XI. Sainte-Beuve y Balzac
U no de los contemporáneos que Sainte-Beuve pasó por alto es Balzac. Frunces el entrecejo. Sé que no te gusta, y en eso no te equivocas del todo. La vulgaridad de sus sentimientos es tan grande que la vida no ha podido mejorarla. No sólo es en la edad en que debuta Rastignac cuando se fija como objetivo en la vida la satisfacción de las más bajas ambiciones, o por lo menos mezcla éstas a los fines más nobles, de forma que es casi imposible separarlos. Un año antes de su muerte, a punto de alcanzar laj realización del gran amor de su vida, su matrimonio conl Mme. Hanska a la que ama desde hace dieciséis años, habla a su hermana en estos términos: «Bien, Laura, ya es algo en París, poder, cuando se quiere, abrir el salón y reunir a la élite de la sociedad, en la que se encuentra una mujer educada, imponente como una reina, de ilustre cuna, vinculada a las familias más importantes, espiritual, instruida y guapa. Hay ahí un gran instrumento de dominio… Qué quieres, a mi manera de ver lo que se trata ahora, sensibilidad aparte (el fracaso acabaría moralmente conmigo) es de todo o nada, de se toma o se deja… El corazón, el talento, la ambición, no requieren en mí otra cosa que lo que persigo desde hace dieciséis años; si esta inmensa dicha se me escapa ya no necesito nada. No hay que pensar que me gusta el lujo. Me gusta el lujo de la calle Fortunée, con todo lo que ello supone: una mujer guapa, bien nacida, de buena posición y con las mejores relaciones». En otro lugar sigue hablando de ella en estos términos: «Esta persona que trae consigo (prescindiendo je su fortuna) las más envidiables ventajas sociales». Después de eso no puede sorprender que en Les Lys dans la Vallée su mujer ideal por excelencia, el «ángel», Mme. de Mortsauf, escribiendo en la hora de la muerte al hombre, al niño que ella quiere, Félix de Vandenesse, una carta cuyo recuerdo le seguirá siendo tan sagrado que muchos años después dirá: «He ahí la voz adorable que de repente resonó en el silencio de la noche, he ahí la figura sublime que se irguió para mostrarme el verdadero camino», le dará los preceptos del arte de hacer fortuna. De hacer fortuna honestamente, cristianamente. Pues Balzac sabe que debe pintarnos una imagen de santa. Pero no puede concebir que, incluso a los ojos de una santa, no sea el fin supremo el éxito social. Y cuando comente con su hermana y sus sobrinas las ventajas que se obtienen de la intimidad con una criatura admirable como la mujer que ama, esa perfección que ella les podrá transmitir consiste en una cierta nobleza de modales que sabe marcar y guardar las distancias de la edad, de la situación, etc., sin contar las entradas de teatro, abonos en los Italianos, en la Ópera, y en la Ópera Cómica". Y cuando Rastignac se enamora de su tía, Mme. de Beauséant , le confesará sin malicia: Usted puede ayudarme mucho. Mme. de Beauséant no se sorprende y sonríe.
No me refiero a la vulgaridad de su lenguaje. (Fragmento intercalado). Era tan grande que llega hasta corromper su vocabulario, a hacer que utilice esas expresiones que desentonarían en la conversación más descuidada. A Les Ressources de Quinola se la pensaba titular primero Les Rubriques de Quinola. Para describir la sorpresa de d'Arthez: «Sentía frío en Ia espalda». A veces al lector hombre de mundo le parece que encierran una verdad profunda sobre la sociedad: «Las antiguas amigas de Vandenesse, Mmes. d'Espard, de Manerville, Lady Dudly, y otras menos conocidas, notaron en el fondo de sus almas serpientes que las devoraban de envidia, se sintieron celosas de la dicha de Félix; de buena gana habrían dado un ojo de la cara por arrancarle la felicidad». Y cada vez que quiere disimular esta vulgaridad utiliza esa distinción de las personas vulgares, que es como esas poses sentimentales, esos dedos que se apoyan con artificio sobre la frente de los horribles bolsistas obesos cuando van en su coche al Bois de Bologne. Entonces dice «querida», o mejor «cara», «addio» en vez de adiós, etc.
A veces has creído vulgar a Flaubert por ciertos aspectos de su correspondencia. Pero por lo menos él nada tiene de vulgaridad, pues ha comprendido que el fin de la vida del escritor está en su obra, y que lo demás no existe «más que como instrumento de una ilusión que hay que describir». Balzac sitúa en el mismo plano los triunfos de la vida y de la literatura. «Si La Comedie Humaine no me da la grandeza, escribe a su hermana, me la dará este logro) (el éxito del matrimonio con Mme. Hanska). La verdad, desde el punto de vista de Flaubert, Mallarmé, etc., ¿nos habrá saciado un poco, y comenzaremos a sentir deseo de la infinitamente pequeña parte de verdad que puede que haya en la equivocación opuesta, (como alguien que tras un largo y positivo régimen de albúmina necesitara sal, como estos salvajes que tienen »mal sabor de boca" y se lanzan, según Paul Adam, sobre otros salvajes para comer la sal que su piel contiene)?
