III. Días

Racimo

S egún que sea más o menos claro este débil rayo por encima de las cortinas, me indica el tiempo que hace, e incluso antes de decírmelo me señala su tono, pero ni siquiera lo necesito. Vuelto todavía contra la pared y antes incluso de que haya aparecido, por el sonido del primer tranvía que se acerca y por su campanilla, puedo afirmar si rueda con resignación bajo la lluvia, o si está a punto de volar hacia el azur, pues no sólo le brinda su atmósfera cada estación, sino cada clase de tiempo, como un instrumento concreto en el que ejecutará la tonadilla siempre parecida de su rodar y de su campanilla; y esa misma tonadilla no sólo llegará a nosotros distinta, sino que tomará un color y un significado, expresando un sentimiento totalmente distinto, si se ensordece como un tambor de bruma, se fluidifica y canta como un violín, plenamente dispuesto entonces a recibir esa orquestación coloreada y ligera en la atmósfera en la que el viento hace discurrir sus arroyos, o si corta con el silbido de un pífano el hielo azul de un tiempo soleado y frío.

Los primeros ruidos de la calle me traen el tedio de la lluvia en donde se hielan, la luz del aire gélido en donde vibran, el descenso de la niebla que los apaga, la suavidad y las bocanadas de un día tempestuoso y tibio, en donde el leve aguacero apenas los moja, enjugado pronto por una bocanada de aire o el calor de un rayo de sol.

Aquellos días, sobre todo si el viento hace oír una llamada irresistible por el hueco de la chimenea, que me hace latir el corazón con más fuerza que a una muchacha el rodar de los coches que van al baile adonde no ha sido invitada, o el sonido de la orquesta que se oye por la ventana abierta, querría haber pasado la noche en tren, llegar al amanecer a alguna ciudad de Normandía, Caudebec o Bayeux, que me aparece bajo su nombre y campanario antiguos como bajo la cofia tradicional de la campesina cauchoise o el tocado de encajes de la reina Matilde, y salir en seguida de paseo a la orilla del mar embravecido, hasta la iglesia de los pescadores, protegida moralmente de las olas que parecen brillar todavía en la transparencia de las vidrieras en donde ponen en marcha la flota azul y púrpura de Guillermo y los guerreros, y retirarse para guardar entre su oleaje circular y verde esa cripta submarina de silencio ahogado y de humedad en donde un poco de agua se estanca todavía aquí y allá en los huecos de la piedra de las pilas de agua bendita.

Y el tiempo que hace no necesita más que del color del día, de la sonoridad de los ruidos de la calle, para que se me manifieste y me conduzca a la estación y el clima de los que parece mensajero. Al percibir la calma y la lentitud de comunicaciones y de intercambios que reinan en la pequeña ciudad interior de nervios y vasos que llevo dentro de mí, sé que llueve, y querría estar en Brujas donde, junto al horno rojo como un sol de invierno, las pollitas cebadas, las de agua, el cerdo, se cocerían para mi almuerzo como en un cuadro de Breughel.

Una vez he sentido, entre sueños, esa pequeña muchedumbre de mis nervios activa y despierta mucho antes que yo, me froto los ojos, miro la hora para ver si tengo tiempo de llegar a Amiens, para ver su catedral cerca de la Somme helada, sus estatuas resguardadas del viento por las cornisas adosadas a su pared de oro dibujar al sol de mediodía un cuadro de sombras.

Pero los días de bruma querría levantarme por primera vez en un castillo que no hubiese visto más que de noche, levantarme tarde, y tiritando metido en mi camisón, volviendo alegremente a abrasarme cerca de una gran lumbre en la chimenea, junto a la que viene a calentarse sobre la alfombra el helado sol de invierno, vería por la ventana un espacio de aspecto desconocido, y entre las alas del castillo, de aspecto tan hermoso, un amplio patio en donde los cocheros empujan a los caballos que al poco nos conducirán al bosque a ver los estanques y el monasterio, mientras que la señora ya levantada recomienda que no se haga ruido para no despertarme.

A veces, una mañana primaveral perdida en el invierno, cuando la carraca del pastor de cabras resuena con más claridad en el azur que la flauta de un pastor de Sicilia, querría pasar el San Gotardo nevado y descender a la Italia florida. Y tocado ya por aquel rayo de sol matutino, me eché de la cama, hice mil danzas y gesticulaciones felices que compruebo en el espejo, digo con alegría palabras que nada tienen de afortunado, y canto, pues el poeta es como la estatua de Memmón: basta un rayo de sol que se eleva para que cante.

