Capítulo V
Cuando cayó la oscuridad, Lockley y Jill se hallaban ya a varias millas del claro donde habían confeccionado las letras de S. O. S. Se hallaban bajo una densa cortina de hojas de un árbol monstruoso cuyas raíces sobresalían del suelo alfombrado. Formaban un refugio contra la observación a distancia. Lockley había descubierto un árbol caído con parte de raíces rotas en la base del tronco. Con las manos fue rompiendo ramitas para tener una provisión de leña. Pero entonces cayó en la cuenta de que sin una marmita no podía cocer los pimpollos de helecho recolectados. O tenían que hervirlos, o no podían guisarlos en absoluto.
—Haremos una ensalada — le dijo a Jill —, aunque sin sal, aceite ni vinagre, y comeremos todos los que podamos.
La joven se hallaba completamente exhausta antes de que el sol se hundiera tras el horizonte, pero Lockley no se atrevía a dejarla descansar más de lo justamente necesario. Una vez la ofreció llevarla en brazos, a lo que ella se negó. Ahora estaba sentada entre unas grandes raíces, reposando.
—Deberíamos captar noticias — le sugirió él. La muchacha hizo un fatigado gesto de asentimiento. Lockley giró el botón de la radio y la sintonizó. Las noticias menudeaban. Unos días atrás, el boletín de informaciones de los programas se limitaban a unas noticias escuetas, de apenas cinco minutos de duración en conjunto, que abarcaban en forma casi telegráfica las novedades del mundo entero. Parte de dichos cinco minutos, además, estaba dedicada al anuncio de la casa presentadora del programa. Ahora, en cambio, la música era rara. Se oían ocasionales melodías, pero la mayor parte quedaban interrumpidas para emitir nuevas interpretaciones de la amenaza a la tierra existente en Boulder Lake. Todos los personajes eminentes del mundo eran invitados a dar su opinión respecto a dicha amenaza, al objeto caído del cielo y a los seres que lo tripulaban. La mayoría no tenían opinión alguna que sugerir, pero se regocijaban de la oportunidad de perorar ante un vasto aunque invisible auditorio. Pero alguna cosa había que intercalar entre las guías comerciales.
Las noticias captadas por Lockley y Jill eran, específicas. Las pequeñas poblaciones colindantes con la zona de Boulder Lake estaban siendo completamente evacuadas. Científicos extranjeros habían llegado a los Estados Unidos, y se hallaban en el puesto de mando del área próxima al parque nacional, no lejos del lago. Los cohetes dirigidos estaban apuntados, listos para ser disparados hacia el lago y sus montañas colindantes, si la situación llegaba a exigirlo. Un avión había volado hacia el lago con una cámara televisiva que transmitía todo lo que sus lentes captaban. Llegó al lago y la cámara no retransmitió exactamente nada que ya no hubiese sido captado y retransmitido. Pero de repente algo había fallado en el avión, el cual había comenzado a caer. La cámara había seguido retransmitiendo durante la caída, hasta su destrucción. Los radiotransmisores militares estaban radiando señales en todas las frecuencias de onda concebibles hacia lo que universalmente se llamaba ya la nave espacial de otro mundo. No habían obtenido respuestas. Los científicos extranjeros habían afirmado ni e el rayo del terror — rayo paralizante, rayo de la muerte — era de naturaleza electrónica.
Lockley había creído que Jill estaba dormida, pero su voz surgió de entre la protección ofrecida por el árbol.
—¡Usted lo descubrió! ¡Usted vio que era un rayo de tipo electrónico!
—Me limité a investigar un rayo estacionado — replicó Lockley —. Ellos, no. Lo cual empeora el asunto. Nadie puede realizar observaciones científicas perfectas de algo que le ciega, le ensordece y le paraliza, mientras está trabajando. Respecto a esto hay varias cosas que me intrigan. ¿Por qué todavía no han matado a nadie? Han logrado asustar a la gente sin necesidad de matar. ¿Y por qué no recibimos nosotros toda la fuerza del rayo, una vez que el avión se hubo alejado del claro? De haberlo querido, podían habernos atrapado con suma facilidad. ¿Por qué no lo hicieron?