Pero, ya ves, esa vulgaridad acaso sea la causa de la expresividad de algunas de sus descripciones. En el fondo, incluso entre aquéllos de nosotros en los que existe precisamente la excelsitud de no plegarse a aceptar los móviles vulgares, de condenarlos, de purificarlos, pueden existir transfigurados. De cualquier forma, aun cuando el ambicioso posee un amor ideal, incluso aunque no transfigure en él ideas de ambición, por desgracia este amor no representa toda su vida, no es las más de las veces sino uno de los mejores momentos de su juventud. Sólo con esa porción de sí mismo puede escribir un libro un escritor. Pero existe toda una parte que queda fuera. Por eso, qué fuerza de verdad hallamos al descubrir el dulce amor de Vandenesse, un dulce amor de Rastignac, y al saber que este Rastignac, este Vandenesse, son unos ambiciosos fríos, cuya vida toda está hecha de cálculo y de ambición, en la que ese idilio de su juventud (sí, casi más un idilio de juventud que una novela de Balzac) queda olvidado, al que no se refieren más que sonriendo, con la sonrisa de los que realmente olvidaron, en el que los demás e incluso el propio actor hablan de la aventura con Mme. de Mortsauf como de una aventura cualquiera e incluso sin la tristeza de que no haya llenado con su recuerdo toda su vida. Para dar hasta este punto un concepto de la vida conforme al mundo y a la experiencia, es decir, ésa, en donde ya se está de acuerdo en que el amor no dura, que es un error de juventud, que la ambición y la carne juegan un papel principal, que todo aquello se vendrá un día abajo, etc., para mostrar que el sentimiento más ideal puede que no sea más que un prisma con el que el ambicioso transfigura en su propio interés su ambición, mostrándolo quizá inconscientemente, pero de forma más impresionante, es decir señalando objetivamente como el aventurero más frío al hombre que para sí, según su propia manera de ver, subjetivamente, se cree un enamorado ideal, quizás haya sido un privilegio, la condición esencial misma, que el autor concibiera precisamente y con toda naturalidad, los sentimientos más nobles bajo un cariz tan vulgar, que, cuando creyese describirnos la realización del sueño de felicidad de una vida, nos hablase de las ventajas sociales de aquel matrimonio. No cabe aquí separar su correspondencia de sus novelas. Aunque se haya hablado mucho de que los personajes eran para él seres reales y que discutía con toda seriedad si tal partido convenía más a Mlle. de Grandlieu, o a Eugénie Grandet, puede decirse que su vida era una novela que construía exactamente de la misma forma. No había línea de separación entre la vida real (la que en nuestra opinión no es tal) y la vida de sus novelas (la única verdadera para un escritor). En las cartas a su hermana en donde habla de las posibilidades de aquel matrimonio con Mme. Hanska, no sólo se construye todo como una novela, sino que los personajes se representan, analizan y describen como en libros, como factores que pueden aclarar la acción. Queriéndole demostrar que el trato de niño que le da su madre en las cartas, así como la revelación no sólo de sus deudas (de Balzac), sino de que tiene una familia endeudada, puede echar a perder el matrimonio y hacer que Mme Hanska prefiera otro partido, escribe como podría hacerlo en Le curé de Tours: "Entonces te enteras de que ser escultor tiene sus riesgos, que el gobierno reduce sus encargos, que los trabajos se paran, que el artista tuvo deudas, que las ha pagado, pero que todavía debe a un marmolista, a procuradores, y que cuenta con su trabajo para pagar todo eso… Una carta de un hermano casado revela que este hermano lucha valerosamente por su mujer y sus hijos, y que está en peligro; que una hermana mal casada se halla en Calcuta sumida en la más profunda miseria; y por fin, la revelación de que el escultor tiene una madre anciana a la que está obligado a pasar una pensión…
Supon que en estas circunstancias se presenta otro partido. El joven está bien, ninguna deuda pesa sobre él, cuenta con treinta mil francos de renta, y es fiscal del Tribunal Supremo. ¿Qué hacen Mme. Surville y su marido? Por un lado, ven una familia pobre, un porvenir incierto; buscan pretextos, y Sofía se convierte en la mujer de un fiscal del tribunal supremo con treinta mil libras de renta.
El escultor agradecido se dice: «¡Qué diablos ha hecho mi madre escribiéndome, qué diablos mi hermana de Calcuta al escribirme contando su situación!, ¡por qué mi germano no se ha callado la boca! Hemos ganado todos bastante; tenía un matrimonio que haría mi fortuna, y por encima de todo, mi felicidad; todo se fue a pique por un quítame allá esas pajas». Por otra parte, en La Recherche de l'Absolu, aparecen esos tejemanejes para en seguida incorporarse a la ficción novelesca. Lo mismo que su hermana, su cuñado, y su madre (su madre frente a la que, aún adorándola, no tiene nada de la emotiva humildad de esos grandes hombres que frente a su madre siguen siendo hasta el fin los niños que olvidan, como ella lo olvida, que tienen talento), nos agradan como los personajes de la novela que vive, Un Grand Mariage, de la misma forma sus cuadros, ya sea los de su galería, ya los que ve en Wierzchownia y que irán casi todos luego a la calle Fortunée, esos cuadros son también «personajes de novela», cada uno es el objeto de un pequeño reportaje, de esas informaciones de aficionado, de esa admiración que se convierte pronto en ilusión, como si no figurasen en la galería de Balzac, sino en la de Pont o de Claes, o simplemente en la biblioteca del abate Chapeloud, en esas novelas de Balzac, en que los cuadros se equiparan a los personajes, y en donde el menor Coypel «no desluciría en la más hermosa galería», lo mismo que Brianchon es igual a los Cuvier, los Lamark, los Geoffroy Saint-Hilaire. Y el mobiliario del primo Pons o de Claes no se describe con más cariño, realismo e ilusión que su galería de la calle Fortunée, o la de Wierzchownia: «He recibido la fuente que Bernard Palissy hizo para Enrique II o Carlos IX; es una de sus primeras piezas y de las más curiosas, de valor inestimable, pues tiene de cuarenta a cincuenta centímetros de diámetro y setenta centímetros de altura, etc. La casita de la calle Fortunée pronto va a alojar hermosos cuadros, un encantador retrato de Greuze que proviene de la galería del último rey de Polonia, dos Canaletto que pertenecieron al papa Clemente XIII, dos Van Huysum, un Van Dyck tres lienzos de Rotari, el Greuze de Italia, una Judith de Cranach que es una maravilla, etc. Estos cuadros son di primo cartello y no deslucirían en la más hermosa galería». «Qué diferencia con este Holbein de mi galería, tan fresco y puro después de haber transcurrido trescientos años». «El San Pedro de Holbein se ha considerado sublime; en una subasta pública podría haber llegado a tres mil francos». En Roma compró «un Sebastián del Piombo, un Bronzino y un Mirevelt bellísimos». Tiene vasos de Sèvres «que debieron ser ofrecidos a Latraelle», pues sólo ha podido hacerse un trabajo semejante «para una gran celebridad de la entomología. Es un auténtico hallazgo, una ocasión como jamás vi otra igual». Habla en otra parte de su araña «que proviene del mobiliario de algún emperador de Alemania, pues está rematada por el águila bicéfala». De su retrato de la reina María «que no es de Coypel, sino hecho en su taller por un alumno, ya sea Lancret u otro; es preciso ser un entendido para no confundirlo con un Coypel». «Un Natoire encantador, firmado y realmente auténtico, un poco remilgado sin embargo entre las adustas pinturas que hay en mi despacho». «Un boceto delicioso del nacimiento de Luis XIV, una Adoración de los pastores, en que aparecen éstos peinados a la moda de la época y representan a Luis XIV y sus ministros». De su Caballero de Malta «una de esas obras maestras resplandecientes, que son, como el violinista, el sol de una galería. Todo en él es armonioso como en un original bien conservado de Ticiano; lo que provoca más admiración son las vestiduras que, en opinión de los expertos, encierran un hombre… Sebastián del Piombo es incapaz de haber hecho eso. En cualquier caso, se trata de una de las más bellas obras del Renacimiento italiano, de la escuela de Rafael, pero con progresos en color. Pero hasta que usted no haya visto mi retrato de mujer de Greuze no sabrá, créame, qué es la escuela francesa. En cierto sentido no son mucho más vigorosos Rubens, Rembrandt, Rafael, ni Ticiano. Es tan bello dentro de su género como el Caballero de Malta. Una Aurora del Guido en su estilo solemne, cuando era tan parecido a Caravaggio. Eso recuerda a Canaletto, pero en más grandioso. En fin, al menos para mí, es algo incomparable». «Mi vajilla Watteau, la jarra de la leche que es magnífica y las dos cajas de té», «el más bello Greuze que he visto, hecho por Greuze para Mme. Geoffrin, dos Watteau hechos por Watteau para Mme. Geoffrin: estos tres cuadros valen ochenta mil francos. Además de ésos, dos Leslie admirables están: Jacobo II y su primera mujer; un Van Dyck, un Cranach, un Mignard un Rigaud sublimes, tres Canalettos adquiridos por el rey, un Van Dyck comprado a Van Dyck por el tatarabuelo de Mme. Hanska, un Rembrandt; ¡qué cuadros! La condesa quiere que los tres Canalettos estén en mi galería. Hay dos Van Huysum que no se pagarían ni con todos los diamantes del mundo. ¡Qué tesoros hay en esas grandes mansiones polacas!».
