CAPÍTULO 12
Los hombres del turno que principiaba tuvieron que hacer la limpieza de todo aquel caos. Lo hicieron sólo porque los agentes de seguridad tomaron a su cargo la dirección de los grupos y se hizo a un lado el trabajo ordinario sobre la plataforma. Aun eso no podría haberse realizado, a no ser por los receptores-transmisores portátiles que poseían los agentes de seguridad. Se les explicó cómo se iba resolviendo la situación, y para satisfacer la curiosidad de los que trabajaban bajo ellos, les iban comunicando las noticias. A los que no trabajaban, no les contaban nada. El resultado fue la cooperación total.
Se habían registrado cuatro intentos separados e independientes para destruir la plataforma al mismo tiempo. Uno había sido el plan de los trabajadores simpáticos que se habían ofrecido como voluntarios para ayudar a Mike y sus amigos a obtener el grado de hombres del espacio, encendiendo los cohetes de la plataforma dentro de la semiesfera. Eran pocos, y habían perdido bastante gente. Habían llevado bombas termitas, con las cuales pensaban destruir la maquinaria vital de la plataforma. Finalmente, los hicieron declararlo todo, aunque lo hicieron con cierta tristeza, y ahí concluyó todo.
Hubo también un intento particularmente torpe para provocar el pánico en los trabajadores del turno que entraba; alguien había tratado de provocar una estampida en los hombres que entraban de la sala de control, disparando revólveres en medio de la multitud que se encontraba allí, esperando que el pánico los hiciera lanzarse contra la base. Entre los trabajadores que entraban, se encontraban algunos caballeros con trozos de explosivos bajo las camisas. Su plan era penetrar a la plataforma llevándolos; pero no lo lograron. Se encontraron con el grupo de reserva de los hombres del mayor Holt, que les impidieron todo avance. Los que crearon el pánico por medio de disparos de revólver, fueron finalmente localizados entre sus compañeros de trabajo o levantados del suelo. Estaban en muy malas condiciones. Los llevaron a que recibieran atención médica, para que pudieran responder, después, al interrogatorio. Los miembros de este grupo eran idealistas poco prácticos, cuyos caracteres habían estado en desacuerdo con los de sus compañeros de trabajo. Muchos de ellos perdieron el valor, como lo probaron al haber abandonado sus explosivos y detonadores en el vestidor.
Por supuesto, el intento más arriesgado fue el asalto, perfectamente planeado y coordinado, que había sido realizado a la hora prevista, sin que las actividades de Mike lo apresuraran ni retardaran. Ese plan había sido muy bien hecho y, seguramente, hubiera tenido éxito de no ser por las ametralladoras y las balas preventivas de las ametralladoras, que habían sido colocadas en una de las paredes laterales de la semiesfera, y, además, la resistencia que los hombres de Joe habían presentado bajo la plataforma.
El plan empleó tres unidades separadas, que siguieron perfectamente un horario establecido. Había principiado con el hombre del camión averiado. Había hecho que las puertas se elevaran en el preciso instante necesario. Los camiones, cargados de explosivos, habían penetrado velozmente en el mejor momento para llegar corriendo a la plataforma, y hacer explotar su carga. Habían tratado de distraer su atención, habían colocado bombas de humo y explosivos en los cuartos de vigilancia, queriendo llevar hacia allí a todos los guardias de la semiesfera; lo que habría provocado un tumulto.
Así, parecía que el truco de Mike había descubierto a algunos saboteadores, pero, simplemente, había coincidido con la parte más peligrosa y bien organizada del intento de sabotaje. Pero, gracias a su artimaña, la plataforma no se había convertido en un montón de escombros. Había otro suceso, que fue pura coincidencia. Era un descubrimiento, que no podría haberse realizado, si no se hubiera producido el caos artificial. Además, Joe tuvo que reaccionar personalmente al método de lucha de su enemigo individual. Uno espera siempre que un hombre pelee en forma limpia por instinto, y que emplee trucos sucios sólo en el caso de encontrarse sumamente desesperado. Pero el oponente de Joe no había intentado luchar con limpieza en ningún instante, como si nunca hubiera conocido un combate que no fuera asesinato y mutilación criminal. Joe sintió odio hacia él.
No pensó que necesitara hacerse curar, pero Sally estaba allí para ayudar a las enfermeras y su rostro expresó horror mortal cuando vio la garganta sangrante de Joe. Lo llevó a la fuerza con un doctor, que abandonó todo para curarlo inmediatamente.
