CAPÍTULO 6
Cuando Joe llegó a la base, no pudo encontrar al mayor Holt allí, ni en la zona residencial de oficiales que se encontraba en la parte de atrás. Sólo encontró al ama de llaves, que bostezó mientras dejaba entrar a Joe. Sally estaría probablemente dormida desde hacía mucho tiempo. Joe no conocía ningún procedimiento para ponerse en contacto con el mayor Holt, pero creía que Braun era un buen tipo, porque si no fuera así, no habría insistido tanto en recibir una buena paliza antes de presentar sus excusas. Inquieto, se dejó conducir a una habitación con un catre y se durmió en seguida. Pero estaba extraordinariamente preocupado.
En efecto, a la mañana siguiente, se despertó a una hora muy temprana, debido a que el mensaje de Braun permanecía en su mente. Estaba esperando en el piso bajo cuando apareció el ama de llaves, que parecía asustada.
—¿El mayor Holt? —preguntó Joe.
Pero el mayor ya se había ido. Sin duda se había conformado con no más de tres o cuatro horas de sueño. Había una taza de café vacía, cuyo contenido había bebido antes de regresar a la oficina del servicio de seguridad.
Joe caminó hasta la cerca de alambre de espino que rodeaba la zona residencial de los oficiales y le explicó al centinela que se encontraba allí a dónde deseaba ir. Un adormilado chofer lo condujo, dando tumbos por el camino circular de menos de un kilómetro que llevaba al edificio de la seguridad. Una vez en éste, se las arregló para llegar hasta la oficina del mayor Holt.
La melancólica y poco atractiva secretaria del mayor estaba trabajando ya y lo condujo ante el mayor Holt, que parpadeó al ver a Joe.
—Hmm..., tengo noticias —observó—. Hemos seguido la pista a la caja que explotó poco después de ser arrojada del avión.
Joe casi lo había olvidado, debido a que desde entonces habían sucedido demasiadas otras cosas.
—Del asunto ese sacamos dos prisioneros muy interesantes —dijo el mayor—. Puede ser que hablen. No logramos arrestar al hombre del pelo claro que ayudó a llenar los tanques de carburante del aeroplano en que viniste, pero una inspección de emergencia de otros aparatos de transporte ha dado como resultado el hallazgo de otras tres granadas en el emplazamiento del tren de aterrizaje, que esperaban a que pusieran el mecanismo en funcionamiento. Además, otras dos botellas de CO2 contenían una sustancia muy diferente. ¡Un trabajo muy bueno!
—Me alegro de ello, señor —dijo Joe cortésmente.
—En total, hemos sufrido una pérdida en los giróscopos, pero tenemos probabilidades de impedir varios otros desastres. ¿Encontraste a los hombres que buscabas?
—Los he encontrado, pero...
—Voy a hacer la transferencia para que trabajen bajo tu dirección —dijo el mayor—. Dame sus nombres.
Joe se los dijo y el mayor los escribió.
—Muy bien. Ahora estoy ocupado, y...
—Tengo algo que señalar —dijo Joe—, y creo que debe ser verificado cuanto antes. No me gusta nada en absoluto.
El mayor esperó y Joe le explicó con mucho cuidado todo lo concerniente a la pelea sobre la plataforma del día anterior, la insistencia de Braun por terminar la pelea más tarde en Bootstrap y, más tarde, el soplo caliente que le había confiado a él, cuando ya todo estaba terminado. Y repitió el mensaje exactamente, palabra por palabra.
El mayor, a decir verdad, no lo interrumpió. Escuchó con una expresión que pasaba de la severidad a la fatiga. Cuando concluyó Joe, tomó un teléfono y habló brevemente. Joe sintió algo así como una aprobación involuntaria. El mayor Holt no era una persona que un hombre cualquiera pudiera considerar como agradable y el trabajo del que tenía que ocuparse no era muy adecuado para hacerlo popular, pero era alguien que pensaba con rectitud y rapidez. No se molestó siquiera en pensar que «caliente» podía significar «importante».
