ESCENA II

EL GABINETE DE ARBENIN

(Arbenin solo; luego el lacayo).

ARBENIN. - Es evidente que son celos, pero no encuentro las pruebas. Temo caer en un error, pero no tengo fuerza para soportarlo. Dejar las cosas como están y olvidar aquel delirio... Semejante vida es peor que la muerte. He visto a gente con alma fría que duerme tranquilamente durante la tempestad. ¡Cómo la envidio!

LACAYO. - (Entrando) Abajo está esperando un señor que ha traído una cartita para la señora, de parte de la condesa.

ARBENIN. - ¿De quién?

LACAYO. - No he comprendido.

ARBENIN. - ¿Una cartita para Nina? (Sale. El lacayo queda).

AFANASIO PAVLOVICH KAZARIN Y EL

LACAYO

LACAYO. - Recién acaba de salir el señor; espérelo un poco.

KAZARIN. - Bueno. Está bien.

LACAYO. - Se lo voy a comunicar. (Sale).

KAZARIN. - Estoy dispuesto a esperar un año, o cuanto quiera; señor Arbenin; yo esperaré. Mis asuntos valen más y estoy muy triste. Necesito un camarada muy hábil. No sería malo que él, a menudo tan generoso, que tiene más de tres mil siervos, techo y escudo, me ayude en esta ocasión. Habría que atraer nuevamente a Arbenin al juego. Será fiel a su pasado, sabrá defender a sus amigos y no se avergonzará ante los hijos. Para esta juventud hace falta sencillamente un puñal. Por más que le hables y te empeñes, no conocen ni la envidia, ni saben detenerse a tiempo, ni a tiempo demostrar su honradez. Mirad no más cuántos viejos llegaron a puestos importantes sólo con el juego. Desde el barro se vincularon con la sociedad y adelantaron; ¿y todo eso por qué es? Siempre sabían conservar la decencia, defender sus leyes, cumplir sus reglamentos, y vedlos con honores y millones...

KAZARIN Y SHPRIJ

SHPRIJ. - ¡Oh, Afanasio Pavlovich! ¡Qué milagro!

¡Qué contento estoy de verlo! No pensaba encontrarlo aquí.

KAZARIN. - ¡Y yo también! ¿Está de visita?

SHPRIJ. - Sí. ¿Y usted?

KAZARIN. - Como siempre.

SHPRIJ. - No está mal que nos encontráramos; tengo un asunto que resolver con usted.

KAZARIN. - Tú solías tener muchos asuntos, pero jamás te he visto ocupado en uno solo.

SHPRIJ. - (Aparte) Los buenos modos para ustedes están de más. Sin embargo, me hace falta...

KAZARIN. - Yo también debo hablarte sobre algo muy importante para mí.

SHPRIJ. - Pues bien, nos ayudaremos mutuamente.

KAZARIN. - ¿De qué se trata?... Habla.

SHPRIJ. - Permítame preguntarle sólo una cosa: he oído que su amigo Arbenin... (Haciendo un gesto aludiendo a que su amigo es un cornudo).

KAZARIN. - ¿Cómo?... ¡No puede ser! ¿Estás seguro?...

SHPRIJ. - Dios lo sabe. Hace cinco minutos que yo mismo he intercedido. ¿Quién ha de saber sino yo?

KAZARIN. - El demonio está siempre en todas partes.

SHPRIJ. - Ya ve; la esposa..., no recuerdo bien si fue en la misa. o en un baile de máscaras se encontró con un príncipe; ella le pareció bastante linda y muy pronto el príncipe fue dichoso y querido; de pronto la hermosa renegó de sus actitudes de la víspera y el príncipe, enfurecido, fue a contarlo en todas partes, sin tener en cuenta que podía pasar una desgracia. A mí me pidieron que arreglara ese asunto... Y comenzando, todo viene a punto bien maduro. El príncipe prometió callar y vuestro seguro servidor escribió una carta que inmediatamente se entregó a la dirección necesaria.

KAZARIN. - Ten cuidado, no te arranque las orejas.

SHPRIJ. - He estado en líos aún peores y he salido sin batirme en duelo.

KAZARIN. - ¿Y no has sido jamás herido?

SHPRIJ. - Para usted todas son bromas, risas... Yo siempre digo que no debe arriesgarse la vida sin objeto.

KAZARIN. - Desde luego, una vida así, por nadie apreciada, es un gran pecado arriesgarla sin utilidad.

SHPRIJ. - Dejemos esto a un lado; pues yo quería hablar con usted de algo muy importante.

KAZARIN. - ¿De qué se trata?

SHPRIJ. - Parece una anécdota, pero el asunto es el siguiente...

