CAPÍTULO 2

El avión de transporte estaba cerca de la puerta de un hangar en el aeropuerto militar y los mecánicos lo observaban desde cierta distancia. Un hombre se arrastró sobre el conjunto de cola y descubrió un agujero pequeño y desigual en el aluminio del estabilizador. Cuando explotaron los cohetes de guerra, algún fragmento había penetrado por allí. El piloto se aseguró a fin que el pequeño cohete no hubiera afectado algún miembro vital en el interior, y asintió. El mecánico realizó muy pulcramente el trabajo de colocar dos parches sobre los agujeros, arriba y abajo. Continuó su examen del fuselaje. El piloto se apartó.

—Voy a comunicarme con Bootstrap —le dijo al copiloto—; cuida de todo.

—Lo vigilaré con mucha atención —dijo el copiloto.

El piloto se alejó en dirección a la torre de control. Joe miró en torno suyo. El aparato de transporte parecía muy grande, de pronto, sobre el suelo de concreto, con su tren de aterrizaje en forma de triciclo. En cierto modo, hacía pensar en un insecto enorme y deforme, muy estirado hacia arriba sobre patas inadecuadas, largas y delgadas. Sobre todo, el cuerpo de la sección de carga no parecía apropiado para un avión: la parte superior descendía suavemente hacia las superficies de estabilización, pero el fondo no iba en disminución. Terminaba, atrás, en una protuberancia cerrada por dos grandes puertas corredizas, que daba la impresión de ser un trabajo realizado toscamente. Había sido diseñado de este modo para que los objetos muy grandes pudieran ser introducidos por la abertura de cola, pero sus líneas no eran aerodinámicas y, definitivamente, no era bonito.

—¿Penetró algo al interior del espacio de carga? —preguntó Joe, angustiado súbitamente—. ¿Han sufrido daños las cajas que están bajo mi responsabilidad?

Después de todo, cuatro cohetes habían explotado demasiado cerca del transporte, y si un fragmento había golpeado al aparato, otros también podrían haberlo hecho.

—En todo caso, no será nada grave —le dijo el copiloto—. Ahora lo sabremos.

Pero un minucioso examen mostró que no había otras trazas de lo cerca que había estado el avión de ser destruido. Ciertamente, había sido forzado más allá de la tensión normal, pero eso les sucede frecuentemente a los aviones. Una verificación llevada a cabo sobre ciertos lugares en los que hubiera podido notarse una excesiva flexibilidad de las alas (las alas de un aeroplano grande no son completamente rígidas, porque si lo fueran, se harían pedazos en el aire), no presentó muestra alguna de daños. El aparato estaba listo para despegar nuevamente.

El copiloto vigiló concienzudamente hasta que el único mecánico se retiró. El mecánico no era amable. Tanto él como los otros miraban con disgusto al avión, a Joe y al copiloto, porque ellos trabajaban sobre aviones jet y la sola sugerencia que debían ser vigilados no les agradaba en absoluto.

—Creen que soy un sinvergüenza desconfiado —dijo el copiloto con acritud—. ¡Pero es preciso que lo sea! Los mejores espías y saboteadores del mundo se dedican a estorbar y tratar de impedir la terminación de la plataforma. ¡Conforme aparezcan mejores saboteadores, se dedicarán al mismo trabajo!

El piloto regresó de la torre de control.

—Órdenes especiales de vuelo —le dijo a su compañero—. Continuaremos en cuanto hayan cargado el carburante.

Los mecánicos sacaron la manguera de carburante que salía del depósito. Un hombre trepó sobre una de las alas y otros le pasaron la manguera. Joe sintió deseos de hacer algún comentario, pero el copiloto estaba leyendo las instrucciones de vuelo. Era uno de esos momentos de distracción a los que todos somos propensos. Los dos hombres que formaban la tripulación del avión tenían en cuenta la necesidad de ser extremadamente desconfiados con respecto a todos los que se acercaran a su aparato, pero la operación de llenar los tanques de combustible era algo tan rutinario, que aprovecharon el tiempo, mientras los mecánicos cargaban el carburante, para leer sus órdenes de vuelo.