Cuando colgó el teléfono, dijo bruscamente:
—¿Cuándo vendrán los componentes de tu equipo de trabajo?
—Temprano —dijo Joe—, pero todavía no. Supongo que dentro de dos horas, más o menos.
—Vete con el piloto —dijo el mayor—. Reconocerás qué quiso decir Braun tan pronto como cualquier otro, sea lo que sea.
Joe se puso en pie.
—¿Cree usted que el informe es exacto? ¿Que tiene un significado?
—No es la primera vez —dijo el mayor sin emoción— que un hombre es obligado por medio del chantaje a hacer sabotajes. Si tiene familia en algún lugar del extranjero y le amenazan con la muerte o la tortura para sus familiares si no hace lo que ellos desean, se encuentra en una situación muy difícil. Ya sucedió antes. El hombre en cuestión no puede decirme a mí nada, porque está vigilado siempre, pero, a veces, encuentra una salida.
Joe estaba confundido y su rostro lo mostraba claramente.
—Puede tratar de llevar a cabo el sabotaje, después de haberlo señalado para ser apresado durante su ejecución. Si es apresado, la amenaza que pesa sobre sus seres queridos no se lleva a cabo en absoluto, con tal que mantenga la boca cerrada. Lo cual debe hacer. Y..., ¡ah!, te sorprendería comprobar cuán frecuentemente, individuos que no son nacidos en los Estados Unidos prefieren ir a la cárcel por sabotaje que cometerlo en realidad..., aquí.
Joe parpadeó.
—Si tu amigo Braun es apresado —continuó el mayor—, será castigado con severidad..., oficialmente. Pero, en secreto, alguien le informará que será dejado en libertad tan pronto estime él que no peligra ya su seguridad personal o la de los suyos. Y lo será. Eso es todo.
Se enfrascó en sus papeles y Joe salió. En camino hacia donde tenía que encontrarse con el piloto del avión que iba a llevarlo a verificar el soplo, reflexionó sobre ciertas cosas y comenzó a sentir una especie de orgullo incipiente, pero bien definido. No estaba completamente seguro de saber expresarlo, pero, en cierto modo, era debido a que sentía que formaba parte de un país por el que podían llegar a sentir lealtad personas de diversas y muy diferentes procedencias. Puede haber muchas cosas que no vayan bien en una nación, pero cuando un ciudadano de origen extranjero llega a preferir ser castigado por un crimen antes de cometerlo, no es un país al que sea desagradable pertenecer.
Cuando atravesó el amplio interior de la base y pasó junto al monstruo de creciente resplandor que era la plataforma espacial, llevaba con él, en lugar de Sally, un guardia de seguridad. Fue hacia las grandes puertas de vaivén por las que penetraban los grandes camiones cargados de materiales y en las que había guardias que controlaban cuidadosamente a todos los chóferes, antes de permitir la entrada de sus vehículos. Pero, en cierto modo, no resultaba algo irritante, no se trataba de desconfianza desdeñosa. Naturalmente, debía haber en el servicio de seguridad individuos rudos y violentos, que se pavonearían. Pero, incluso ellos, estaban guardando algo en lo que había hombres venidos de los más remotos rincones del planeta, dispuestos a perder la vida si fuera necesario.
Joe y su guía llegaron a una de las entradas, cuando un camión de diez ruedas penetraba, cargado de brillantes láminas metálicas, atravesaron la abertura y salieron. El Sol acababa de salir y parecía enorme, pero muy lejano, y, de pronto, Joe comprendió por qué había sido elegido aquel lugar para construir en él la plataforma.
El terreno era llano. En toda la extensión, hasta el horizonte, del lado oriental, ni siquiera un montículo se elevaba sobre la llanura. Era un desierto desnudo, árido y abrasado por el Sol, que carecía de rasgos, excepción hecha de los mezquites y los altos y delgados tallos de los matorrales de yuca. Pero era liso como una autopista; un lugar perfecto para que de él partiera la plataforma. No debería tocar el suelo en absoluto una vez que hubiera abandonado la base, pero, al menos, no tropezaría con ningún obstáculo al dirigirse hacia el horizonte.
