Capítulo IV

—La evidencia — continuó Lockley, mirando a Jill, que estaba del color de la ceniza — se inclina por completo hacia la idea de unos monstruos. Pero ha habido algo en esas noticias de la radio que apela al valor, y quiero que se dé cuenta. Vamos a necesitarlo:

—Si no son monstruos — replicó Jill, con tono estridente —, entonces... entonces son hombres. Nosotros sólo estamos en guerra fría con otra nación, cuyo gobierno es capaz de utilizar un truco semejante. Por tanto, si los hombres de la nave espacial no son monstruos, matarán a cualquiera que lo descubra.

—Sí, pero la evidencia — insistió Lockley — parece demostrar que en realidad son monstruos. Usted ha tenido mucha confianza en Vale. Pero ahora estamos un aprieto. A Vale le gustaría verla a salvo, y en aquel boletín ha habido algo que no me ha gustado.

—¿Qué ha sido?

—Dos cosas — le explicó Lockley con sequedad —. Una la han dicho y la otra no. No han dicho nada referente a que los soldados hayan sido enviados a Boulder Lake para darles la bienvenida a los misteriosos seres espaciales, diciéndoles que son nuestros invitados y que sería preferible que no empleen sus rayos del terror o paralizantes contra los seres humanos. Nosotros, usted y yo, contábamos precisamente con la presencia de soldados en esta zona. Pero resulta que no hay ninguno. Jill, aún pálida, frunció el ceño en un afán de concentración.

—Y lo que nos dijeron en la emisión fue lo siguiente — prosiguió Lockley —. Las tropas han formado un cordón en torno al parque. Han sido aterrorizados mediante los rayos paralizantes. La radio ha afirmado que su poder había quedado reducido por la distancia y que la tropa sólo había acusado cierto malestar. Pero les han ordenado retroceder. ¿Se da cuenta? ¡Han retrocedido!

Jill le miró fijamente, comprendiendo de repente.

—Esto significa...

—Significa — la atajó Lockley — que los rayos del terror son un arma muy poderosa. Su alcance es de muchas millas o decenas de millas. Todavía ignoramos cómo los manejan. Cualquiera que haya llegado en la nave espacial que Vale divisó, posee un arma del que nuestro Ejército no sabe aún ninguna característica. Y nosotros no podemos esperar que nos rescaten. Tenemos que salir de aquí por nuestros propios medios. Literalmente. Con que debemos olvidarnos de las carreteras. Desde ahora en adelante tendremos que procurar pasar completamente desapercibidos. Y tenemos que pensar sólo en esto. Jill meneó la cabeza como para ahuyentar sus tristes ideas.

—Sí, tiene razón — dijo —. Vale quisiera que me pusiese a salvo. Y si nada puedo hacer para anudarle, al menos tampoco deseo tenerle preocupado. Está bien. ¿Por dónde tenemos que ir?

Lockley la guió lejos de la carretera que unía Boulder Lake con el mundo exterior. Llegaron poco después a una hendidura provocada por la que debía pasar más adelante la calzada. La superficie de cemento de la ruta se extendía hasta las rocas a cada lado. No existía tierra en la que pudieran quedar impresas las pisadas.

—Treparemos por esta ladera y nos internaremos por el bosque — le propuso Lockley —, porque no es tan fácil que nos descubran por entre la maleza como en la carretera. Los tipos del lago deben saber muy bien para qué sirven las carreteras. Creerán que si averiguamos cómo funciona su rayo del terror, les atacaremos por las carreteras. Por tanto, sus sistemas de vigilancia se centrarán en las rutas. Por tanto, si nos apartamos de los caminos evitaremos ser descubiertos. Es una suerte que lleve usted un buen calzado. Éste puede ser el factor decisivo si queremos continuar con vida.

Comenzaron la ascensión. Gracias a la carencia de huellas, nadie podría averiguar que habían abandonado la carretera en aquel punto. En realidad, no existía el menor signo de su existencia, aparte del coche en la zanja. Se conocía la presencia de Lockley pero no la de Jill.

El joven estaba inquieto por haber tenido que atraer la atención de Jill hacia su propia situación en vez de dejarla absorberse en el posible o probable destino corrido por Vale. Pero para lograr salir con vida de aquel trance iban a necesitar algo más que sentimentalismo. Y Lockley no podía llevar todo el peso del asunto.

