CAPÍTULO 5

No había nadie en el mundo para quien la plataforma careciera de importancia, pero para Joe y muchísima gente como él, era un sueño acariciado durante mucho tiempo, que ahora estaba convirtiéndose en realidad. Para algunos significaba la perspectiva de la paz y la esperanza de una vida tranquila, con hijos, nietos, mirando el futuro con serenidad. Algunas personas oraban por su éxito, ya que no podían participar de otro modo en su realización. Y, por supuesto, había hombres que no habían llegado al poder sin inteligencia, ni habían permanecido en él sin crueldad, y que sabían que, en cuanto la paz estuviera asegurada, su tiempo en el poder y su modo de vida habrían terminado. Por ello enviaban hombres desesperados y sin escrúpulos para que destruyeran el proyecto, costara lo que costara. Estaban dispuestos a pagar por ello o a cometer cualquier crimen con tal que la plataforma espacial no pudiera ser lanzada y que, de ese modo, los disturbios continuaran a ser la norma imperante de la vida sobre la Tierra.

Y, además de todos ellos, había el conjunto de personas que la estaban construyendo.

Joe fue en autobús a Bootstrap esa noche, con un grupo de los que trabajaban en el turno del mediodía, de dos a diez. De la pequeña ciudad, a treinta y dos kilómetros de distancia, salían grupos de autobuses, formando una procesión con sus faros de luces en la oscuridad. Penetraban en el área de descenso y se bajaban de ellos los trabajadores del último turno, de diez a seis, para ser investigados por el servicio de seguridad y admitidos al edificio en el que se construía la plataforma. Luego, los autobuses completamente vacíos se dirigían hacia donde esperaba Joe junto con los trabajadores que acababan de terminar su jornada, que se movían inquietos en torno a él.

Los autobuses se detuvieron, abrieron las puertas, y los hombres que esperaban entraron en tromba, empujándose llenos de entusiasmo, llamándose unos a otros y precipitándose para ocupar los asientos o, simplemente, dejándose llevar por la corriente para penetrar en los vehículos.

El autobús al que logró subir Joe se abarrotó en pocos segundos. Él se asió a una agarradera y no se dio cuenta de nada, porque estaba absorto en la idea maravillosa que había tenido para reparar los giróscopos pilotos. Los motores podían ser reemplazados fácilmente. Las causas de su desesperación primera habían sido que todo podía arreglarse, con excepción de lo más importante: la precisión absoluta del equilibrio de los giróscopos. Esto, le pareció que no podía ser realizado, basándose para emitir ese juicio en el hecho que en la fábrica habían necesitado cuatro meses. Cada uno de los giróscopos tenía un metro veinte centímetros de diámetro y pesaba doscientos veintisiete kilogramos, girando a cuarenta mil revoluciones por minuto. Tuvieron que ser fabricados a máquina con materias primas especiales, para evitar que saltaran en pedazos a causa de la fuerza centrífuga de desviación. Cada uno de ellos estaba recubierto con una capa de iridio, para evitar que se formaran puntos de óxido que los desequilibraran. Si los ejes y cojinetes no fueran centrados exactamente sobre el centro de gravedad de los rotores, los doscientos veintisiete kilogramos de acero a cuarenta mil revoluciones por minuto, armarían un gran escándalo. Literalmente, podían destruir la plataforma misma. «Exactamente en el centro de gravedad» quería decir exactamente. No podía haber ningún error por el cual estuviera el eje descentrado de una milésima o una diezmilésima de pulgada. ¡La precisión debía ser absoluta!

Gozando por la solución que había encontrado, Joe se felicitó a sí mismo, mientras permanecía de pie en el autobús que esperaba. Afuera, pudo ver otro autobús que salía, con un gruñido del motor y una nube de humo que brotaba del tubo de escape. Se dirigió hacia la autopista y se alejó. Otros lo siguieron y, por fin, le llegó su turno al autobús de Joe. Se dirigieron hacia Bootstrap en convoy..., un larguísimo rosario de vehículos que, con los faros encendidos, rodaban uno detrás de otro.