Un avión ligero apareció, inclinado y rodeando la superficie exterior grande y curva de la base. Aterrizó y rodó hasta la puerta; luego, giró elegantemente y su puerta del costado se abrió.
Una mano vendada ondeó, saludando a Joe. Subió al aparato. El piloto del ligero y frágil aparato era el copiloto del avión de transporte. Era el hombre al que Joe había ayudado a arrojar la carga.
Joe se instaló en el asiento de la derecha y el pequeño motor se puso en marcha. El aeroplano se lanzó hacia delante, sobre el suelo duro y árido del desierto, y se elevó. El copiloto (piloto, ahora) tronó amistosamente sobre el estruendo de los motores:
—Hola. ¿No pudo dormir? ¿Le dolían las quemaduras?
Joe sacudió la cabeza.
—Me sentía molesto —respondió a gritos, y añadió—: ¿Quiere que le ayude, o vengo solamente para dar un paseo?
—Antes, vamos a echar una ojeada —dijo el piloto por encima del estruendo del motor—. A dos kilómetros al norte de la base. ¿No es así?
—Exacto.
—Vamos a ver qué hay allí.
El pequeño avión ascendió y, cuando se encontró a ciento cincuenta metros de altura, casi al mismo nivel que la cumbre del edificio de la base, se alejó y comenzó a hacer movimientos rápidos que parecían sin objeto. Luego, regresó. Realmente, se trataba de una misión de búsqueda. Joe miraba hacia el suelo desde su lado de la cabina. Era verdaderamente un aparato muy pequeño y, en consecuencia, su motor era mucho más ruidoso que los motores más potentes de los aviones grandes.
—Estas quemaduras que recibí me mantuvieron despierto —dijo el piloto, mirando hacia abajo—, de modo que me levanté y, mientras deambulaba sin rumbo fijo, llegó la noticia que hacía falta alguien para pilotear este cacharro. Me ofrecí a hacerlo.
Continuaron dando vueltas, avanzando y retrocediendo. Desde ciento cincuenta metros de altitud, en las primeras horas de la mañana, el terreno tenía una apariencia muy curiosa. El avión volaba lo suficientemente bajo para que hasta los más pequeños detalles fueran visibles, y, como era bastante temprano, los arbustos proyectaban una larga y tenue sombra. El terreno parecía estar rayado, pero todas las rayas iban en la misma dirección; eran las sombras.
Joe exclamó de pronto.
—¿Qué es eso?
El aparato se ladeó en ángulo muy inclinado y volvió hacia atrás, luego volvió a ladearse. El piloto observaba cuidadosamente, y, alargando la mano, oprimió un botón. Hubo un ligero choque en el suelo. Volvieron a girar, inclinados sobre un ala, y Joe vio una nubecilla de humo que flotaba en el aire.
—Ahí hay un hombre —le gritó el piloto—, que parece estar muerto.
Volaron sobre el objeto que se encontraba en tierra y Joe vio una segunda bocanada de humo.
—Nos observan por radar desde la base —gritó para poder ser oído por Joe, a medio metro de distancia—, y esto señala el lugar. Ahora, vamos a ver si hay algo que tenga relación con la parte caliente del soplo.
—Alargó la mano hacia arriba detrás de su asiento y asió una caña, semejante a una caña de pescar de carrete muy ancho, que llevaba también audífonos gemelos y algo que parecía un pez de aluminio al final de la línea.
—¿Conoce los contadores Geiger?
Al asentir Joe, el piloto dijo:
—Póngase este casco con audífonos y escuche.
Joe se puso los audífonos. El piloto movió un interruptor y Joe oyó chasquidos, que no eran regulares ni de una frecuencia determinada. Eran chasquidos que se producían a intervalos irregulares, pero parecía ser que había cierto promedio por segundo.
—Saque el contador por la ventana —le rogó el piloto— e indíqueme si los chasquidos se hacen más rápidos.