Había una invasión en proceso. Aparentemente podía tratarse de una invasión del espacio, en cuyo caso el terror producido, sería el miedo a lo desconocido. Pero Lockley había concebido la posibilidad de que sólo se tratase de una invasión del otro lado del mundo, invasión era temida por los americanos al menos una vez cada veinticuatro horas. Y entonces el terror sería provocado por el miedo a algo ya casi conocido.

Toda la tierra estaba temblando por culpa de la, al parecer, inevitable demostración de poderío por parte de las naciones más potentes del globo. Su rivalidad parecía irreconciliable. La mayor parte de la humanidad temía la aparición del conflicto con cierta resignación porque no parecía haber forma de evitarla. Y se admitía como muy posible que en una guerra de esta clase pereciese toda la humanidad, incluso las plantas y los microbios. Era irónico que la única esperanza que todo el mundo parecía alentar era que una de ambas naciones rivales descubriese o inventase un arma tan mortífera y nueva que pudiese exigir la rendición de la otra sin la declaración de una guerra atómica.

Las bombas atómicas lo habrían logrado, de haberlas poseído sólo una nación. Pero ahora ambas se hallaban fuertemente armadas con unas armas tan traidoras, de forma que una guerra podía significar sólo la destrucción de ambas potencias en poco tiempo. No había forma de precaverse contra la desesperada y terrible réplica por parte de los supervivientes de la nación agredida. Era la certidumbre de dicha réplica lo que sostenía la guerra fría, una guerra de provocaciones, de trucos de espionaje y contraespionaje, aunque no de exterminio mutuo.

Pero Lockley había sugerido — porque era la peor de las posibilidades — que la nación rival de América hubiese desarrollado una nueva arma que pudiese ser la vencedora, en tanto no pudiese ser atribuida a sus auténticos poseedores. Si los Estados Unidos se creían atacados desde el espacio exterior, no enviarían cohetes contra los atacantes. Pedirían ayuda, y ésta les sería otorgada incluso por sus rivales si el ataque procedía de otro planeta. Los hombres siempre se unen contra los seres que no son humanos. Pero si se trataba sólo de una nave espacial procedente del otro lado del telón de acero, fingiendo venir de un mundo desconocido... América podría ser conquistada porque creería que luchaba contra monstruos y no contra hombres.

Esto no era probable, pero era posible. No existía ninguna prueba, pero en tal caso todas las pruebas habrían sido evitadas. Y si su idea era la verdad, el desastre sería mucho peor que la invasión desde otro planeta. Aquel primer aterrizaje podía ser sólo una prueba para asegurarse de que la nueva arma era desconocida de los americanos, los cuales estaban indefensos contra la misma. La dotación de la nave estaría dispuesta a enfrentarse con la muerte. En cierto sentido, si para destruirlos había que emplear una bomba atómica, sería un triunfo para la nación rival. Porque otras naves podrían aterrizar en ciudades americanas, donde no podrían ser lanzadas bombas atómicas sin poner en peligro de muerte a millones de personas, las cuales se rendirían bajo pena de muerte.

Lockley contempló el sol. Luego consultó su reloj.

—Debemos ir hacia el sur — dijo —. Es el camino más corto para llegar adonde podremos considerarnos relativamente a salvo, y donde podré comunicarle a alguien cuanto sé respecto a este asunto.

Jill le siguió obediente. Se adentraron en el bosque. No podían ya ser vistos desde la carretera. Ni siquiera desde el aire. Cuando habían recorrido una milla, Jill efectuó una última protesta.

—¡Es imposible que no sean monstruos! ¡No puede ser!

—Sean lo que sean — replicó el joven —, no quiero que pongan sus zarpas sobre nosotros.

Reanudaron la marcha. Una vez, desde un grupo de árboles, divisaron la carretera que corría más abajo, a su izquierda. Estaba desierta. A los pocos metros efectuaba un viraje, perdiéndose de vista hacia la izquierda. Siguieron subiendo y bajando colinas. El camino no era difícil, con los bosques desprovistos de maleza y el suelo tapizado por las hojas caídas de las ramas. Al frente se presentó una pendiente iluminada por el sol cubierta de matas espinosas, que debía ser evitada.

