Capítulo X

En el cielo apareció la luna nueva cuando los últimos colores del crepúsculo se desvanecieron en occidente en medio de una algarabía de mortecinos tonos. El satélite de la tierra arrojaba poca luz, no mucha más que las estrellas solas. Sin embargo, ayudaría a Lockley mientras brillase. Conocía el terreno hasta Boulder Lake, pero no en detalle. Y no sería prudente mostrarse abiertamente para destruir a los enemigos de su nación.

Aprovechó la luz de la luna para su aproximación al lago por la ruta más impracticable. Cuando el astro nocturno se ocultó tras las montañas, continuó ascendiendo, deslizándose a veces peligrosamente, para luego descender y volver a subir, según las exigencias del abrupto terreno. Su cerebro se hallaba absorto reflexionando lo que debería hacer. Los coches dañados en la carretera habrían hecho comprender a los invasores que podía causarles graves molestias. Adoptarían todas las precauciones posibles para protegerse contra su ataque.

Era típico de Lockley imaginarse todos los obstáculos que podían ser acumulados en su camino. Durante la última media hora de su agotadora travesía, por ejemplo, se vio atormentado por una medida que sus enemigos podían emplear para enterarse de su presencia. Si ellos, sencillamente, dejaban cartuchos de rifle en el suelo a intervalos de veinticinco o cincuenta yardas, no podría cruzar aquella línea con su aparato conectado sin volar dichos cartuchos. Era una medida muy posible, que le hizo sudar de preocupación.

Pero era algo improbable. Para llevarlo a cabo, había que saber cómo operaba el campo detonador y qué extensión tenía. Y esto sólo lo sabía Lockley. Por lo tanto nadie podía emplear este medio defensivo contra él.

Fue abriéndose paso hacia la parte posterior de Boulder Lake, por entre los matorrales y los peñascos. Poco después pudo dirigir la vista hacia su punto de destino. A derecha e izquierda, masas rocosas estaban recortadas contra el cielo estrellado. Miró hacia el lago y la playa donde el hotel debía ser construido, y a los distintos lugares donde los caminos salían de la selvatiquez.

Había habido cambios desde la vez que él había estado examinando el puesto de medición de Vale y antes de que el rayo del terror le hubiese capturado. Los catalogó mentalmente, pero aquella visión le resultó intolerable. Todo lo que veía, allí donde la humanidad creía que sólo anidaban unos monstruos del espacio, era obra de los hombres. El furor se apoderó de él ante aquella vista. El odio. La ira...

En el resto del mundo se estaba experimentando una clase de emoción completamente diferente sobre el asunto de los invasores. Los Estados Unidos habían anunciado a todo el mundo que los científicos americanos y extranjeros, trabajando unidos, habían solucionado el misterio del arma dejos seres espaciales. Habían logrado producir un duplicado del rayo del terror. Era un arma no menos eficaz ni menos absoluta que la de los invasores. Y asimismo había sido descubierta una completa defensa. Iba a ser fabricada a toda prisa. Los experimentales generadores del antirrayo serían colocados en posición adecuada para frustrar y derrotar a los monstruos que habían aterrizado sobre la tierra. Destacamentos militares, protegidos por tales generadores, se dirigirían al alba hacia Boulder Lake. Al concluir el día siguiente los monstruos estarían muertos o prisioneros, y su nave espacial se hallaría indudablemente en manos de los científicos para su estudio.

Además, los Estados Unidos proporcionarían armas defensivas a otras naciones. En muy pocos, meses cada continente y cada nación de la tierra se hallaría equipada para desafiar cualquier aterrizaje espacial que pudiese tener lugar. El mundo podría defenderse por sí mismo... Estaría equipado para ello. Y ésta era la resolución de los Estados Unidos porque el mundo no podía coexistir medio libre y medio esclavizado por los seres de un distante planeta. Las noticias procedían de todas las fuentes de información. El arma espacial había sido comprendida y podía ser desafiada. Pronto todo el mundo contaría con antirrayos. Era necesario que la Tierra estuviese preparada y lo estaría.

Ésta fue la información que regocijó a todo el mundo, aunque todavía no permitió que nadie se calmase porque los seres del espacio aún seguían ocupando una diminuta porción de la Tierra. Pero la humanidad en peso deseaba la confirmación de las noticias recibidas.