—Si la gente se marcha de los pueblos — dijo Jill... con voz muy agotada y adormilada —, tal vez piensan que ya es bastante. Podrán apoderarse de las ciudades...
Lockley no respondió, y Jill no siguió. Su respiración se tornó lenta y regular. Estaba tan exhausta que ni el hambre había logrado mantenerla despierta.
Lockley trató de meditar. Estaba el asunto de la alimentación. Había bastantes helechos por allí pero no tenían substancia alguna. Necesitaba poner más atención para descubrir las agrupaciones de setas. Tal vez se habían alejado ya bastante ya del lago como para poder dedicarse a la caza de comida. Se hallaban exactamente en la situación de los bosquimanos australianos que vivían exclusivamente de los productos de la selva, con la caza no demasiado eficaz. Pero los salvajes australianos no eran tan delicados como él y Jill. Comían raíces e insectos. En esta situación los prejuicios eran un obstáculo.
Consideró la idea con sarcasmo mezclado con amargura. Dos días de alimentación inadecuada y ya se veía asaltado por tales ideas. Pero él y Jill no serían los únicos en dedicarse a tales elucubraciones si las cosas continuaban como hasta entonces. Las poblaciones en torno a Boulder Lake estaban siendo evacuadas. El cordón que habían establecido había retrocedido. Había pánico, no sólo en América, sino también en Europa, donde corría el rumor de otros posibles aterrizajes procedentes del espacio exterior. Los mercados indudablemente cerrarían al día siguiente, si no estaban cerrados ya. Había comenzado el éxodo en masa de las ciudades, y no tardaría en cundir el frenesí de la velocidad entre los que pretenderían adelantar a los demás en las carreteras. Si los monstruos del espacio deseaban algo más que el alejamiento de los humanos de su lugar de aterrizaje, se produciría un auténtico caos. Si se movían agresivamente, cundiría el pánico hasta desembocar en una catástrofe, con los habitantes exiliados de las ciudades hambrientas, sin trabajo, sin dinero... ¿Era posible que una docena o dos de monstruos pudiesen arrasar una civilización sin necesidad de matar a un solo ser humano directamente?
Oyó un ruido. Apagó la radio, asiendo el bastón que probablemente no iba a servirle de nada cuando llegase la ocasión.
El ruido continuó. Hubo crujidos de hojas y luego una especie de chasquido. No podía tratarse de un ser muy grande. Parecía deambular tranquilamente por la montaña, en medio de la oscuridad, sin sentirse alarmado ni desear alarmar a nadie.
Otra vez el chasquido. Y de pronto Lockley supo lo que era. Volvió a verse en el depósito metálico, cuando estuvo prisionero de los invasores del espacio. Se levantó y corrió hacia el ruido. El bicho no se alejó. Continuó enfrascado en su camino con la misma pacífica indiferencia de antes. Lockley corrió hacia un árbol. Tropezó con una rama caída del suelo. Buscó el lugar donde se hallaba el animal. Silencio. Encendió el mechero y a su luz divisó al puercoespín convertido en una erizada bola, desafiando plácidamente a todos los carnívoros, incluido el hombre. Un puercoespín es, normalmente, ¡a única criatura salvaje que carece de enemigos. Hasta los hombres suelen dejarle tranquilo porque a menudo ha salvado las vidas de los cazadores extraviados y de los viajeros famélicos. Esto lo logra, simplemente, no huyendo de la presencia de nadie.
Lockley se clasificó a sí mismo como un viajero famélico. Abatió el palo después de haber hecho brillar por segunda vez su encendedor.
Consiguió encender un pequeño fuego de raíces y ramitas. Guisó al puercoespín y el olor aromático casi sacó a Jill de su embotamiento.
—¿Qué...?