Afuera estaba oscuro. La semiesfera había sido alejada, por razones de seguridad, a un poco más de treinta y dos kilómetros de la ciudad, donde dormían, comían y se divertían los que trabajaban en ella. Una de las precauciones consistía en que nadie se quedara dentro de la semiesfera cuando salía un turno de trabajadores. Oficiales de seguridad recorrían el cobertizo desierto. A veces, se topaban con dificultades. El turno que entraba al trabajo pasaba también por un control de seguridad. Nadie podía penetrar a la base sin haber sido identificado plenamente. Llevaba tiempo presentar la placa de identidad, porque era preciso pasar por el sistema de vigilancia de la plataforma espacial, que estaba bien resguardada.

La larga procesión de autobuses continuó rodando bajo el oscuro manto de la noche. Afuera estaba el desierto oscuro y encima muchas estrellas. De pronto, mientras la línea de vehículos continuaba su camino, una pequeña chispa atravesó disparada el firmamento, con la velocidad de un meteoro. En realidad, se trataba de uno de los satélites de mayor tamaño, un globo de papel de aluminio, inflado por el vapor de un hidrocarburo aromático, y cuyo objeto era ensayar las posibilidades técnicas del radio-reflejo. Se había esperado que permaneciera en órbita durante un año, más o menos, pero ya nadie se aventuraba a ubicar el fin de su existencia.

Los hombres que iban en el autobús no la advirtieron. Aunque la hubieran notado, no le habrían concedido ninguna importancia. La atmósfera del vehículo olía a sudor, aceite y tabaco, y el aliento de algunos de los hombres guardaba todavía el olor de ajo de la comida del mediodía. Había ruido: una discusión se desarrollaba; el ruido del motor y los sonidos peculiares de las ruedas y las voces se confundían. Los hombres tenían que elevar la voz para hacerse oír, dominando la barahúnda. Era un verdadero barullo.

Hubo una sacudida entre la multitud atestada, más pronunciada que las causadas por el movimiento del autobús. Alguien se abría paso a empujones de atrás hacia delante. El pasillo era estrecho y Joe se colgó de la agarradera, reflexionando contento en el rebalanceo de los giróscopos. No podría haber tolerancia; era preciso que fuera exacto y tampoco debería haber ninguna vibración...

Las personas alrededor de él se apartaron y una mano le tocó el hombro.

—Hola.

Dio la vuelta y se encontró con el hombre flaco, Haney, a quien había visto sobre la plataforma y a quien había salvado la vida, impidiendo que cayera desde una altura de veinte pisos.

—Hola —murmuró Joe.

—Creí que era usted algún jefazo importante —rugió Haney—, pero los jefazos no viajan en los autobuses.

—Voy a la ciudad para tratar de encontrar al jefe —dijo Joe.

Haney gruñó y miró a Joe calculadoramente; sus ojos descendieron hasta las manos de Joe. Éste había estado examinando nuevamente las cajas y, aunque después se había lavado, la grasa de embalaje no se limpiaba con facilidad, y, sobre todo, cuando se mezclaba con hollín y carbón, era difícil de borrar. Haney perdió su desconfianza.

—Habitualmente comemos juntos —observó, satisfecho porque Joe era regular, ya que sus manos no eran suaves y que el jabón no había borrado completamente las trazas de trabajo sobre ellas—. El jefe es un buen tipo. ¿Se une a nosotros?

—Con mucho gusto —dijo Joe—, gracias.

Una voz cascada salió de algún sitio cerca de las rodillas de Haney y Joe miró hacia abajo, sorprendido. El enano que había visto sobre la plataforma lo saludó con la cabeza. Se había deslizado tras Haney entre la multitud. Parecía erguirse por pura costumbre. Joe le hizo lugar.

—Estoy bien —dijo el enano belicosamente.

Haney hizo las presentaciones formales.

—Mike Scandia —dijo—. Viene a comer con nosotros; desea ver al jefe.

No hicieron ninguna referencia al peligro que había corrido Joe para impedir que Haney cayera desde una altura de veinte pisos. Ahora Haney dijo con calor:

—Quería darle las gracias por haber mantenido la boca cerrada. ¿Es usted nuevo aquí?