Lockley de repente se detuvo en seco. Palideció. Asió la mano de Jill y dio media vuelta. Prácticamente la arrastró hacia el bosque que acababan de abandonar.

—¿Qué ocurre? — el semblante demudado del joven la obligó a hablar en susurros.

Él le ordenó que callase. Había olido algo. Un olor débil pero repugnante. Era el hedor de la selva o la podredumbre. También podía ser la peste que desprenden los reptiles. Era una mezcla de todos los peores olores imaginables. Era horrible. Era infinitamente peor que la peste de la descomposición.

Silencio. Quietud. Los pájaros cantaban a cierta distancia. No ocurrió nada. Absolutamente nada. Tras largo rato, Lockley dijo de repente:

—Tengo una idea. Se compagina con la emisión que hemos escuchado antes. Voy a intentar comprobarla. Si me ocurre algo, no trate de ayudarme.

Había olfateado la peste al menos quince minutos antes, cuando había arrastrado a Jill hasta el bosque, pero no había habido ningún otro indicio de la presencia de monstruos terrestres o espaciales por allí. Se agazapó y se arrastró por entre los arbustos. Llegó al lugar donde había notado el olor. Volvió a olfatear. Retrocedió. El olor seguía flotando en el ambiente, débil, pero reconocible. Avanzó, se detuvo y volvió a retroceder. Continuó con suma precaución, extendiendo la mano al frente.

Se detuvo de improviso. Luego retrocedió, con el semblante encolerizado.

—Tuvimos suerte al no poder utilizar el coche — dijo, cuando estuvo junto a Jill —. Nos habrían matado, o algo peor.

Ella esperó con los ojos desorbitados.

—Lo que paraliza a los hombres y los animales — explicó —, es un haz de rayos proyectados aún no sé cómo. Hemos estado a punto de ser atrapados. Probablemente es similar al radar. Pensé que habrían puesto vigilancia en las carreteras. Pero han hecho algo mejor. Proyectan los rayos. Cuando el haz de rayos bloquea una carretera, todo el que pasa por la misma queda paralizado. Los ojos quedan cegados por una fantasía inconcebible de distintos colores, se oyen ruidos inimaginables, se siente una angustia indecible y se huele lo que olimos nosotros. Entonces sobreviene la parálisis. Ayer proyecta ron estos rayos sobre mí y me capturaron. Otro haz de rayos similar en el camino hacia el lago es lo que inmovilizó a los tres obreros, y más tarde a los otros dos cuyo coche se averió, y que quedaron paralizados hasta que el haz de rayos fue desviado.

—¡Pero nosotros sólo hemos olido algo nauseabundo! — protestó Jill.

—Usted lo olió. Por esto la hice retroceder. Yo lo había olido ya antes. Cuando empecé a arrastrarme hacia delante comencé a entrever ráfagas de luz y ruidos extraños y a sentir cierta comezón en la piel. Extendí la mano hacia delante... y quedó paralizada. Entonces retrocedí — calló y luego añadió —: Bueno, Vámonos.

—¿Qué haremos?

—Cambiaremos la dirección de nuestra marcha. Si seguimos avanzando nos veremos paralizados. Es un haz de rayos muy apretado, pero seguramente se dispersa por los bordes. Intentaremos seguirlo lateralmente hasta que no podamos continuar o hasta que lleguemos adonde deseamos ir. A menos — añadió —, que haya otro haz de rayos que se cruce con el primero. Entonces, nos veríamos atrapados.

Emprendieron la marcha.

Cubrieron cuatro millas de camino áspero y dificultoso antes de que Jill diese señales de cansancio. Entonces Lockley hizo alto al borde de un arroyuelo. Divisó unos peces en sus claras aguas e intentó inventar un medio para pescarlos. Fracasó.

—Tampoco serviría de nada pescarlos. El resplandor del fuego sería visto de noche y la columna de humo advertiría nuestra presencia de día. Y los tipos esos del lago podrían dirigir su haz de rayos hacia nosotros. Nos iremos de aquí cuando usted haya descansado.

Examinó el arroyo. Paseó por ambas orillas. Desapareció en un recodo del riachuelo. Jill esperó, al principio inquieta, luego íntimamente angustiada.

Lockley regresó con las manos llenas de hojas de helechos y pimpollos recientes, con las puntas curvadas y los extremos de sus raíces casi blanquecinas.

