Capítulo III

Fue un largo descenso, más largo aún por la venda de los ojos y por el agarrotamiento forzado de los brazos. Más de una vez tropezó. Y dos veces cayó. Las manos como zarpas, o las zarpas como manos, le levantaron devolviéndole al camión que habían elegido para él. Siguió oyendo los cloqueos. Comprendió que se estaban refiriendo a él. Un cloqueo o un silbido en tono de aviso le advertía del lugar donde debía mostrarse cuidadoso.

Empezó a aceptar los avisos. Se le ocurrió que los cloqueos sonaban más bien como los silbatos que los niños se llevan a la boca, fallando al soplar en ellos. Gradualmente fue recobrando la normalidad de sus sentidos. Incluso sus ojos, bajo la venda, dejaron de distinguir sólo tinieblas, divisando aquel color gris que el ojo humano puede captar en la oscuridad.

Más cloqueos. Mucho después sintió sus pasos al nivel del suelo. Posiblemente había descendido una media milla. No había intentado hablar durante todo el descenso. Habría sido inútil. Si deseaban matarle, le matarían de todas formas. Pero entonces no tenía sentido que se hubiesen tomado la molestia de hacerle bajar todo aquel largo trecho, por el muro exterior del cráter. Sus captores, evidentemente, deseaban hacerle servir para algo.

Entonces, bruscamente le mantuvieron sujeto tal vez por espacio de una hora. Le pareció que debían esperar instrucciones, o que estaban llevando a cabo algunos preparativos. Luego, captó el ruido de algo o alguien que se acercaba. Más cloqueos.

Fue conducido otro largo trecho. Entonces, unas zarpas o manos le levantaron. Oyó un sonido de metal. Los que le sostenían lo dejaron caer. Cayó unos tres o cuatro pies, yendo a parar a la arena. Sobre su cabeza sintió de nuevo un golpe metálico.

—¡Bienvenido a nuestra ciudad! — exclamó luego una voz sarcástica, con acento humano —. ¿Dónde te atraparon?

—En la montaña — contestó Lockley —, al intentar ver lo que estaban haciendo. ¿Queréis soltarme, por favor?

Unas manos trabajaron en la cuerda que ataba sus brazos contra su cuerpo. La cuerda se aflojó. Se quitó la venda.

Se hallaba en una especie de subterráneo con paredes y techo de metal, de unos ocho pies de anchura y la misma altura, y unos doce de longitud. Tenía un suelo arenoso. Por un agujero circular, por el que le habían dejado caer, penetraba una ligera penumbra, a pesar de estar tapado. Ya había tres hombres en aquel encierro. Estaban vestidos como los obreros del campamento. Uno era alto, otro gordo con bigote, y el tercero más desmedrado. Fue éste quien habló.

—¿Los has visto? — preguntó.

Lockley meneó la cabeza. Los tres le contemplaron y asintieron. Lockley vio que no llevaban mucho tiempo encerrados. El suelo arenoso mostraba unas huellas, como si los tres se hubiesen paseado angustiadamente. Pero a juzgar por el escaso número de huellas, casi todo el tiempo debían haber estado sentados en el suelo.

—Nosotros no los vimos tampoco — continuó el tipo bajito —. Esta mañana hubo una formidable explosión en el lago. Cogimos un coche, el mío, y fuimos a ver qué había ocurrido. Luego, algo nos golpeó. A los tres. Luces. Ruidos. Un maldito hedor. Y una sensación como de descarga eléctrica. Nos vendaron y amarraron. Nos trajeron aquí. Y ésta es nuestra historia. ¿Qué te ocurrió a ti... y qué nos ha ocurrido a nosotros?

—No estoy seguro — díjole Lockley.

Titubeó. Después les contó lo de Vale y lo que había comunicado. Los tres prisioneros no tenían ninguna explicación que dar respecto a lo que les había sucedido. Parecieron aliviados al verse informados, aunque la información fuese muy poco alentadora.

—¿Unos fulanos de Marte, eh? — exclamó el bigotudo —. Bueno, supongo que nosotros haríamos lo mismo si nos presentásemos en Marte. Tienen que procurar poder hablar con los que vivimos en este planeta. Y supongo que nos emplearán en esto... a menos que se os ocurra algo mejor.