cuando los hombres que llevo en mi interior, uno sobre todo, han sido reducidos al silencio, cuando el extremado sufrimiento físico o el sueño los ha derribado uno tras otro, el que queda el último, el que siempre permanece en pie, es, Dios mío, uno que se parece exactamente a ese capuchino que en tiempos de mi infancia tenía los ópticos tras el cristal de su escaparate y que abría su paraguas si llovía y echaba atrás su capucha si hacía buen tiempo. Si hace buen tiempo por muy herméticamente cerrados que estén mis postigos, mis ojos pueden estar próximos a una crisis terrible motivada precisamente por el buen tiempo, por una bonita bruma combinada con el sol que me hace jadear, puede privarme casi de la conciencia a fuerza de dolor, privarme de toda posibilidad de hablar, no puedo seguir hablando, no puedo seguir pensando, y ni siquiera tengo ánimo para formular el deseo de que la lluvia ponga fin a mi crisis. Entonces, en ese gran silencio de todo que domina el ruido de mis resuellos, oigo en lo más profundo de mí mismo una vocecilla alegre que dice: hace buen tiempo —hace buen tiempo—, me resbalan lágrimas de dolor por los ojos, no puedo hablar, pero si pudiese recobrar por un instante el aliento cantaría, y el pequeño capuchino de óptico, que es lo único que he seguido siendo, echa atrás su capucha y anuncia el sol.

del mismo modo, cuando adopté más tarde la costumbre de permanecer levantado toda la noche y de quedarme en cama durante el día, la sentía cerca de mí sin verla, con un ansia tan viva por ella y por la vida, que no podía satisfacerla. Desde los primeros tañidos leves de las campanas, apenas espaciados, del ángelus de la mañana que cruzan el aire, débiles y raudos, como la brisa que precede la llegada del día, esparcidos como las gotas de una lluvia matutina, hubiera querido gozar el placer de quienes salen de excursión antes de despuntar el día, son puntuales a la cita en el patio de un hotelito de provincia, y que pasean nerviosamente esperando que se enganche el coche, muy orgullosos de hacer ver a quienes no habían creído en su promesa de la víspera que se habían levantado a tiempo. Tendremos buen tiempo. En los hermosos días de verano el sueño de la tarde tiene el encanto de una siesta.

¡Qué importaba que estuviese acostado, con las cortinas echadas! Con una sola de sus manifestaciones de luz o de olor sabía qué hora era, no en mi imaginación sino en la realidad presente del tiempo, con todas las posibilidades de vida que ofrecía al hombre, no una hora soñada sino una realidad en la que yo participaba como un grado más añadido a la verdad de los placeres.

No salía, no comía, no abandonaba París. Pero cuando el aire untuoso de una mañana estival acabó de repristinar y aislar los sencillos olores de mi lavabo y mi armario de luna, y reposaban inmóviles y distintos en un claro-oscuro nacarado que acababa de «helar» el reflejo de las grandes cortinas de seda azul, sabía que en aquel momento colegiales, como yo era sólo hacía algunos años, «hombres ocupados», como yo podría ser, descendían del tren o del barco para ir a almorzar a su casa en el campo, y que bajo los tilos de la avenida, delante de la tienda tórrida del carnicero, sacando su reloj para ver si «llevaban retraso», disfrutaban ya del placer de traspasar todo un arco iris de perfumes en el saloncito negro y florido en el que un rayo de luz inmóvil parece haber anestesiado la atmósfera; y que después de haberse dirigido al office oscuro donde relucen a menudo irisaciones como en una gruta, y en donde dentro de pilones llenos de agua se refresca la sidra que inmediatamente —tan «fresca» efectivamente que se adosará a su paso a las paredes de la garganta con una adherencia completa, glacial y perfumada— se beberá en lindos vasos empañados y demasiado gruesos que, como ciertas carnes de mujer dan ansia de llevar hasta el mordisco la insuficiencia del beso, disfrutaban ya del frescor del comedor en donde la atmósfera en su congelación luminosa que estriaban, como el interior de un ágata, los perfumes distintos del mantel, del aparador, de la sidra, también el del gruyere al que la cercanía de los prismas de vidrio destinados a sostener los cuchillos añadía algún misticismo, se veteaba delicadamente cuando se traían las compoteras, primero con el olor de las cerezas, y de los albaricoques. Las burbujas ascendían por la sidra y eran tan numerosas que quedaban prendidas otras a lo largo del vaso donde con una cuchara se hubiera podido cogerlas, como esa vida que pulula en los mares de Oriente, y en donde en una redada se cogen millares de huevos. Y desde fuera engrumecían el cristal como un cristal de Venecia prestándole una extraordinaria delicadeza bordando con mil puntos delicados su superficie teñida de rosa por la sidra.