Joe obedeció. El pez de aluminio se bamboleó y la línea se inclinó hacia la cola del avión arrastrada por el viento, trazando una curva entre la caña y el objeto de aluminio, cóncava en relación a la dirección que seguía el avión. El piloto miró hacia el suelo, entrecerrando los ojos, y comenzó a trazar un amplio círculo sobre el lugar en donde estaba tendido el hombre aparentemente muerto y sobre el cual flotaban ahora dos nubecillas de humo. De repente, cuando habían recorrido las tres cuartas partes del círculo que estaban trazando en su vuelo, los chasquidos irregulares se convirtieron en un rugido y Joe gritó:
—¡Eh! ¡Ahora se oye fuerte!
El avión se balanceó y volvió hacia atrás. El piloto señaló el botón que había oprimido él antes.
—Apriételo cuando vuelva a oírlo fuerte.
Los chasquidos..., luego el rugido. Joe apretó el botón y sintió el golpecito del disparador de humo.
—Otra vez...
El aparato se acercó más al lugar en donde se hallaba tendido el cadáver del hombre y Joe sintió la desagradable seguridad de saber quién era el muerto. Un nuevo aumento del volumen en los audífonos y Joe volvió a oprimir el botón.
—Recójalo ahora —le dijo el piloto—, ya terminamos nuestro trabajo.
Joe recogió todo, mientras el avión regresaba a la base. En el aire, detrás de ellos, flotaban varias nubecillas de humo, que habían sido detectadas desde el instante de su aparición. Alguien en la base sabía que en cierto lugar había algo que era preciso investigar. Las dos últimas nubecillas de humo significaban que había radiactividad en el aire donde flotaban. No era necesaria una información mucho más completa para comprender claramente el significado que Braun había querido dar a la palabra «caliente». Era caliente en el sentido que estaba relacionada con la radiactividad.
El aparato descendió y aterrizó nuevamente cerca de las grandes puertas. Avanzó por el terreno y el piloto apagó el motor.
—Hemos estado utilizando contadores Geiger desde hace varios meses —dijo complacido— y nunca antes habíamos notado nada. Esta vez estábamos preparados.
—¿Para qué? —preguntó Joe. Pero conocía la respuesta.
—Suponíamos que podía tratarse de polvo atómico —contestó el piloto—. Hace ya mucho tiempo se habló de él como posible arma. ¿Ha oído usted hablar alguna vez del informe Smyth? Nunca se intentó ponerlo en ejecución, pero pensamos que quizá lo utilizaran contra la plataforma. Si alguien llega a esparcir un poco de cobalto radiactivo, por ejemplo, podrían ser quemados los tres turnos de trabajadores, antes de descubrirlo. Posiblemente era esta la idea en este caso concreto, pero el tipo que debía encargarse de arrojar la materia radiactiva abrió el recipiente que la contenía para verla y eso le costó la vida.
Saltó al suelo desde el avión y se dirigió hacia la puerta. Tomó un teléfono de manos de uno de los guardianes, habló cortantemente durante un momento y luego regresó sobre sus pasos.
—Van a venir en su busca —dijo amablemente—. Espere usted aquí. Yo debo irme. ¡Hasta la vista!
Subió al aparato, el motor tosió y el ligero avión se alejó velozmente. Poco después, estaba en el aire y seguía en dirección sur.
Mientras Joe esperaba, algo salió de la base produciendo un sonido metálico. Era un tractor con un blindaje extraordinariamente pesado. Dentro viajaban varios hombres que llevaban también una rara armadura, que se estaban ajustando. El tractor remolcaba una plataforma de oruga sobre la que había una grúa y una gran caja recubierta de plomo, con tapadera. Se alejaron rápidamente hacia el norte.
Joe comprendió. Tanto el vehículo como los hombres estaban protegidos contra la radiactividad. Se aproximarían al cadáver del hombre, lo levantarían y lo meterían en la caja recubierta de plomo junto con todo el material radiactivo que se encontrara a su alrededor. Ese equipo había tenido que ocuparse ya de una bomba atómica que un falso coronel intentaba arrojar contra la base. Habían estado preparados para esa emergencia y estaban siempre disponibles. Alguien había tratado de prever todos los medios que podrían ser empleados para tratar de destruir la plataforma.