Lockley, por temperamento, tendía a anticipar un futuro siempre peor que el pasado. La sugerencia de que los ocupantes de la cápsula espacial les hubiesen aprendo para poder aprender a comunicarse con los terráqueos le pareció excesivamente optimista. Y no lo creyó. Le parecía muy improbable que los invasores del espacio estuviesen completamente desprovistos de información con respecto a la humanidad. La elección de Boulder Lake, por ejemplo, como punto de aterrizaje, no podía haber sido hecha desde el espacio. Si necesitaban aguas profundas para amarar, lo cual parecía ser lo más probable, lo mejor habría ser efectuar un descenso en el mar. La nave podía sumergirse, y podía moverse por el lago. Vale lo había dicho. Inevitablemente, una cápsula así habría escogido las aguas del océano para su inmersión. Aterrizar en el lago de un cráter, uno de los dos o tres más convenientes en todo el continente, indicaba que poseían información anticipada. Una detallada información. Prácticamente, demostraba un conocimiento de, al menos, un idioma humano, mediante el cual habían podido obtener la información relativa al lago. ¡Quien quiera que hiciese uso del lago no era un extraño a la tierra!

Sí... Necesitaron un amaraje en aguas profundas, y sabían que Boulder Lake les ofrecía la oportunidad. Probablemente sabían mucho más. Pero si no sabían que Jill le estaba esperando al principio de la carretera, sería mucho mejor no pasarles la información Por esto, explicó, por si acaso su conversación era escuchada:

—Yo formaba parte de un equipo agrimensor cuando empezó este suceso. Verificaba mis instrumentos con un individuo llamado Vale.

Repitió exactamente, por segunda vez, lo que Vale le había comunicado, respecto al objeto caído del cielo y a los seres que habían surgido del mismo. Luego contó lo que había hecho. Pero omitió toda referencia a Jill. Refirió su venida al lago como resultado de la incredulidad. Asimismo, tampoco mencionó la fuga de la población del campamento. Cuando terminó la historia, pareció el relato de un hombre que había cometido una tontería, pero no sonó como la narración de un joven que sólo piensa en una muchacha.

El gordinflón del bigote hizo una o dos preguntas. El alto efectuó otras. Lockley contestó a algunas.

Las respuestas resultaron inquietantes. Ninguno de los cuatro había entrevisto a sus captores. Habían oído los cloqueos al ser conducidos a aquella bóveda, y evidentemente eran un lenguaje ignorado, aunque no humano. Todos habían sido atados y vendados. No les habían dado comida desde su captura y les habían dejado en aquel compartimento metálico aguardando la suerte reservada por sus carceleros.

—¡Quizá quieren enseñarnos a hablar como ellos — dijo el del bigote —, o quizá querrán destruirnos para ver de qué estamos hechos. O tal vez —hizo una mueca — quieren saber si somos buenos para comer.

—¿Por qué nos han vendado los ojos? — inquirió el bajito.

Lockley comenzaba a sospechar el motivo. Era una respuesta a la notabilidad que representaba que una nave espacial destinada a sumergirse en aguas profundas hubiese elegido el lago de un cráter como lugar de inmersión.

—Vale me dijo al principio que no eran seres humanos, aunque en sus prismáticos no eran más que unos puntitos. Más tarde, cuando los vio de cerca, no me dijo lo que semejaban.

—Deben ser fantásticos — opinó el alto.

—Quizás — arguyó el del bigote, intentando bromear — no quieren que les veamos porque nos asustaríamos. O quizá no pretendían vendarnos los ojos sino sólo taparnos. Tal vez no les importa que los veamos, pero les molesta vernos.

—Este cajón donde estamos — dijo Lockley de repente —. Está hecho por manos humanas.

—Ya nos lo hemos figurado antes — asintió el gordinflón —. Es la cáscara de un depósito de abono vegetal para el hotel que se iba a edificar aquí arriba. Tenían que hundirlo en el suelo, llenándolo de basuras, que luego se pudrirían y entonces servirían de fertilizante. Pero esos monstruos del espacio lo están empleando para mantenernos encerrados. Bien, ¿qué van a hacer con nosotros?

Se oyeron unos débiles cloqueos. La tapa del agujero se levantó ligeramente. Cayeron tres conejos. La tapa volvió a caer con un sonido metálico. Los conejos temblaron y se agazaparon, aterrados, en un rincón.

—¿Es así como van a alimentarnos? — preguntó el gordinflón.

—¡No, diablo! — exclamó el alto, con evidente disgusto —. Los han metido aquí como a nosotros. Son animales. Como nosotros. Esta es una jaula temporal. Hay un suelo arenoso en el que podemos enterrar cosas. No nos costará nada hacer la limpieza. Los conejos y nosotros estaremos enjaulados hasta que esos tipos estén listos para hacer con nosotros lo que hayan pensado hacer.

—¿Y qué será? — inquirió el bajito.

No hubo respuesta. Podían asesinarles o dejarles vivir. No podían ya hacer nada. Mientras tanto, Lockley evaluaba a los tres obreros cautivos como unos buenos compañeros estando de su parte, y peligrosos en contra. Pero ahora no podía emprender ninguna acción práctica... Una simple guardia exterior, capaz de paralizarles por algún medio desconocido, tornaba en imbecilidad cualquier intento de fuga.