Con todo, a Joe no le parecía tan grave. Los antisépticos le causaban dolor y las puntadas eran desagradables, pero Joe se sentía más preocupado porque Sally estaba cerca y sufría por él. Al levantarse rápidamente del quirófano de operaciones de emergencia, el doctor le dijo, sombríamente:
—¡Por poco lo logra! El que lo mordió, trató de alcanzar la yugular. Había traspasado ya la mitad de ésta; una fracción de centímetro más y la habría traspasado.
—Gracias —dijo Joe.
Sentía el cuello torpe, con todos esos vendajes encima, y, cuando trató de volver la cabeza, las puntadas lo lastimaron.
La mano de Sally temblaba sobre su brazo cuando lo alejó de allí.
—Nunca pensé odiar a nadie —dijo Joe, furioso— como a ese hombre mientras me mordía la garganta. Por supuesto, tratábamos de matarnos el uno al otro, pero, ¡maldita sea!, los hombres no muerden. ¡Pero lo hizo!
—¿Lo mataste? —preguntó Sally, con voz temblorosa—. Si lo hiciste, me alegro. Debieron...
Joe se detuvo. A sus pies estaba una hilera de camillas, no muy larga. Aún había lugar en el hospital de emergencia. Joe se quedó mirando al hombre que había peleado con él, todavía inconsciente.
—Es ese —dijo, con tono irritado—. Lo golpeé con demasiada fuerza; no me gusta odiar a nadie, pero su manera de pelear...
Los dientes de Sally comenzaron a castañetear repentinamente. Llamó a uno de los guardias, que estaba al lado de los heridos, y le dijo, con voz insegura:
—Mi..., mi padre querrá hablar con este hombre. No permita que lo lleven al hospital hasta que mi padre lo vea. ¡Por favor!
Luego se alejó, con el rostro pálido y las manos heladas.
—¿Qué sucede? —le preguntó Joe, siguiéndola.
—S-sabotaje —dijo Sally, con un tono indescifrable que tenía un matiz doloroso.
Penetró en la oficina de su padre, y volvió a salir con él. El rostro del mayor tenía una expresión de dolor. Su secretaria estaba también con él. Su rostro parecía una máscara de mármol. Había sido una mujer fea, sombría y hasta mórbida, pero ante la expresión de su rostro en aquel momento, Joe volvió la vista hacia otro lado. Luego, Sally comenzó a sollozar a su lado y él le pasó el brazo sobre los hombros, tratando de consolarla y apoyándola contra su pecho para que llorara. Estaba completamente perplejo.
No fue sino más tarde cuando supo de qué se trataba. El hombre que había tratado tan desesperadamente de destrozarle la garganta era el esposo de la señorita Rose. Su nombre de casada, obviamente, no era Rose. Lo había conocido durante unas vacaciones, las últimas que había tomado. Se trataba de un refugiado, de encanto exótico, que habría fascinado a una mujer más agradable y de mayor personalidad que la señorita Rose. Tuvieron un noviazgo y boda agitados y, después de casados, él le confió que vivía perpetuamente aterrorizado por emisarios de su país natal, quienes tratarían de matarlo. Por supuesto, ella se sintió más fascinada aún.
Luego, cuando fue asignada a la base de la plataforma espacial, él desapareció. Después de cierto tiempo, le telefoneó y le anunció con voz angustiada que había sido raptado y que si ella lo denunciaba a la policía, sería torturado hasta morir. Le suplicó que no hiciera nada, pues le causaría un tormento más espantoso que el que estaba soportando.
Desde entonces, ella había tratado de conservarlo vivo. En una ocasión, cuando no se había atrevido a obedecer una orden que le habían dado, recibió un dedo amputado, por correo, y una nota manchada y escrita con sangre que describía un tormento indescriptible. Le suplicaba que no hiciera que siguieran atormentándolo.
De manera que la señorita Rose había comenzado a dar informes a uno de los grupos saboteadores, de forma permanente.
Pero su esposo no era un cautivo, sino el jefe de un grupo de saboteadores, que simplemente la había conquistado y se había casado con ella, para prepararla a dar la información que necesitaba. Lo único que necesitaba era escribir una nota lo suficientemente dramática, o en casos más difíciles, jadear súplicas atormentadas por teléfono, para obligarla a ejecutar cualquier acción que deseaba.
Y conservaba sus diez dedos cuando Joe lo golpeó.
Sally lo había reconocido por una fotografía que había visto sobre el escritorio de la señorita Rose, y que ésta había escondido apresuradamente. Sally la había sorprendido llorando mientras la contemplaba. La señorita Rose le explicó que era una persona a quien amaba y que había muerto. Ese descubrimiento solamente pudo suceder por accidente, después de un evento parecido, como el que había tenido lugar cerca de la plataforma.