Lockley no sabía nada de tales noticias. Se estremecía de furia, porque lo que veía ante él era tan asombroso como increíble.

No reinaba la oscuridad en el espacio que tenia debajo. Había brillantes focos colocados en distintos lugares, iluminando una extensa zona. Y había unas cuantas figuras a la vista. Pero lo que los focos le mostraron hizo rugir a Lockley de rabia y odio.

Los focos pertenecían a un tipo completamente terrestre. Había vehículos aparcados en un espacio nivelado. Eran de fabricación humana. No había ninguna nave espacial en el lago, sino un cohete de tres pisos de altura, listo para su disparo. Era de la clase empleada por los humanos para situar a los satélites artificiales en órbita. Lockley incluso conocía su denominación, y que empleaban los nuevos combustibles sólidos para su propulsión.

En el cubil de los seres del espacio exterior no había nada extraño. No había nada a la vista que fuese raro, ni extraterrestre. Y Lockley produjo unos gruñidos inarticulados porque vio con absoluta claridad que en aquel lugar nunca había habido nada procedente del espacio exterior.

No había monstruos. Nunca los había habido. Y la verdad era todavía más enfurecedora que la decepción.

Porque esto sólo podía significar la muerte del mundo. Esto era un intento de librar la última guerra en la tierra. Los hombres habían fingido ser seres espaciales para que América luchase contra unos fantasmas, mientras su gran rival militar pretendía ayudarla, a la vez que la apuñalaba por la espalda.

Naturalmente, era completamente lógico. Un ataque admitido mediante los rayos del terror en forma de rayos de la muerte, habría aparejado consigo una réplica por parte de América. Contra un gran enemigo humano, los cohetes podían rodear la tierra para caer sobre las ciudades del enemigo, convirtiéndolas, a ellas y a sus habitantes, en gas incandescente. Un ataque por parte de los humanos y sobre los humanos significaría la última guerra de la tierra, en la que toda la humanidad podía perecer. Ningún triunfo previsible al principio podía impedir una completa respuesta. Pero si el ataque parecía proceder del espacio, las armas y el valor de los americanos se malgastarían contra unos seres que no eran más que fantasmas.

Lockley avanzó unos pasos. Sólo él estaba enterado de la verdadera situación. Incluso la venganza por Jill debía ser dejada a un lado, si deseaba emprender una temeraria acción contra aquel estado de cosas. Pero no. Una plena y terrible venganza requería una acción fría y premeditada. Y Lockley comenzó a descender, dispuesto a llevarla a la práctica.

Empezó por arrastrarse hacia los focos, no queriendo darse por enterado de que existían algunas lagunas en su imagen de la escena total. Por ejemplo, aquellas luces podían ser detectadas por un avión. Aquel hecho no se le ocurrió a Lockley. No se paró a considerar que el camuflaje del enemigo no tenía utilidad alguna en lo que a la observación aérea se refería. No pensó en ello. Siguió avanzando.

Se acercó a la zona iluminada. No andaba, se arrastraba. Empezó a prestar atención a los sonidos. Si pudiese acercarse lo bastante al cohete para hacer estallar sus depósitos de combustible sólido...

Esto sería a la vez una venganza y un acto expeditivo. Si el combustible estallaba, aniquilaría el campamento. Destruiría a todos los seres vivos allí presentes. Pero habría fragmentos de la explosión. Habría cadáveres. Habría restos. Y aquellos cadáveres y aquellos restos serían inequívocamente humanos. La última guerra no podría ser evitada, pero al menos sería librada contra el verdadero enemigo de América y no contra unos monstruos imaginarios.

Valía la pena morir para conseguirlo. Pero Jill...

El avance de Lockley era penosamente lento, pero necesitaba que así fuese. Escuchaba atentamente.

Oyó el débil rumor de los aviones sobrevolando el lago. Estaban muy altos. Había zumbidos de insectos, los gritos de los pájaros nocturnos y el susurro de la brisa entre los árboles.

Hubo otro sonido. Uno nuevo. Era inexplicable. Era un murmullo extraño e intermitente. Tenía cierto ritmo irregular, un ritmo familiar.

Continuó arrastrándose.