Esta realidad a medias, demasiado quimérica para la vida, demasiado a ras del suelo para la literatura, hace que en su literatura gocemos a menudo de placeres apenas distintos de los que nos da la vida. No es pura ilusión que Balzac, queriendo citar a grandes médicos, grandes artistas, citase desordenadamente nombres reales y personajes de sus libros, que diga: «Poseía el talento de los Claude Bernard, de los Bichat, de los Desplein, de los Bianchon», como esos pintores de dioramas, que mezclan en primer plano de su obra figuras de relieve real con los trucos del decorado. Muy a menudo esos personajes reales no son más que reales. La vida de sus personajes es un efecto del arte de Balzac, pero produce al autor una satisfacción que no corresponde a los dominios del arte. Se refiere a ellos como a personajes reales, o lo que es lo mismo ilustres: «el célebre ministerio del difunto Marsay, el único gran estadista que produjera la revolución de julio, el único hombre que hubiera podido salvar a Francia», unas veces con la complacencia de un nuevo rico que no se contenta con tener hermosos cuadros, sino que no deja de airear constantemente el nombre del pintor y el precio que se le ha ofrecido por la tela, otras veces con la ingenuidad de un niño que tras bautizar a sus muñecas, les atribuye una existencia verdadera. Incluso llega a llamarlas de improviso y cuando todavía se ha hablado poco de ellas, por sus nombres, ya sea la princesa de Cadignan («En efecto, Diana no parecía llegar a los veinticinco años»), Mme. de Sérizy («Nadie hubiera podido seguir a Leontina, volaba»), o Mme. de Bartas («¿Bíblico?, respondió Fifinne asombrada»). En esta familiaridad apreciamos una cierta vulgaridad, pero en absoluto el snobismo que llevaba a decir a Mme. de Nucingen «Clotilde» hablando de Mme. de Grandlieu, «para darse, dice Balzac, tono llamándola por su nombre de pila como si ella, cuyo apellido de soltera era Goriot, frecuentase aquella sociedad».
Sainte-Beuve reprocha a Balzac haber magnificado al abate Troubert, que acaba convirtiéndose en una espeje de Richelieu, etc. Lo mismo hace con Vautrin, y con puchos otros. No es únicamente por admiración y engrandecimiento de esos personajes y para hacerlos lo mejor de su género, como Bianchon y Desplein son los iguales de Claude Bernard o de Laennec, y M. de Grandville de d'Aguesseau, sino que es también culpa de una teoría cara a Balzac sobre el personaje a quien le ha faltado la grandeza del ambiente, y porque en realidad es ésta precisamente su finalidad de novelista: hacer historia anónima, estudiar ciertos caracteres históricos, tal como se presentan aparte del factor histórico que los impulsa a la grandeza. En tanto que punto de vista de Balzac no sorprende. Pero cuando Lucien de Rubempré escribe a Vautrin en el momento de quitarse la vida: «Cuando Dios lo quiere, esos seres misteriosos son Moisés, Atila, Carlomagno, Mahoma o Napoleón; pero cuando deja que se oxiden en el fondo del océano de una generación esos instrumentos gigantescos, no son más que Pougatcheff, Fouché, Louvel o el abate Carlos Herrera. Adiós pues, adiós a ti que de haber ido por la buena senda habrías sido más que Ximénez, más que Richelieu, etc.». Lucien habla demasiado como Balzac, y deja de ser una persona real, diferente a todas las demás. Lo que, a pesar de la prodigiosa diversidad entre sí e identidad consigo mismos de los personajes de Balzac, suele suceder, sin embargo, por una causa u otra.
Por ejemplo, cuando en él los tipos eran menos numerosos que los individuos se advierte que un individuo no es más que uno de los diversos nombres de un mismo tipo. En según qué momento, Mme. de Langeais parece ser Mme. de Cadignan, o M. de Morsaut, M. de Bargeton.
Por estos rasgos reconocemos a Balzac y sonreímos, dejando traslucir nuestra simpatía. Pero en razón de ello, los detalles destinados a que se parezcan más los personajes de las novelas a las personas reales, producen el efecto contrario; el personaje vivía, y Balzac se siente tan orgulloso que cita, sin necesidad, la cifra de su dote, sus vínculos con otros personajes de la Comedie Humaine que se consideran de esta forma reales, con lo que le parece matar dos pájaros de un tiro: «No se recibía a Mme. de Sérizy (aunque su nombre de soltera era Mme. de Ronquerolles)». Pero porque se ve el manejo de Balzac no se confía tanto en la realidad de esos Grandlieu que no recibían a Mme. de Sérizy. Si aumenta la apariencia de vitalidad del charlatán, del artista, es a costa de la apariencia de vida de la obra del arte. Obra de arte al fin y al cabo y que, si se adultera un poco con todos esos detalles demasiado reales, con todo ese aspecto de Museo Grévin, los hace un poco suyos, los convierte hasta cierto punto en arte. Y como todo eso se relaciona con una época, muestra sus exteriores, juzga su fondo con gran inteligencia, cuando se ha agotado el interés de la novela comienza una nueva vida como documento de historiador. Lo mismo que La Eneida, en los lugares en que nada significa para los poetas puede apasionar a los mitólogos, Peyrade, Félix de Vandenesse, y muchos otros no nos parecerían muy dotados de vida. Albert Sorel nos dirá que es en ellos en donde hay que estudiar a la policía del Consulado o alai política de la Restauración. La misma novela sale beneficiada. En este momento tan triste en que es preciso abandonar a un personaje de novela, momento que Balzac ha demorado tanto que al hacerlo ha podido reencarnarse en otros, en el instante en que va a desvanecerse y a no ser más que un sueño, como las personas que se ha conocido en un viaje y que se van a abandonar, se da uno cuenta de que toman el mismo tren y que se las podrá volver a encontrar en París; Sorel nos dice: «No, no es un sueño, estudiadlos, es la verdad, es la historia».