KAZARIN. - Habrá que aplazar todos los asuntos, pues me parece que se acerca Arbenin.

SHPRIJ. - No hay nadie todavía. Hace poco me han traído de parte del conde Vrut cinco perros de raza.

KAZARIN. - Por Dios, que tu anécdota es entretenida.

SHPRIJ. - Su hermano es cazador y podía hacer una buena compra...

KAZARIN. - Entonces Arbenin ha quedado burlado...

SHPRIJ. - Escúcheme...

KAZARIN. - Cayó en una trampa y fue evidentemente engañado. Después de esto, como para casarse...

SHPRIJ. - Su hermano quedaría encantado con esa compra.

KAZARIN. - La fidelidad y el casamiento son cosas incompatibles. No te vayas a casar, Shprij.

SHPRIJ. - Hace tiempo que estoy casado.

Escúcheme, una de las cosas es importante.

KAZARIN. - ¿La esposa?

SHPRIJ. - No, el perro.

KAZARIN. - (Aparte) ¡Cómo lo tienen los perros!

Escúcheme, mi querido amigo. No sé cuál será la esposa que Dios me dará, pero creo que tú no venderás fácilmente esos perros.

(Arbenin entra con una carta en la mano, sin notar a Kazarin ni a Shprij).

SHPRIJ. - Está pensativo leyendo esa carta; sería interesante saber si...

ARBENIN. - (Habla solo sin notarlos) ¡Qué gratitud! No hace mucho que he salvado su honor y su futuro casi sin conocerlo y he aquí que, como una víbora, comete esta bajeza jamás vista... Jugando como un ladrón entró a mi casa, cubriéndome de vergüenza y deshonor... Y yo, sin poder creer a mis propios ojos, olvidando la amarga experiencia de tantos años, como un niño que no conociera la gente, no me atrevía a sospechar de semejante crimen. He creído que toda la culpa era de ella... Pero no sabe él quién es esta mujer...

Como un extraño sueño lo obligaré a olvidar esta aventura nocturna. Él no pudo olvidarla y ha empezado a buscar hasta encontrarla sin poder detenerse... ¡Qué gratitud!... He visto mucho en el mundo y sigo asombrándome. (Leyendo en voz alta la carta). «¡La he encontrado! Pero no ha querido usted reconocer... Su candor fue muy al caso. Tiene usted razón... ¡Qué puede ser más terrible que el ruego! Podrían habernos escuchado por casualidad. Entonces no es el desprecio ni el horror lo que he leído en vuestra ardiente mirada; usted quiere que se conserve el secreto y así seguirá siéndolo. Pero antes que renunciar a usted me dejaré matar».

SHPRIJ. - ¡La carta! Eso mismo...; se ha perdido todo.

ARBENIN. - Conque es un conquistador realmente hábil. Tengo deseos de contestarle con un duelo. (Notando a Kazarin)

¿Y tú estabas aquí?

KAZARIN. - Estoy esperando hace una hora.

SHPRIJ. - (Aparte) Iré a la casa de la baronesa; que se preocupe ella y haga lo que quiera. (Saliendo sin ser notado).

KAZARIN. - Estoy con Shprij... ¿Dónde está?

(Mirando a su alrededor) Ha desaparecido. ¡Es la carta!

Ahora comprendo todo. (A Arbenin) Estabas preocupado

ARBENIN. - Sí, estaba pensativo.

KAZARIN. - Sobre la fragilidad de las esperanzas y el bienestar terrenal...

ARBENIN. - Más o menos... Pensaba en la gratitud.

KAZARIN. - Sobre este asunto hay opiniones diferentes. Pero por más que haya diferencia de opinión, el tema es digno de reflexión.

ARBENIN. - ¿Y cuál es tu opinión?

KAZARIN. - Yo creo, amigo, que la gratitud es una cosa que depende del valor del servicio prestado y que muchas veces o casi siempre el bien está en nuestras manos. Por ejemplo, he aquí que ayer de nuevo Slukin perdió casi cinco mil rublos y yo, por Dios, le estoy muy agradecido; y mientras bebo, como y duermo no hago más que pensar en él.

ARBENIN. - Kazarin, tú no haces más que bromas.

KAZARIN. - ¡Escúchame! Yo te quiero y vamos a hablar en serio. Pero hazme el favor, hermano, de dejar ese aspecto terrible, y yo abriré ante ti todos los secretos de la sabiduría humana. ¿Quieres escuchar mi opinión sobre la gratitud? Ten un poco de paciencia. Por más que expliquemos a Voltaire y Descartes, el mundo para mí es un juego de naipes y la vida el banquero; el azar un faro y yo aplico a la gente las reglas del juego. Por ejemplo, para explicarlas ahora me imagino que he jugado al As; lo he hecho por presentimiento, porque soy supersticioso para las cartas; supongamos que por casualidad y sin engaño, él haya ganado, yo estoy muy contento, pero no le puedo agradecer al As y seguiré apostándole hasta cansarme; y luego, en conclusión, quedará bajo la mesa una carta destrozada. Pero tú no me escuchas, mi querido.