Sin embargo, de momento tenían el gigantesco propósito de lanzarla al espacio. Todavía quedaba mucho trabajo por hacer. Había pequeños desperfectos en el blindaje, producidos por los fragmentos del camión que había explotado; había unos cuantos agujeros de balas, y la plataforma, que podía resistir el choque de pequeños meteoritos a sesenta kilómetros por segundo, recibió fuertes impactos de proyectiles calibre cuarenta y cinco. Las heridas de batalla tenían que cerrarse, y el resto del andamiaje tenía que ser bajado. Los tubos de los cohetes tenían que ser colocados, recubiertos y cargados, y aún quedaba la limpieza general.
Todas esas cosas ocuparon a los trabajadores del nuevo turno que llegaron cuando tenía lugar el intento de sabotaje múltiple. En un principio, el trabajo fue desigual, pero la idea de convertir a los agentes de seguridad en difusores de noticias dio buenos resultados. Para todos, la plataforma era un trabajo de construcción; los hombres que trabajaban en ella eran hombres duros. La mayor parte de ellos habían visto hombres muertos con anterioridad y, antes que terminara el turno, se pudo observar un ritmo de trabajo evidente. Los hombres comenzaron a sentir un mayor orgullo por el objeto que habían construido, pues había sido atacado, mas no destruido, y el trabajo estaba casi por terminar.
Sally se retiró a las habitaciones de su padre para tratar de dormir, pero Joe permaneció en la base; la herida de la garganta era muy dolorosa, razón por la que prefirió no acostarse, hasta que se sintió completamente cansado y deshecho.
Mike estaba dormido tranquilamente, encogido en uno de los rincones del cuarto de inspección de salida. Sus amigos enanos conversaban satisfechos entre ellos y, luego, para probar su superioridad en las batallas, sacaron unos diminutos juegos de cartas y comenzaron a jugar, mientras esperaban la llegada de los autobuses que los conducirían nuevamente a Bootstrap.
Los asociados indios del jefe descansaban cómodamente, mientras esperaban con el mismo objeto, aunque luego solicitaron trabajar más tiempo, lo cual se les concedió. Haney se quejaba de haber permanecido alejado de la escena de la acción y porque sólo había colocado las ametralladoras que, en realidad, habían tenido un papel decisivo para evitar que la plataforma fuera destruida desde abajo.
Parecía que nada podía suceder y que nadie sería ya molestado.
Sucedió un par de horas antes del nuevo cambio de turno, cuando el trabajo normal se desarrollaba nuevamente en la semiesfera. Todo parecía perfectamente organizado y tranquilo.
Por supuesto, había amplia protección exterior, pero los sistemas de guardias exteriores llevaban mucho tiempo sin hacer nada, los hombres encargados de los radares estaban aburridos y soñolientos por la inactividad, los pilotos de los aviones de propulsión a chorro, a tres, ocho y doce kilómetros de altura, se habían fastidiado tiempo atrás del espléndido paisaje que veían bajo ellos. Después de todo, cualquiera puede acostumbrarse a ver la Luna y su luz oblicua sobre las masas de nubes y a observar las estrellas brillantes y hostiles sobre sus cabezas.
De manera que la hora había sido calculada perfectamente.
Una estación canadiense percibió el ruido en la pantalla de radar antes que nadie. El observador se sintió intrigado por él; podía tratarse de un meteoro y, en un principio, pensó que se trataba de eso. Pero observó que su velocidad no era suficientemente rápida y que tardaba demasiado tiempo en desaparecer. Iba viajando a menos de seis kilómetros por segundo y la velocidad mínima de los meteoritos es once kilómetros por segundo. Iba dirigido al sur, a cuarenta mil metros de altura. La velocidad podía haber sido creíble si no hubiera permanecido constante, pero no varió. Se trataba de un objeto que volaba hacia el sur, a seis kilómetros por segundo, que no aminoraba su velocidad ni caía.
El empleado de la estación canadiense de radar se debatió dolorosamente. Llamó la atención a su compañero, que leía un artículo de una revista, referente al cultivo de mimosas. Lo discutieron y decidieron informar sobre ello.
Tuvieron algo de dificultad en hacer llegar la llamada, pero insistieron obstinadamente. Informaron a Ottawa que un objeto viajaba hacia el sur a cuarenta mil metros de altura y a una velocidad de seis kilómetros por segundo.
Perdieron tiempo, porque tenían que despertar a alguien del alto mando. Cuando por fin lo lograron, un hombre en pijama contestó soñolientamente:
—Oh, por supuesto, avísenles a los norteamericanos. Es lo menos que puede hacer un buen vecino.