—Temo que esto será nuestra cena — anunció —. Su gusto es parecido al de los espárragos crudos, similar al del maní en crudo, por lo que no nos hará daño alguno. Esto es lo malo de comer vegetales silvestres. En su mayor parte pertenecen al orden de las espinacas.

—Nos lo tragaremos — asintió Jill.

Por primera vez le contempló detenidamente. Hasta que se sintió angustiada al verle doblar el recodo, no le había considerado como un ser de carne y hueso. Había sido sólo un hombre que la estaba ayudando porque Vale no se hallaba presente. Ahora, en cambio, se dijo que Vale debía estarle muy agradecido por aquella valiosa ayuda.

—Ya estoy mejor — añadió.

Él asintió y volvió a abrir la marcha. Vigilaba al sol para orientarse. Dos o tres millas después del primer alto, dijo bruscamente:

—Creo que el haz de rayos del terror debe estar ya hacia allá — extendió una mano —. Tengo otra idea. Iré a investigar.

—¡Tenga cuidado! — le recomendó Jill, inquieta nuevamente.

Lockley se alejó, adoptando toda clase de precauciones. La joven sabía que estaba buscando el hedor tan peculiar de aquellos seres, el cual significaba el primer síntoma de la proximidad de los rayos.

Lockley se detuvo a media milla de distancia, descansando mientras la joven le seguía con la mirada. Anduvo atrás y adelante. Marcó un sitio con una piedra. Retrocedió un buen trecho y se quitó el reloj de la muñeca. Lo dejó sobre el repecho de una roca y lo golpeó. Lo pateó luego varias veces, cambiándolo de posición de vez en cuando. Luego, lo destrozó con un pedrusco. Se incorporó y regresó, llevando algo que relució como el oro por un instante.

Se detuvo antes de llegar a la roca que había puesto como señal. Realizó algunas cosas extrañas, de espaldas a Jill. De vez en cuando, a su lado, se veía aquel mismo destello dorado.

Retrocedió. Llevaba en la mano algo parecido a una pequeña espiral. Era el muelle de su reloj antimagnético. Lo sostuvo un poco para que ella lo viese claramente y luego se lo metió en el bolsillo.

—Ya sé qué es el rayo del terror — anunció con amargura —. Es un haz de radiaciones del orden del radar, de los rayos X y otros similares. Sólo una antena puede captarlo y este muelle es como una antena inmejorable. En ciertos sitios apenas pude detectar el olor, pero cuando el muelle saltó capté más que mi cuerpo, y la peste fue horrible. Entonces fui hasta el lugar donde mi piel había comenzado a picarme y vi las luces y oí los ruidos. El muelle significó una gran diferencia. Hasta hallé la dirección del haz de rayos. Jill parecía asustada.

—Procede de Boulder Lake — continuó el joven —. ¡Sí, es el rayo del terror! Uno puede quedar preso en él sin darse cuenta. Y supongo que si tuviese bastante fuerza sería también un rayo de la muerte.

Jill pareció titubear.

—Lo están empleando a baja tensión para no matar — añadió Lockley con frialdad —. Nos están asustando, sencillamente. Dejan que nos demos cuenta de que nos hallamos indefensos ante un rayo, y que meditemos sobre sus consecuencias. ¡Estoy seguro que procuraron a propósito que nos escapásemos de aquel depósito de basura para que pudiésemos contar todo lo ocurrido! Pero si ahora encontramos personas muertas en alguna población arrasada, ya sabremos qué las ha matado, y cuando nos pidan cortésmente que nos convirtamos en sus esclavos, sabremos que tendremos que acatar sus órdenes o perecer.

Jill esperó. Cuando le pareció que Lockley había concluido su discurso, preguntó:

—Si son monstruos, ¿cree que querrán esclavizarnos? El joven vaciló, y luego replicó, con una mueca:

—Tengo la costumbre, Jill, de mirar hacia el futuro y esperar que ocurra siempre lo más desagradable. Tal vez así me encontraré agradablemente sorprendido, si obran de otra forma.

—Supongamos que no son monstruos — observó Jill —. ¿Entonces, qué?

—Entonces — contestó Lockley — se trata de un instrumento de la guerra fría para averiguar si desde detrás del telón de acero pueden esclavizarnos sin que nos demos cuenta. Naturalmente, en tal caso, los tipos de la nave espacial preferirán antes morir que darse a conocer.