—Cenaremos tarde — le anunció Lockley con gravedad —. Una especie de desayuno anticipado. Coja este palo. Tiene insertado un pedazo de puercoespín. ¡Tenga cuidado, que está quemando!
—¡Ooooh! exclamó la joven —. Luego añadió —: ¿Ya tiene usted?
—Mucho — le aseguró el joven —. Lo atrapé con mi bastón y sólo pretendió encerrarse media docena de veces mientras lo estaba pelando y limpiando.
Jill comió ávidamente y cuando terminó él le ofreció más, pero no aceptó hasta que Lockley hubo devorado su parte.
No apuraron todo el puercoespín. Había sido una cena extraña y amistosa, en medio de las tinieblas, sin más claridad que el débil resplandor arrojado por las brasas.
—Creo que me he convertido en un adicto a las noticias — dijo el joven —. ¿Quiere que oigamos lo que están diciendo por radio?
—Claro está — contestó Jill, y añadió con cierta torpeza —. Quizá sea por causa de este tosco refrigerio, pero... bueno, espero que sigamos siendo buenos amigos cuando toda esta pesadilla haya concluido. No conozco a nadie más a quien me gustase decirle esto.
—Considere — repuso Lockley — que acabo de dirigirle una elocuente y agradecida respuesta.
Pero su expresión en la oscuridad no era de felicidad. Se había enamorado de Jill después del segundo encuentro, y ambas veces ella había estado acompañada de Vale.
Iba a casarse con Vale. Pero según todas las pruebas. Vale o estaba muerto o prisionero de los invasores; en el último caso, sus posibilidades de vivir para casarse con Jill eran escasas y en el primero seguramente no era aquélla la ocasión más adecuada para revivir su recuerdo.
Sintonizó una emisora que radiaba noticias. Supuso que casi todas las emisoras estarían en el aire toda la noche. Admitían ya oficialmente que el objeto de Boulder Lake era una nave espacial que había permitido desembarcar a invasores de otro planéala a la tierra. Los boletines del gobierno hablaban de unos «visitantes», en términos algo velados, pero el público no creía ya en tales seguridades. Al principio, el aterrizaje había parecido otro horror exagerado de la clase que continuamente circulaban por los periódicos sensacionalistas. Ahora el público empezaba a tomárselo en serio, y la gente podía comenzar a dejar de acudir al trabajo y los trenes a llegar con retraso. Cuando esto sucediese, habría llegado la hecatombe.
Las noticias llegaron a través de una voz resonante que reveló estos hechos:
Se había ordenado la evacuación de otros cuatro pueblos en las proximidades de Boulder Lake. El arma electrónica de los invasores había hecho retroceder el cordón militar unas cinco millas. Pero la noticia principal era que los monstruos del espacio habían roto el silencio por radio. Aparentemente, habían examinado y reparado el transistor de onda corta del helicóptero que habían abatido.
Poco después del crepúsculo, afirmó el locutor, había sido recibida una comunicación en un centro militar. Había hablado una voz humana, primero murmurando atropelladamente y luego pronunciando confusa y angustiadamente, especie de mensaje, que había sido grabado, y que la emisora volvió a reproducir:
«¿Qué diablos es esto...? ¡Oh...! ¿Qué queréis de mí...? Esto parece el transmisor del helicóptero... Hum... ¡Ah!, está conectado... ¿Qué debo hacer, hablar? No sé si deseáis que hable con vosotros o con los míos. Tal vez deseáis que diga que lo estoy pasando muy bien y que me alegro de que estéis... Pues, no. A mí me gustaría estar en el mundo civilizado... Si esto es captado por algún centro receptor, soy Joe Blake, el radiotelegrafista del helicóptero 2-11. Íbamos hacia Boulder Lake cuando olimos la «peste». A continuación vi luces ante mis ojos. Quedé ciego. Después oí un estruendo como si todo el infierno se hubiese derrumbado de repente. Y entonces me sentí como atrapado por un cable de alta tensión. No podía mover ni el dedo meñique. Estuve así hasta que el helicóptero se aplastó. Cuando volví en mí, estaba vendado igual que ahora. No sé lo que les ha ocurrido a mis compañeros de equipo. No los he visto. ¡No he visto nada! Pero acaban de ponerme delante de lo que me imagino es el transistor en onda corta del aparato y me han urgido a...