Un guardia fue en busca de Joe y lo condujo a donde esperaban el jefe, Haney y Mike, al lado de las cajas que todavía permanecían parcialmente abiertas y que encerraban los giróscopos pilotos. Tenían varias ideas nuevas sobre el trabajo y aparecieron nuevos problemas al ser descubiertos los giróscopos. Hicieron varios descubrimientos desalentadores, pero Joe se limitó a anotar las partes que podrían ser reemplazadas en el tiempo disponible para volver a equilibrar los rotores y, también, las que no podían, pero debían serlo.
—¡Qué suciedad! —exclamó Haney tristemente, mientras trabajaban—. ¡Vamos a necesitar dos días tan sólo para limpiar todo esto!
El jefe examinó los dos rotores. Eran grandes discos de un metro veinte centímetros con ejes extraordinariamente cortos y desarmables. Los extremos de los ejes eran conos muy bien pulidos, que se adaptaban con una precisión increíble dentro de soportes, con entalladuras intrincadas para asegurar la lubricación. Al ponerse en marcha el aparato, un aceite muy especial de sílice penetraba en los cojinetes a gran presión. El aceite, distribuido por los canales, formaría una película que, por medio de presión, evitaría que los ejes metálicos en movimiento entraran realmente en contacto con los cojinetes que los soportaban. De hecho, los rotores flotarían en aceite de la misma forma que la centrífuga que había mencionado el jefe flotaba sobre aire comprimido. Pero era preciso que estuvieran perfectamente equilibrados, porque cualquier desequilibrio haría que el eje perforara la película de aceite y el contacto de un metal con otro es indeseable en un objeto que gira a cuarenta mil revoluciones por minuto. Los ejes y los cojinetes se calentarían al blanco en fracciones de segundo y las consecuencias serían terribles.
—Es preciso que lo hagamos girar en un torno —dijo el jefe con voz profunda—, para detener los mandriles, que tienen que ser forzosamente estos mismos cojinetes, debido a que ninguna otra cosa alcanzará la velocidad necesaria. Y será preciso que desmontemos y apartemos la placa base del torno de modo que haya espacio para los rotores. Y tenemos que hacerlos girar con el eje alineado con el eje de la Tierra.
Mike asintió con convicción y Joe intuyó lo que él había señalado. Era bastante exacto. Un giróscopo de alta velocidad podría girar solamente unos minutos si su soporte estuviera orientado en otra dirección. Si un giróscopo de precisión tuviera su eje apuntando al Sol, por ejemplo, mientras funcionara, su eje tendría tendencia a seguir al Sol. Se opondría a la rotación de la Tierra y se estropearía.
Tendrían que utilizar los mismos cojinetes cónicos, pero para proteger los canales de la lubricación, tendrían que usar láminas en forma de conos al principio, mientras girara a poca velocidad. Los extremos cónicos del eje deberían ser pasados nuevamente por las máquinas para ser bien alineados. Y los cojinetes debían ser montados de tal forma que los rotores pudieran encontrar su propio centro de gravedad.
Habían utilizado muchas servilletas de papel la noche anterior examinando sólo esos problemas, pero ahora aparecieron otros nuevos, cuando las cajas vacías y los restos quemados de los embalajes fueron retirados.
Trabajaron durante cuatro horas para limpiar el hollín y los restos carbonizados. La lista hecha por Joe de piezas pequeñas que deberían ser reemplazadas era tan larga como su brazo. Por supuesto, los motores deberían ser desechados y substituidos por otros nuevos. Considerando su velocidad (a la velocidad de trabajo, el campo de fuerza era prácticamente inexistente), era preciso que fueran reconstruidos de nuevo, lo cual significaba que la fábrica Kenmore debería trabajar sin descanso.