Uno de los tanques sobre las alas estaba lleno y un hombre grande y sonriente, de cabellos claros, tiró de la manguera, haciéndola pasar por debajo de la nariz del avión, con el fin de hacerla llegar hasta la otra ala. Al estar cerca de la parte delantera del tren de aterrizaje, resbaló, y, para sostenerse, se apoyó en el eje que va hacia los cubos de las ruedas. Por un momento, su postura era ridícula y, cuando se incorporó, deslizó la mano al interior del espacio donde se recoge el tren de aterrizaje. Luego continuó arrastrando la manguera y se la pasó al hombre que se encontraba sobre el ala. Cuando el tanque estaba lleno, los encargados de poner el combustible saltaron a tierra y volvieron a llevar la manguera hacia su lugar junto al depósito. Eso fue todo. Pero, por alguna razón, Joe recordaba al hombre de pelo claro y la mano introduciéndose en el hueco del tren de aterrizaje durante una fracción de segundo.

El piloto se guardó sus órdenes y el copiloto las suyas. Este último le hizo un gesto con la cabeza a Joe y los tres hombres treparon al compartimiento delantero, entrando por la puerta del piloto.

Se sentaron en sus lugares y, entonces, tuvo lugar el extraño ritual para asegurarse del hecho que estaban cubiertos todos los requisitos necesarios para el despegue. El piloto accionó un conmutador y oprimió un botón. Un motor se puso en marcha con dificultad y tosió; luego el segundo, el tercero y el cuarto. El piloto escuchó, miró el cuadro de instrumentos y se mostró satisfecho. De la torre de control les llegó una orden. El piloto tiró del acelerador múltiple y el aparato comenzó a rodar. Pocos minutos después, se hallaba ante la larga pista de despegue. Una voz, procedente de la torre de control, se dejó oír por medio de un altavoz colocado sobre una de las paredes y el avión atravesó el campo, rugiendo. En pocos segundos, se elevó y trazó un gran círculo sobre el aeropuerto.

—Recoge el tren de aterrizaje —dijo el piloto.

El copiloto obedeció y siguió el resto del ritual del despegue. Las luces mostraron que el tren de aterrizaje estaba recogido. Comprobó varias otras cosas, que resultaron normales, permitiendo que el piloto se tranquilizara.

—¿Sabe usted? —dijo el copiloto—. Esos saboteadores tienen algunos trucos verdaderamente ingeniosos. Nos han relatado algunos de ellos. Uno me impresionó, aun cuando es de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. En el Brasil había un campo desde el que despegaban los aviones que iban a África. Pero despegaban, se dirigían hacia el mar, volaban durante unos cuantos kilómetros y explotaban. Se perdieron así una docena de aviones. Había un sargento entre los mecánicos que colocaba granadas de mano en el hueco de las ruedas delanteras del tren de aterrizaje. Era alemán, estaba muy orgulloso de serlo y nadie había sospechado de él. Todo parecía en orden y al comprobar todo estaba bien, pero cuando el aparato estaba lejos y a buena altura, y el copiloto retraía el tren de aterrizaje, se comprimía un resorte que quitaba el seguro a la granada y explotaba. El jefe de mecánicos del campo atrapó finalmente al saboteador y casi lo mató, antes que la policía militar lograra contenerlo. Hay muchos así, que se introducen entre nosotros y nos obligan a ser precavidos. ¡Y lo somos, les guste o no a los técnicos de tierra!

Joe dijo con sequedad:

—Fueron precavidos, es cierto, excepto cuando estaban cargando el combustible. Dieron por supuesto que nada sucedería —les contó lo que había observado sobre el hombretón de pelo rubio y añadió—: Aunque, en realidad, no tuvo tiempo para meter nada.

El copiloto parpadeó. Parecía preocupado.

—Es verdad; no vigilé. ¿Lo hiciste tú?

Cuando el piloto sacudió la cabeza, el copiloto dijo amargamente:

—Y yo que me creía concienzudo en todo lo relativo a la seguridad. Gracias por decírmelo. Esta vez no hubo daño, pero fue un desliz importante.

Miró ceñudo el tablero de instrumentos que tenía frente a él y el avión continuó su vuelo.

Dejaron atrás la mitad de la distancia que debían recorrer, luego las dos terceras partes y entraron en la última parte del trayecto. No debía faltar más de una hora y media para que llegaran a su destino. Joe sintió una exaltación anticipada; la plataforma espacial era un sueño que tenía desde que era un niño y era también su sueño de adulto. Había sputniks, satélites con televisión y satélites meteorológicos y algunos astronautas habían ejecutado vuelos en órbita, pero todo eso conformaba solamente una etapa, y la plataforma espacial ya no lo era. Sería el comienzo de la verdadera conquista del espacio, ya que haría posibles los largos viajes espaciales. Ella misma no viajaría hacia la Luna o los planetas; navegaría en forma espléndida alrededor de la Tierra, siguiendo una órbita más allá de la cintura de Van Allen. Llevaría cohetes dirigidos con cabeza nuclear, de modo que todas las ciudades del planeta estarían indefensas bajo ella..., del mismo modo que todas las ciudades de la Tierra serían defendidas por ella. Esto último era lo que originaba los desesperados esfuerzos para destruirla antes que estuviera terminada.

