Capítulo IX

Era muy probable que en aquel momento Lockley se despreciase profundamente, más que cualquier otro ser viviente. Se reprochó amargamente por la captura de Jill. Si había seres humanos colaborando con los invasores, el destino de la joven sería sin duda más horrendo que en manos de los monstruos solos. Al fin y al cabo, existía una sola nación que pudiese colaborar con los seres extraterrestres en la conquista de la tierra, y sus tropas no se distinguían precisamente por su conducta amable hacia sus prisioneros.

Y Jill era su cautiva. Las marcas del vehículo militar podían indicar que se trataba de un coche robado o que sus marcas y su pintura eran una impostura. Era casi seguro que Jill se había dirigido al camión en la confianza de que sólo podía tratarse de soldados americanos, y sólo en el último instante había descubierto su error.

Lockley, sin embargo, no reflexionó estas cosas en detalle, al principio. Corrió detrás del coche como un poseso, incapaz de sentir nada que no fuese horror y una furia tan terrible que le habría impulsado a matar a todos los invasores con febril intensidad.

De repente oyó unos ruidos roncos, entrecortados. Se dio cuenta de que se trataba de su propia respiración jadeante. Le faltaba el aliento, en tanto Jill era conducida fuera de su alcance en un vehículo que recorría diez yardas por cada una de las suyas. Se detuvo y, cosa rara, se sintió totalmente tranquilo y calmado. Era capaz de pensar serenamente. La única diferencia entre éste y su modo normal de pensar, era que ahora, sólo podía concentrarse en una cosa: en la completa venganza de los crímenes cometidos por los invasores... y de los que seguramente cometerían contra Jill. La llevarían a Boulder Lake. Por tanto, él tenía que dirigirse hacia allá, fuese como fuese, y destruir a todos los seres vivos de allí, borrando hasta las huellas de su llegada a la tierra.

Lo cual, claro está, era natural e irrazonable. Pero la razón habría sido antinatural en tales circunstancias.

Anduvo paralelo a la carretera, con fría resolución. En el resto del mundo, el tiempo transcurría sin el conocimiento de su estado emocional. El resto del mundo también estaba padeciendo sus propias agonías emotivas.

Los Estados Unidos se estaban haciendo popular entre las naciones a las que disgustaba todas las cosas americanas, excepto aquéllas que les habían regalado si bien continuasen odiando a los dadores. Ahora, sin embargo, los Estados Unidos habíanse visto invadido desde el espacio por unos seres que empleaban armas de un tipo desconocido en la tierra. Si los Estados Unidos resultaban conquistados, no habría ninguna otra nación libre en el mundo. Por tanto, gran parte del antiamericanismo habíase desvanecido bajo la presión de un ardiente deseo de que América del Norte triunfase en su defensa.

Además, anticipándose a otros aterrizajes que podían tener lugar en diversos puntos de la tierra, los Estados Unidos habían ofrecido compartir su depósito de bombas atómicas con cualquier nación que fuese invadida. La popularidad americana había aumentado. El hecho de que Rusia no hubiese efectuado la misma proposición había tenido sus repercusiones. Los Estados Unidos invitaban a los científicos de cada país a que ayudasen a solucionar la amenaza del rayo del terror, comprometiéndose a compartir cualquier descubrimiento en favor de su defensa, con el resto del mundo. Esto también sirvió para mejorar grandemente la imagen pública de los Estados Unidos en el extranjero.

Pero Lockley no sabía nada de esto. Su transistor ya no existía para procurarle noticias. Había sido reconstruido para otro uso, junto con un rallador de queso y otro de nuez moscada. Lockley llevaba al hombro dicho aparato detector. Pero si hubiese conocido los cambios de popularidad de su país, tampoco le habrían interesado. Sólo podía concentrar su mente en un tema y cuanto con él se relacionase.

Siguió andando a lo largo de la carretera, poseído por el demonio del odio. Iba a pie a falta de coche. Estaba desarmado. En aquel momento creía que toda la humanidad se hallaba desarmada, en efecto si no de hecho. Por tanto, no tenía ningún plan, sino sólo un odio infinito.