ARBENIN. - (Pensativo) En todas partes reina el mal y el engaño. Y yo ayer, como un tonto, he escuchado en silencio cómo ha sucedido...

KAZARIN. - (Aparte) Sigue pensativo.

(Dirigiéndose a Arbenin) Ahora pasaremos a otro caso y lo analizaremos, pero poco a poco para no confundirlo.

Supongamos, por ejemplo, que tú quieras nuevamente abandonarte al juego o al libertinaje y tu amigo te dijese:

«¡Eh, cuidado, hermano!», y te diese otros sabios consejos; tú le escucharías y le desearías buenas noches y muchos años felices. Y si tratase de curarte de tu vicio por el vino, debes emborracharlo inmediatamente, y en cuanto a los naipes, ganarle inmediatamente una partida a cambio de sus consejos y si se salva en el juego debes ir al baile y enamorar a su mujer y si no te enamoras, por lo menos conquistarla para vengarte del marido, y en ambos casos tendrás razón, amigo; le darás por el consejo una lección.

ARBENIN. - Eres un notable moralista. Todos te conocen... Pero en cuanto al príncipe, le pagaré por la lección con mi honradez.

KAZARIN. - (Sin prestar atención a sus palabras) El último punto lo debo aclarar. Tú amas una mujer, por ejemplo; le das en sacrificio tu honor, tu riqueza, tu amistad y tu vida tal vez; la rodeas de honores y diversiones, pero, ¿por qué te debe estar ella agradecida?

Tú habrás hecho todo eso quizá no por pasión, sino en parte por amor propio; para poseerla, tú te sacrificas, pero no es por su felicidad. ¡Sí! Piénsalo fríamente y me dirás que todo en el mundo es convencional.

ARBENIN. - (Disgustado) Sí, sí, tienes razón; ¿qué es el amor para las mujeres? Ellas siempre necesitan nuevas victorias y tal vez ruegos, llanto y tormentos, y le parecerá ridículo este aspecto y esta voz implorante.

Tienes razón: es tonto aquel que cree, que sueña encontrar en una sola mujer el paraíso terrenal.

KAZARIN. - Tú piensas con mucha sensatez, aunque eres casado y feliz.

ARBENIN. - ¿En serio?

KAZARIN. - ¿No te parece?

ARBENIN. - Yo, feliz... sí...

KAZARIN. - Yo estoy contento, aunque lamento que estés casado.

ARBENIN. - ¿Por qué?

KAZARIN. - Así no más... Recuerdo nuestro pasado... cuando contigo bebíamos a cuenta de no recuerdo quién y éramos dos muchachos sin cabeza.

¡Qué tiempos aquéllos! A la mañana descansando con los recuerdos agradables de la víspera, luego el almuerzo, el vino, Raúl, el honor en copas talladas, brillantes y con espuma desbordante, conversaciones animadas de agudezas, luego el teatro..., el alma estremecida pensando cómo atraer a las bailarinas o a las actrices... ¿No es verdad que antes todo era mejor y más barato? La obra ha terminado y corremos apresurados a la casa de un amigo... entramos... el juego está en su apogeo; junto a los naipes, columnas de monedas de oro; unos arden y otros palidecen. Nos sentamos y comienza de nuevo una batalla y parece nuestra alma atravesada de pasiones y sensaciones incontenibles, y con frecuencia una idea gigante como un resorte levanta y enciende nuestra mente... y si vences al enemigo con tu habilidad, te parecerá que el propio Napoleón es lastimoso y ridículo, pues creerás que tienes el destino humildemente a tus pies.

(Arbenin se aparta).

ARBENIN. - ¡Oh! ¡Quién me devolverá aquellas tempestuosas esperanzas, quién me devolviera aquellos días insoportables y ardientes! Por aquellos días yo daría mi dicha ignorada y la tranquilidad; pero no son para mí... ¿Acaso estoy hecho para ser marido o padre de familia? ¿Yo, a mí, que he probado todas las debilidades, los vicios y las perversidades y ante su rostro jamás he temblado? ¡Fuera de mí, ángel benefactor! Yo no te conozco. Yo he sido engañado y nuestra breve unión desde hoy queda rota, destrozada. Adiós, adiós... (Se deja caer sobre una silla y se cubre el rostro con las manos).

KAZARIN. - ¡Ahora me pertenece!