A su izquierda se produjo un súbito movimiento. Luego se paró. Podía ser un individuo de vigilancia que había simplemente mudado de posición. Lockley se inmovilizó y luego prosiguió con mayor precaución. Palpaba el suelo ante él, en busca de ramitas que podían crujir bajo su peso.

El murmullo continuaba. Lockley se dio cuenta d? que era una voz humana. Era potente y con tonos armónicos, pero aún demasiado débil para que pudiera distinguir una sola palabra.

Cruzó una leve prominencia con matorrales. Éstos crecían en apretados grupos y tuvo que rodearlos con prudente cautela.

El murmullo cambió y prosiguió. Lockley se apretó contra el suelo. Los hombres pasaban un centenar de pies más abajo. Les veía silueteados contra los iluminados coches y camiones aparcados, y en el espacio existente en torno al enorme cohete. No llevaban rifles, y seguramente ninguna clase de armas. La marcha de Lockley por la carretera les había advertido del inútil usó de las armas, al menos a corta distancia. Ahora estaban esperándole. Quizás aquellos individuos iban a relevar a otros vigías de la colina.

Vio a otros tipos. Parecían moverse incansablemente por la zona iluminada.

El murmullo era ya más alto. Podía casi entender las palabras. Avanzó otras cien yardas hacia el cohete y la voz cambió otra vez. Entonces quedó asombrado. ¡La voz le estaba llamando! ¡Le llamaba por su nombre!

«¡Lockley, Lockley! ¡No haga ninguna locura! ¡Todo puede explicarse fácilmente! ¡Reconocerá mi voz! ¡Habló conmigo por teléfono desde Serena!»

Lockley reconoció la voz. Era la del general que había sonado pomposa e indignada, al negarse a escuchar las declaraciones de Lockley. Ahora, surgiendo de los altavoces esparcidos por todo el lugar y resonando por los acantilados, era la misma voz pero con inflexiones más persuasivas y aplacadoras.

«Usted me sorprendió — continuó la voz crispadamente —. Descubrió que había seres humanos mezclados en este asunto. Era importante lograr el factor sorpresa. Intenté intimidarle, lo cual fue un error. Mientras estaba hablando con usted, sus sospechas fueron comunicadas por radio por el conductor del remolque. Quise amedrentarle. Usted no es un tipo que se deje asustar con facilidad. Pero todo puede ser explicado. ¡Todo! ¡Aquí está Vale para demostrarlo!»

Hubo un instante de pausa. Entonces la voz de Vale surgió por los altavoces.

«Lockley, soy Vale. Todo es un engaño. Había un buen motivo para ello, pero tú tropezaste con los hechos. Había razones para mantenerlo todo en secreto. Ni siquiera se lo dije a Jill. Esto no es una traición, Lockley. ¡No somos traidores! Sal y te lo explicaré todo. Aquí está Sattell.»

Y la voz de Sattell resonó por las colinas:

«¡Vale tiene razón, Lockley! No supe lo que se tramaba. Me engañaron como a todos. ¡Pero todo está bien! ¡Todo está perfectamente bien! Cuando comprendas esto entenderás que tenías que ser engañado tal como lo fui yo. Acércate y todo te será explicado a tu entera satisfacción, te lo prometo.»

Lockley hizo una mueca. ¿Cómo se hallaba Sattell allí? ¿Y el general al mando del cordón? Y aún más, ¿por qué le llamaban por su nombre en vez de intentar matarle? ¿Por qué había centinelas en las colinas si tan ansiosos estaban de explicárselo todo y no de asesinarle? ¿Cómo podían esperar engañarle, cuando Jill...

Hubo una pausa y entonces llegó lo que evidentemente consideraban un mensaje decisivo. Era la voz de Jill, agotada y desesperada.

«Por favor, salga y escuche! Venga, por favor, y deje que se lo expliquen todo. Pueden hacerlo. Yo lo comprendo y les creo. Es verdad. No es una traición... Le... le ruego que venga y permita que le expliquen por qué ha sucedido todo esto...»

No pudo terminar. Estaba temblando. Su voz estaba tensa. Enronquecida. Y Lockley maldijo, iracundo. Entonces la voz continuó:

«¡Lockley, Lockley! ¡No haga ninguna locura! ¡Todo puede explicarse fácilmente! ¡Reconocerá mi voz! ¡Habló conmigo por teléfono desde Serena!»