Joe asintió. El ruido en el autobús hacía difícil la conversación, pero Haney parecía estar acostumbrado.

—Lo vi con la hija del mayor Holt —observó nuevamente—; por eso que creí que era un jefazo y supuse que usted o ella hablarían sobre Braun. Usted no lo hizo, ya que, de lo contrario, se hubiera armado un escándalo. De todos modos, yo resolveré ese asunto.

Braun debía ser el hombre con el que Haney se había peleado, y si éste deseaba arreglar las cosas a su modo, no era algo que le concerniera a Joe, así que guardó silencio.

—Braun no es mal tipo —continuó Haney—; algo loco, pero eso es todo. Provocó la pelea. ¡La provocó! ¡Allá arriba! ¡Pudo haber sido él quien cayera, y ahora yo estaría metido en un buen lío! Pero lo veré esta noche.

El enano dijo algo mordaz, en su voz cascada.

El autobús continuó rodando. Era largo el camino hasta Bootstrap. El desierto, afuera, estaba envuelto en una oscuridad profunda y no se apreciaban los detalles. En una ocasión, un convoy de camiones apareció ante ellos, cruzó y desapareció detrás, en dirección a la semiesfera. Joe lo oyó, pero no lo vio, porque pasaron por el otro lado.

La noche se poblaba de luces y el autobús aminoró la marcha, en línea con los demás. Aparecieron edificios semejantes a barracones, que desfilaban sin cesar. Luego llegaron a una esquina y toda la luz exterior cambió. Los autobuses dieron vuelta en una curva y se detuvieron. Todo el mundo se apresuró a descender del vehículo, empujándose innecesariamente. Joe se limitó a dejarse llevar por la corriente.

Se encontró sobre la acera, bajo las luces de neón que alumbraban la calle en ambos sentidos, rodeado por la multitud de trabajadores del turno medio, que habían acabado su jornada. Éstos remolineaban y se dispersaban, sin que, sin embargo, disminuyera el número de personas en torno a Joe. La mayor parte eran hombres. Había pocas mujeres. Los letreros luminosos proclamaban en un lugar que podía beberse cerveza; en otro, que era la Casa Joe; y, más allá, se encontraba el restaurante Sid. Acá había juego de bolos; acullá, billares. Un comercio, que permanecía abierto para que ese turno de trabajadores pudiera efectuar sus compras, vendía camisas de fantasía, ropas de trabajo estrictamente prácticas y excéntricos artículos de adorno personal. Había también un cine y, en alguna parte, una tienda de discos dispersaba por el aire música monótona. Había movimiento e infinidad de gente por todas partes, pero el centro de la calle estaba casi completamente desierto si se exceptuaban los autobuses. Había algunas bicicletas, pero prácticamente ninguna otra clase de tráfico rodado. Después de todo, Bootstrap era solamente una ciudad estratégica. Podían abandonar la ciudad cuando quisieran, pero había que someterse a las formalidades y los automóviles particulares no resultaban prácticos.

—El jefe debe estar allá —le dijo Haney a Joe en el oído—. Venga.

Se abrieron paso con los hombros a lo largo de la acera, entre peatones, que pertenecían todos al mismo tipo de personas: trabajadores de la construcción. Algunos de ellos habían tomado parte en todos los rascacielos, puentes y presas que habían sido levantados durante toda la vida de trabajo de un hombre. Solamente podía habérseles impedido trabajar en la plataforma espacial por medio de la oposición terminante del servicio de seguridad a que fueran contratados.

Haney y Joe se dirigieron al restaurante Sid, con Mike, que se movía entre ellos grotescamente. Joe ordenó mentalmente todas las cosas que iba a decirle al jefe. Tenía un procedimiento para reparar los giróscopos pilotos. Tan sólo un punto de óxido echaría todo a perder. Habían soportado el golpe de un avión al estrellarse y un incendio; sin embargo, con su procedimiento, iba a realizar en diez días, o quizá menos, lo que habían tardado cuatro meses en la fábrica de su familia. Verdaderamente, tenía motivos para celebrar su idea.