El copiloto habló de repente:

—¿Cómo logró usted efectuar este viaje? Antes se lo pregunté pero evitó usted la respuesta. Habitualmente, incluso los generales tienen que aterrizar en Bootstrap. ¿Cómo lo logró? ¿Tiene usted relaciones en Bootstrap?

Joe hizo a un lado sus pensamientos sobre lo que representaría en el futuro la plataforma espacial. No le había parecido notable el hecho que le permitieran viajar con los giróscopos hechos en la fábrica de su padre hasta su lugar de destino. Puesto que la compañía de su familia los había construido, veía como natural el acompañarlos. No se acostumbraba a la idea que todo el mundo era sospechoso para un oficial de seguridad relacionado con la plataforma espacial.

—¿Relaciones? No; no tengo ninguna —luego recordó—: Ah, sí, conozco a alguien, aunque no en Bootstrap. Se trata del mayor Holt. Es posible que él me haya recomendado, ya que es amigo de mi familia desde hace varios años.

—Claro —dijo el copiloto, con ironía—, es posible que él le haya recomendado. Es solamente el oficial en jefe de todos los servicios de seguridad del proyecto. Tiene a su cargo todo lo relacionado con la seguridad, desde los guardianes hasta las pantallas de radar, pasando por las escuadrillas de jets y el control de todo el personal que trabaja en los edificios. Si fue él quien lo recomendó, le aseguro que está usted bien recomendado.

Joe no había intentado causar sensación.

—No lo conozco muy bien —explicó—; conoce a mi padre y su hija Sally me ha estado estorbando la mayor parte de mi vida. Le enseñé a disparar y es mejor tiradora que yo. Era muy linda de niña. Comenzó a gustarme cuando se cayó de un árbol, se rompió un brazo y no profirió ni un gemido —sonrió y añadió—: La última vez que la vi trataba de actuar como persona mayor.

El copiloto asintió. Se escuchó un fuerte chirrido en alguna parte. El aeroplano alteró su curso y el reflejo de la luz del Sol cambió, al penetrar en la cabina desde un ángulo distinto. El aparato navegaba ahora con el piloto automático y se encontraba nuevamente muy por encima de la capa de nubes, a varios miles de metros de altitud, como convenía a los aeroplanos que viajaban hacia el sur o el oeste. Recorría su nuevo curso, a cincuenta y cinco grados del original. Joe supuso que se trataba de una de las previsiones de seguridad para los aparatos que se acercaban a la plataforma. Podía existir la orden a fin que no se aproximaran mucho en línea recta, para evitar que se dieran informaciones a personas curiosas en el terreno.

El tiempo pasó y Joe volvió a pensar en la plataforma. Conservaba siempre en su mente la imagen de un objeto construido por el hombre, brillando a la luz cegadora del Sol entre la Tierra y la Luna. Pero comenzó a recordar ciertas cosas a las que antes no había concedido gran atención.

Hubo oposición a la sola idea de una plataforma espacial desde el momento en que el proyecto fue propuesto seriamente. Los partidos políticos nacionalistas, los propagadores del odio, los sembradores de discordias, los locos, los excéntricos y los miembros fanáticos tanto de la extrema derecha como de la extrema izquierda se opusieron al proyecto. Algunos lo llamaron impío. Otros bramaron diciendo que era un proyecto que tenía como meta la supremacía mundial de los Estados Unidos. En realidad, los Estados Unidos habían tratado que fuera una empresa de las Naciones Unidas, pero el proyecto no pasó de la asamblea general. Lo atacaron tan furiosamente que ni siquiera llegó hasta el consejo..., donde de todas formas habría sido vetado.

Pero fue precisamente ese ataque furibundo el que originó que fuera aprobado el proyecto por el Congreso de los Estados Unidos, organismo que estaba encargado de encontrar el dinero para su ejecución.