La voz repetía, palabra por palabra e inflexión por inflexión, exactamente lo que había dicho antes. Las otras voces siguieron por el mismo orden. Habían sido grabadas.

En la condición en que se encontraba el cerebro de Lockley, la grabación alejó toda la autoridad de las voces. Jill, en particular, sonaba como si hubiese sido torturada para quebrantar su voluntad y obligarla a decir lo que sus captores deseaban. No había podido intercalar ningún aviso, porque la habían forzado a repetir y repetir el mensaje, hasta que sus captores habían quedado satisfechos.

Ahora todo esto quedaría vengado. Todo en absoluto. Y Jill le quedaría eternamente agradecida, aunque no volviesen a verse nunca más; agradecida por la monstruosa explosión que limpiaría aquel lugar de todo ser vivo.

Lockley, de pronto, vio un método por el que su venganza podía quedar algo aumentada. Incluso resultaría más satisfactoria y justa. Oculto en los matorrales mientras las voces repetían infatigablemente su grabada persuasión, fabricó un sencillo instrumento. Lo anexionó al aparato que llevaba. Si su mano lo asía con firmeza, funcionaría. Si su mano lo soltaba, también. Por tanto, si conseguía situarse a ciento veinticinco yardas del cohete, podría dejarse ver y permitirles saber lo que les aguardaba y por qué.

Con infinita paciencia llegó a un lugar casi cerca del círculo de guardias desarmados, junto al cohete. Esperó, i Los centinelas vigilaban atentamente. No les gustaba proteger una cosa sin armamento. Estaban nerviosos. Los, interminables y repetidos mensajes habían destrozado sus nervios.

Su tensión hacía que el truco más viejo del mundo, sirviese para los propósitos de Lockley. Arrojó una piedra desde un lugar muy oscuro. Pegó y rebotó contra otra piedra, yendo a parar dentro de un matorral distanciado de Lockley. Todos los centinelas se precipitaron a aquel lugar para apresar al sujeto desconocido, causante del ruido.

En sus prisas se atropellaron, chocando unos contra otros.

Y Lockley cortó, y una voz chilló aterrada. Entonces Lockley se situó de espaldas a la base del cohete, blandiendo el rallador de queso burlonamente y gritó.

Se produjo un completo silencio. Sólo continuó resonando la voz monótona de los altavoces. Le tocaba a la de Sattell.

«...todo está bien! ¡Todo está perfectamente bien! Cuando comprendas esto entenderás que tenías que ser engañado tal como lo fui yo. Acércate y todo te será...»

Alguien cortó la grabación. Hubo un momento de indecisión y luego un individuo de uniforme con dos estrellas de general en sus hombreras avanzó y se enfrentó con Lockley.

—¡Ah, Lockley! — exclamó vivamente —. ¿Éste es el aparato que destruye los coches y hace estallar la munición, eh? ¿Piensa volar el cohete?

—¡Voy a intentarlo! — exclamó Lockley —. Escuche — mostró cómo cualquier cosa que intentasen hacerle sólo serviría para que apretase antes el interruptor de conexión —. Quería que lo supieseis antes de volarlo todo! ¿Dónde está Jill? ¿Jill Holmes? Uno de vuestros coches la apresó y la trajo aquí. ¿Dónde está?

—La enviamos al campamento — respondió el general — para el caso de que usted consiguiese llegar hasta aquí, e intentase hacer lo que intenta. En otras palabras, está a salvo. Aunque no tardará en venir. Se le notificará su llegada aquí... si el cohete no estalla.

Lockley apretó los dientes.

—¡Dejaremos esto bien arreglado antes de que ella llegue!

Apareció Vale. Avanzó y se colocó al lado del general.

—Realizamos un trabajo que es demasiado perfecto, Lockley — dijo bruscamente —. Ensayé mi parte hasta que salió perfecta. ¿Qué te hizo sospechar, Lockley? ¿Te diste cuenta de que mantuvimos enfocado el agrimensor para que pudieses oírlo todo hasta el final? Esto nos ha tenido muy preocupados.

Los faros de un coche iluminaron una ladera.

—Como ves — continuó Vale —, tuvo que ser realizado de este modo. Sattell lanzó una maldición cuando se lo explicamos. Pensó que había cometido una tontería.

Pero hay cosas que no pueden realizarse honradamente.