En el interior del restaurante Sid, una sinfonola funcionaba. Al fondo, en un reservado, cuatro hombres comían con apetito, contemplando un televisor, que se encendía con una moneda, sobre la pared. Se transmitía la lucha libre desde San Francisco, y un camarero les llevó una enorme bandeja de la que salía vapor y un olor delicioso.

El jefe estaba allí, moreno, de cabello negro y reluciente. Era un indio mohawk, y tanto él como su tribu se dedicaban a trabajar en las construcciones de acero desde hacía ya mucho tiempo. Eran buenos trabajadores y había pocos trabajos de construcción importantes en los que los hombres de la tribu del jefe no hubieran intervenido. Cuarenta de ellos murieron en el peor de los accidentes de la construcción que registra la historia, cuando un puente casi terminado se desplomó sobre ellos, pero había no menos de dos docenas que trabajaban en la plataforma espacial. El jefe había trabajado en la fábrica, y había sido apreciado. Jugaba en el equipo de béisbol del pueblo y cantaba como bajo en el coro de la iglesia negra, pero, como no había ningún otro que hablara en su lengua india, se sintió solo. En ese tiempo, la plataforma espacial solicitaba trabajadores y ni una manada de caballos salvajes hubieran podido evitar que aceptara ese trabajo.

Había reservado una mesa para Haney y Mike. Sus ojos se abrieron al ver a Joe, sonrió y faltó poco para que volcara la mesa al darle la mano.

—¡Grandísimo pícaro! —dijo, cariñosamente—. ¿Qué haces tú aquí?

—Hasta ahora, te estaba buscando —dijo Joe—. Tengo trabajo para ti.

El jefe, todavía sonriente, sacudió la cabeza.

—No puedo aceptar. Permaneceré aquí hasta que la plataforma se eleve.

—De eso se trata —le dijo Joe—. Es preciso que encuentre una cuadrilla de obreros para reparar algo que traje y que se destrozó al aterrizar.

Los cuatro hombres se sentaron. La barbilla de Mike sobrepasaba apenas el borde de la mesa. El jefe llamó a un camarero.

—Carne para todos —ordenó. Se volvió hacia Joe y le dijo—: ¡Explícate!

Joe les refirió su historia concisamente. Los giróscopos pilotos, que debían ser perfectos, habían sido destruidos por los saboteadores, que se dedicaron especialmente a inutilizarlos. El atentado con los cohetes de detonador de proximidad, que probablemente eran robados. La granada a bordo, que alguien preparó para que funcionara. La caja que, afortunadamente, explotó en el aire, después que la habían arrojado del avión. El aterrizaje forzoso y el incendio.

El jefe gruñó. Haney apretó los labios. Mike tenía los ojos ardientes, con expresión enfurecida.

—Hay muchos sabotajes —gruñó el jefe—, pero es difícil apresar a esos fulanos. Destruyeron los giróscopos para que el lanzamiento no pueda llevarse a cabo hasta que se fabriquen otros nuevos y poder disponer así de más tiempo para otros sabotajes.

—Creo que es posible arreglarlos —dijo Joe, cuidadosamente—. Escuchen un momento, por favor.

El jefe fijó los ojos sobre él.

—Los giróscopos deben ser equilibrados de nuevo —dijo Joe—. Deben girar sobre su propio centro de gravedad. En la factoría los armamos, los hicimos girar y observamos cuál era el lado más pesado. Les quitamos metal hasta que funcionaron suavemente a quinientas revoluciones por minuto. Luego los hicimos girar a mil, y vibraban. Encontramos desequilibrios demasiado pequeños para poder ser notados antes. Hicimos las correcciones, les dimos mayor velocidad a los giróscopos, etcétera. Tratábamos de hacer que el centro de gravedad fuera el centro del eje, haciendo que el centro del eje fuera el centro de gravedad. ¿Ven?

El jefe dijo, impacientemente:

—¡No hay otro modo de hacerlo! ¡No hay otro modo!

—Yo veo otro modo —dijo Joe—. Cuando recogieron los despojos en el campo de aterrizaje, elevaron las cajas con una grúa. Los cables estaban enmarañados. Todas las cajas, excepto una, giraron. ¡Pero no se bamboleó ni una de ellas! ¡Hallaron su propio centro de gravedad y giraron sobre él!

