Capítulo VII
El conductor sentía enorme curiosidad por saber cosas de la zona donde se suponía que no podía sobrevivir ningún ser humano. Formuló diversas preguntas, especialmente insistiendo sobre los seres espaciales. Jill afirmó haberlos visto, pero a muy larga distancia. Habían estado investigando el campamento evacuado. Tenían el tamaño de un hombre. No podía describirlos, pero no eran seres humanos. Al chófer le pareció increíble que no los hubiese examinado con más detalle.
Lockley acudió en su defensa. Dijo que los invasores lo habían retenido prisionero, y había logrado escapar. Entonces, la curiosidad del conductor llegó a su colmo. Quería conocer todos los detalles de la inimitable experiencia. Expresó un desencanto incrédulo cuando Lockley le aseguró que no podía darle ninguna descripción de aquellos seres. Cuando quedó convencido, se lanzó a un detallado discurso de las descripciones efectuadas por los obreros del campamento. Pintó a los invasores como caballos con pezuñas, provistos de cuernos y antenas, equipados con brazos múltiples, como los octópodos y con ojos de facetas múltiples, como los insectos.
Parecía considerar este retrato con inmensa satisfacción, a medida que el camión gruñía y renqueaba en medio de la noche.
Los faros brillaban delante del vehículo. Más allá, los prados y los montes estaban envueltos en tinieblas. De vez en cuando, cruzaban pequeños caminos vecinales. Indudablemente llevaban a granjas esparcidas por la región, pero por ninguna parte se veía el menor destello luminoso. Aquella parte del mundo estaba desierta, con la soledad de un paisaje del que ha sido borrada toda actividad humana.
Jill efectuó una pregunta. El conductor recayó en su locuacidad. Hizo un retrato dramático del terror que había sobrecogido a todo el mundo, la suspensión de todos los antagonistas ante la general amenaza para todos los hombres y naciones de la tierra. Incluso había paz allí donde los agitadores de profesión habían comprendido que las cosas empeorarían si los monstruos conseguían apoderarse del globo. Pero el chófer insistió en que los Estados Unidos conservaban la calma.
—Nosotros, los americanos, no estamos asustados. Somos gente educada y sabemos que nuestros científicos sabrán contrarrestar esta amenaza. Tal como dijo ayer la radio, un tipo belga había llegado a la conclusión de que el rayo envenenado tenía que ser algo parecido a un rayo de radar o de láser o de algo por el estilo. Y los científicos americanos están colaborando con sus colegas ingleses, franceses, italianos, alemanes y rusos. ¡Todos los mejores cerebros del mundo trabajan conjuntamente! ¡Los marcianos se arrepentirán de haberse presentado como invasores en lugar de efectuar una visita de cortesía! ¡Suerte tendrán si les permitimos regresar a Marte!
Lockley deseaba conocer los resultados a que habían llegado los científicos.
—La radio — prosiguió el conductor — trabaja con ondas como las de una balsa. Se extienden hacia fuera y llegan a los sitios donde hay instrumentos que pueden detectarlas. El radar lanza la misma clase de ondas, pero más pequeñas, que chocan con el sitio donde hay un aparato que puede detectarlas. Son ondas rizadas.
Lockley creyó entender que se refería a ondas onduladas, redondeadas por arriba y en el seno. En realidad, era una manera excelente de definirlas.
—Éstas son las ondas naturales — continuó el conductor—. Las de los relámpagos, por ejemplo. Todos los fenómenos atmosféricos, las chispas de los motores y los circuitos, las generan. Esta clase de ondas son generadas en todos los circuitos eléctricos, además de serlo en todos los fenómenos naturales.
«Nosotros podemos resistirlas — continuó el chófer —, porque estamos acostumbrados a ellas. Por tanto, no reparamos nunca en ellas ni las sentimos cuando inciden en nuestra piel. Estamos acostumbrados a ellas. Pero los científicos afirman que hay ondas que no son naturales. No son como las rizadas. Son como las olas de una tormenta, con espuma y todo. Y esa es la clase de ondas que podemos sentir. Como las olas de una tormenta, de bordes aguzados. Podemos sentirlas porque nos molestan. Y estos marcianos tienen esta clase de ondas. Pero como ya sabemos qué ondas son, ahora vamos a fastidiarles. Y yo, por mi parte, estoy reservándoles una enorme patada que pienso propinarles... bueno, allí donde a esos monstruos pueda hacerles más daño.