—Y esto — agregó Jill, con desmayo — no ofrece muchas posibilidades para...

No nombró a Vale. No pudo. Lockley volvió a hacer una mueca.

—No estoy seguro, Jill. La evidencia parece demostrar que son unos monstruos. Pero en ambos casos, lo que debemos hacer es procurar establecer contacto con el Ejército y comunicar lo que hemos averiguado. Yo he podido probar un rayo estacionado, aunque de manera imperfecta. El cuerpo de tropa ha sido alejado mediante un rayo móvil o intermitente. No debe ser sencillo experimentar con cualquiera de ambos. Bueno, vámonos.

La muchacha se levantó. Cuando él reanudó la marcha, le siguió. Treparon por unas escarpadas laderas y descendieron hacia un valle. El sol comenzó a ponerse hacia el oeste. La marcha era pesada. Para Lockley, acostumbrado a viajar por los montes, era fatigosa. Para Jill era mucho peor.

Llegaron a una ladera desnuda, en la que no crecían ni árboles ni arbustos. Desembocaba en un claro natural, de varios acres de extensión. Lockley paseó la mirada por todo el paisaje. Unos diminutos árboles de denso follaje intentaban avanzar hacia el claro. Gruñó de satisfacción.

—Siéntese y descanse — le ordenó a la muchacha —. Enviaré un mensaje.

Rompió varias ramas de las verdes coníferas. Salió al claro y empezó a dejarlas en el suelo, según una norma previamente establecida. Volvió al bosque y rompió más. Muy lentamente, porque las líneas tenían que ser amplias y espesas, fueron apareciendo las letras de S. O. S. en color verde oscuro sobre el suelo del claro. Las letras tenían unos treinta pies de altura, y los rasgos poseían cinco pies de anchura. Podrían verse distintamente desde el aire.

—Creo que con esto conseguiremos algo — dijo Lockley con satisfacción. Si lo ven, tal vez un helicóptero se arriesgará a venir a rescatarnos — la miró apreciativamente —. Creo que todavía podrá gozar de una buena comida.

—Quiero decirle algo — contestó la joven, pensativamente —. Opino que usted ha estado intentando animarme. Si esos seres espaciales no son monstruos, no dejarán con vida a nadie que les haya visto, ¿no es cierto? Y si es así...

—Sabemos de seis hombres que han sido capturados por ellos — replicó Lockley —, entre los cuales me cuento yo. Los seis han podido escaparse. Tal vez Vale haya podido hacer lo mismo. No saben custodiar a sus presos. Claro que no sabremos ni podemos saberlo hasta que la radio anuncie la libertad de Vale. Pero por ahora no hay motivo para suponer que haya muerto.

—¡Pero si les vio cuando luchó contra ellos...!

—La evidencia — repitió Lockley — demuestra que vio a los monstruos, de acuerdo. Lo único para dudarlo, sin embargo, es que a nosotros cuatro nos vendaron.

Jill pareció reflexionar profundamente.

—Bien — exclamó con resolución —, intentaré conservar una esperanza.

—Buena chica — repuso Lockley.

Esperaron. El joven estaba impaciente por sí mismo y contra el destino. Sabía que había enfrentado a Jill con la realidad, cuando tal vez ya no era necesario, gracias a la señal de S. O. S. Ya era bastante peliaguda la situación de ambos para que todavía tuviera que añadir cierta dosis de crueldad.

Al cabo de mucho tiempo oyeron un tenue zumbido en el aire. Debía haber habido otros cuando se hallaban en las escarpaduras de los montes, pero su preocupación por orientarse no les había permitido prestar oído atento a dichos ruidos. Había aviones que sobrevolaban por toda la zona del lago. Al principio habían despegado en respuesta al aviso lanzado por los radares respecto a un objeto descendiente. Ahora volaban trazando amplios círculos en torno a la zona del parque. Volaban alto por lo que resultaban invisibles desde tierra.

Pero los pilotos podían ver. Cuando una escuadrilla era relevada por otra, aterrizaba con una serie de fotografías para ser reveladas y examinadas con lupas, en busca de algún signo de actividad desplegada por los seres extraterrestres.

