transparente y amarillo, pero que conservaba la suavidad de una muselina), que era imposible no creer que el narrador no fuese el mismo y que no existiese un parentesco mucho más estrecho entre Eugénie Grandet y la duquesa de Mers, que entre Eugénie Grandet y una novela de Balzac de un franco.

Debo confesar que comprendo a M. de Guermantes, yo que he leído durante mi infancia de la misma forma, y para quien Colomba ha sido durante mucho tiempo «el volumen en donde no se me permitía leer la Venus d'Ille» (éste se eras tú). Esos volúmenes en los que se ha leído una obra por primera vez son como el primer vestido con que se ha visto a una mujer, ellos nos dicen lo que ese libro representaba entonces para nosotros, lo que nosotros éramos para él. Mi única manera de ser bibliófilo era buscándolos. La edición en donde leí por primera vez un libro, la edición en donde me brindó una impresión original, he ahí las únicas «primeras» ediciones, las «ediciones originales» a las que soy aficionado. Todavía me basta con acordarme de aquellos volúmenes. Sus viejas páginas son tan porosas al recuerdo, que temería que absorbiesen también las impresiones de hoy, y que no encuentre ya mis impresiones de antaño. Quiero, cada vez que piense en ellos, que se abran por la página en donde los cerré junto a la lámpara, o en la butaca de mimbre del jardín cuando me decía papá: «Tente derecho».

Y algunas veces me pregunto si incluso hoy mi manera de leer no se parece más a la de M. de Guermantes que a la de los críticos contemporáneos. Para mí una obra sigue siendo un todo vivo, con el que trabo amistad desde la primera línea, que escucho con deferencia, a la que, mientras estoy con ella, le doy la razón sin dudar ni discutir. Cuando veo a Faguet decir en sus Ensayos de crítica que el primer volumen de Le Capitaine Fracasse es admirable y que el segundo es insípido, que en Le Père Goriot es de primera importancia todo lo relacionado con Goriot, y de la más ínfima todo lo que se relaciona con Rastignac, me quedo tan asombrado como si oyese decir que los alrededores de Combray son feos del lado de Méséglise pero hermosos del lado de Guermantes. Cuando Faguet sigue diciendo que los aficionados no leen Le Capitaine Fracasse más allá del primer volumen, no puedo sino compadecer a los aficionados, yo que tanto he disfrutado con el segundo, pero cuando añade que el primer volumen se ha escrito para los aficionados y el segundo para los colegiales, mi lástima por los aficionados se torna desprecio hacia mí mismo, pues descubro hasta qué punto sigo siendo un colegial. Finalmente, cuando afirma que Gautier escribió este segundo volumen con el tedio más mortal, me quedo muy asombrado de que haya podido ser jamás tedioso escribir algo cuya lectura resulte luego tan divertida.

Así sucede con Balzac, en donde Sainte-Beuve y Faguet distinguen y analizan, consideran que el comienzo es admirable y que el fin no tiene el mínimo valor. Lo extraño y a la vez tranquilizador es que Sainte-Beuve dice «¿quién pintó mejor que él a las duquesas de la Restauración?». Faguet se burla de esas duquesas y recuerda a Feuillet. Por fin Blum, que adora hacer distinciones, admira a esas duquesas, pero no en tanto que duquesas de la Restauración. En esto, lo confieso, yo diría como Sainte-Beuve: «¿Quién se lo dijo, como lo sabe usted?» y «a este respecto, prefiero atenerme a quienes las conocieron, ante todo a Sainte-Beuve».

El único progreso que he podido hacer desde este punto de vista desde mi infancia, y el único aspecto por el que, si se quiere, me distingo de M. de Guermantes, es que ese mundo inmutable, ese bloque del que nada se puede sustraer, esta realidad dada, la he ampliado un poco, ha dejado de ser para mí un solo libro, para erigirse en la obra de un autor. No puedo percibir muy grandes diferencias entre sus diferentes obras. Los críticos que consideran, al igual que Faguet, que Balzac tiene en Un Ménage de Garçon una obra maestra, y en Les Lys dans la Vallée la peor obra del mundo, me asombran tanto como Mme. de Guermantes, que creía que ciertas noches el duque de X… se había mostrado inteligente y que cualquier otro día se había comportado como un imbécil. En cuanto a mí, la idea que me formo de la inteligencia de las personas cambia en ocasiones, pero sé perfectamente que la que cambia es mi idea, y no su inteligencia. Y no creo que esa inteligencia sea un elemento cambiante que Dios hace unas veces poderoso y débil otras. Creo que la altura que alcanza en el espíritu es constante, y que es precisamente a esa altura, ya sea Un Ménage de Garçon o Les Lys dans la Vallée, hasta la que se eleva en esos vasos que comunican con el pasado y que son las Obras…

Sin embargo, si M. de Guermantes consideraba «encantadoras», es decir, en realidad distraídas y sin realidad, «el cambio de la vida», las historias de Rene Longueville o de Félix de Vandenesse, a menudo apreciaba en Balzac por contraste la exactitud de la observación: «La vida de los procuradores es completamente eso, un estudio; me he relacionado con esas gentes; ¡es estrictamente eso, César Birotteau y Les Employés!».