A los ojos de Joe y a los de aquellos que habían puesto sus esperanzas en el proyecto, el mayor atractivo de la plataforma era que suponía el primer paso necesario para la iniciación de los viajes interplanetarios, con vehículos espaciales que todavía deberían ser creados. Pero había muchos científicos que deseaban desesperadamente verlo realizado para el progreso de sus propias ciencias. Se trataba de los experimentos de baja temperatura, de electrónica, observaciones meteorológicas, medidas de la temperatura de las estrellas, observaciones astronómicas, etc. Todos los científicos de todas las ramas de la ciencia podían enumerar diferentes razones en favor del proyecto. Incluso los científicos nucleares tenían una buena razón, posiblemente la mejor. Su argumento era que había nuevos desarrollos en la teoría nuclear que debían ser comprobados, pero que era imposible hacer los experimentos sobre la Tierra. Se trataba de varias reacciones que deberían producir energía ilimitada para todo el mundo, a partir de materiales verdaderamente abundantes. Pero había cierto peligro, originado en la misma abundancia de los materiales. Ningún hombre de sano juicio podría exponerse a destruir la Tierra y toda la humanidad, aun cuando sólo existiera una probabilidad entre cincuenta que así fuera, pero en una nave espacial, a varios millones de kilómetros de distancia y en el vacío, podría experimentarse con esas reacciones, tanto si eran peligrosas como si no lo eran. Pero el único medio de lograr que un laboratorio llegara a tal distancia de la Tierra era construir antes una plataforma espacial como punto de partida.

Pero, a pesar de esas excelentes razones, fueron los enemigos de la plataforma quienes lograron que se construyera. El Congreso de los Estados Unidos no hubiera dedicado nunca fondos para una plataforma espacial por razones científicas, fueran cuales fueran los beneficios que se esperara obtener, pero la vehemencia de quienes odiaban la idea hizo que el Congreso considerara el proyecto como un medio de defensa nacional.

Eran aspectos irónicos, en los que Joe nunca antes había pensado, como tampoco había considerado el peligro que corría la plataforma en construcción, a causa de los que intentarían destruirla. El protegerla era la tarea, nada fácil, del padre de Sally.

Se preguntó si le gustaría a Sally vivir en donde se llevaba a cabo la obra más grandiosa que existía sobre la Tierra. Era una muchacha adorable. Recordó con agrado que había crecido y se había convertido en una muchacha muy atractiva. Tenía tendencia a recordarla siempre como la chiquilla traviesa que le ganaba siempre en natación, pero la última vez que la había visto, se había maravillado al ver lo bonita que era.

Volvió nuevamente en sí. El aspecto del firmamento frente a ellos había cambiado. No había horizonte real, por supuesto. Un halo blanco se mezclaba imperceptiblemente con la capa de nubes, de manera que era imposible decir dónde comenzaba el cielo y dónde terminaban las nubes. Pero ya había huecos entre las nubes. El aparato continuó su vuelo y poco más tarde se encontraba sobre uno de los huecos en las nubes, y, al mirar hacia abajo, daba la sensación de estar en el borde de una montaña elevada.

Los huecos aumentaron en número y se unieron unos a otros. Pronto no hubo ya huecos, sino nubes que flotaban, interrumpiendo la vista del paisaje. Después, incluso las nubes desaparecieron y el aire quedó limpio, pero todavía no podía precisarse el horizonte y se veía la tierra color marrón, cortada por algunas manchas verdes. Más allá se veían campos secos y obscuros. Desde seis mil metros de altura no era posible distinguir los detalles, pero sí los cambios de tono. Había manchas que posiblemente no eran manadas de ganado, pero aparentaban serlo, y, esparcidos, se veían también puntos verdosos que debían ser mezquites o algo similar. El suelo no era de verdadero desierto, pero la vegetación era estrictamente la de los climas secos.

En ocasiones, había un halo en la lejanía y ante ellos, fuera a la izquierda o a la derecha. Y repentinamente oyeron un nuevo sonido que cubrió el monótono roncar de los motores. Joe lo oyó y miró atentamente.

Algo apareció repentinamente, pasó como un rayo por delante de ellos. Era nuevamente un jet de combate y, por un instante, Joe vio la cordillera distante como si bailara a través de la estela que se desprendía del escape del jet, que los rodeó, vigilante.