—¿Qué clase de monstruos son? — se interesó el bajito —. Tal vez podríamos imaginarnos lo que harán con nosotros si conociésemos su aspecto.

—Tienen ojos como nosotros — dijo Lockley. Los tres le miraron.

—Aterrizaron a la luz del día — continuó el joven —. A plena luz. Ciertamente, escogieron la hora de aterrizaje. Y escogieron una hora temprana para tener más tiempo de día en el que moverse e instalarse antes de la llegada de la noche. Si fuesen seres ciegos, habrían escogido la noche.

—Parece razonable — opinó el alto —. No había pensado en ello.

—Me vieron desde lejos — siguió Lockley —, y yo no les vi. Con que tienen buena vista. Me apresaron en lo alto de la montaña pero antes tuvieron que seguirme hasta allá arriba para ver cuáles eran mis intenciones. Cuando vieron que estaba investigando en el puesto de Vale y contemplaba el lago, me paralizaron y me trajeron aquí. Con que tienen ojos como los nuestros.

—¿Y a ese Vale — preguntó el bajito —, qué le ocurrió?

—Seguramente lo mismo que nos ocurrirá a nosotros — contestó Lockley.

—¿Qué es?

Lockley no respondió. Pensaba en Jill, aguardándole angustiadamente a la salida del bosque, cerca del campamento. Seguramente le había visto subir. Podía haberle seguido en la ascensión hasta las cercanías del campamento de Vale. Pero no habría observado su captura y todavía podía estar esperándole. No era probable que Jill hubiese ido a caer voluntariamente en la trampa que ya había engullido a Vale y a él mismo. Debía haber comprendido que aquel lugar debía ser evitado.

Seguramente intentaría llegar hasta la zanja donde se hallaba el coche. Le había oído pedir por radio un helicóptero para que la recogiesen. No se lo habían prometido; en realidad, se lo habían negado. Pero si Jill continuaba extraviada, seguramente alguien se arriesgaría a volar bajo para averiguar si estaba esperando ser rescata da. Un aeroplano ligero podría aterrizar en la carretera si temían hacerlo en un helicóptero. Jill encontraría la manera de salir del apuro. Estaba en peligro porque había esperado lealmente que Vale bajase al campamento a buscarla. Y ahora...

Transcurrió el tiempo. El sol había caldeado el metal. En el interior del depósito hacía un calor intolerable. Se oyeron cloqueos. La tapa de la cárcel provisional fue levantada. Al interior fueron arrojadas media docena de aves silvestres. La tapa volvió a caer. Lockley escuchó atentamente. Cerraban desde fuera. Naturalmente, debía haber un cerrojo en la parte exterior para impedir que los osos pudiesen apoderarse de la basura que contendría.

El calor fue en aumento. La sed era un problema. Una sola vez habían oído un rumor procedente del exterior. Era un zumbido que, incluso a través de un muro de metal, sólo podía ser el de un helicóptero. Zumbó y zumbó, siendo cada vez más fuerte. Luego, bruscamente, calló. Esto fue todo. Todo lo que los cuatro prisioneros encerrados en aquella tumba de metal supieron de lo que estaba ocurriendo en el mundo exterior.

Pero en realidad estaban sucediendo muchas cosas. Los camiones que transportaban tropas habían llegado al borde del parque nacional de Boulder Lake, pocas horas después de que el campamento hubiese sido abandonado. Los obreros habían contado su historia, en la que si escaseaban los detalles no faltaba la imaginación. Los tres obreros desaparecidos tenían su suerte contada en distintas versiones, todas ellas dramáticas y terroríficas. Los dos hombres que habían sido paralizados por algún agente desconocido, describieron sus impresiones más tarde. Sus relatos fueron inmediatamente transmitidos a todos los periódicos. A la sazón resultaba que eran varias docenas de hombres los que habían visto caer el objeto al lago. No había notas de comparación, sin embargo, por lo que las descripciones variaban desde un globo en forma de pera que habíase balanceado en el firmamento antes de descender tras los montes hacia el lago, hasta una detallada pintura de una nave espacial en forma de torpedo, de color plateado, con escotillas y cohetes llameantes, y una bandera desconocida desplegada en un mástil.

Naturalmente, ninguno de tales relatos podía ser verdadero. La velocidad del objeto al caer, según habían informado las estaciones de radar, verificadas con la hora del impacto controlada por el sismógrafo, no había permitido que el objeto se balancease en el aire para ser admirado.

Pero había bastantes detalles y relatos de testigos casi presenciales de los alarmantes sucesos para que el Departamento de Defensa juzgase necesario efectuar una segunda declaración. Era una corrección de la primera versión. E intentaba ser todavía más tranquilizadora.