Lockley se sentía físicamente enfermo. Jill había estado — todavía lo estaba — prometida a Vale. Había estado angustiada por él. Le había sido leal. ¡Y Vale estaba ayudando a los invasores! Abrió la boca para hablar con amargura, cuando apareció Sattell.

Se alineó junto al general y Vale.

—También me engañaron, Lockley — exclamó con amargura —. Pero todo va bien. Tenían que hacerlo. Pensaron que te habían engañado. Aquellos tres obreros que estuvieron contigo en el depósito de basura el otro día, afirmaron que habías sido engañado. ¡Y pertenecían al servicio secreto!

—¿Eres muy convincente, verdad? — rugió el joven —. Pero...

—Créeme — le atajó Sattell —. Piensas que me he unido a una pandilla de espías y traidores. Piensas que...

Subrayó con precisión exactamente lo que Lockley pensaba: que aquellos monstruos fantasmas debían tener entretenida a América mientras otra nación la asesinaba por la espalda. Era una acertada pintura de lo que pensaba Lockley.

—¡Pero estás equivocado! — insistió Sattell —. ¡Éste es un pequeño truco para nuestra nación y para la seguridad de todo el mundo! ¡Es un truco para contrarrestar precisamente lo que acabo de describirte!

Los lejanos faros se iban acercando. Pero ningún coche podía llegar desde el campamento con tanta rapidez.

—Lo cierto es — añadió el general — que nuestros espías nos/han informado de que otra poderosa nación ha desarrollado este rayo que ahora estamos mostrando a todo el mundo. Nosotros también lo poseemos. ¡Y no podíamos usarlo, pero ellos sí quieren! Y si no lo empleasen contra nosotros, lo usarían en cualquier sucio truco de emergencia. Conque fraguamos esta invasión para persuadir a todos los países de la tierra a armarse contra este terrible instrumento. ¡Sólo una invasión por los monstruos del espacio justificaría ese armamento, a los ojos de algunos políticos. ¡Naturalmente, se armarán también contra nosotros... como contra los demás.

Hablaba casi con indiferencia. Una mirada al semblante de Lockley le habría dicho que la persuasión no servía de nada.

—Este truco, con la defensa que intentábamos revelar — añadió el general —, significaba que un arma completamente aborrecible no sería usada jamás, ni para empezar ni para acabar una guerra. Tal vez jamás llegue a producirse una guerra por haber dicho que hay monstruos volando por el espacio...

Lockley tenía la confusa impresión de que estaba soñando aquella escena. ¡No era ésta la manera como las cosas tenían que ocurrir! ¡No, esto no era cierto! Cuando apretase o soltase el improvisado interruptor en su mano, el cohete que tenía a sus espaldas desaparecería en una monstruosa llamarada, y él y los tres individuos que le estaban haciendo frente se desvanecerían, y volvería a abrirse un cráter en el lago, y volarían los desvencijados coches por el aire...

—Era un trabajo interesante — siguió Vale —. El Ejército arrojó un centenar de toneladas de explosivo en el lago. Los dos radares que comunicaron la presencia de una nave espacial en el espacio exterior, estuvieron a cargo de dos individuos nombrados especialmente para dicha ocasión, los cuales recibieron órdenes directas del Presidente. Elegimos un día con el cielo encapotado; los operadores del radar insertaron sus grabaciones falsificadas y enviaron sus reportajes; y el Ejército hizo estallar los explosivos del lago. A partir de entonces, había que utilizar el rayo del terror.

—Debo subrayar — agregó el general, sin alterarse — que no ha perdido la vida ningún ser humano por todo lo que hemos hecho. ¿Cree que los espías se mostrarían tan cuidadosos?

—Están ustedes arguyendo — replicó Lockley —. Desean que crea en ustedes. ¡Pero está Jill! ¿Qué le ha ocurrido? ¿Cómo le hicieron grabar la cinta? ¿Dónde está? ¡Ella no me dirá que todo va bien!

Los faros barrieron la zona iluminada. El coche se detuvo.

Jill apareció a la vista de Lockley. Le vio de pie contra la base del cohete. Corrió hacia él.

Se paró al llegar a la altura del general, Vale y Sattell. Parecía agotada y desesperadamente angustiada.

—¿Qué le han hecho? — preguntó Lockley con fiereza.

Ella sacudió la cabeza.