Una persona que no era de su opinión y a la que cito también porque constituye otro tipo de lector de Balzac era la marquesa de Villeparisis, que negaba la exactitud de sus descripciones: «Ese señor nos dice: voy a haceros hablar a un procurador. Jamás un procurador ha hablado así». Pero sobre todo, lo que ella no podía admitir era que él hubiese pretendido pintar la sociedad: «En primer lugar, no había entrado en ella, no se le recibía, ¿qué es lo que podía saber? Al final conoció a Mme. de Castries, pero no es allí donde él podía ver algo, porque ella no era nada. Yo le vi una vez en casa de ella cuando estaba recién casada. Era un hombre muy corriente, que no dijo más que cosas insignificantes y yo no quise que me lo presentaran. No sé cómo, al fin, encontró el medio de casarse con una polaca de buena familia que tenía algún parentesco con nuestros primos Czartoryski. Toda la familia se disgustó y le aseguro que no les gusta que se les hable de ello. Por lo demás, aquello terminó mal. Murió casi en seguida». Y, bajando los Ojos con un aire gruñón sobre sus agujas, decía: «Incluso jje oído decir cosas muy ruines sobre eso. ¿Dice usted en serio que tendría que haber entrado en la Academia?, (como si dijese en el Jockey). En primer lugar, no tenía bagaje para ello. Y luego la Academia es una »selección«. El propio Sainte-Beuve, es un hombre encantador, fino, de buena sociedad; se mantenía perfectamente en su lugar y no se le veía más que cuando se le llamaba. Era muy distinto a Balzac. Y luego fue a Champlâtreux; él, al menos, habría podido contar cosas del mundo. Pero se cuidaba muy bien de hacerlo porque era un hombre de buena educación. Por lo demás, este Balzac era una mala persona. No existe un buen sentimiento en todo lo que escribe. No hay en sus obras personas de buena laya. Su lectura es siempre desagradable. Nunca ve más que el lado malo de las cosas. Siempre el malo. Incluso cuando pinta a un pobre cura, tiene que ser desgraciado, y que todo el mundo esté contra él. —Tía, no puede usted negar, decía el conde ante la galería entusiasmada por asistir a un torneo tan interesante y que se daba de codazos para ver cómo »se embalaba" la marquesa, que el cura de Tours al que usted alude esté bien retratado. Esa vida de provincia es bastante así.— Precisamente, decía la marquesa y era este uno de sus razonamientos favoritos y el juicio universal que aplicaba a todos los trabajos literarios, ¿en qué me puede interesar ver reproducidas cosas que conozco tan bien como él? Me dicen: es exactamente ésa la vida de provincia. En efecto, pero yo ya la conozco, la he vivido, luego, ¿qué interés tiene eso?" Y se mostraba tan satisfecha de ese razonamiento, que le parecía indiscutible, que en sus ojos se dibujaba una sonrisa de orgullo que dirigía a los presentes, y para poner término a la trifulca, añadía: «Quizá me consideréis muy tonta, pero confieso que cuando leo un libro tengo la debilidad de que me enseñe alguna cosa». Durante dos meses, incluso entre las primas más lejanas de la condesa se tuvo tema de conversación sobre que aquel día, en casa de los Guer-mantes, la cosa había sido de lo más interesante.

En efecto, para un escritor, cuando lee un libro, la exactitud de la observación social, la orientación hacia el pesimismo, o el optimismo, son condiciones dadas que no discute, de las que ni siquiera se da cuenta. Pero para los lectores «inteligentes», el hecho de que aquello resulte «falso» o «triste» es como un defecto personal del escritor (que a ellos les sorprende y satisface mucho descubrir), e incluso exagerado en cada volumen, como si no hubiese podido corregirse, y que acaba por darse a sus ojos el carácter antipático de una persona sin juicio o que deprime y con la que es preferible no relacionarse, de manera que cada vez que el librero les ofrece un Balzac o un Eliot, responden desechándolo: «¡Oh!, no, es falso, o triste, y el último aún más que los anteriores, no quiero más».