Por esta razón continuaremos volviendo a sentir, y casi a satisfacer, leyendo a Balzac, las pasiones de las que noS debería curar la gran literatura. Una velada del gran mundo descrita por… se halla dominada por el pensamiento del escritor, nuestra mundanalidad está purificada en él, como diría Aristóteles; en Balzac experimentados al asistir una satisfacción casi mundana. Sus propios títulos llevan este signo positivo. Mientras que muchas veces el título constituye más o menos entre los escritores un símbolo, una imagen que hay que tomar en sentido jnás general, más poético que la lectura del libro, en el caso de Balzac se trata más bien de lo contrario. La lectura de ese libro admirable que se titula Les illusions perdues limita y materializa sobre todo este hermoso título: Illusions perdues. Significa que al venir a París Lucien de Rubempré se ha percatado de que Mme. de Bargeton era ridícula y provinciana, que los periodistas eran unos bribones, que la vida era difícil. Todas ilusiones personales, contingentes, cuya pérdida puede arrastrarle a la desesperación y que confieren un vigoroso tono de realidad al libro, pero que disminuyen un tanto la poesía filosófica del título. De tal forma, cada título hay que tomarlo al pie de la letra: Un Grand Homme de Province à Paris, Splendeur et Misère des courtisanes, A combien l'Amour revient aux Vieillards, etc. En La Recherche de l'Absolu, lo absoluto es ante todo una fórmula, algo alquímico más que filosófico. Por lo demás, se trata poco de eso. Y el tema del libro consiste sobre todo en los estragos que el egoísmo de una pasión acarrea a una familia amante que la sufre, cualquiera que sea por lo demás el objeto de esa pasión. Baltasar Claes es el hermano de los Hulot, de los Grandet. Quien escriba la vida de la familia de un neurasténico podrá trazar un cuadro del mismo tipo. El estilo constituye hasta tal punto la señal de la transformación que el pensamiento del escritor ha infligido a la realidad, que, en el caso de Balzac, no cabe hablar propiamente de estilo. Sainte-Beuve se ha equivocado de medio a medio: «Ese estilo tan a menudo halagador y disolvente, crispado, coloreado y veteado con todas las tintas, ese estilo de una corrupción deliciosa, completamente asiático, como decían nuestros maestros, más contorsionado según en qué sitios, y más dúctil que el cuerpo de un mimo antiguo». Nada hay más falso. En el estilo de Flaubert, por ejemplo, todos los sectores de la realidad se convierten en una misma sustancia, sobre grandes superficies, de reflejo monótono. No queda ninguna impureza. Las superficies se han hecho reflectantes. Todo se imprime allí, pero por reflejo, sin alterar su sustancia homogénea. Todo lo que era diferente se ha transformado y absorbido. Por el contrario, en Balzac coexisten sin digerir, sin transformarse todavía, todos los elementos de un estilo por venir pero que no existe. El estilo no sugiere, no refleja: explica. Y explica por lo demás recurriendo a las imágenes más vivas, pero que permanecen sin fundir con el resto, que llevan a comprender lo que desea decir como se hace uno entender en la conversación si se mantiene una conversación inteligente, pero sin preocuparse de la armonía del todo ni controlarse. Cuando diga en su correspondencia: «Los buenos matrimonios son como la nata: cualquier cosa los corta», con imágenes de este tipo, es decir, sugestivas, apropiadas, pero que desentonan, que explican en lugar de sugerir, que no se subordinan a ningún fin de belleza y, armonía, que utilizará así: «La risa de M. de Bargeton, que era como cadenas dormidas que se despiertan, etcétera». «Su color había adquirido el tono cálido de una porcelana que contiene una luz». «En fin, para describir a aquel hombre mediante un rasgo cuyo valor apreciarán las personas habituadas a controlar las situaciones, llevaba gafas azules destinadas a ocultar su mirada so pretexto de preservar la vista del reflejo deslumbrador de la luz». De hecho, tiene de la belleza de la imagen una idea tan irrisoria que Mme. de Mortsauf escribirá a Félix de Yandenesse: «Para emplear una imagen que se grabe en vuestro espíritu poético, sea la inicial de un tamaño desmesurado, esté pintada en oro, o escrita a lápiz, no será nunca más que una inicial».
Si se contenta con hallar el rasgo que pueda llevarnos a comprender cómo es la persona sin tratar de fundirla en un conjunto hermoso, de la misma forma brinda ejemplos precisos en vez de extraer de ellos lo que puedan contener. Describe así el estado de ánimo de Mme. de Bargeton: «Se imaginaba al pacha de Janina; habría querido luchar con él en el serrallo y le parecía sublime ser encerrada dentro de un saco y lanzada al agua. Envidiaba a Lady Esther Stanhope, aquel marimacho del desierto». De esta forma, en lugar de contentarse con inspirar la sensación que quiere que experimentemos ante una cosa, la califica inmediatamente: «Adoptó una expresión horrible. Tuvo entonces una mirada sublime». Nos hablará de las cualidades de Mme. de Bargeton que se convierten en una exageración acogiéndose a las naderías de la provincia. Y añade como la condesa de Escarbagnas: «En efecto, una puesta de sol es un gran poema, etc»». Incluso en Le Lys dans la Vallée, «una de las piedras más trabajadas de su edificio», dice él mismo, y consta que exigía a los impresores hasta siete y ocho pruebas, tiene tanta prisa por decir el hecho que la frase se dispone como puede. Le ha dado el dato con el que la frase debe instruir al lector, y ella se las arreglará como pueda: «A pesar del calor, bajé al prado para volver a ver el Indre y sus islas, el valle y sus collados, de los que me mostré un admirador apasionado». Balzac se sirve de todas las ideas que le vienen a la mente, y no intenta hacerlas penetrar, disueltas, en un estilo en el que se armonizarían y sugerirían lo que él quiere decir. No, lo dice simplemente, y aún con todo lo heteróclita e inconexa que sea la imagen, siempre exacta por lo demás, la yuxtapone. «Mr. du Châtelet era como esos melones que siendo verdes se convierten en amarillos en una noche». «No podía dejar de compararse el señor X… con una víbora helada».
Al no concebir la frase como hecha de una sustancia especial en la que debe eliminarse y no reconocerse todo aquello en que consistió el objeto de la conversación, del saber, etc., añade a cada palabra la idea que de ella tiene y la reflexión que le inspira. Si habla de un artista, dice inmediatamente lo que sabe de él mediante simple aposición. Hablando de la imprenta Séchard dice que era necesario adaptar el papel a las necesidades de la civilización francesa, que amenazaba extender la discusión a todo y basarse en una constante manifestación del pensamiento, individual —una verdadera desgracia, pues los pueblos que deliberan actúan muy poco, etc. Y vierte así todas las reflexiones que a causa de esa vulgaridad natural son a menudo mediocres y que toman de esa especie de inocencia con que se encuentran en medio de una frase un toque de comicidad. Tanto más cuanto que las expresiones «que están situadas», etc., cuyo uso se deriva precisamente de la necesidad de definir en medio de una frase y de dar una información, les otorga una cierta solemnidad supletoria. Por ejemplo, en Le Colonel Chabert se trata en varias ocasiones de «la intrepidez natural en los procuradores, de la desconfianza natural de los procuradores». Y cuando hay que dar una explicación, Balzac no se complica la vida; escribe ello se debe a que: sigue un capítulo. Asimismo tiene resúmenes en donde afirma todo lo que debemos saber sin darnos el menor respiro. «A partir del segundo mes de su matrimonio, David pasaba la mayor parte de su tiempo, etc., a los tres meses de su llegada a Angule ma, etc». (La religiosa confería al Magnificat ricas, graciosas evoluciones, cuyos ritmos diferentes expresaban una alegría humana." «Los temas tenían la brillantez de los gorgoritos de una cantante, sus cantos saltarineaban como un pájaro, etc».