—Na... nada. No podía permanecer en el campamento cuando estaba segura de que usted intentaría ayudarme. Por esto vine. No sé todavía lo que le han contado, pero es la verdad. Nos han engañado, como tenían que engañar al mundo entero. ¡Créalo! ¡Por favor, créalo!

—¿Qué le han hecho? — repitió con furia.

—¿Qué le han hecho al mundo? — exclamó Jill —. Han hecho que todas las naciones consideren a la nuestra como los verdaderos defensores de la libertad. ¡Y lo somos! ¡Han hecho que todo el mundo esté preparado para combatir contra los monstruos si se presentan, y para luchar contra los hombres que intenten esclavizarnos con el rayo del terror o de cualquier otra clase! ¿Habrían hecho esto unos traidores?

Lockley sabía que tenía que decidirse. Era la suya una insoportable responsabilidad. No estaba convencido, ni siquiera ahora por Jill. Pero tampoco estaba seguro de tener razón.

—¿Por qué no me matan? — preguntó —. Podrían matarme a distancia. No tenían que acercarse tanto para hablarme. ¿Si el cohete estallase, que importaría todo?

—Usted consiguió una protección contra el rayo del terror — contestó el general —. También nosotros. Pero nuestras defensas pesan dos toneladas. La suya no constituye ninguna carga. Y... — sus ojos se posaron sobre el rallador de queso que Lockley llevaba al hombro — y la suya hace detonar los explosivos. ¡Si pudiésemos equipar al mundo con esto, Lockley, habríamos conquistado la paz!

Lockley pensó en una prueba decisiva. Hizo una mueca.

—¿Quieren que me arriesgue a ser un traidor? De acuerdo, ¿qué se me ofrece?

El general se encogió de hombros, centelleantes los ojos. Vale extendió las manos. Sattell maldijo. Jill se humedeció los labios. Lockley se volvió hacia ella.

—Usted quiere hacerme creer — le dijo agriamente —. ¿Qué me ofrece usted si yo les entrego a estos hombres, que usted asegura que son leales y no son espías ni traidores, mi invento? ¿Qué me ofrece?

La joven le miró con fijeza. Luego dijo serenamente:

—Nada.

Lockley vaciló todavía, un largo instante. Pero había sido la respuesta adecuada. Nadie que hubiese sido comprado, sobornado o amedrentado para convertirlo en traidor habría contestado así.

—Éste — contestó Lockley —, por extraña coincidencia, es precisamente mi precio.

Arrancó un cable. Luego tendió la combinación del rallador con el transistor al general.

—Le explicaré más tarde cómo funciona — dijo fatigadamente —, si no he cometido una equivocación...

Después de algún tiempo, el general se le acercó. Lockley estaba ya convencido. La reacción de los hombres que habían estado de guardia y los conductores de camión era concluyente. Le contemplaron con cierto respeto cordial, lo cual no hubiese sido la reacción de unos invasores o unos traidores.

—Hemos estado examinando este pequeño instrumento, Lockley — le dijo el general alegremente —. ¡Es perfecto para nuestros propósitos! Mucho mejor que un generador de dos toneladas para la interferencia y destrucción del rayo del terror. ¡Maravilloso! ¿Y sabe lo que significa? Con la creencia mundial de que hemos sido atacados desde el espacio y nuestra gran demostración de haber vuelto a apoderarnos de Boulder Lake...

—¿Cómo solucionarán esto? — preguntó Lockley sin gran interés.

—El cohete — le explicó el general —. Cuando las tropas penetren en Boulder Lake, el cohete despegará. Hacia el espacio exterior. Y diremos que los invasores se alejan por haber descubierto que su arma ya es inútil y que empezábamos a dominarles.

—¡Oh! — exclamó Lockley sencillamente.

—¡Pero lo verdaderamente maravilloso es su artefacto! — alabó el general —. Pueden ser fabricados por miliares. Y me han dicho que a un precio ridículamente barato. Todo el mundo querrá uno, y nosotros los venderemos. ¡Ningún gobierno podrá impedirlo! ¡Ni siquiera Rusia! ¿No lo ve, Lockley?

Lockley sacudió la cabeza. Tenía tendencia a contemplar siempre el lado pesimista de las cosas. Y el futuro no le parecía excesivamente brillante.