Pero cómo se veía obligado a atravesar los diversos rayos diseminados por la región para llegar a quienes deseaba destruir, comprendió que era necesario estar seguro de poder cruzarlos, verificando el buen estado de su equipo. Conectó el detector. Luego volvió a desconectarlo para economizar las pilas. Siguió avanzando, pensando sólo en una cosa, examinando todas las posibilidades de vengarse con apasionada paciencia, descartando todas las ideas por impracticables, pero sin descorazonarse nunca.

Olfateó el olor fétido, sólo a causa de su connotación. Conectó el detector y prosiguió adelante. Comprendió que había penetrado en un rayo del terror por las ligeras sensaciones que llegaban hasta él a través de la nube de iones del artilugio por él fabricado. Después cesaron. Comprendió que había atravesado la zona peligrosa. Oyó aproximarse un vehículo. Un coche o un camión acababa de detenerse más allá del rayo que bloqueaba la carretera, esperando a que desconectasen el proyector.

Lockley se internó hacia la espesura, decidido a no dejarse ver de nadie hasta poder vengarse de quienes se habían apoderado de Jill.

Estaba escondido cuando apareció el coche. Era un auto corriente con una antena en la parte posterior. Avanzaba confiadamente por la carretera. A un centenar de yardas del joven, se produjeron una serie de explosiones. Por las ventanillas comenzó a salir humo. El motor se paró y el coche giró alocadamente, yendo a parar a una zanja, junto a la cuneta. Un individuo saltó del coche, golpeándose las piernas. Un revólver en su cartuchera le había estallado con todos sus cartuchos. La revolverá le había salvado de serias lesiones, pero le ardían las ropas. Otros dos individuos salieron también a toda prisa. En la parte posterior del auto se habían producido otras explosiones. Los tres maldecían atropelladamente.

Después, uno de ellos dijo algo que estimuló a los demás a huir de la carretera. El tercer individuo cojeó afanosamente detrás de los dos primeros.

Lockley, contemplando y odiando a los tres tipos al mismo tiempo, comprendió cuando el rayo del terror volvió a hacer su aparición. Lo sintió aunque muy débilmente, debido a su protección. Las explosiones habían tenido lugar cuando el coche se hallaba en la zona que ahora volvía a abarcar el rayo. Los hombres del coche, asombrados y amedrentados, habían huido porque sabían que el rayo debía volver a interceptar la carretera y no querían verse sorprendidos en medio del mismo.

Lockley observó que los colaboradores humanos de los monstruos no tenían protección contra el rayo del terror. Tal vez los monstruos del espacio estaban protegidos solamente cerca de los proyectores. Esto era algo que podía afectar a sus planes de venganza. Lo archivó en su cerebro. Entonces se dio cuenta de que las armas del coche habían estallado exactamente como el revólver en el asiento del coche, en el granero. La explosión no estaba asociada con el rayo del terror. El rayo no había estado funcionando cuando su revólver había estallado. No le parecía razonable que si los monstruos poseían un rayo detonador lo empleasen contra sus propios colaboradores.

No. Unos seres racionales no se mostrarían tan contradictorios.

Entonces Lockley contempló el artefacto de su invención. Consideró el hecho de que su revólver había explotado en el instante en que había conectado el aparato. Las armas de este otro coche habían estallado también cuando el vehículo se hallaba a poca distancia de él.

Echó a andar, reflexionando claramente y con precisión sobre el asunto. Incluso se acordó de desconectar el detector porque lo necesitaría para vengar a Jill. Pero cuando intentó volver a meditar en algún asunto no relacionado con su venganza, su cerebro quedó agitado y confuso.

A dos millas a lo largo de la carretera, que todavía no había demostrado dirigirse hacia Boulder Lake, había una granja. Halló la puerta cerrada. Sin idea consciente, la forzó.

Registró los armarios. Encontró un rifle y una caja medio llena de cartuchos. Los estudió y luego dejó el arma y todos los cartuchos, menos tres. Salió. Después dejó caer un cartucho en la carretera. Anduvo veinte pasos y dejó caer otro. Veinticinco yardas más allá dejó caer el tercero. Entonces contó cuidadosamente trescientos pies alejándose de la carretera. El vehículo había estado a esta distancia de su escondite cuando se habían producido las explosiones.

Conectó el aparato detector. Dos de los tres cartuchos estallaron. El más alejado no.