El jefe frunció el ceño, sumido en profundos pensamientos. Luego, su rostro se iluminó.

—¡Por las barbas de un chivo! —gruñó—. ¡Ya comprendo!

Joe continuó, pasando grandes apuros para no mostrar una expresión de triunfo.

—En lugar de hacer girar el eje y recortar el rotor, vamos a hacer girar el rotor y recortar el eje. Dispondremos el eje alrededor del centro de gravedad, en vez de tratar de desplazar el centro de gravedad hasta el centro del eje. Haremos girar los rotores sobre una base flexible de cojinetes y creo que todo irá bien.

Para su sorpresa, fue Mike, el enano, quien dijo con calor:

—¡Solucionó el problema! ¡Sí, señor, lo solucionó!

El jefe respiró profundamente.

—¡Sí! Y, ¿sabes cómo lo sé? En una ocasión, se construyó en la factoría una centrífuga de altas velocidades. ¿Recuerdas? —sonrió—. Era sólo un plato redondo con un eje en el centro y aletas en la parte posterior del plato. El eje fue colocado en un orificio demasiado grande, pero hicimos pasar por allí aire comprimido. Hizo que el plato flotara, el aire golpeó las aletas y giró con tanta dulzura como la de la miel. Se equilibró él mismo y no se bamboleó en absoluto. ¡Ahora vamos a hacer algo parecido!

—Necesito un equipo de obreros para trabajar en ello —dijo Joe—, un equipo de tres o cuatro hombres, y puedo ocupar a quien quiera. Te escojo a ti y tú escoges los otros.

El jefe sonrió abiertamente.

—¿Tienes algo en contra, Haney? Tú, Mike y yo vamos a trabajar con Joe. ¡Miren!

Sacó un lápiz de su bolsillo y comenzó a dibujar sobre el mantel de plástico. Entonces, en lugar de ello, tomó una servilleta de papel.

—Es algo como esto...

Los bistecs llegaron, crepitando sobre los platones en que habían sido cocinados. La parte exterior estaba tostada y el interior caliente y medio crudo. Los ejercicios intelectuales, como diseñar la forma en que trabaja una herramienta mecánica, no podían competir con el aroma, el aspecto y el sonido de los bistecs, y los cuatro se dejaron conquistar.

Pero hablaron mientras comían, absortos y con una satisfacción cada vez más profunda conforme desaparecían los bistecs y tomaba forma en sus cabezas el método que iban a emplear. Por supuesto, no iba a ser del todo sencillo. Cuando los rotores estuvieran girando alrededor de su centro de gravedad, los recortes del eje harían que el centro cambiara. Pero el cambio sería infinitamente menos importante que el trabajo de limar los aros de los rotores. Si hacían girar los rotores y utilizaban al mismo tiempo un abrasivo sobre la parte superior del eje...

—¡Debe ser un trabajo preciso! —advirtió Mike—. Necesitaremos mantener una superficie pulidora a un cuarto de vuelta detrás de la cuchilla de la máquina de cortar. Eso lo sostendrá.

Joe recordó más tarde que se había sorprendido de ver que Mike conocía la teoría de los giróscopos, pero en aquel momento tragó lo que tenía en la boca rápidamente, para que las palabras pudieran salir.

—¡Correcto! Y si cortamos demasiado hacia abajo, podemos blindar el cojinete hasta cierto grosor y cortarlo nuevamente...

—Puede blindarse con iridio —dijo el jefe, sacudiendo el cuchillo con que estaba cortando su bistec—. Va a ser divertido. ¿Sin tolerancia, Joe?

—Sin tolerancia —afirmó Joe—; será un trabajo preciso hasta los límites de lo que es posible medir.

El jefe estaba radiante de alegría. La plataforma era un desafío a toda la humanidad. Los giróscopos pilotos eran esenciales para que la plataforma pudiera funcionar, y el satisfacer esa necesidad venciendo obstáculos que parecían imposibles era un reto para los cuatro hombres que se disponían a hacerlo.

—Muy divertido —repitió el jefe, lleno de alegría.