No oculta nada, lo dice todo. Por eso, se asombra uno de ver que no obstante existen hermosos efectos de silencio en su obra. Goncourt se asombraba ante L'Education, yo me asombro mucho más de las interioridades de la obra de Balzac. «¿Conoce usted a Rastignac? ¿Sí?…».
Balzac es como esas personas que oyendo decir a alguien: «El príncipe» hablando del duque de Aumale, «La señora duquesa», hablando a una duquesa, y viéndole dejar el sombrero en el suelo, en un salón, antes de saber que se dice de un príncipe: el Príncipe, que se llama conde de París, príncipe de Joinville o duque de Chartres, y otras costumbres han dicho ya: «¿Por qué dice usted: el Príncipe, si es duque? ¿Por qué dice usted la señora duquesa, como una criada, etc». Pero cuando saben que es la costumbre, creen haberlo sabido desde siempre, o si se acuerdan de haber formulado esas objeciones no por eso recriminan menos a los demás, y se complacen en explicarles las costumbres del gran mundo, que conocen desde hace tan poco tiempo. Su tono perentorio de sabios de hace un día es precisamente el de Balzac cuando dice lo que se hace y lo que no se hace. Presentación de d'Arthez a la princesa de Cadignan: «La princesa no obsequió al hombre célebre con ninguno de esos cumplidos con que le abrumaban las personas vulgares. Las personas de gusto como la princesa se distinguen ante todo por su manera de escuchar. En la cena, se colocó a d'Arthez cerca de la princesa que, lejos de imitar las exageraciones de dieta que se permiten las melindrosas, comió, etc». Presentación de Félix de Vandenesse a Mme. de Mortsauf: «Mme. de Montsauf entabló una conversación sobre el país y las cosechas, en la que yo era un extraño. En una anfitriona, esta forma de actuar demuestra una falta de educación, etc. Pero transcurridos unos meses desde aquello comprendí cuán significativo era, etc». Ahí, por lo menos, se explica ese tono de certeza, puesto que no hace más que constatar las costumbres. Pero mantendrá lo mismo cuando formule un juicio: «En el mundo nadie se interesa por un sufrimiento, una desgracia, todo son palabras», o brinde interpretaciones: «el duque de Chaulieu acaba de ir a ver a su despacho al duque de Grandlieu que lo esperaba: «Dime, Enrique (estos dos duques se tuteaban y se llamaban por sus nombres de pila. Es uno de esos matices inventados para señalar los grados de intimidad, frenar las libertades de la familiaridad francesa y humillar el amor propio»." Por lo demás hay que decir que como los escritores neocristianos que atribuyen a la Iglesia sobre la obra de los literatos un poder en el que ni los papas más severos en materia de ortodoxia pensaron jamás, Balzac confiere a los duques privilegios ante los que Saint-Simon, que, sin embargo los tiene en gran estima, se hubiera quedado totalmente estupefacto: «El duque lanzó sobre Mme. Camusot una de esas rápidas miradas con que los grandes señores analizan toda una vida, y el alma muchas veces. ¡Ah!, si la mujer del juez hubiese podido conocer aquel don de los duques». Si en verdad los duques de tiempos de Balzac poseían ese don, fuerza es reconocer que, como se dice, mucho han cambiado las cosas.
En ocasiones no es directamente cómo expresa Balzac esa admiración que le inspiran sus palabras más insignificantes. Confía el manifestar esa admiración a los personajes en escena. Hay una novela corta de Balzac muy célebre llamada Autre étude de femme. Se compone de dos relatos que no requerirían gran masa de personajes, pero casi todos los de Balzac se sitúan ahí alrededor del narrador como en los «apropósitos» esas «ceremonias» que representa la Comedia Francesa con ocasión de un aniversario o de un centenario. Cada cual da su réplica como en los diálogos de los muertos, en donde se quiere personificar toda una época. En todo momento aparece uno nuevo. De Marsay empieza su relato explicando que el estadista es una especie de monstruo de sangre fría. «Usted nos explica por qué es tan raro en Francia el estadista, dice el viejo lord Durley». Marsay continúa: «se ha convertido en un monstruo gracias a una mujer». «Yo creía que nosotras deshacíamos mucha más política de la que hacíamos, dijo Mme. de Montcornet sonriendo». «Si se trata de una aventura amorosa, dijo la baronesa de Nucingen, pido que no se la interrumpa con ninguna reflexión». «La reflexión le es tan opuesta, exclamó Joseph Bridau…». «No ha querido cenar, dijo Mme. de Sérizy». «¡Oh!, ahórrenos usted sus horribles sentencias, dijo sonriendo Mme. de Camps». Lady Barimore, la marquesa de Espard, Mlle. des Touches, Mme. de Vandenesse, Blondet, Daniel d'Arthez, el marqués de Montriveau, el conde Adam Laginski, etc., van recitando sucesivamente su cantinela como los socios cuando desfilan en el aniversario de Molière ante el busto del poeta y depositan una palma. Ahora bien, ese público reunido un tanto artificialmente representa para Balzac, y lo mismo que el propio Balzac cuyo intermediario es, un público excesivamente bueno. Habiendo hecho esta reflexión De Marsay: «El amor único y verdadero produce una especie de apatía corporal en consonancia con la contemplación en la que se cae. El espíritu lo complica todo, entonces se atormenta a sí mismo, se traza fantasías, las hace realidad, tormentos, y estos celos son tan encantadores como molestos», un ministro extranjero sonríe rememorando, a la luz de un recuerdo, la verdad de esta observación. Un poco más allá termina el retrato de una de sus amantes con una comparación no muy agradable, pero que debía gustar a Balzac, pues volvemos a encontrar una análoga en Les secrets de la Princesse de Cadignan: «Hay siempre un perfecto mono imitador en la más bonita y angelical de las mujeres». Ante esas palabras, dice Balzac, todas las mujeres bajaron la vista, como heridas por esta cruel verdad tan cruelmente observada.