No se regocijó. Continuó sin júbilo, pero el conocimiento de que podía hacer estallar los explosivos a una distancia de ciento veinticinco yardas entró a formar parte de su aún no esbozado plan de venganza. Había algo en el aparato que había construido que hacía detonar los explosivos a una distancia de poco más de cien yardas. No sentía curiosidad, aunque la explicación era sencilla. El montaje heterodino de las ondas de extremada alta frecuencia producía puntos de energía hasta que aquéllas comenzaban a perder fuerza. Había puntos infinitesimales en los que, durante longitud infinitesimales de tiempo, existían condiciones de energía comparables a un chispazo. Esto no había sido proyectado en principio, pero la razón era muy clara. Llegó a un lugar donde la carretera para Boulder Lake se ramificaba de la ruta que había estado siguiendo. Torció por ella, andando a paso vivo.

Tres millas más hacia el lago, escuchó el ruido de un motor a sus espaldas. Se desvió de la calzada y apretó el interruptor. Un camión de media tonelada apareció traqueteando por la carretera. Fue acercándose cada vez más.

La munición que llevaba hizo explosión. El motor se paró y la camioneta cayó de costado. Lockley no intentó aproximarse. Tal vez el chófer no habría muerto, y él no sería capaz de dejar con vida, a sabiendas, a ningún individuo que estuviese asociado con los captores de Jill. Se alejó del camión y continuó su marcha por la carretera.

Siete millas más arriba apareció un camión procedente de Boulder Lake. Lockley se situó discretamente fuera de vista. Conectó su instrumento. Un cañón se desintegró en medio de una estruendosa explosión. El camión quedó destrozado. Era interesante observar que los motores de los vehículos solían pararse invariablemente cuando los explosivos estallaban. Ello era, naturalmente, porque el aire ionizado es más o menos buen conductor. En una nube de iones, las bujías sufren un cortocircuito y no salta la chispa en el interior de los cilindros.

Hubo otros dos vehículos que intentaron pasar junto a Lockley (aunque sin saberlo) en su camino hacia Boulder Lake. Ambos salían del parque. Los dejó destrozados junto a la calzada. Mientras tanto, iba avanzando afanosamente hacia el lugar donde Vale había comunicado el primero que un objeto había caído del cielo. ¿Cuántos días hacía de ello? ¿Tres..., cuatro?

A la sazón, Lockley había sido un ciudadano tranquilo y cortés, inclinado al pesimismo respecto al futuro, pero muy considerado hacia los derechos de sus semejantes. Ahora, había cambiado. Sólo sentía una emoción, un odio tal como jamás hubiera podido imaginar. Este odio no tenía más que un motivo: tomar una completa y aniquiladora venganza por lo que le habían hecho a Jill.

Continuó caminando. Tenía que recorrer más de veinte millas desde el comienzo del parque. Y se veía obligado a ir a pie, porque tenía que cruzar zonas invadidas por los rayos del terror, y los motores de los automóviles no funcionaban cuando operaba su aparato detector. Era una diminuta figura entre montañas, marchando solitario por un camino tortuoso, yendo decidido hacia la destrucción de los invasores del espacio exterior y de los hombres que colaboraban con ellos para la conquista de la tierra. Para este propósito llevaba el más extraño de los equipos: un artefacto fabricado con un transistor y un rallador de queso.

Llevaba comida en los bolsillos, pero no podía comer. Durante la tarde se impacientó con su peso y fue arrojándolo todo al suelo. Pero estaba sediento. Más de una vez se arrodilló para beber en los arroyuelos sobre los que los constructores de la carretera habían colocado pequeños puentes de cemento.

A las tres de la tarde un camión apareció detrás suyo. El joven iba andando entre dos escarpados acantilados que le convertían casi en un enano. La carretera proseguía por entre una hondonada de altos muros montañosos. No había sitio donde poder ocultarse. Cuando oyó el motor, se detuvo y le hizo frente. El camión había recogido a varios lesionados de los coches destrozados por la ruta. Algunos estaban malheridos. El camión fue avanzando hasta llegar cerca del joven. Los esperó en calma, ya que no parecía probable que llegasen a pensar que un hombre solo había provocado todas las catástrofes. El chófer del camión, ni los heridos, indudablemente no habían pensado tal cosa. Lockley parecía en realidad la víctima de otro accidente.