Un mensajero llegó buscando a Joe. Lo llamaban de la oficina de seguridad. La melancólica secretaria del mayor Holt no levantó la vista cuando él entró y el mayor Holt mismo parecía más cansado que de costumbre.
—Había un hombre allá afuera —dijo concisamente—. Creo que se trata de tu amigo Braun y te he hecho venir para que lo veas.
Joe ya lo había supuesto.
—Abrió un recipiente que contenía más de doscientos gramos de polvo finísimo de cobalto radiactivo y eso lo mató.
—¿Cobalto radiactivo? —dijo Joe.
—Exactamente. Doscientos gramos de ese polvo producen la misma radiación que ciento diez kilogramos de radio. Tenía instrucciones sin duda de colocarse en un punto tan elevado como fuera posible y arrojar el polvo al aire. Un polvo tan sumamente fino se difundiría casi de la misma manera que un fluido y hubiera contaminado la base de tal forma que no hubiera podido ser utilizada durante varios años..., haciendo a un lado el hecho que hubieran muerto todos los obreros que trabajan en los tres turnos.
Joe tragó saliva.
—¿Fue quemado?
—Tenía el equivalente de ciento diez kilogramos de radio a pocos centímetros de su cuerpo y no era muy sano por naturaleza —dijo el mayor con rudeza—. Para contener ese material, el recipiente de berilio no era una protección suficiente y después de guardarlo durante varios minutos en el bolsillo, estaba condenado a morir aunque él quizá no lo supiera.
Joe comprendió qué era lo que querían que hiciera.
—Quiere usted que le diga si ese cadáver es el del hombre que me dio el soplo, ¿no es así?
El mayor asintió.
—Y después deseo que se someta usted a un control radiactivo. Es poco probable que..., ah..., llevara encima el cobalto ayer por la noche en Bootstrap. Pero en el caso que lo llevara, usted necesitará recibir un tratamiento preventivo sin duda. Y también los hombres que estaban con usted.
Joe comprendió lo que quería decir. Braun había recibido un recipiente relativamente pequeño lleno de la sustancia más mortífera que existe en la Tierra. Cuando enviaban de Oak Ridge para usos científicos unos pocos miligramos, lo hacían en cajas gruesas de plomo. Braun llevaba encima más de doscientos gramos, doscientas mil veces más, en un recipiente que podía llevar en el bolsillo. En tales circunstancias, no sólo era un cadáver ambulante, sino que además significaba la muerte para todos los que pasaran junto a él.
—En todo caso, alguien más ha podido ser contaminado —dijo el mayor sin emoción—, de modo que, voy a hacer sonar la alarma radiactiva y controlar a todos los habitantes de Bootstrap, para ver si no hay otras personas quemadas. Es muy probable que el hombre que le dio a Braun el recipiente esté también quemado. Pero, por supuesto, tú no mencionarás nada de lo que te digo.
Le hizo un gesto de despedida y Joe se disponía a retirarse, cuando el mayor añadió bruscamente:
—Te dije antes que habíamos encontrado tres aviones que llevaban granadas, pero ahora, el número total asciende a ocho. Los hombres que llevaron a cabo el sabotaje desaparecieron. Se desvanecieron repentinamente durante la noche pasada. Alguien les advirtió. ¿Hablaste con alguien de ello?
—No, señor —respondió Joe.
—Quisiera saber —dijo el mayor fríamente— cómo han conseguido saber que habíamos descubierto su artimaña.
Joe se retiró, sintiendo frío en la boca del estómago. Tenía que identificar a Braun y luego, él mismo tendría que someterse a un control radiactivo. En ese orden. Tenía que identificar antes a Braun, porque si él había llevado el recipiente de cobalto radiactivo la noche anterior en el restaurante Sid, Joe estaría condenado a morir, y lo mismo el jefe, Haney y Mike, y todas las personas que estuvieron cerca de él. Por ello, Joe tenía que identificarlo antes que pudiera molestarle el hecho que él mismo iba a morir.