Como un músico que oyendo en su mente la sinfonía que compone sobre el papel necesita tocar una nota para asegurarse de estar en armonía con la sonoridad real de los instrumentos, me levanté un instante y aparté la cortina de la ventana para ponerme en concordancia con la luz. Entraba también en concordancia con esas otras realidades cuyo apetito está sobreexcitado por la soledad, y cuya posibilidad, cuya realidad, da un valor a la vida: las mujeres que no se conocen. He aquí que pasa una, que mira a derecha e izquierda, va despacio, cambia de dirección, como un pez en un agua transparente. La belleza no es una especie de superlativo de lo que imaginamos, como un tipo abstracto que tenemos ante los ojos, sino al contrario, un tipo nuevo, imposible de imaginar, y que la realidad nos presenta. Así sucede con esta alta muchacha de dieciocho años de aire desenvuelto, de pálidas mejillas, de cabellos ondulantes. ¡Ah!, si estuviese levantado. Pero al menos sé que los días son ricos en tales posibilidades, mi apetito de la vida aumenta. Pues como cada belleza es un tipo distinto, como no hay belleza sino mujeres hermosas, ella es una invitación a una felicidad que sólo ella puede materializar.

Qué deliciosos y dolorosos son esos bailes en donde ante nosotros se mezclan las bonitas muchachas de piel perfumada y los hilos inaprehensibles, invisibles, de todas esas vidas desconocidas de cada una de ellas en las que querríamos penetrar. A veces, una, en el silencio de una mirada de deseo y de nostalgia, nos entreabre su vida, pero no podemos entrar más que en deseo. Y el deseo solo es ciego, y desear a una muchacha de la que ni siquiera se sabe el nombre es pasar con los ojos vendados por un lugar del que se sabe que sería el paraíso, el poder volver y que nada nos hará reconocerlo…

Pero de ella, ¡cuánto nos queda por conocer! Querríamos saber su nombre, que al menos podría permitirnos volverla a encontrar, y que quizá le haría despreciar el nuestro, los padres cuyas órdenes y costumbres son sus obligaciones y sus costumbres, la casa en que vive, las calles que cruza, los amigos que frecuenta, quienes, más venturosos, van a verla, el campo a donde irá durante el verano y que la alejará más todavía de nosotros, sus gustos, sus pensamientos, todo aquello que acredita su identidad, constituye su vida, atrae sus miradas, contiene su presencia, llena su pensamiento, recibe su cuerpo.

A veces iba hasta la ventana, y alzaba una punta de la cortina. En un torrente de oro, seguidas de su institutriz, dirigiéndose al catecismo o a la escuela, habiendo eliminado de su andar flexible todo movimiento involuntario, veía pasar a esas muchachas modeladas en preciosa carne, que parecen formar parte de una pequeña sociedad impenetrable, no ver al pueblo vulgar entre el que pasan, como no sea para reír sin preocuparse, con una insolencia que les parece la afirmación de su superioridad. Muchachas que con una mirada parecen establecer entre ellas y tú esa distancia que su belleza vuelve dolorosa; muchachas que no son de la aristocracia, pues las crueles distancias del dinero, del lujo, de la elegancia, en ninguna parte se suprimen tan completamente como en la aristocracia. Puede buscar por placer las riquezas, pero no les atribuye ningún valor y las sitúa sin ceremonias y sinceramente al mismo nivel que nuestra cortedad y pobreza. Muchachas que no son del mundo de la inteligencia, pues con ellas podrían mantenerse divinas relaciones de igualdad. Tampoco muchachas del mundo de la pura finanza, pues esta reverencia lo que desea comprar, y está todavía más cerca del trabajo y de la consideración. No, muchachas educadas en ese mundo que puede marcar entre él y tú la mayor y más cruel distancia, clan del mundo de dinero, que gracias al bonito porte de la mujer o la frivolidad del marido empieza a mantener buenas relaciones en las cacerías con la aristocracia, intentando mañana aliarse con ella, que hoy tiene todavía contra ella el prejuicio burgués, pero sufre ya porque su nombre plebeyo no deje adivinar que se encuentran de visita a una duquesa, y que la profesión de agente de bolsa o de notario de su padre pueda dejar suponer que lleva la misma vida que la mayoría de sus colegas con cuyas hijas no quieren tratar. Ambiente en donde es difícil entrar porque los colegas del padre han quedado ya excluidos, y en el que los nobles estarían obligados a descender demasiado para dejarte entrar; refinadas por varias generaciones de lujo y de deporte, cuántas veces, en el instante en el que me encantaba con su belleza, me han hecho sentir con una sola mirada la distancia realmente infranqueable que mediaba entre ellas y yo, y aún más inaccesibles para mí puesto que los nobles que conocía no las conocían y no podían presentármelas.