El camión aflojó la marcha. No había desconocidos en Boulder Lake. Había sólo la fuerza humana que ayudada a los monstruos, tal como Lockley se había figurado. Así, pues, el camión fue frenando, disponiéndose a recoger a Lockley.

A ciento veinticinco yardas del joven, las armas de la cabina del vehículo estallaron violentamente. El motor se paró también. El camión salió disparado contra la cuneta. Dio media vuelta y se inmovilizó.

Lockley dio media vuelta y siguió andando. Consideró con frialdad que estaba completamente a salvo. No había quedado ninguna arma en buen estado a sus espaldas. Les hombres también se hallaban malparados. No intentarían nada, aparte de procurar informar sobre su situación, rogando ayuda. La comunicación podría ser efectuada por radio, que no habría quedado destruida.

Media hora más tarde, Lockley comenzó a sentir la comezón que significaba que su aparato le estaba protegiendo de un rayo del terror. La picazón duró muy poco tiempo, pero quince minutos después reapareció. A partir de entonces fue presentándose a distintos intervalos. Cinco minutos, ocho, diez, tres, seis, uno. Cada vez el rayo hubiera debido paralizarle, produciéndole intensos padecimientos. Un individuo sin aparato protector habría tenido sus nervios destrozados por un tormento que aparecía tan violentamente a intervalos imprevisibles.

Lockley trató de explicarse por qué esta aplicación del rayo desgastador de los nervios no había sido empleado antes. Para cualquier individuo indefenso resultaría peor que un dolor continuo. Ningún ser vivo podría resistirse a ninguna exigencia hallándose expuesto a tales tormentos.

El rayo estaba siendo proyectado evidentemente a intervalos irregulares, y el fenómeno duró hora y media. Cualquiera, excepto Lockley amparado por su nube de iones, hubiera quedado reducido a un puro caso de histeria. Luego, de repente, cesaron las radiaciones. Pero Lockley dejó su aparato en funcionamiento.

Transcurrida otra media hora — casi a las cinco —, pareció que los invasores presumían que cualquier enemigo debía haber quedado inerme por completo. Enviaron una expedición para averiguar qué les había sucedido a los vehículos en la carretera.

Lockley vio cuatro coches y una camioneta en cerrada formación, viniendo hacia él desde el lago. Iban muy próximos entre sí para la mutua protección. Se movían lentamente, como invitando al destino que había destruido a los otros.

Los comunicados por onda corta debían parecerles muy improbables, pero la expedición iba equipada para investigar aquellos inverosímiles sucesos.

Los cuatro coches contenían cinco individuos cada uno. Cada cual iba armado con un rifle conteniendo un solo cartucho en la recámara y ninguno en los cargadores. Los rifles apuntaban al frente. Había más munición en la camioneta que seguía detrás, pero el vehículo estaba blindado. Si la munición estallaba, no causaría ningún daño. En caso contrario, podría usarse contra el único individuo mencionado por el conductor del último camión destrozado.

Pero Lockley los veía venir. Trepó a un muro rocoso junto al camino hasta llegar a una pequeña hondonada que se alejaba de la carretera. Se apostó en un lugar donde era altamente improbable que le descubriesen. Esperó.

Apareció la caravana de coches. Rodó briosamente hacia Lockley, a unas treinta millas por hora. Tal vez separaban unas diez yardas a cada coche, y algo menos a la camioneta del último. Pasaron, todos los hombres alerta, a unos cuarenta pies por debajo de Lockley.

No hizo nada. Tenía ya el aparato conectado. Vigiló en completa calma.

El coche en cabeza se detuvo como si se hallase delante de un muro de ladrillos, mientras los rifles de su interior volaban en mil pedazos. El segundo coche chocó con el primero, estallando sus rifles. El tercer coche. El cuarto. La camioneta se apelotonó sobre los otros, al tiempo que toda la munición explotaba a la vez. El camión se convirtió en un montón de hierros retorcidos. Lockley continuó por la hondonada. A partir de aquel momento debía evitar la carretera. Calculó que llegaría a Boulder Lake media hora después de anochecido. Pensó que por aquel entonces Jill llevaría más de doce horas en poder de los invasores, y al menos diez en su cuartel general.

Antes de emprender la ascensión que le conduciría hasta los invasores, Lockley se detuvo ante un arroyuelo. Bebió afanosamente.