La voz grabada terminaba bruscamente. Volvió a oírse al locutor. Agregó que el radiotelegrafista del helicóptero había podido radiar más información antes de ser desconectado el transmisor.
—Seguro — dijo Lockley cuando terminó el noticiario — a que el resto de la información decía que los invasores han conseguido hacerle comprender que la tierra debe rendirse a ellos por completo.
—¿Por qué?
—¿Qué otra cosa pueden querer decir? Llegar aquí y jugar al escondite, cuando pueden alejar al Ejército a voluntad y han conseguido impedir que los aviones vuelen sobre su base, es absurdo. Tal vez no sepan que poseemos la bomba atómica, pero estoy seguro de que sí lo saben. Parte de esta información desconocida puede haber sido lanzada para que no intentemos usarla contra ellos. Sería una jugada apropiada, aunque no les serviría de nada.
—Usted insinuó — dijo despacio — que tal vez fuesen hombres, disfrazados de monstruos. Pero esto significaría que la persona que les viese sería asesinada sin piedad para que no revelase su secreto.
—Pienso que puede abandonar esta idea — la consoló Lockley —. No actúan como hombres. Alejar el avión que venía en busca nuestra y no emplear el mismo rayo contra los fugitivos... ¡no, no es la manera como actuarían unos hombres que pretendiesen apoderarse del continente! Y apartar al Ejército para que el cordón siga establecido algo más lejos, tampoco es la táctica que podría emplear nuestro más probable enemigo. Hubieran destruido todo el cordón con el rayo del terror convertido en rayo de la muerte.
—¿Y si no pudiesen?
—No habrían desembarcado con un arma incapaz de matar a nadie — replicó Lockley —. Es mucho más probable que sean auténticos monstruos. Aunque no actúan como tales.
Jill quedó callada unos instantes.
—¿Ni siquiera unos monstruos que deseasen entablar amistad con nosotros?
—No creo que hubiesen preparado un desembarco por sorpresa — respondió Lockley, tras meditar unos segundos —. Habrían aterrizado en la Luna poniéndose en comunicación con nosotros hasta atraer nuestra curiosidad hacia ellos, y luego habrían dispuesto un aterrizaje, o habrían preparado un encuentro con pilotos en órbita, o algo por el estilo. Pero no lo han hecho así. Han efectuado un desembarco o aterrizaje por sorpresa, limpiando su base de seres humanos, y manteniéndose en el anonimato. Pero si juzgasen que somos animales, como los conejos, matarían a la gente en vez de paralizarla y luego dejarla libre. ¡La verdad, no puedo imaginarme a unos monstruos obrando así!
—Entonces...
—Será mejor que procure dormir — dijo Lockley —. Nos espera una jornada bastante dura.
—Sí — asintió Jill, a regañadientes —. Buenas noches.
—Buenas noches.
Continuó despierto. Era divertido que estuviese intranquilo a causa de los animales salvajes. Había fieras en el parque, y él no poseía más que un palo como única arma. Pero sabía que casi todas las fieras evitan al hombre debido a un súbito y asombroso instinto natural.
Los osos grises, antes de la aparición del hombre blanco en su territorio, despreciaban tanto a los seres humanos que podían ser considerados como la especie predominante en Norteamérica. Habían llegado a asaltar un poblado indio, llevándose a uno de ellos para comérselo tranquilamente. Las flechas y las lanzas de los indios resultaban ineficaces contra tales fieras. Cuando Stonewall Jackson era teniente del Ejército de los Estados Unidos en el Oeste para proteger a los colonizadores blancos, él y un destacamento de caballería fueron atacados sin provocación por un oso gris que se mostró sumamente desdeñoso hacia ellos. El teniente Jackson montaba un caballo tuerto, y consiguió llevar al oso hacia el lado ciego del caballo a fin de poder atacarlo. Con su sable partió la cabeza del animal, desde el cráneo hasta el hocico. Es la única vez en la historia que ha sido matado un oso gris con un sable. Pero en la actualidad ningún oso gris atacaría a un hombre a no verse acorralado. Incluso los oseznos, sin la menor experiencia, se aterran al husmear el rastro del hombre.