«No le digo nada de la noche ni de la semana que he pasado, replicó de Marsay; he podido apreciar mi condición de estadista. Estas palabras fueron tan bien dichas que todos nosotros dejamos escapar un gesto de admiración». De Marsay explica a continuación que su amante hacía como si sólo le quisiera a él: «No podía vivir sin mí, etc., en fin, hacía de mí su Dios». Las mujeres que oyeron a De Marsay parecieron ofendidas al verse tan bien imitadas. La mujer como es debido puede dar lugar a la calumnia, dijo luego de Marsay, nunca a la maledicencia." «Todo eso es horriblemente cierto, dijo la princesa de Cadignan». (Estas últimas palabras pueden justificarse por el carácter personal de la princesa de Cadignan). Por lo demás, Balzac no nos había permitido ignorar por adelantado el placer que íbamos a saborear: «Sólo en París abunda esta gracia especial… Sólo París, capital del gusto, conoce esta ciencia que transforma una conversación en un torneo… Réplicas ingeniosas, observaciones agudas, bromas de perfecta factura, cuadros trazados con una brillante nitidez, chispearon y se sucedieron, oyéndose y saboreándose con el mayor deleite y delicadeza». (Ya se ha visto que Balzac estaba en lo cierto sobre esta cuestión). Nosotros no estamos siempre tan dispuestos a la admiración como ese público. Es verdad que no somos testigos, como ellos, de la mímica del narrador, a falta de la cual, nos advertía Balzac, es intraducibie «esa improvisación cautivadora». Estamos obligados en efecto a creer en la palabra de Balzac cuando noS dice que un dicho de… de Marsay «fue acompañado de gestos, movimientos de cabeza y carantoñas significativas», o que «las mujeres no podían evitar la risa ante las monerías con las que ilustraba Blondet sus chanzas».
De esta forma Balzac no está dispuesto a que ignoremos en absoluto el éxito que obtuvieron todos esos dichos. «Aquel grito espontáneo que halló eco entre los convidados picó su curiosidad ya tan hábilmente excitada… Aquellas palabras provocaron en todos ese movimiento que los periodistas designan en los discursos parlamentarios como: Extraordinaria sensación». ¿Pretende (Balzac con ello pintarnos el éxito que alcanzó el relato de… de Marsay, el éxito que alcanzó él, Balzac, en aquella velada a la que no hemos asistido? Quizá se pliegue simplemente a la admiración que le inspiran los rasgos que se le escapan de su pluma: posiblemente sean ambas cosas. Tengo un amigo, uno de los pocos auténticamente geniales que he conocido, adornado de un magnífico orgullo balzaciano. Al repetirme una conferencia que había dado en un teatro y a la que yo no había asistido, de vez en cuando se interrumpía para aplaudir en el instante mismo en que el público había batido palmas. Pero le daba tal ardor, tal inspiración, tal duración, que estoy convencido de que más que describirme fielmente la sesión, se aplaudía, como Balzac, a sí mismo.
Pero todo eso es precisamente lo que encanta a quienes les gusta Balzac; se repiten sonriendo: «el nombre innoble de Amelia», «bíblico, repitió Fifine asombrada», «la princesa de Cadignan era una de las mujeres más entendidas en las cuestiones de tocado». ¡Gustar de Balzac! Sainte-Beuve, a quien tanto agradaba definir en qué consistía gustar de alguien, hubiera tenido ahí una buena ocasión de hacerlo. Efectivamente, a los demás novelistas se les aprecia sometiéndose a ellos, de un Tolstoi se bebe la verdad como de alguien más grande y más capaz que uno. De Balzac sabemos todas sus vulgaridades, que al principio nos han repelido; luego se empieza a gustar de él, se sonríe ante todas esas simplezas que tan suyas son, y se gusta de él con un poquitín de ironía mezclada de ternura; conocemos sus defectos, sus mezquindades, y las apreciamos porque constituyen su más acusada característica.
Al haber conservado en ciertos aspectos un estilo desorganizado, podría suponerse que Balzac no ha tratado de objetivar el lenguaje de sus personajes, o que, cuando lo objetivó no ha podido abstenerse de señalar a cada instante lo que encerraba de especial. Pues bien, la verdad es todo lo contrario. Esta misma persona que despliega con simpleza sus ideas históricas, artísticas, etc., oculta los proyectos más recónditos, y deja hablar por sí mismo al lenguaje de sus personajes, tan imperceptiblemente que puede pasar desapercibida y no pretende en modo alguno señalarla. Cuando hace hablar a la guapa Mme. Roguin que, aunque parisina de carácter, es en Tours la mujer del prefecto de la provincia, todas las bromas que gasta sobre el hogar de los Rogron son muy de ella y no de Balzac.
Las bromas de los clérigos, el canto de Vautrin: «Trim la… la trim… trim!», la vaciedad de la conversación del duque de Grandlieu y del vídamo de Pamiers: «El conde Montriveau ha muerto, dijo el vídamo, era un hombre gordo que sentía una increíble pasión por las ostras. —¿Cuántas comía, entonces?, dijo el duque de Grandlieu—. Diez docenas cada día. —¿Y no le hacían daño?— Ni por asomo. —¡Oh! Pero qué barbaridad. ¿Y ese vicio no le ha producido mal de piedra?— No, se sentía muy bien, murió casualmente. —¡Casualmente! La naturaleza le había obligado a comer ostras, probablemente le eran necesarias». Lucien de Rubempré, incluso en sus conversaciones a solas, posee exactamente el júbilo vulgar, el tufo de juventud inculta que ha de gustar a Vautrin: «Entonces, pensó Lucien, está en el ajo». «Ahí lo tienes». «¡Qué alma de moro!». «Lucien se dijo para sí: “Voy a darle su merecido”». «Es un perillán que es tan cura como yo». Y de hecho Vautrin no era el único al que gustaba Lucien de Rubempré. Oscar Wilde, a quien la vida desgraciadamente había de enseñarle luego que hay penas más angustiosas que las que nos proporcionan los libros, decía en su primera época (en la época en que decía: «Sólo a partir de la escuela de los lakistas cae la neblina sobre el Támesis»): «¿La mayor pena de mi vida? La muerte de Lucien de Rubempré en Splendeurs et Miseres des Courtisanes». Por otra parte, hay algo de especialmente dramático en esa predilección y ese enternecimiento de Oscar Wilde, en la época de su vida brillante, por la muerte de Lucien de Rubempré. Sin duda, se enternecía ante ella, como todos los lectores, situándose ante la perspectiva de Vautrin, que es el punto de vista de Balzac. Y por otro lado, desde este punto de vista, era un lector particularmente selecto y escogido para adoptar esta actitud de forma más completa que la mayoría de los lectores. Pero no puede evitarse el pensar que, algunos años después, él mismo habría de convertirse en Lucien de Rubempré. Y el fin de Lucien de Rubempré en la Conciergerie, contemplando su brillante vida mundana hundida por tener que vivir en compañía de un presidiario, no era más que la anticipación— desconocida todavía por Wilde, bien es verdad —de lo que iba a ocurrir precisamente a Wilde.