El boletín afirmaba simplemente que un bólido — un objeto meteorice grande, y de lento descenso — había sido observado por radar cayendo a la tierra. Había sido detectado durante todo su descenso. Había ido a parar al lago del parque nacional en proyecto. Las fotografías aéreas tomadas mostraban que el agua del lago había sufrido un intenso trastorno. Se había creído prudente alejar a los obreros del parque en construcción, y todo lo demás había sido el resultado de unas maniobras de defensa efectuadas para un caso de emergencia. Naturalmente, la investigación con respecto al bólido proseguía infatigablemente.

El redactor del boletín, evidentemente, se había apoyado en el comunicado de Vale, no diciendo más que lo imprescindible para no levantar la alarma. El boletín continuaba afirmando que no existía justificación para los alarmantes reportajes que habían difundidos por las agencias de noticias. Este acontecimiento no estaba, repetía, no estaba en modo alguno asociado con la guerra fría tan prolongada. Se trataba simplemente de un meteorito caído del espacio, que por fortuna había ido a parar a una zona declarada parque nacional, y aún más afortunadamente dentro de un lago, con lo que no había sido dañado el patrimonio de bosques y terrenos del parque.

Naturalmente, el boletín no surtió el menor efecto. Era demasiado tarde. Había sido lanzado en el mismo instante en que la temperatura de la prisión metálica — que parecía haberse convertido en un ataúd de metal — había empezado a descender. El sol había desaparecido ya tras una montaña y la caja metálica se hallaba envuelta en sombras.

De nuevo se abrió la tapa de la lata gigante. Al interior fue arrojado un puercoespín. La tapa volvió a descender. Esto ocurría a las cinco de la tarde.

—Si suponen que así van a alimentarnos — dijo el bajito —, podían haber atrapado algo más comestible que un puercoespín.

Ahora el cajón contenía a cuatro hombres, tres conejos, aterrorizados en un rincón, media docena de aves y el recién llegado puercoespín. Todos los animales estaban agrupados lejos de los hombres. Y a cualquier movimiento impensado, los pájaros comenzaban a revolotear por aquel estrecho pozo, golpeando contra la metálica estructura.

—Diría — observó Lockley, dirigiéndose al alto — que su sospecha es la probable. Los conejos, las aves y el puercoespín deben ser considerados seres viviente locales. Y nosotros también. Y tal vez lo seamos. Una raza superior de animales. Quizá pretenden mantenernos enjaulados hasta que estén dispuestos a someternos a examen. Esperemos que no se les ocurra dejar caer un oso aquí dentro para hacernos compañía.

—¡O serpientes! — exclamó el alto —. No sé qué hora será. Me sentiré mejor cuando caiga la noche. En la oscuridad no es probable que encuentren serpientes.

Lockley no contestó. Pero si Boulder Lake había sido escogido como lugar de aterrizaje mediante información previamente adquirida, no era probable que encerrasen a los osos y las serpientes conjuntamente con los seres humanos.

Estos habrían sido matados al instante, a menos que los necesitasen para algún uso práctico. Empezó a devanarse los sesos. Podía hacer muchas conjeturas, pero ninguna sería completamente la verdadera.

Sólo una parecía prometedora, y presumía una serie de condiciones. Lockley no podía estar seguro. Sabía que había sido izado antes de dejarle caer en el interior del pozo de metal. La tapa del mismo se hallaba sobre el nivel del suelo. No se hallaba todavía hundido en donde se pretendía colocarlo. Evidentemente todavía no se hallaba en su permanente posición. La luz en su interior era muy escasa, pero podía distinguir a los demás ocupantes. También podía divisar las placas metálicas que formaban la parte interior del cajón de basuras.

Inconscientemente, hundió la mano bajo la arena que llenaba el fondo de la prisión. A cuatro pulgadas de profundidad se terminaba la capa arenosa y empezaba la tierra. Palpó en torno. Halló raíces herbosas. Entonces, el cajón estaba simplemente apoyado en tierra, sin base, cosa perfectamente natural puesto que debía servir como depósito de basuras hasta su conversión en fertilizantes, mediante la descomposición. La arena... Siguió explorando.

Esperó. Los otros tres estaban quietos. La ligera luminosidad en torno al reborde del agujero superior desapareció. El interior del depósito se convirtió en un pozo de negrura.

—¿Puede alguien imaginar la hora? — preguntó, cuando le pareció que habían transcurrido milenios.

—Supongo que ha transcurrido una semana — contestó la voz del bigotudo —, pero probablemente sólo son las diez o las once de la noche. Seguramente nos dejarán aquí dentro hasta mañana.