En cuanto a la condesa, cuando exclamaba el conde: «¡Ah, Balzac, Balzac! Se necesitaría tiempo, ¿ha leído usted La Duchesse de Mers?», decía: «A mí no me gusta Balzac, me parece exagerado». Por lo general no le gustaban las personas «que exageran», y que por eso parecen constituir una acusación para quienes, como ellas, no exageran, las personas que daban propinas «exageradas», que convertían a las suyas en extremadamente roñosas, las personas que, ante la muerte de uno de los suyos mostraban más tristeza de la corriente, las gentes que por un amigo sobre el que había caído la desgracia hacían más de lo que se hace generalmente, o iban ex profeso a una exposición a ver un cuadro que no era el retrato de uno de sus amigos o la cosa que «había que ir a ver». Ella, que no era exagerada, cuando se le preguntaba si había visto tal o cual cuadro en la exposición, respondía sencillamente: «Si es de los que tienen que verse, lo he visto.».

La persona de la familia sobre quien ejercía Balzac influencia era el marqués…

El lector en el que Balzac ejerció más influencia, fue la joven marquesa de Cardaillec, de soltera Forcheville. Entre las propiedades de su marido, se contaba en Alençon el viejo hotel de Forcheville, con una gran fachada que daba a la plaza como en Le Cabinet des Antiques, y con un jardín que bajaba hasta la Gracieuse, como en La Vieille Fille. El conde de Forcheville lo había dejado a los jardineros, no viendo ningún atractivo en irse a «enterrar» a Alençon. Pero la joven marquesa volvió a abrirlo e iba a pasar algunas semanas cada año, encontrando en ello un gran encanto que calificaba de balzaciano. Hizo traer del castillo de Forcheville, en cuyos desvanes habían quedado relegados por considerarlos pasados de moda, algunos muebles antiguos que venían de la abuela del conde de Forcheville, vinculados algunos de aquellos objetos a la historia o a algún recuerdo a la vez sentimental y aristocrático de la familia. En París se había convertido, en efecto, en una de esas jóvenes de la sociedad aristocrática que se aficionan a su casta con una querencia hasta cierto punto estética, y que son respecto a la antigua nobleza lo que a la plebe bretona o normanda los propietarios sagaces del monte Saint-Michel o de Guillaume le Conquérant, que se han percatado de que su encanto estaba precisamente en la salvaguarda de aquella antigüedad, encanto retrospectivo en el que fueron especialmente iniciadas por los literatos cautivados por el propio encanto de ellas, lo que arroja un doble reflejo literario y de belleza contemporánea (si bien de casta), sobre ese esteticismo.

Las fotografías de las más bellas entre las grandes da mas de hoy se habían colocado en el hotel d'Alençon entre las consolas de roble antiguo de Mlle. Cormon. Pero en ellas aparecían con esas poses antiguas, llenas de arte tan perfectamente vinculadas por obras de arte y literarias al donaire de antaño que no servían sino para añadir un atractivo artístico más al decorado, en el que por lo demás, desde el vestíbulo, la presencia de los criados o en el salón, la conversación de los dueños, eran desgraciada y forzosamente actuales. De modo que la breve evocación del hotel d'Alençon era sobre todo balzaciana para las personas de más gusto que imaginación, que sabían ver, pero que tenían necesidad de ver, y volvían maravilladas. Pero por mi parte me sentí un poco decepcionado. Cuando me enteré de que Mme. de Cardaillec vivía en Alençon en el hotel de Mlle. Cormon o de Mme. de Bargeton, el saber que existía lo que yo veía tan bien en mi pensamiento me había producido una impresión demasiado fuerte para que los contrastes de la realidad pudiesen reconstituirla.

Debo decir no obstante, y para dejar por fin a Balzac, que Mme. de Cardaillec lo enseñaba con aire de balzaciana muy ingeniosa. «Si quiere usted, venga mañana conmigo a Forcheville, me dijo, se dará usted cuenta de la impresión que causaremos en la ciudad. Es el día en que Mlle. Cormon engancha su yegua para ir al Prébaudet. Mientras esperamos sentémonos a la mesa. Y si tiene ánimo para quedarse hasta el lunes, la noche en que »recibo«, no dejará usted mi provincia sin haber visto con sus propios ojos a M. de Bousquier y a Mme. de Bargeton, y verá usted encender en honor de todas esas personas la araña, lo que, como usted recordará, causó tanta emoción a Lucien de Rubempré».

Las personas que se hallaban al corriente veían en aquella piadosa reconstitución de aquel pasado aristocrático y provinciano una consecuencia de la sangre Forcheville. Pero yo sabía que era una consecuencia del linaje Swann, del que ella había perdido el recuerdo, pero del que conservaba la inteligencia, el gusto y hasta esa despreocupación intelectual bastante completa por la aristocracia (a pesar de cierto apego utilitario que tuviera por ella), para encontrarle, como a una cosa ajena, inútil y muerta, un encanto estético.