Todo esto era cierto. Además, los preparativos para el parque incluían mucha actividad por parte de la unidad de Control de la Vida Salvaje, que estaba persuadiendo a los osos a congregarse en una zona, disponiendo en ella comida apropiada para ellos, y adoptando otras diversas medidas para los ciervos y otros animales. Habían puesto truchas en los riachuelos y lubinas en el lago. El enorme remolque del Control era muy familiar por aquellos contornos. Lockley lo había visto dirigirse hacia el lago el día antes del aterrizaje.
Instintivamente se preguntó a qué zona del parque habrían decidido los del Control situar a los pumas.
Había dormido al aire libre innumerables veces sin pensar en los pumas. Pero teniendo que cuidar de Jill estaba preocupado. Pese a ello, se hallaba terriblemente fatigado, y sabía que en un remoto lugar de su cerebro había algo desagradable que intentaba aflorar a su pensamiento consciente. Era como una intuición. Cansado y medio dormido, intentó captarla. Fracasó.
Se despertó de repente. Había crujidos entre los árboles. Algo se movía lentamente y a intermitencias hacia él. Podía ser cualquier cosa, incluso uno de los seres de Boulder Lake. Escuchó otros rumores. Otro ser. La primera criatura estaba cerca ahora, sin moverse en línea recta. La segunda la seguía, muy pegada a ella.
A Lockley se le erizó el cabello. Los seres del espacio podían poseer unos sentidos muy desarrollados que los hombres han perdido al civilizarse, por ejemplo, un excelente olfato.
Un ser así dotado podía encontrar a Lockley y a Jill en la oscuridad, tras haberles rastreado durante millas. Y una cosa tan desarrollada en un ser que podía estar más adelantado que los hombres, resultaba más aterrador todavía. Asió el palo con desesperación, a sabiendas de que un ser espacial podría paralizarle con el rayo del terror.
Hubo siseos y cloqueos. Se parecían mucho a los que sus captores se habían dirigido entre sí y a él mismo cuando fue vendado y conducido al depósito de basura. Muy similares pero no idénticos. Sin embargo, Lockley seguía teniendo erizado el pelo y agarrado el bastón desesperadamente.
Los siseos y los cloqueos crecieron de intensidad. Luego se produjo un ruido indescriptible y uno de los dos seres invisibles huyó frenéticamente. Debía dar grandes saltos bajo los árboles.
Entonces comenzó a esparcirse aquel olor familiar, olido ya cien veces antes. Era el olor de la mofeta, atacada por un carnívoro y defendiéndose con su arma. Pero una mofeta no es nada comparada con el rayo del terror. Su efluvio sólo ofende un sentido, afecta sólo a un grupo de nervios sensitivos. El rayo del terror...
Lockley abrió la boca para reír, pero no lo hizo. Aquella intuición de su mente acababa de abrirse paso en su cerebro. Se quedó aterrado.
—¿Qué ocurre? ¿Qué pasa? — balbució Jill atropelladamente —. Ese olor...
—Es sólo una mofeta — la calmó Lockley —. Pero acaba de darme muy malas noticias. Ahora ya sé cómo actúa el rayo del terror. Y no puede hacerse nada. Nada.
¡En absoluto!
De repente se encolerizó, en la oscuridad, porque acababa de comprender la inutilidad de combatir a los seres que se habían apoderado de Boulder Lake. No había nada que pudiera impedirles apoderarse de toda la tierra, fuesen o no fuesen monstruos espaciales.