—Creo que no es preciso aguardar — dijo Lockley —. Nos hemos estado muy quietos. Probablemente piensan que somos especímenes muy bien educados de la vida salvaje de este planeta. No esperarán que intentemos nada a estas horas. Supongamos que salimos.

—¿Cómo? — preguntó el bajito.

—Este cajón — explicó Lockley cuidadosamente — descansa sobre el suelo, sin base. He cavado a través de la arena y he hallado el reborde del metal. Si descansa sólo sobre tierra y no sobre la roca, podremos cavar con las manos. Empecemos ahora mismo. Yo principiaré y vosotros escucharéis.

Y comenzó a cavar con las manos, apartando antes la arena en un razonable espacio. Sentía cierto sardónico interés en lo que podría suceder. Sospechaba que no ocurriría nada irremediable.

Era posible que los monstruos del espacio hubiesen aceptado aquel cajón metálico como una muy conveniente jaula donde meter animales. Ellos mismos lo habrían colocado sobre la arena. ¿Cómo podían saber que esto significaba una jaula en la tierra?

Claro que todo ello podía ser una prueba para comprobar el grado de inteligencia animal. Y casi todos los animales habrían intentado salir de allí.

Siguió cavando. La tierra era dura, y la parte superior estaba llena de entrelazadas raíces. Lockley las fue desgarrando. Una vez lo hubo logrado, la faena fue más rápida. Se hallaba ya bajo el muro metálico. Comenzó a excavar hacia arriba. Su mano llegó al aire libre.

—Ahora puede relevarme uno de vosotros — dijo en voz baja —. Creo que lo conseguiremos. Pero antes tenemos que trazar nuestro plan. No debemos hablar una vez fuera del depósito, o todo se irá a rodar. Por ejemplo, ¿debemos mantenernos juntos o debemos separarnos?

—¡Caramba! — exclamó el bajito —. Podremos contarle a todo el mundo nuestra experiencia. Nos separaremos. Si cogen a uno de nosotros, los demás tal vez podremos escapar. Es mejor que nos separemos.

Se arrastró hasta Lockley en la oscuridad.

—¿Dónde estás cavando? Sí, ya lo noto. Hazte a un lado y déjame sitio.

—¿Todos estáis de acuerdo en separarnos? — inquirió el joven.

Sí, lo estaban. Lockley se sintió aliviado. El bajito comenzó a trabajar febrilmente. Sólo se oía el rumor de las respiraciones, y la ocasional caída de la tierra contra el metal del depósito.

—Esta tierra es muy blanda — susurró el bajito —. Podremos agrandar bastante el agujero.

Poco después, el hombre bajito suspendió su labor, jadeando.

—Ahora iré yo — se ofreció el alto.

Poco después penetró el aire fresco del exterior. La atmósfera del depósito mejoró. El olor de la tierra removida y del aire fresco era agradable. El del bigote relevó al alto. Luego le tocó el turno de nuevo a Lockley.

—Creo que ya está — susurró al final —. Bueno, adelante. ¡No habléis fuera!

Se estrecharon todos las manos susurrando ¡buena suerte!, y se internaron por el agujero, saliendo uno a uno al aire de la noche. Innumerables estrellas brillaban en e cielo. Se reflejaban en las aguas del lago, que se hallaba muy cerca. Lockley se movió en silencio. En la oscuridad que acababa de abandonar, sus ojos se habían acostumbrado a las tinieblas casi completas. Se alejó de las relucientes aguas. Puso densas matorrales entre él y sus antiguos compañeros. Procuró no hacer el menor ruido.

Les oyó murmurar todos juntos. Habían ya salido todos. Pero se habían puesto de acuerdo en separarse. Continuó su camino, aliviado. La próxima vez que les viese, las circunstancias serían muy diferentes. Creía que, eran tipos muy competentes.

Guiado por la Osa Mayor, se dirigió directamente hacia el lugar donde Jill debía aún estar aguardándole. Por la inclinación de la cola de la Osa comprendió que era casi medianoche. Jill seguramente pensaría que había sucedido lo peor. Tenía que encontrarla...

Eran las dos cuando llegó al lugar donde Jill hubiera debido esperarle. Se dejó ver abiertamente. Llamó en voz baja. No hubo respuesta. Volvió a llamar varias veces, repitiendo el nombre de la joven.

Divisó algo blanco. Era un trozo de papel colocado en la rama de un arbusto, de la que habían arrancado todas las hojas para hacerlo más visible. Lockley lo cogió y vio una escritura que la luz de las estrellas no le permitió discernir. Se internó en el bosque hasta que se atrevió a hacer funcionar su encendedor. Entonces leyó el mensaje.

«He visto unos seres moviéndose por el campamento. No eran humanos. Temo que me estén buscando. Me marcho a esperarle junto al coche, si consigo encontrarlo».