Volvió a su cama para continuar su sueño.
Luego, despertó repentinamente, empapado de sudor frío, comprendiendo que eso podía ser el principio de la guerra atómica. Se lanzó furiosamente a hacer sonar todos los teléfonos del Canadá y los aviones jet comenzaron a zumbar en la oscuridad. Pero los aviones a reacción no pueden viajar a seis kilómetros por segundo, ni a cuarenta mil metros de altitud.
Ése era el único objeto que viajaba por el espacio, pero era suficiente. Al pasar sobre el estado de Dakota, ascendió a cuarenta y cinco mil metros. No podían saber claramente cómo había sucedido, porque no se conocían todos los detalles del vuelo, pero se pusieron a funcionar unos objetos, semejantes a retropropulsores. Inmediatamente se lanzó hacia abajo, siguiendo la trayectoria de un obús de artillería, pero a una velocidad considerablemente mayor.
Aproximadamente en ese instante, la sirena de la semiesfera comenzó a lanzar sus notas cortas y bruscas. Las noticias de Canadá llegaron cuando los hombres comenzaban a salir de los siete aeropuertos, atándose los paracaídas y esperando que los tanques de oxígeno funcionaran correctamente. Los radares que estaban situados en la parte superior de la semiesfera localizaron el objeto. Pequeñas llamas azul-blanco comenzaron a levantarse del suelo y se alejaron en grandes cantidades.
Las cubiertas de los cañones de la cima de la semiesfera se deslizaron, dejándolos al descubierto, y, a varios kilómetros de distancia, los aviones jet se lanzaron hacia el cielo. Pero los objetos que viajan a seis kilómetros por segundo de velocidad no son buenos blancos bajo ningún sistema normal.
Todo parecía ir mal.
En el interior de la semiesfera, las sirenas ululaban, mientras los guardias daban órdenes:
—¡Alarma de radar! ¡Salgan todos! ¡Alarma de radar! ¡Salgan todos!
Los hombres se movían ágilmente. Algunos descendían de los montacargas sobre los andamios, saltando sin ninguna precaución al suelo; otros no esperaban, sino que descendían deslizándose por los tubos verticales. Durante unos instantes, pareció que los andamios dejaban caer gotas obscuras que se deslizaban por sus tuberías, pero las gotas eran hombres. El suelo se llenó de los que corrían rápidamente hacia la salida. La sirena dejó de gemir y su ruido bajó de tono, hasta parecer un lamento bajo. Luego, guardó silencio. No se escuchó ningún sonido, excepto el producido por los hombres que salían del cobertizo. Afuera estaban también los camiones, los que habían recibido la carga de los andamios desmantelados y se dirigían velozmente hacia las puertas, para salir y alejarse de allí. Algunos hombres alcanzaron a subirse sobre ellos cuando pasaron a su lado y las puertas se elevaron para dejarlos pasar.
Pero, en ese momento, la semiesfera estaba en silencio, más que cuando el trabajo se desarrollaba. Las voces de los agentes de seguridad se oían todavía, apresurando a los trabajadores. Se escuchaba menos ruido que de ordinario y todo parecía muy lejano desde arriba.
Joe permaneció de pie, con los puños absurdamente apretados. Eso solamente podía significar un ataque de bombas atómicas. No podía ser uno de los satélites artificiales, que se consideraban muertos, que abandonara su órbita. Se había comprobado ese principio y no había dado buenos resultados. Este proyectil se acercaba atravesando Canadá y dirigiéndose en línea recta a la semiesfera. Alguien se había arriesgado a que un proyectil que viajaba a seis kilómetros por segundo fuera derribado. De lo contrario, la plataforma no ascendería. Tan sólo quedaría un cráter monstruoso, producido probablemente por una explosión de cincuenta kilotoneladas, y ni siquiera quedarían los desechos del sitio donde había estado la semiesfera.
Si el proyectil la alcanzaba, era inútil tratar de escapar, era imposible que nadie lograra salir del área de destrucción a tiempo.
Joe se sintió presa de una ira incontenible. Pensó en Sally y en que ella estaría también en la región fatal y experimentó tal odio y tal furia, que olvidó completamente todo lo demás.
No podía correr, ni huir. No podía pelear, pero, a causa de ese odio, se sentía impelido a desafiar.
Se dirigió hacia la plataforma, con las mandíbulas firmemente cerradas. Era un desafío puramente ciego e instintivo.
Pero no fue el único que sintió algo parecido. Los hombres que corrían hacia las salidas de las paredes laterales comenzaron a cansarse de sus carreras y disminuyeron el paso, para terminar deteniéndose. Sintieron la misma ira que Joe sentía y algunos de ellos miraban con ojos ardientes el techo de la semiesfera, aunque sus pensamientos iban más arriba. Los guardias seguían repitiendo.