—¿No lo ve? — repitió el general, sonriendo —. Detona los explosivos, ¿entiende? ¡No hay ningún mal en ello! Donde los explosivos sean fabricados con fines industriales, habrá que cuidar sólo que ese aparato no quede conectado demasiado cerca. En nueve décimas partes del mundo, además, no se permite a los civiles el uso de armas. ¡Pero imagínese las consecuencias!

Lockley estaba agotado. Asqueado consigo mismo. El general sonrió de oreja a oreja.

—¡Cuando estos aparatos se distribuyan, ni la policía secreta podrá ir armada! ¿Qué valdrán entonces los dictadores? ¿Qué valdrán los soldados? La guerra fría terminará, Lockley, porque no podrá haber un ejército conquistador en el sentido moderno. Los tanques no podrán correr. Los coches se pararán. Y los cañones... Una invasión tendría que ser realizada con transporte animal y las tropas armadas con lanzas y flechas. ¡Esto significa el desarme, Lockley! ¡La consumación de algo tanto tiempo deseado! Ahora empiezo a pensar que podré alcanzar una edad madura. ¡Nunca me había atrevido a pensarlo antes!

Lockley consiguió conversar con Jill. La joven estaba avergonzada. Tal vez angustiada. Lockley pensaba que no había casi nada que decir, ahora que Vale estaba vivo y ella ya no corría ningún peligro. Le alargó la mano para despedirse.

—Creo... — balbució ella con cierta dificultad —, creo que debo decirle que ya... ya no estoy prometida. Le... le dije que no quería casarme con una persona cuyo trabajo deba ser un secreto para mí.

Lockley se quedó inmóvil.

—¿No piensa casarse con Vale? — le preguntó con incredulidad.

—No... ooo — repuso ella, muy nerviosa —. Esto le dije.

Lockley tragó saliva con dificultad.

—¿Qué contestó él?

—No... no le gustó. Pero lo comprendió. Le expliqué las cosas. Y dijo... dijo que le felicitaba a usted.

Lockley hizo un ademán apropiado. Ella sollozó suavemente, estrechada entre los brazos del joven.

—Temía tanto que tú no... que tú no... Lockley adoptó las medidas más convenientes para consolarla y asegurarle que él sí quería, para siempre y eternamente y... Mucho después, él le preguntó con interés:

—¿Qué dijiste a Vale cuando él te rogó que me felicitases?

—Le dije — replicó Jill — que lo haría si todo salía según mis deseos. Y así ha sido. Te felicito, querido. ¿Y ahora, no me felicitas tú a mí?

El cohete despegó y se alejó hacia el vacío. Era ya el amanecer y en aquellos instantes comenzaron a propalarse las noticias de la ocupación por parte del ejército de la zona de Boulder Lake. Cuando la humanidad se despertó aquella mañana, quedó informada de que los monstruos del espacio habían regresado a su planeta, frustrados en sus intenciones por la inteligencia de los científicos terrestres. Un destacamento especial se encargó del lago. Era curioso que el mismo parecía haber estado ya allí cuando fue formulada la pregunta. Era muy raro que no hubiese quedado a la orilla del lago ninguno de los extraños artefactos que los invasores debían haber traído consigo a la tierra.

Pero había recuerdos. Los últimos boletines comunicaron que los Estados Unidos estaban intentando producir en gran cantidad unos pequeños aparatos que desafiarían al rayo del terror, los cuales podrían ser repartidos por todo el mundo. ¡No podía demostrarse una mayor amistad! Los Estados Unidos también proponían una amplia alianza mundial para la defensa contra los futuros ataques llevados a cabo por los monstruos del espacio, con armamento común y una completa colaboración de los gobiernos.

El mundo debía unirse contra los monstruos. Y la gente, en una postura defensiva contra los enemigos procedentes de las estrellas, no combatirían entre sí.

Y había algunas personas que estaban sumamente complacidas. Conocían las posibilidades de los pequeños artefactos, que serían producidos en el tamaño de los paquetes de cigarrillos. Sabiendo lo que podían hacer, esperaban muy interesados para ver qué iba a suceder en ciertas naciones cuando su policía secreta no pudiese llevar armas de fuego y los soldados solamente pudiesen disparar flechas y lanzas.

Sí, esperaban muy interesados...

FIN

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22/08/2010