El piloto del transporte manipuló algo. Hubo un cambio en el ruido de los motores. Joe siguió la mirada del copiloto. El jet se aproximaba por la popa, con los frenos de picada extendidos para aminorar todo lo posible su velocidad. Se aproximó al transporte y entonces, el piloto tocó suavemente uno de los accesorios de control que estaban alejados de los demás y repitió el gesto varias veces. Joe, que estaba mirando el jet, lo vio a través de las aspas de las hélices. Había un efecto estroboscópico extraordinario. Uno de los dos propulsores de estribor se veía a través del otro, si se miraba de un solo golpe de vista, pero no tenía aspecto nebuloso, sino absoluta y completamente sólido. La peculiar alucinación se desvanecía y volvía a producirse. Por fin, se desvaneció completamente.

El jet salió disparado hacia delante, recogiendo sus frenos de picada. Descendió ligera y graciosamente, y luego, poniendo proa al firmamento, ascendió casi verticalmente y se perdió de vista.

—Control visual —dijo el copiloto con sequedad, dirigiéndose a Joe—. Teníamos que emitir una señal especial de este avión. No se la dijimos a usted y por ello no podría haberla duplicado.

Joe lo dedujo con dificultad. El efecto visual de un propulsor visto a través del otro era una identificación, y era un tipo de señal que un pasajero clandestino jamás podría reconocer.

—Además —dijo el copiloto—, tenemos una cámara de televisión sobre el tablero de instrumentos. Ahora está funcionando de modo que el interior de la cabina está siendo vigilado desde tierra. Así no podrá repetirse el truco del coronel impostor.

Joe se sentó, calmado. Notaba que el aeroplano se inclinaba ligeramente hacia abajo y sus ojos se dirigieron hacia la esfera que indicaba la altitud y que mostraba un descenso de ochenta a cien metros por minuto. Era por su propio bien, puesto que la cabina estaba a presión, aunque no alcanzaba exactamente la presión al nivel del mar. Sin embargo, era mejor que la del exterior. Un descenso demasiado rápido podría causarles molestias. Ochenta a cien metros de descenso por minuto era más o menos lo apropiado.

El suelo comenzó a mostrar sus rasgos: pequeñas hondonadas, manchas coloreadas, demasiado pequeñas para poder ser percibidas de más arriba. La sensación de velocidad aumentó. Después de varios largos minutos, el aparato se encontraba a sólo unos cuantos centenares de metros del suelo. El piloto tomó los controles manuales, desconectando el piloto automático. Después de esperar un momento, hubo un gimiente y mecánico bip-bip y cambió de curso.

—Verá usted los edificios dentro de un minuto o dos —dijo el copiloto—. Me gustaría no haber perdido de vista a ese tipo de pelo claro cuando metía su mano en el emplazamiento de las ruedas del tren de aterrizaje. ¡No ha pasado nada, pero pudo haber pasado! ¡No debí perderlo de vista! —añadió agriamente, como si la idea le hubiera estado molestando.

Joe observó. A mucha distancia, se veía una cadena montañosa, pero Joe se dio cuenta repentinamente de cuán llano era el terreno sobre el que estaban volando. Desde el borde del mundo, detrás de ellos, hasta el pie de las distantes montañas, el terreno era completamente llano. Se destacaban algunas hondonadas y depresiones en algunos sitios, pero ni la más diminuta colina. Era llano, absolutamente llano.

Había un pequeño resplandor de luz solar reflejada, mientras el aparato continuaba su vuelo. Joe entrecerró los ojos; el Sol se reflejaba en las más pequeñas piedritas que había sobre la tierra color café; era en cierto modo como la concha de una almeja o como media naranja. Era la parte superior de una enorme esfera, demasiado grande para haber sido construida por el hombre.

Había una línea delgada y blanca que corría a lo largo del terreno oscuro, atravesando toda la parte esférica que se veía. Se trataba de una autopista. Joe comprendió que la media esfera eran los cobertizos, los enormes edificios construidos para realizar la plataforma del espacio. Era algo gigantesco, colosal, la cosa más extraordinaria que el hombre había creado alguna vez.

Había una pequeña proyección cerca de la base. Era un edificio administrativo para los oficinistas, los cronometradores y todos los empleados similares. Entrecerró nuevamente los ojos y vio sobre la autopista blanca un camión que parecía extraordinariamente largo, comprendiendo que no se trataba de un camión, sino de un convoy. Mucho más atrás, había un punto sobre la autopista, un autobús.

No había trazas de actividad en ninguna parte, debido a que la escala era demasiado extrema. Había movimiento, pero las cosas que se movían eran demasiado pequeñas para poder ser vistas, en comparación con los enormes edificios. La gigantesca media esfera permanecía serenamente en la mitad del desierto.