Terminaron sus bistecs, conversando. Devoraron enormes porciones de pastel de manzana, coronado absurdamente con montículos de helado de crema, conversando todavía animadamente. Tomaron café, interrumpiéndose los unos a los otros para trazar diagramas. Agotaron todas las servilletas de papel y estaban todavía absortos en ello, cuando alguien se acercó pesadamente a la mesa. Era el hombre grueso que había peleado con Haney sobre la plataforma: Braun.

Dio un golpecito en el hombro de Haney y los cuatro hombres levantaron la vista.

—Hemos peleado ya hoy —dijo Braun con voz extraña y rostro muy pálido—, pero no hemos terminado todavía. ¿Quiere que terminemos?

Haney frunció el ceño.

—Fue una tontería —dijo, enojado—. No era un lugar apropiado para pelear. Usted lo sabe.

—Es verdad —dijo Braun con la misma voz extraña—. ¿Quiere que terminemos la pelea ahora?

—Nunca eludo las peleas —dijo Haney, altivamente—. No rehusé pelear antes y tampoco lo hago ahora. ¡Usted provocó la riña a pesar que era una locura! Pero si ya venció la locura...

Braun sonrió de manera muy rara.

—Todavía estoy loco. Terminemos. ¿Quiere?

Haney empujó su silla hacia atrás y se puso en pie, furioso.

—¡De acuerdo, terminemos de una vez! Pudo haberme matado o yo a usted, tan cerca del abismo como estábamos.

—¡Claro! Lástima que no muriera nadie —dijo Braun.

—Esperen, amigos —dijo Haney fuera de sí, dirigiéndose a Joe y a los otros—. Hay una bodega en la parte de atrás de este local y Sid nos dejará pelear allí.

Pero el jefe empujó hacia atrás su silla.

—Bueno —dijo, sacudiendo la cabeza—, serviremos como testigos.

Haney dijo con rebuscada cortesía:

—¿No le importa? ¿No quiere avisar a alguno de sus amigos para que venga también?

—No tengo amigos —dijo Braun—. ¡Vamos!

El jefe fue decididamente a donde se encontraba el propietario del restaurante, le pagó la cuenta y habló con él. Sid asintió sin entusiasmo. No era cosa rara que le pidieran permiso para ir a su bodega con el fin que dos hombres pudieran pelear sin ser molestados. Bootstrap era una ciudad respetuosa de las leyes, porque el ser despedido del trabajo en la plataforma era perder el mejor empleo del mundo. Por ello, era necesario que las peleas se hicieran en secreto.

Con el jefe mostrándoles el camino, atravesaron la cocina y salieron por la puerta de atrás del restaurante. La bodega estaba un poco más allá. El jefe entró, encendió la luz y echó una ojeada a su alrededor, satisfecho. La habitación estaba vacía, con excepción de unas cajas de cartón que estaban apiladas en un rincón. Braun se estaba quitando ya la chaqueta.

—¿Quiere usted que haya asaltos? —le preguntó el jefe.

—Quiero pelear —le respondió Braun insolentemente.

—Bien —dijo el jefe—; entonces, ni patadas ni golpes bajos, y cuando uno de ustedes caiga al suelo, el otro le permitirá incorporarse. Esas son las reglas. ¿De acuerdo?

Haney gruñó su conformidad y, a su vez, se despojó de su chaqueta, tendiéndosela a Joe; luego, se colocó frente a su adversario.

El ambiente era curioso para una pelea. La bodega tenía paredes hechas de tablones de madera, el suelo estaba sucio, y del techo, en el centro del cuarto, pendía una sola lámpara. El jefe estaba de pie sobre el umbral de la puerta, disgustado. A él no le parecía correcto, no demostraban odiarse suficientemente para justificar la pelea. Tenían bastante terquedad y resolución, pero Braun estaba mortalmente pálido y tenía el rostro deformado..., pero no por el ansia de golpear y hacer daño. No; era otra cosa.

Los dos hombres se enfrentaron, y, entonces, el rechoncho y moreno Braun le disparó un puñetazo a Haney. El golpe llevaba intención, pero casi nada más. Parecía como si Braun quisiera animarse para sostener la pelea que había insistido en terminar. Haney respondió con un directo que se desvió al chocar con la mejilla de Braun, y, entonces, se atacaron uno al otro, aporreándose sin ciencia ni destreza.