Hizo la identificación. Braun estaba acostado muy decentemente en una caja recubierta de plomo, que tenía una mirilla de cristal a la altura de su rostro. No tenía rastros de heridas, exceptuando las marcas dejadas por su pelea con Haney. Las radiaciones lo habían quemado muy profundamente, pero no habían dejado ninguna marca. Había muerto antes que pudieran desarrollarse síntomas externos.
Joe firmó un certificado y fue a someterse al control radiactivo para saber si podría seguir viviendo. Era una sensación peculiar, y lo más extraño de todo era que no estaba asustado. No estaba seguro de haber sido contaminado interiormente, ni lo estaba de haberlo sido. Sencillamente, no tenía miedo. Nadie cree nunca que va a morir en el sentido de cesar de existir. El más redomado cobarde permanece junto al muro donde va a ser fusilado o atado a la silla eléctrica, descubre que, de modo muy sorprendente, no llega a creer que lo que le suceda a su cuerpo va a matarlo a él, al individuo. Es por esta causa que un gran número de personas mueren con razonable dignidad, sabiendo que no vale la pena hacer demasiada alharaca por ello.
Pero cuando los contadores Geiger recorrieron su cuerpo de los pies a la cabeza, siendo normal su temperatura y sus reflejos correctos, cuando estuvo seguro de no haber sido contaminado, sintió las rodillas flojas. Y esto también era natural.
Fue caminando hasta donde se encontraban los giróscopos en reparación y vio que sus amigos se habían ido, dejándole unos apuntes garrapateados. Habían ido a buscar las herramientas mecánicas necesarias para llevar a cabo el trabajo que tenían entre manos.
Continuó trabajando con los giróscopos estropeados, pensando en Braun y sintiendo una helada aversión hacia las personas que eran responsables de la muerte de Braun, como parte de un proyecto para provocar la muerte de todas las personas que trabajaban en la plataforma. Su aversión era mucho más profunda que su enojo, siendo respaldada por todo en lo que creía, que siempre había deseado y que esperaba ansioso. El enfado podía disminuir, pero lo que sentía, jamás. Pensó en ello mientras trabajaba, rodeado por todos los ruidos de la semiesfera.
Una voz dijo:
—Joe.
Se enderezó y, volviéndose, vio que Sally estaba detrás de él, mirándolo muy seriamente.
—Papá me explicó todo —dijo ella, tratando de sonreír— sobre el control radiactivo que indicó que estabas perfectamente. ¿Me permites felicitarte porque puedas permanecer por largo tiempo entre nosotros? ¿Y también porque..., porque el cobalto no estuviera nunca cerca de ti o de todos nosotros?
Joe no supo qué responder exactamente.
—Voy a entrar a la plataforma —le comunicó ella—. ¿Quieres acompañarme?
Se limpió las manos con una hilacha de algodón.
—Con mucho gusto. Mi equipo fue a buscar las herramientas mecánicas que necesitamos y, de todos modos, no puedo hacer gran cosa hasta que regresen.
Se colocó a su lado y fueron caminando hacia la plataforma. Era algo que le parecía todavía mágico, sin importar la cantidad de veces que Joe lo había visto. Mucho más grande de lo que era posible creer. Su blindaje brillante relucía entre el andamiaje intrincado que lo rodeaba y también podían verse los fuegos fatuos de los sopletes de soldar en diversos lugares. Los ruidos de la semiesfera eran un tumulto constante en los oídos de Joe, aunque comenzaba a acostumbrarse a ellos.
—¿Cómo puedes ir a todos sitios con tanta libertad? —le preguntó él—. Yo tengo que pasar siempre por infinidad de controles.
—Te van a dar un pase permanente —le dijo ella—, pero es preciso que pase por los canales reglamentarios. En cuanto a mí, tengo influencia. Siempre entro atravesando la seguridad y tengo aleccionados a los guardias de las puertas. Además, tengo algo que hacer en la plataforma.
Joe volvió la cabeza para mirarla.