En esta última escena de esta primera parte de la Tetralogía de Balzac (porque en Balzac la unidad raramente la forma la novela, la intriga la constituye un ciclo del que una novela no es más que una parte) cada palabra, cada gesto, tiene de esta forma interioridades de las que Balzac no advierte al lector, y que son de una profundidad admirable. Ponen de manifiesto una psicología tan especial y que, salvo Balzac, nadie ha fraguado, que es lo bastante delicado como para indicarlas. Pero todo, desde la forma en que Vautrin detiene en el camino a Lucien, a quien no conoce y del que sólo le puede interesar, pues, el físico, hasta esos gestos involuntarios con que le coge el brazo, no traiciona acaso el sentido tan diferente y preciso de las teorías de dominio de unión entre dos en la vida, etc., con que el falso canónigo pinta a ojos de Lucien, y quizá a los suyos propios, un pensamiento no confesado. El paréntesis sobre el hombre dominado por la pasión de comer papel, ¿no es también un rasgo de carácter admirable de Vautrin y de todos sus semejantes, una de sus teorías favoritas, lo poco que dejan vislumbrar de su secreto? Pero el más bello sin discusión es el maravilloso pasaje en donde los dos viajeros pasan ante las ruinas del castillo de Rastignac. Llamo a eso la Tristeza de Olympio de la Homosexualidad: Quiso verlo todo, el estanque junto a la fuente. Sabemos que Vautrin, en la pensión de Vauquer, en Le Père Goriot formuló respecto a Rastignac, e inútilmente, el mismo objetivo de dominio que ejercía entonces sobre Lucien de Rubempré. Fracasó, pero Rastignac no por ello dejó de mezclarse menos profundamente en su vida; Vautrin hizo asesinar al chico Taillefer para obligarlo a casarse con Victorina. ¿Más tarde, cuando Rastignac se muestre hostil con Lucien de Rubempré, Vautrin, encubierto, le recordará ciertas cosas de la Pensión Vauquer y le forzará a proteger a Lucien, e incluso tras la muerte de Lucien, Rastignac llamará a menudo a Vautrin a una calle oscura.
Tales efectos difícilmente son posibles sin esa admirable invención de Balzac de haber conservado en todas sus novelas los mismos personajes. Así un rayo de sol brotado del fondo de la obra y tras atravesar toda una vida, puede llegar a tocar, con su resplandor melancólico y trémulo, esa casa solariega de Dordogne y esa parada de los dos viajeros. Sainte-Beuve no ha comprendido en absoluto el hecho de dejar los nombres a los personajes: «Esta pretensión le ha conducido finalmente a una de las ideas más falsas y más contrarias al interés, me refiero a hacer reaparecer sin descanso de una novela a otra los mismos personajes, como comparsas ya conocidos. Nada perjudica más a la curiosidad que nace de lo nuevo y a ese encanto de lo imprevisto que constituye el atractivo de la novela. Nos encontramos frente a los mismos rostros a cada momento». Lo que ignoraba aquí Sainte-Beuve es la idea de genialidad de Balzac. Sin duda, podrá decirse, no la tuvo al momento. Tal parte de sus grandes ciclos no les estuvo incorporada más que tardíamente. No importa. L'Enchantement du Vendredi saint es un fragmento que Wagner escribió antes de pensar en componer Parsifal, y que incorporó inmediatamente. Pero las añadiduras, esas bellezas adicionales, las nuevas relaciones percibidas bruscamente por el genio entre las partes separadas de su obra que se reúnen, viven y no podrían ya separarse, ¿no son sus más bellas intuiciones? La hermana de Balzac nos ha explicado el júbilo que experimentó el día en que se le ocurrió esta idea, y yo por mi parte la considero tan grande como si la hubiese tenido antes de comenzar su obra. Es un rayo que ha salido, que ha venido a descender a la vez sobre diversas partes de su creación hasta entonces apagadas, las ha unido, las ha dotado de vida, e iluminado, pero ese rayo de sol no por ello ha dejado de salir de su pensamiento.
Las otras críticas de Sante-Beuve no son menos absurdas. Tras haber reprochado a Balzac esas «lindezas de estilo» de las que desgraciadamente carece, le reprocha faltas de gusto, lo que en su caso es demasiado real, pero cita como ejemplo una frase que forma parte de uno de esos fragmentos admirablemente escritos, de los que se hallan también muchos en Balzac, en donde el pensamiento ha refundido, y unificado el estilo, en donde la frase está terminada, esas solteronas «alojadas todas en la ciudad de la misma manera que los vasos capilares de una planta, que aspiran con el ansia de una hoja por el rocío las noticias, los secretos de cada matrimonio, los aspiraban y transmitían maquinalmente al abate Troubert, como las hojas comunican al tallo el frescor que han absorbido». Y algunas páginas después, la frase censurada por Sainte-Beuve: «tal era la sustancia de las frases lanzadas hacia delante por los tubos capilares del gran conciliábulo mujeril y de buen grado repetidas por la ciudad de Tours». Se atreve a dar como razón de éxito el que ha ensalzado las debilidades de las mujeres, de las que ya empiezan a no ser jóvenes (La femme de trente Ans): «Mi severo amigo decía: Enrique IV conquistó su reino ciudad a ciudad, Balzac ha conquistado a su público enfermizo con sensiblerías. Hoy las mujeres de treinta años, mañana las cloróticas, en Claés las tullidas, etc». Y se atreve a añadir otra razón de la rápida ascendencia alcanzada por Balzac en toda Francia: «Se trata de su habilidad en la elección sucesiva de los lugares en donde establece la ilación de sus relatos». Se mostrará al viajero en una de las calles de Saumur la casa de Eugénie Grandet, en Douai probablemente se señale ya la casa Claes. Con qué agradable orgullo debió sonreír, por muy indulgente turonense que es, el poseedor de la Grenadière. Ese halago dirigido a cada ciudad en donde sitúa el autor sus personajes le vale su conquista. Que hablando de Musset que dice que le gustan los caramelos y las rosas, etc., añada: «Cuando se han querido tantas cosas…», se comprende. Era de esas cosas que a él le gustaba decir, y que dijo también de Chateaubriand. Pero que quiera reprochar a Balzac incluso la inmensidad de su proyecto, la multiplicidad de sus cuadros, que lo llame un revoltijo terrible: «Quítense de entre sus cuentos La Femme de trente Ans, La Femme abandonneé, Le Réquisitionnaire, La Grenadiére, Les Célibataires; de sus novelas la historia de Louis Lambert y Eugénie Grandet, su obra maestra, y qué multitud de volúmenes, qué caterva de cuentos, de novelas de todas clases, divertidas, económicas, filosóficas, magnéticas y teosóficas, y eso es todo!». «Pues bien, en eso consistía la grandeza misma de la obra de Balzac. Sainte-Beuve dijo que se había propuesto como objeto sobre el que arrojarse el siglo XIX, que la sociedad es mujer, que necesitaba su pintor, que él lo fue, que al describirla no ha tenido en cuenta para nada la tradición, que ha renovado los procedimientos y los recursos del pincel a consecuencia de esa sociedad ambiciosa y coqueta que se creía sin antecedentes, y que no se parecía a nadie más que a ella misma. Pero Balzac no se propuso sólo esta descripción, al menos en el simple sentido de pintar retratos fieles. Sus libros provenían de ideas hermosas, ideas de hermosas descripciones si se quiere (pues solía concebir un arte según otro), pero en tal caso de un bello efecto pictórico, de una gran idea pictórica. Como a una hermosa idea la veía a través de un efecto pictórico, de la misma forma podía ver en una idea de libro un efecto bello. Se representaba a sí mismo un cuadro en el que se da una cierta originalidad cautivadora y capaz de maravillar. Imaginemos hoy un literato a quien se le ocurriera la idea de tratar veinte veces el mismo tema bajo diversas tonalidades, y que tuviera la impresión de realizar algo profundo, sutil, pujante, abrumador, original, cautivador, como las cincuenta catedrales o los cuarenta nenúfares de Monet. Aficionado vehemente a la pintura, le agradaba a veces pensar que también él tenía la bella idea de un cuadro, de un cuadro que produciría sensación. Pero siempre era una idea, una idea dominante, y no una pintura no preconcebida como cree Sainte-Beuve. Conforme a este punto de vista, el mismo Flaubert tenía menos que él esta idea preconcebida. Color de Salambô, de Bovary. Comienzo de un tema que no le gusta, recurre a cualquier cosa para trabajar. Pero todos los grandes escritores se parecen en ciertos extremos, y son como los momentos diferentes, contradictorios en ocasiones, de un solo hombre de genio que viviera tanto como la humanidad. Flaubert se une a Balzac cuando dice: »Necesito un final espléndido para Felicité."