La joven había escrito en inglés, confiando que los seres del espacio no podrían entenderlo. Lockley no estaba tan seguro, pero nadie había tocado el mensaje. Si lo habían leído, lo habían dejado allí para tenderle una emboscada.

Se encaminó por entre las tinieblas hacia la zanja donde había quedado su coche.

Le pareció un largo trayecto, aunque se detuvo a beber a orillas de un arroyuelo, sobre el que un puente nuevo casi estaba terminado. De noche, sin embargo, y desconocedor de aquellos parajes, era difícil determinar las distancias. En realidad, estaba angustiado, temiendo haber dejado el lugar ya a sus espaldas. Pese a todo, no había visto por ninguna parte la excavadora abandonada. Por fin la vio y torció hacia el sur, no tardando ya en hallar la carretera. Su coche no podía hallarse a más de un cuarto de milla. Fue acercándose, cada vez más arrimado a la cuneta. De pronto oyó una música. Débil pero real, siendo aquél el último sonido que hubiera esperado oír en pleno monte, antes del amanecer. Hizo crujir la bota en la tierra. La música calló al instante.

—¿Jill? — preguntó en voz baja. Oyó un jadeo.

—Hallé el lugar donde estaba Vale — dijo, en tono más alto —. No había sangre. Ni señales de que le hubiesen asesinado. Pero me atraparon. Me llevaron con otros tres hombres, que habían dado por muertos y están vivos. Nos fugamos. Es por esto que espero que Vale esté aún con vida, y que pueda escapar o ser rescatado.

Lo dijo, en parte para que la joven estuviese segura de que era él quien le hablaba. Pero técnicamente, también era cierto. Había esperanzas de que Vale estuviese vivo aún. Siempre hay que tener esperanzas, por muy negro que se vea el porvenir. Aunque Lockley opinaba que Vale tenía muchas probabilidades de estar muerto.

Jill avanzó unos pasos.

—No estaba... no estaba segura de que fuese usted — dijo, titubeando —. Vi los monstruos, a distancia. Al principio, los tomé por seres humanos. Por eso cuando le vi a usted... me asusté.

—Lo siento. No tengo muy buenas noticias, la verdad.

—¡Son buenas noticias! — insistió la joven, aproximándose más —. Si le han capturado, Vale les hará comprender que es un hombre, y que los hombres son seres inteligentes, no animales, y que por tanto deben ser amigos nuestros y nosotros de ellos.

La voz de la joven era resuelta, animosa. Lockley pensó que mientras le había estado aguardando, se había estado preparando para negar que ni siquiera la peor noticia fuese la última. Y así seguiría hasta que viese con sus propios ojos el cadáver de Vale.

—¿Quiere contarme exactamente lo que ha descubierto? — preguntóle la muchacha.

—Se lo diré mientras me ocupo del coche. Debemos marcharnos de aquí antes de que amanezca.

Se dirigió hacia el auto, metido a medias en la zanja, y apoyado por otra parte en unos vástagos que había roto por completo. Empezó a levantarlo con ayuda de unas fuertes ramas. Mientras lo hacía le contó a Jill su aventura, la presencia en el depósito de basura de los tres obreros y cómo habían tenido que convivir unas horas con unos conejos, unos pájaros y un puercoespín.

—¡Pero no les mataron! — insistió Jill —. Y tampoco mataron a los otros dos, atacados de parálisis, que pudieron regresar al campamento. Contándole a usted, seis hombres han estado a merced de esos extraños seres, sin que hayan sufrido el menor daño. ¿Entonces, por qué hubieran debido matar a un séptimo hombre?

Lockley tardó cierto tiempo en responder. Ninguno de los otros seis, pensó, había presentado combate. Sólo Vale se había peleado con la tripulación del vehículo espacial. Era el único, además, que los había visto.

—Sí, tiene razón — concedió al fin —. Pero esto de nada sirve.

Se metió debajo del coche. Se deslizó hacia la parte delantera. Hubo un fugitivo destello de una llama. Luego se apagó.

El joven volvió a reaparecer y se incorporó.

—Estamos en un brete — dijo —. Una de las ruedas delanteras se halla casi en ángulo agudo respecto a las otras. Se ha roto un eje. No hay forma de hacer andar el coche, aunque logre llevarlo a la carretera. Tendremos que ir andando. Debe haber soldados no muy lejos de aquí. Si los tropezamos todo irá bien. ¡Pero es mala suerte!

Lockley se había equivocado en sus cálculos. No había soldados por el parque, ni fue mala suerte que el coche estuviese averiado. De haber podido llevarlo a la carretera, el vehículo habría sido víctima de un encontronazo y ambos jóvenes hubieran podido hallar la muerte. Pero esto sólo lo revelaría el futuro.