—Decoración interior —le explicó ella—, y no te rías, no es para embellecer, sino por razones psicológicas. La plataforma fue diseñada por ingenieros y gente con reglas de cálculo. Calcularon el medio para las maquinarias muy bien, pero habrá también hombres viviendo en ella y ellos no son máquinas.
—No comprendo...
—Diseñaron los jardines hidropónicos —dijo Sally, con cierto desdén—. Calcularon cuidadosamente que once pies cuadrados de superficie de hojas de una planta de calabazas sería suficiente para purificar todo el aire que consume un hombre en reposo..., al descomponer el anhídrido carbónico en oxígeno y carbono, y que para un hombre que trabajara sería necesaria otra superficie complementaria determinada para que el aire que respirara permaneciera puro. Por consiguiente, diseñaron el jardín de modo que pudiera contener la mayor superficie posible de hojas de calabaza. Suponían que el alimento le llegaría a la tripulación desde la Tierra, por medio de naves espaciales de transporte. Pero, ¿te imaginas a los hombres sobre la plataforma, flotando en el vacío, viviendo a base de alimentos deshidratados y llenándose ansiosamente de calabazas, porque sería la única cosa verdaderamente fresca de la que dispondrían?
Joe comprendió el lado irónico.
—Piensan en la eficiencia de las máquinas —dijo Sally, indignada—. Yo no comprendo gran cosa de máquinas, pero si no comprendo a los seres humanos, entonces, he perdido sin duda una enormidad de tiempo en las escuelas y otras partes. Yo protesté y el jardín no será tan eficiente como sistema de purificación..., renovador de aire si lo prefieres, pero va a ser un lugar agradable para cualquier hombre que vaya a él. Por lo menos, no olerán siempre a calabazas. He conseguido que agreguen algunas flores.
Estaban ya muy cerca de la plataforma, a la que le faltaba poco para estar terminada. Joe la miró ansioso y sintió verdadera prisa. Trató de imaginarse que el andamiaje había sido retirado y que la plataforma flotaba en el espacio libremente, con los rayos abrasadores del Sol que se reflejarían sobre ella, teniendo como fondo las estrellas, que despedirían una luz fija, sin parpadeos. Pero más cerca, habría rápidos y envidiosos satélites en órbitas muy por debajo. Esos pequeños satélites más antiguos serían de forma extraña e irían desde el primer sputnik que dio la vuelta alrededor de la Tierra, hasta los satélites comerciales de televisión, que no eran tan satisfactorios como el hombre había esperado.
Sally continuó hablando.
—También presenté un argumento sobre las habitaciones. ¡Querían pintar con aluminio todas las paredes interiores! Les argüí que tanto en el espacio como fuera de él, dondequiera que vivan personas, habrá quehaceres domésticos. La plataforma va a ser su hogar, y es preciso que se sientan humanos en ella.
Pasaron por una de las aberturas entre el laberinto de columnas. Por todas partes, en torno a ellos, había camiones, motores ruidosos y grúas. Joe apartó a Sally a un lado al ir hacia ellos un enorme camión con remolque que acababa de descargar algún gigantesco objeto para uso interno. El vehículo pasó junto a ellos. Sally fue delante y se dirigieron hacia un tramo de escaleras provisionales de madera, al pie de las cuales se encontraban dos guardias de seguridad. Sally habló con ellos, sonrieron y le indicaron a Joe que podía continuar su camino. Ascendió los escalones de madera, que serían retirados seguramente antes del lanzamiento de la plataforma, y, por primera vez, se encontró realmente dentro de la plataforma.
Fue un momento de emociones vívidas. Durante las últimas veinticuatro horas había conocido la vergüenza y el peligro, y solamente un rato atrás había llegado a pensar indiferentemente en su propia muerte. Después, había resultado que podría seguir viviendo todavía por mucho tiempo. Sabía que Sally habría estado asustada, al menos por él, y que sus maneras indiferentes eran fingidas. Ella estaba al menos tan agitada interiormente como él.
Y era la primera vez que se encontraba dentro de lo que iba a ser la primera nave espacial habitada que abandonaría la Tierra para un viaje sin regreso.