Veo uno de esos seres que nos indica con su rostro particular la posibilidad de una dicha nueva. Al ser la belleza especial, multiplica las posibilidades de felicidad. Cada ser es como un ideal aún desconocido que se nos ofrece. Y ver pasar un rostro deseable que no conocíamos nos abre nuevas vidas que desearíamos vivir. Desaparecen a la vuelta de la esquina, pero confiamos en volverlas a ver, nos quedamos con la idea de que hay muchas vidas más que no pensábamos vivir, y eso da más valor a nuestra persona. Un rostro nuevo que ha pasado es como el encanto de un país nuevo que se nos ha aparecido en un libro. Leemos su nombre, el tren va a salir. Qué importa si no marchamos, sabemos que existe, tenemos una razón más para vivir. De la misma forma, miraba yo por la ventana para ver que la realidad, la posibilidad de la vida que percibía en cada hora junto a mí, contenía innumerables posibilidades de dichas diferentes. Otra muchacha bonita me garantizaba la realidad, las múltiples expresiones de la dicha. Por desgracia no conoceremos todas las felicidades, la que produciría el seguir la alegría de esta muchachita rubia, el ser conocido por los ojos graves de este rostro duro y sombrío, el poder tener sobre las rodillas ese cuerpo esbelto, el conocer los mandamientos y la ley de esta nariz aguileña, de estos ojos duros, de esta amplia frente blanca. Al menos nos dan nuevas razones para vivir…

A veces entraba por la ventana el olor fétido de un automóvil, este olor que creen que nos corrompe el campo los nuevos pensadores que consideran que las alegrías del alma humana serían distintas si se quisiera, etc., que creen que la originalidad reside en el hecho y no en la impresión. Pero el hecho resulta tan inmediatamente transformado por la impresión, que este olor del automóvil penetraba en mi habitación con la misma naturalidad que el más embriagador de los olores del campo en verano, que encerraba dentro de sí su belleza y la alegría también de percibirla toda, de acercarse a un objetivo deseado. El mismo olor del espino no me proporcionó más que la evocación de una felicidad de alguna forma inmóvil y limitada, la que se asigna a un seto. Este olor delicioso a petróleo, color del cielo y del sol, significaba la inmensidad del campo, la alegría de marchar, de marchar lejos entre los acianos, las amapolas y los tréboles de color violeta, y saber que se llegará al lugar deseado, donde nos espera nuestra amiga. Me acuerdo que durante toda la mañana el paseo por esos campos de la Beauce me alejaba de ella. Ella había quedado unas diez leguas más allá. Por momentos llegaba un gran soplo de viento, que inclinaba los trigales al sol y estremecía los árboles. Y en este gran país llano, desde donde los países más lejanos parecen hasta perderse de vista, la continuación de unas mismas tierras, sentía que esa bocanada venía en línea recta del lugar en donde ella me esperaba, que había acariciado su rostro antes de llegar a mí, sin haber encontrado, en el camino entre ella y yo, más que esos indefinidos campos de higo, de acianos y de amapolas, que eran como un único campo en cuyos dos extremos nos hubiéramos situado nosotros y esperado con ternura, a esa distancia a la que no llegan los ojos, pero que franqueaba un soplo suave como un beso que ella me enviaba, como su aliento que llegaba hasta mí y que el automóvil pronto me haría cruzar cuando hubiese llegado el momento de volver junto a ella. He amado a otras mujeres, a otros países. El encanto de los paseos quedó menos ligado a la presencia de aquella a quien amaba, que pronto se volvía tan dolorosa, por el miedo de importunarla y no gustarle, que no la prolongaba, que a la esperanza de ir hacia ella, en donde no permanecía sino con el pretexto de alguna necesidad y con la ilusión de que se me rogara volver con ella. De tal manera, un país dependía de un rostro. Acaso este rostro dependía así de un país. Dentro de la idea que me formaba de su encanto, el país que él habitaba, que él me llevaría a querer, en el que él me ayudaría a vivir, que compartiría conmigo, en donde me permitiría hallar la alegría, era uno de los componentes mismos del encanto, de la esperanza de vida, estaba dentro del deseo de amar. Así, un paisaje entero ponía toda su poesía en un ser. Así, cada uno de mis veranos tuvo el rostro, la forma de un ser y la forma de un país, mejor dicho la forma misma de un sueño que era el deseo de un ser y de un país, que yo confundía en seguida; pomos de flores rojas y azules alzándose por encima de un muro soleado, con hojas relucientes de humedad, constituían el sello por el que eran identificables todos mis deseos de naturaleza, un año; el siguiente fue por la mañana un triste lago bajo la bruma. Uno tras otro, y aquellos a quienes trataba de llevar a tales países, o por cuya compañía renunciaba a visitarlos, o de quienes me enamoraba porque había creído —a menudo equivocadamente, aunque se mantenía su prestigio una vez sabía que había errado— que ellos los habitaban, el olor del automóvil a su paso me ha devuelto todos esos placeres y me ha invitado a otros nuevos; es un olor de estío, de pujanza, de libertad, de naturaleza, y de amor.