Esta realidad conforme a la vida de las novelas de Balzac hace que nos den una especie de valor literario a mil cosas de la vida que hasta entonces nos parecían demasiado contingentes. Pero es precisamente la ley de esas contingencias la que se distingue en su obra. No volvamos a hablar de los acontecimientos, de los personajes balzacianos. Nosotros dos no decimos nada, ¿no es cierto?, que los demás ya hayan dicho. Pero por ejemplo, una mujer de mala vida que ha leído a Balzac y que en un país en donde a ella no se la conoce siente un amor sincero y compartido; o incluso extendamos la cuestión a un hombre de mal pasado, o, por ejemplo, de mala reputación política, y que en un país en donde no se le conoce entabla tiernas amistades, se ve rodeado de relaciones agradables, y piensa que pronto, cuando estas personas vayan a preguntar quién es, probablemente le rehuyan y busca los medios de desviar la tormenta que se avecina. Por las sendas de ese lugar de recreo que va a abandonar, y a donde quizá muy pronto lleguen enojosos informes respecto a su persona, pasea éto solitario una inquieta melancolía, pero que no deja de tener sus encantos, pues ha leído Les secrets de la Princesse de Cadignan, sabe que forma parte de una situación de algún modo literaria y que adquiere de ese modo una cierta belleza. A su inquietud, mientras que el coche a través de las carreteras en otoño le conduce hacia los amigos todavía confiados, se mezcla un atractivo de que no gozaría la tristeza del amor si no existiera la poesía. Con mayor razón, si son imaginarios esos crímenes que se le atribuyen, se muestra impaciente de la hora en que sus fieles d'Arthez reciban las salpicaduras de barro, de Rastignac y de Marsay. La verdad de algún modo contingente e individual de las situaciones, que hace que puedan ponerse nombres propios a tantas situaciones, por ejemplo, como la de Rastignac contrayendo matrimonio con la hija de su amante Delphine de Nucingen, o de Lucien de Rubempré detenido en la víspera de su matrimonio con Mlle. de Grandlieu, o de Vautrin heredando de Lucien de Rubempré cuya fortuna intentaba hacer realidad, como la fortuna de los Lanty basada en el amor que sentía el cardenal por un castrado, el viejecito a quien todos presentaban sus respectos, es impresionante. Aporta esas sutiles verdades tomadas de la superficie de la vida mundana, todas con un grado de generalidad bastante notable para que después de mucho tiempo se pueda decir: ¡cuánta verdad! (En Une fille d'Eve las dos hermanas, Mme. de Vandenesse y Mme. du Tillet, tan disparmente casadas y que se adoran no obstante, y, como consecuencia de las revoluciones, el cuñado sin cuna, du Tillet, convirtiéndose en par cuando ya no lo es Félix de Vandenesse, y las dos cuñadas, la condesa y la marquesa de Vandenesse, que tenían disgustos a causa de la similitud de los apellidos). Las hay más profundas, como Paquita Valdés, que ama precisamente al hombre que se parece a la mujer con la que ella vive, como Vautrin manteniendo a la mujer que puede ver todos los días a su hijo Sallenauve; como Sallenauve casándose con la hija de Mme. de l'Estorade. Ahí, bajo la acción aparente y exterior del drama, actúan las leyes misteriosas de la carne y del sentimiento.
La única cosa que asusta un poco en esta interpretación de su obra es que precisamente de esas cosas no ha hablado nunca en su correspondencia, en donde califica de sublimes a los libros más insignificantes, en donde habla con el mayor desdén de La Fille aux Yeux d'or, y ni una palabra sobre el fin de Illusions perdues, sobre la escena admirable de la que ya hablé. El personaje de Eva, que tan insignificante nos parece, diríase que se le antoja a él otro hallazgo. Pero todo eso puede depender de la casualidad de las cartas con que contamos, o incluso de las que escribiera.
Con Balzac Sainte-Beuve procede como siempre. En vez de hablar de La Femme de trente Ans de Balzac, habla de la mujer de treinta años ajena a Balzac, y después de algunas palabras sobre Baltasar Claes (de La recherche de l'Absolu) habla de un Claes de la vida real que ha dejado precisamente una obra sobre su propia Recherche de l'Absolu, y brinda largas citas sobre ese opúsculo que naturalmente carece de valor literario. Desde lo alto de su «falsa y perniciosa idea del diletantismo literario, aprecia erróneamente la severidad que muestra Balzac por Steinbock en La Cousine Bette, simple aficionado que no realiza, que no produce, que no comprende que hay que darse al arte por entero para ser un artista. A tal efecto Sainte-Beuve se yergue con una dignidad ofendida contra las expresiones de Balzac cuando dice: »Homero… vivía en concubinato con la Musa." La expresión acaso no sea muy feliz. Pero en realidad no cabe interpretación de las obras maestras del pasado más que si se las considera desde la perspectiva del que las escribe, y no desde fuera, situados a una distancia respetable y con una deferencia académica. Es posible que las condiciones exteriores de la producción literaria hayan cambiado en el transcurso del último siglo, que el oficio del hombre de letras se haya convertido en algo más absorbente y exclusivo. Pero las leyes internas, mentales de esta producción no han podido cambiar. El escritor que gozase en ocasiones del talento de poder llevar el resto de su tiempo una vida agradable, de dilettantismo mundano y culto, supone una concepción tan falsa y simplista como la de un santo que lleve la vida moral más excelsa para poder disfrutar en el paraíso de una vida de placeres vulgares. Estamos más cerca de comprender a los grandes hombres de la antigüedad viéndolos como Balzac, que como los entiende Sainte-Beuve. El dilettantismo nada ha creado jamás. El mismo Horacio se hallaba ciertamente mucho más cerca de Balzac que de Daru o de Molé.