Un subteniente descubrió el S. O. S. en una de las fotografías. A continuación tuvo lugar una extensa conferencia. Se midieron las longitudes de las sombras. Se calcularon el tamaño y la pendiente y las condiciones probables de la superficie del claro.

Un avión muy ligero despegó poco después del aeródromo más cercano a Boulder Lake.

Lockley y Jill lo oyeron mucho antes de que apareciera a la vista. Volaba bajo, rasando su vuelo entre los valles y las montañas para evitar ser avistado contra el cielo. Los dos jóvenes lo oyeron al principio como un débil susurro. El sonido fue en aumento, disminuyó y volvió a subir de tono.

Apareció por entre dos picos montañosos y sobrevoló el espacio abierto, donde se destacaban las enormes letras. Lockley y Jill corrieron hacia allá, frenéticamente, agitando las manos. El avión trazó varios círculos, calculando las condiciones para su aterrizaje. Volvió a alejarse para buscar un abordamiento satisfactorio.

Se ladeó. Realizó un medio viraje y volvió a ladearse alocadamente, ascendió y por fin descendió en picado...

Llegó apenas a veinte pies del suelo. Barrió el claro, tocándolo casi con el tren de aterrizaje... y volvió a remontarse hacia las montañas. El sonido de su motor se fue alejando, disminuyó y al final se desvaneció. Parecía haber escapado de una trampa. Lockley se tornó lívido.

Comenzó a gritar ferozmente.

—¡Idiota! ¡Vuelve aquí! ¡Estúpido!

Cogió a Jill de la mano. Corrieron juntos. Evidentemente, algo había desconcertado al piloto de la avioneta. Habría quedado ensordecido y cegado, con los músculos agarrotados y los dedos entumecidos en las manos. Debía haber sido captado por el rayo del terror. Y ahora se estaría regocijando de haber podido escapar al mismo. Por esto había regresado hacia el horizonte. Y cuando llegase a su base, les parecería a sus jefes que ya habían llegado demasiado tarde para el rescate. Si los fugitivos eran quienes habían erigido aquellas letras, evidentemente debían haber sido capturados, por los seres de Boulder Lake, los cuales, además, habrían querido tender una trampa para un avión. Era una decisión razonable.

Pero lo que extrañó a los oficiales del campo de aviación, cuando en efecto llegaron a esta conclusión, era que el haz de rayos hubiese sido apuntado hacia el piloto del aparato antes de aterrizar. Mejor hubiese sido paralizarlo una vez en tierra, y él y la avioneta les habrían suministrado considerable información a los monstruos del otro mundo. Sí, era muy intrigante.

* * *

Lockley y Jill regresaron corriendo al bosque que se alzaba al borde del claro. Lockley apretó los labios para no malgastar el aliento maldiciendo la estupidez del piloto. La llegada y los círculos trazados por el avión habían sido un público reconocimiento de la presencia cerca del claro de ambos fugitivos. Si el rayo del terror podía paralizar a un piloto en pleno vuelo, también debía poder ser apuntado hacia dos seres indiferentes en tierra. No tenían ya la menor esperanza.

Completamente desesperado, Lockley ayudó a Jill a bajar una ladera que conducía hasta un valle situado mucho más al abrigo de las montañas.

Olfateó y olió a jungla, a almizcle, a ciénaga, a podredumbre, a flores a toda, la gama imaginable de olores discordantes. En sus ojos se posaron ráfagas de todos los colores existentes en éste y otros mundos. Oyó el caótico clamor que significaba que sus nervios auditivos, como los visuales y los olfatorios y su piel estaban estimulados por una violenta actividad, portadores de todos los mensajes que podían suministrar de una vez.

Gruñó en voz alta. Intentó buscar un lugar que fuese un seguro refugio para Jill, para que cuando los invasores la buscasen, no la descubriesen. Pero esperaba que de un momento a otro sus músculos se envarasen, y todo su cuerpo quedase alertado antes de concluir su búsqueda.

No fue esto lo que ocurrió. Gradualmente, el olor se fue desvaneciendo. Se debilitaron los colores que veía ante sus ojos. El horrible clamoreo que sus nervios auditivos le retransmitían fue cesando poco a poco. Él y Jill habían estado a merced de los invisibles operadores del rayo del terror. Quizá éste les había captado por accidente. O podía haber sido debilitado...

Todo, en conjunto, resultaba muy intrigante.