Era mayor que las pirámides.

El aeroplano continuó descendiendo. Joe estiró el cuello y entonces se avergonzó, como un simplón. Miró hacia delante y a lo lejos vio unos puntos blancos que debían ser edificios. Era Bootstrap, la ciudad que había sido hecha especialmente para los constructores de la plataforma del espacio. Allí dormían, se alimentaban y participaban en los festejos que todos los hombres que trabajan en un proyecto tienden a organizar, aprovechando su tiempo libre.

El aparato se inclinó notablemente.

—El aeropuerto se encuentra a la derecha —dijo el copiloto—; es el de la ciudad y el trabajo. Los jets (hay siempre una escuadrilla en el aire) tienen un terreno en otra parte y todavía hay otro aeropuerto, el de propulsores, donde instruyen a los pilotos.

Joe no sabía qué era un propulsor, pero no preguntó. Miró los cobertizos, el mayor edificio que había sido construido, y lo había sido para alojar la mayor esperanza de la humanidad, mientras estaba siendo montada. Él estaría allí y tendría que trabajar en el proyecto, sacando el contenido de las cajas que se encontraban tras él en el compartimiento de carga del avión de transporte e instalándolo finalmente sobre la plataforma misma.

El piloto dijo:

—¿Aceleración?

—Desconectados —replicó el copiloto.

—¿Sopladores?

Joe no prestó atención. Era el ritual de antes de aterrizar. Miró hacia abajo a la pequeña y diseminada ciudad de barracones pintados de blanco, una sección comercial y áreas de juego bien definidas y planeadas, que nadie utilizaría. El aeroplano describía un gran semicírculo y el ruido de los motores se debilitaba, cuando Joe pensó que pronto iba a contemplar la plataforma espacial e incluso que podría cooperar en su construcción.

El copiloto dijo ansiosamente.

—¡Un momento!

Joe sacudió la cabeza. El copiloto tenía la mano sobre la palanca del tren de aterrizaje. Sus labios estaban tensos.

—No me gusta —dijo extraordinariamente tranquilo—. Es posible que esté loco, pero no olvido al hombre de cabello claro que metió la mano en el hueco del tren de aterrizaje. Y esto no me gusta.

El aeroplano continuó su vuelo, dejando atrás el aeropuerto. El piloto retiró la mano muy cuidadosamente de la palanca que, al ser accionada, haría bajar el tren de aterrizaje. Se levantó de su asiento. Joe volvió a verle la cara. Sus labios estaban apretados, formando una línea delgada. Se dirigió a una trampa metálica que había en el suelo, la levantó y miró hacia abajo. Un momento después, encendió una linterna. Joe vio el borde de un espejo. Había dos, que servían para permitirles ver el tren de aterrizaje, que se encontraba bajo ellos. El copiloto quería estar totalmente seguro. Se puso en pie y quitó completamente la plancha de metal.

—Hay algo en el emplazamiento del tren de aterrizaje —dijo en tono poco claro—. Me parece que es una granada y tiene una cuerda atada. Imagino que el tipo ese del cabello claro la colocó del mismo modo que aquel sargento alemán del Brasil. Sólo que rodó un poco y ésta explota al bajar el tren de aterrizaje. Creo que también estallará si aterrizamos sobre el vientre del avión. Será mejor que demos otra vuelta.

El piloto asintió.

—Antes —dijo el piloto con voz fría—, vamos a darles a tierra la descripción del tipo ese del cabello claro, para que puedan detenerlo, pase lo que pase.

El copiloto tomó el micrófono que se encontraba colgado detrás de su asiento y comenzó a hablar. El transporte recorrió amplias circunferencias sobre el desierto, en torno al aeropuerto, mientras el copiloto explicaba que había una granada en el compartimiento del tren de aterrizaje, preparada de tal forma que explotaría al bajarlo. También era probable que explotara si el avión trataba de aterrizar sobre el vientre.

Joe se sorprendió de no sentir miedo. Al contrario, estaba lleno de una cólera salvaje. Odiaba a la gente que deseaba destruir los giróscopos pilotos porque eran esenciales para la plataforma espacial. Los odiaba con mucha mayor fuerza de lo que consideraba posible. Estaba tan lleno de ira que no se daba cuenta que en caso de estrellarse, no sólo serían destruidos los giróscopos, sino que él mismo moriría automáticamente.