No cogieron nada del auto porque no podían ver más allá del presente. Echaron a andar siguiendo la carretera por la que pensaban hallarían a los soldados. No era el camino más corto para salir del parque. Al contrario, resultaba mucho más largo de lo que habría sido un atajo. Pero Lockley esperaba ver algunos tanques, al menos, contra los que las desconocidas armas resultasen inútiles. Se encaminaron, pues, hacia la carretera principal. Lockley estaba desarmado. Carecían de comida. El joven no había probado bocado desde la mañana anterior.

Cuando llegó la aurora — gris, callada — y el rocío en la hierba y las hojas de los árboles reflejó la luminosidad del cielo, Lockley y Jill se desviaron hacia el bosque. El joven halló una rama muy fuerte que, desprovista de hojas, le sirvió de bastón. Mientras tanto, Jill había estado escuchando la radio de bolsillo. La apagó.

—Esperaba las noticias — explicó, con decisión —. El gobierno sabe ya que había seres en la nave espacial, y él — debía referirse a Vale — intentará hacerles comprender qué clase de seres somos. Dentro de poco, podremos comunicarnos con ellos en términos amistosos. Pero no hay noticias todavía. Supongo que es demasiado temprano.

Lockley asintió, con reservas. Reanudaron la marcha por la humedecida carretera. A medida que la luz fue aumentando, Lockley escrutó varias veces el rostro de Jill. Parecía muy cansada. El joven reflexionó tristemente que estaba pensando en Vale. No le había dedicado casi ni un solo pensamiento a Lockley. Incluso ahora, especialmente, todos sus pensamientos eran para Vale.

Cuando apareció la luz del sol sobre los picos que les rodeaban, el joven dijo, fingiendo indiferencia:

—Lleva usted veinticuatro horas sin descansar, y dudo que haya comido nada. Yo tampoco. Si los soldados aparecen por aquí, oiremos los motores. Creo que lo mejor será apartarnos de la carretera y descansar un poco. Y quizá pueda encontrar algo comestible.

Pocas regiones montañosas pueden ser tan estériles que no ofrezcan nada alimenticio. Usualmente existen los arbustos de moras y fresas. También es comestible una especie de maíz silvestre. Los vástagos de los helechos son parecidos a los espárragos. Hay unas plantas silvestres con espinos, cuyas hojas, cuando son tiernas, procuran alimento y, claro está, están las setas. Incluso en una roca puede hallarse una especie de liquen comestible si se seca por completo antes de hacer con él sopa o caldo.

Empero, antes de ir en busca de comida, Lockley dijo con brusquedad:

—Usted dijo que había visto que esos seres no son hombres. ¿Qué parecían?

—Estaban muy lejos — le confesó Jill —. No los vi con claridad. Tenían el tamaño de un hombre, pero no lo eran. ¡Estaban tan lejos, que no puedo decir nada más!

Lockley meditó sobre aquellas palabras y finalmente se encogió de hombros.

—Bien, descanse. Volveré en seguida.

Se alejó. Estaba hambriento y comenzó a buscar afanosamente por entre las matas. Pero su cerebro luchaba por imaginarse un ser que tuviese el tamaño de un hombre y, sin serlo, lo pareciese a cierta distancia. Sacudió la cabeza con impaciencia y prestó toda su atención a la busca del alimento.

Halló unas matas de moras en una ladera donde había bastante tierra para que los arbustos arraigasen, aunque no los árboles. Los osos las habían devastado, pero todavía quedaban bastantes para los dos jóvenes.

Llenó con ellas su sombrero y regresó hacia Jill. La joven había vuelto a poner el transistor en marcha, pero a muy bajo volumen. Dejó el sombrero con las moras al lado de la muchacha. Ésta levantó una mano para que no hablase. Los rayos del sol se filtraban por entre las ramas y los troncos de los árboles estaban teñidos de amarillo. Comieron las moras mientras escuchaban las noticias.

Se procedió a la lectura de otro boletín oficial. Des pues de doce horas desde la radiación del último, pretendidamente tranquilizador, de nada servía ya fingir que el objeto caído en Boulder Lake era sólo un meteorito.