Joe observaba la escena. Braun conectó un puñetazo que le hizo daño al otro, pero éste lo hizo retroceder dando traspiés. Volvió nuevamente a disparar puñetazo tras puñetazo, pero no tenía ni idea de cómo debe boxearse. Su único deseo era golpear, y lo hizo. Haney había estado malhumorado, más que enfurecido, pero comenzaba a enardecerse y a tomar la iniciativa.

Derribó a Braun de un puñetazo. Éste se levantó con dificultad y atacó. Haney recibió un salvaje puñetazo en la oreja y respondió con un mazazo al plexo solar que hizo que Braun se doblara. El gordo volvió al ataque, disparando puñetazos.

Haney le cerró un ojo, pero continuó peleando. Un directo a la mandíbula lo sacudió de pies a cabeza, pero no cesó. Haney le partió el labio, rompiéndole un diente, pero aún continuó.

El jefe dijo, malhumorado:

—¡Esto no es una pelea! ¡Deja de golpearlo, Haney! ¡No sabe defenderse!

Haney trató de retirarse hacia atrás, pero Braun se lanzó sobre él, aporreándolo con furia hasta que Haney se vio obligado a derribarlo al suelo de nuevo. El gordo se puso en pie lentamente, se lanzó sobre Haney y fue derribado nuevamente. Haney se quedó quieto, resoplando con furia.

—¡Abandone, necio! ¿Ha perdido usted el juicio?

Braun comenzó a incorporarse de nuevo. El jefe intervino y le ayudó, mientras Haney lo miraba hoscamente.

—Haney no continuará la pelea, Braun —dijo el jefe con firmeza—. No tiene usted ni una sola probabilidad a su favor. Terminado. Ya tiene usted bastante.

Braun estaba ensangrentado y horriblemente aporreado, pero gritó:

—¿Tiene bastante él también?

—¿Se ha vuelto usted loco? —le preguntó el jefe—. ¡Ni siquiera tiene una marca!

—Yo no tendré bastante, mientras no reciba él también lo suyo.

Su respiración era jadeante, dando la impresión que sollozaba, como resultado de los golpes que había recibido en el cuerpo. No había sido una pelea, sino una verdadera paliza, pero Braun sacudía la cabeza para aclararse la vista.

—¡Ya tienes bastante, Haney! —intervino Mike, el enano—. Ya estás satisfecho. ¡Díselo a él!

—¡Claro que estoy satisfecho! —bufó Haney—. ¡No quiero continuar golpeándolo! ¡Ya me basta!

—¡Bueno! ¡Bueno! —el jefe dejó libre a Braun, que jadeaba, y éste fue vacilante a donde había dejado su chaqueta y trató de ponérsela. Mike captó la mirada de Joe, asintió y éste ayudó a Braun a ponerse la chaqueta. Reinaba el silencio, sólo interrumpido por la respiración pesada y penosa de Braun.

Se dirigió con paso inseguro hacia la puerta y, de pronto, se detuvo.

—Haney —dijo con esfuerzo—. No le presenté mis disculpas antes de pelear con usted hoy; quise pelear antes. Pero ahora quiero que sepa que lo lamento mucho. Es usted un buen tipo, Haney. Yo estaba loco, ahora lo comprendo...

Atravesó la puerta, dando traspiés, y desapareció.

—¿Qué es lo que le sucede? —preguntó Haney, confuso.

—Está loco —opinó el jefe—. Si iba a presentar disculpas...

Mike sacudió la cabeza.

—No quiso disculparse antes —dijo quedamente—, porque podías pensar que tenía miedo. Pero, después de probar que no le asusta una paliza..., se excusó, porque entonces sí podía hacerlo. Conozco muchos tipos que son infinitamente más desagradables que él.

Haney se puso la chaqueta.

—No lo entiendo —dijo sordamente—. La próxima vez que lo vea...

—No volverás a verlo —dijo Mike—. Apuesto a que ninguno de nosotros vuelve a verlo.

Pero se equivocaba.