—¡Alarma de radar! ¡Alarma de radar! ¡Salgan todos!
Alguien espetó:
—¡Al diablo todo eso!
Joe vio que otro hombre caminaba en la misma dirección que él, alguien que regresaba deliberadamente a la plataforma. Otro más trataba de llegar hasta ella.
En forma muy peculiar, casi todos los hombres que se encontraban allí dejaron de correr y comenzaron a formar pequeños grupos. Sabían que era inútil luchar y comenzaron a conversar breve y profanamente; uno que otro hombre regresó, disgustado, a continuar el trabajo que había suspendido. Sus labios se movían expresando una burla terrible, pero se burlaban de sí mismos.
Había un grupo de hombres reunidos cerca de la base de la estructura, que velaba en parte la plataforma. Miraban hacia afuera, curiosos, y apretaban los puños.
Luego, alguien puso en marcha un motor, un hombre comenzó a trepar furiosamente hacia el sitio en donde había estado trabajando y, aunque pareciera irrazonable, otros hombres lo siguieron.
Los martillos comenzaron a sonar desafiadora y furiosamente.
El grupo de trabajadores en la base, o una parte muy considerable de él, continuó trabajando, desafiándolo todo, y se escuchó un clamor que era casi un ruido de trabajo normal. Era la única forma posible en que estos hombres podían expresar la furia y el desprecio que sentían hacia cualquiera que trataba de destruir el objeto en el que trabajaban.
Pero hubo otros hombres que hicieron más. Había tres niveles de aviones de reacción volando sobre la base y ellos podían lanzarse en picada. Los más altos fueron los primeros en ponerse en la línea por la que el proyectil descendía hacia la semiesfera. Se dispusieron a seguir una línea de colisión y dispararon los cohetes que llevaban bajo las alas. Dieron vuelta y se retiraron de allí. Unos segundos más tarde, otros aviones de la formación se pusieron también en línea y los cohetes ardieron furiosamente, al dirigirse contra el enemigo invisible.
El campo fue alumbrado por el resplandor del fuego. Los proyectiles interceptores salieron de los silos ocultos alrededor de la base, ascendieron hacia el cielo, acelerando terriblemente su velocidad, y se perdieron entre las estrellas.
Los aviones de defensa llevaban cohetes, pero los proyectiles mucho más grandes que se disparaban desde tierra, tenían una ventaja muy grande. Contaban con que los seis kilómetros por segundo de velocidad del enemigo serían una ayuda para que pudiera evadir los disparos hechos en respuesta. La intercepción de un proyectil intercontinental que viajase a esa velocidad sería algo desesperado casi, y un fuego cruzado hubiera sido la única posibilidad. Pero los cohetes de los aviones, muy pequeños, y los proyectiles interceptores de mayor tamaño se estaban elevando del blanco mismo. Los cohetes defensivos iban dirigidos a la garganta del intruso, para destrozarlo.
Y lo hicieron.
El proyectil que se aproximaba recibió una granizada en pequeño de cohetes. Hubo doce explosiones, que fueron fútiles, pero entonces entraron en acción los proyectiles de mayor tamaño que se acercaban extendidos, después de haber sido disparados de los silos alrededor de la base. Seis..., ocho..., diez.
Se produjo una explosión en uno de los proyectiles tierra-aire, un objeto de más de nueve metros de largo. Nadie lo vio. Hubiera podido destruir la mitad de una ciudad al explotar, pero fue algo insignificante, en comparación con la deflagración que desencadenó su propia explosión. Una bomba de fusión de cincuenta kilotoneladas, estalló efectivamente, más allá de la atmósfera, provocando una llamarada de una violencia tal, una incandescencia tan increíble, que la pintura de aluminio de los aviones que se encontraban a varios kilómetros de distancia, se cubrió de ampollas y ardió inmediatamente. El resplandor de la explosión fue visto a cientos de kilómetros de distancia. El estruendo de la detonación fue oído, pocos minutos más tarde, desde una distancia todavía mayor. Y la vegetación del desierto a muchos kilómetros de distancia, bajo el lugar de la explosión, apareció a la mañana siguiente con muestras de haber sido chamuscada.
Pero el objeto que venía del norte había desaparecido completamente a unos sesenta kilómetros de su blanco y el daño real era casi nulo.
El trabajo de preparación para el despegue de la plataforma continuó, y cuando la señal de fin de alarma resonó dentro de la semiesfera, fue ignorada por todos.
Estaban demasiado ocupados.