El pretexto de que se trataba de un objeto natural fue diciendo el locutor, había sido abandonado. Pero continuaba el deseo de tranquilizar los ánimos. Los aviones habían intentado fotografiar el objeto que se hallaba en el lago. No se había logrado captar ninguna imagen satisfactoria, aunque sí fotos de los daños causados en la playa del lago por las enormes olas, producto del impacto de la nave espacial. Habían sido apostadas tropas, formando un cordón, en torno a la zona del parque nacional, para impedir que penetrasen en el mismo personas irresponsables, deseosas de contemplar a los desconocidos visitantes del espacio. Continuaban sabiéndose nuevos detalles del aterrizaje. Habían sido interrogados los trabajadores del campamento y los dos individuos que habían quedado paralizados momentáneamente. Al parecer, sólo cuatro hombres habían sido hechos prisioneros por los visitantes. Uno era Vale, testigo ocular del descenso de la nave. Los otros tres habían ido a investigar la tremenda explosión que había acompañado al aterrizaje en el lago. Desde entonces nadie había vuelto a verles. Esto, no obstante, no implicaba que hubiesen muerto. Era posible que los invasores enemigos o huéspedes — que habían desembarcado en territorio americano estuviesen tratando de aprender nuestro idioma para poder comunicarse con el pueblo americano.

Lockley contempló el semblante de Jill. Al escuchar la referencia a Vale se había puesto blanco, pero cuando vio que Lockley la estaba mirando, recobró su constante determinación.

—Ignoran que los visitantes no le han matado a usted y que tanto usted como los otro tres han logrado escapar. Alguien debería comunicárselo.

Lockley no contestó. En su cerebro existía el hecho de que los dos sujetos que habían sido paralizados, los otros tres y él mismo, presos y luego fugados, no habían visto a sus captores. Vale, en cambio, sí. El locutor continuó hablando en tono de confianza, formando que el día anterior por la tarde un helicóptero había sobrevolado las montañas para examinar el lugar de aterrizaje con todo detalle, ya que no era posible hacerlo desde un avión.

Lockley recordó el zumbido que él y los otros habían oído desde la jaula de metal.

El helicóptero, de repente, había cesado en sus comunicaciones Se opinaba que le había fallado el motor. No obstante, más tarde, un rapidísimo jet había intentado un vuelo rasante. El piloto había informado que a quince mil pies de altitud había notado de pronto un olor nauseabundo. Luego quedó ciego, sordo y con los músculos agarrotados por espasmos. Quedó paralizado. La experiencia sólo duró unos segundos. Era como si hubiese penetrado en una zona iluminada por un poderoso reflector que producía aquellas sensaciones, saliendo de la misma poco después. Instintivamente había realizado maniobras evasivas, alejándose de allí, pero dos veces antes de haber atravesado la línea del horizonte, había vuelto a sentir cierta parálisis y el dolor. Los científicos determinaron que el informe de los hombres que habían quedado paralizados y el del piloto concordaban entre sí. Se llegó a la conclusión de que quienquiera que hubiese aterrizado en Boulder Lake poseía un haz de rayos — que podían ser llamados rayos de terror debido a los efectos que provocaban —, de alguna clase de radiación que producía parálisis y dolor agónico. A menos que los tres obreros apresados hubiesen muerto por su causa, no podía considerarse a tales rayos como de la muerte.

Las noticias continuaron siendo radiadas en tono de confianza y sinceridad. Era natural que los pobladores de otro planeta adoptasen precauciones contra los posibles habitantes hostiles del mundo recién descubierto. Pero debían agotarse todos los esfuerzos para establecer un contacto amistoso con los visitantes del espacio. Su arma parecía ser de corto alcance, sin efectos mortales para la raza humana. Ocasionalmente, se habían notado algunos de tales efectos entre los soldados que habían establecido el cordón de seguridad en la zona del parque,, pero sólo habían producido dolor y nunca parálisis. No obstante, las tropas en cuestión habían retrocedido. Mientras tanto, se habían enviado cohetes nucleares a las zonas donde pudiesen hacer falta bombas atómicas contra la nave espacial si se presentaba la ocasión. Pero el gobierno se mostraba extremadamente ansioso de establecer sus contactos con los seres extraterrestres de modo amistoso, porque el contacto con una raza más avanzada que la nuestra, sólo podía reportar ingentes ventajas. Por tanto, las bombas atómicas serían empleadas sólo como último recurso. Una bomba atómica destruiría a los seres espaciales y su nave, y ésta era inapreciable para nosotros. Se pedía a la nación que se mantuviese en calma. Si la nave parecía ser peligrosa, siempre podría ser destruida.

El boletín de noticias llegó a su fin.

—Él les hará comprender — insistió Jill, refiriéndose a su novio — que los hombres no son puercoespines ni conejos. Cuando entiendan que los humanos somos una raza inteligente, todo irá bien.

—Debemos recordar una cosa, Jill — arguyó Lockley, mal de su agrado —. No vendaron los ojos de los conejos ni del puercoespín. Sólo vendaron a los hombres.

Ella le contempló con fijeza.

—Uno de los obreros que estaban conmigo en aquel sendero — prosiguió Lockley —, creía que no querían que les viésemos porque son monstruos. Esto no es probable — hizo una pausa —. Tal vez nos vendaron para que no viésemos, precisamente, que no lo son.