Salieron de la bodega, regresaron al restaurante Sid y el jefe le dio las gracias cortésmente al propietario por haber prestado su bodega para una pelea en secreto. Entonces, salieron a la calle comercial de Bootstrap, iluminada con luz neón.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Joe.

—¿Dónde vas a dormir? —le preguntó el jefe con interés—. Puedo conseguirte una litera en donde vivo.

—Voy a quedarme en la base —le respondió Joe con torpeza—. El mayor Holt conoce a mi familia desde hace mucho tiempo y voy a quedarme en su casa, detrás de la base.

Haney levantó las cejas, pero no dijo nada.

—Será mejor que te vayas, entonces —dijo el jefe—. Ya es medianoche y es posible que deseen cerrar las puertas. Ahí tienes el autobús.

Un autobús iluminado estaba detenido al borde de la acera. Tenía las puertas abiertas, pero no había ningún pasajero. De tiempo en tiempo, un autobús hacía el recorrido entre la base y la ciudad, pero a la hora de cambio de turno de trabajo, una multitud de ellos viajaba en ambas direcciones. Joe se acercó y se subió al vehículo.

—Iremos allá temprano —dijo el jefe—. Este trabajo no lo haremos por turnos, examinaremos las cosas, veremos qué hay que hacer y luego nos pondremos a trabajar. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo Joe—, y gracias.

Haney hizo con la mano un gesto de despedida y los tres hombres se alejaron, ocultando a Mike de vez en cuando las dos anchas siluetas de Haney y del jefe. Sin embargo, cuando se les veía, sus modales eran grotescos. El reflejo de todos los anuncios de diferentes colores que se encontraban sobre ellos los hacía parecer un trío muy pintoresco. Llegaron ante una cervecería y entraron.

Joe se sentó. Estaba solo en el autobús. El chofer se había ido.

Los ruidos de Bootstrap en la noche eran peculiares. Pasos, tintineo de timbres de bicicleta, voces, un aparato de radio que vociferaba en alguna parte, el altavoz de una tienda de discos y, por encima de todo, el ruido producido por la gente que se divertía.

Alguien dio un fuerte golpe sobre el vidrio de la ventanilla junto a la que se encontraba Joe. Se sobresaltó, miró y vio a Braun, magullado y sangrando por la comisura de los labios, que le rogaba por señas que saliera a la puerta del autobús.

Braun lo miraba de un modo diferente. Ya no parecía desesperado, ni terco, ni furioso. A pesar de la paliza que había recibido, parecía estar completa y, en cierto modo, espantosamente tranquilo. Parecía alguien que había llegado al final de su tormento y lo único que sentía era alivio.

—Diga —inquirió—, la muchacha que le acompañaba a usted hoy..., es hija del mayor Holt. ¿No es así?

Joe arrugó el entrecejo suspicazmente y asintió.

—Dígale a su papá —continuó Braun— que le han dado un soplo caliente. ¡Un soplo caliente! Que vaya mañana a dos kilómetros al norte de la base y encontrará algo terrible. ¡Caliente! Dígaselo. A dos kilómetros.

—Sí —le dijo Joe, cuyo ceño estaba cada vez más fruncido—. Pero, escuche...

—No se olvide de decir «caliente» —repitió Braun.

Por increíble que pudiera parecer, sonrió, luego giró sobre sus talones y se alejó. Joe regresó a su asiento en el autobús vacío, se sentó y esperó a que saliera hacia la base, tratando de adivinar cuál era el significado del mensaje. Puesto que era destinado al mayor Holt, debía tener algo que ver con la seguridad y ésta significaba defensa contra los sabotajes. «Caliente» podría significar «importante», pero allí y en aquel tiempo, era muy probable que quisiera decir algo completamente diferente. En realidad, podía significar algo capaz de ponerle a uno los cabellos de punta, cuando se relacionaba con la plataforma espacial.

Joe siguió esperando que arrancara el autobús y se convenció a sí mismo que el empleo que hacía Braun de la palabra «caliente» no significaba simplemente «importante». Sin ninguna duda, era otro el significado que le daba Braun.

Sus dientes iban a comenzar a castañetear, pero Joe no permitió que lo hicieran.