Lockley seguía mostrándose suspicaz y enojado consigo mismo. Jill se hallaba ya a salvo. El chófer se hallaba muy bien informado, aunque seguramente a aquellas horas lo estaría todo el mundo. ¡Había motivos para estarlo!
El camión iba traqueteando por las tinieblas. En el cielo, muy arriba, acababa de llegar una escuadrilla de aparatos para relevar a la anterior que había estado sobrevolando el parque. Otra escuadrilla, la que acababa de ser relevada, se dirigía al sudoeste. Los motores roncaban sordamente. Pero mucho más arriba, donde brillaban las estrellas, todo era silencio.
Lockley seguía en tensión y estaba ya harto de ella. Jill estaba a salvo. Intentó razonar para alejar su inquietud. La cabina del camión iba bamboleándose. Ir en un vehículo enorme es muy distinto que hacerlo en un turismo. El chófer había dejado de hablar. Parecía estar canturreando mientras guiaba. Se había interesado mucho por los invasores, pero le habían tenido sin cuidado las aventuras de los dos jóvenes en el parque. No había preguntado cómo se habían alimentado. Estaba pensando en otra cosa.
Lockley comenzó a meditar sobre todas las preguntas formuladas por el chófer desde que habían subido a la cabina. Y luego en todas sus respuestas. Conducía para el Ejército. Éste iba siguiendo el rastro del rayo del terror y lo notificaba al camión por radio, a fin de que el vehículo pudiese dar los rodeos necesarios para evitarlo. Esto era lo que había dicho. Parecía plausible, pero...
—Hay una cosa que me extraña — exclamó de pronto el conductor —. Esos tipejos le vendaron a usted y también a los otros muchachos. ¿Por qué cree que lo hicieron?
—Para impedir que les viéramos — replicó Lockley, con sequedad.
—¿Pero por qué no querían ser vistos?
—Porque — explicó Lockley — tal vez no son marcianos. Tal vez no son monstruos. Pueden ser hombres.
Tan pronto como lo dijo se arrepintió amargamente. Era rolo una sospecha, y todas las pruebas tendían a demostrar lo contrario. El conductor se sobresaltó visiblemente. Luego, volvió la cabeza.
—¿De dónde ha sacado esta idea? — preguntó —. ¿Dónde están las pruebas? ¿Por qué se lo imagina de esta manera?
—Me vendaron — repuso Lockley con sencillez. Una pausa.
—¡Resulta divertido que piense que son hombres! — dijo luego el conductor, pareciendo vejado —. ¡Diablos! Perdóneme, señorita, pero lo cierto es que pueden existir otras muchas razones para querer vendarlos. ¡Quizá forme parte de su religión!
—Quizá — concedió Lockley. Estaba enojado consigo mismo por haber dicho algo innecesariamente dramático.
—¿No tiene ningún otro motivo para pensar que son hombres? — insistió el conductor —. Ningún otro motivo, en absoluto?
—En absoluto — asintió Lockley.
—Entonces, opino que es una razón muy tonta.
—Sí, es posible — volvió a conceder Lockley.
Había sido indiscreto pero no con exceso. Tal vez sólo había soltado aquella imprudente frase por el cansancio que sentía al experimentar todavía aquella inquietud que le obligaba a vigilar la región por la que atravesaban, preocupándose aún por la seguridad de Jill y la suya propia, y por tener que meditar cada palabra que pronunciaba a fin de no levantar mayor tristeza en el espíritu de la joven con respecto a Vale.
—¿Adonde vamos? — quiso saber Jill —. Necesitamos encontrar un teléfono. Quiero... quiero enterarme de una cosa. Y mi compañero tiene algo que decirles a los militares.
—Nos dirigimos hacia un depósito de municiones del ejército — explicóle el chófer, amablemente —, a cargar material para los chicos que están haciendo cordón en torno al parque. Dentro de poco atravesaremos Serena. Muy gracioso. Todo el mundo ha sido evacuado por el ejército. Buena cosa. Los habitantes de Maplewood no querían marcharse antes de la llegada de los marcianos al pueblo.
El camión-remolque continuó su traqueteo por la carretera. El conductor se retrepó en su asiento, vigilando el camino con experta mirada. Los faros dejaron entrever otra carretera que se cruzaba con la que seguían, en cuyo cruce había una estación de servicio, con todas las luces apagadas, y cuatro o cinco viviendas agrupadas, sin el menor signo de vida. El grupo de casas no tardó en quedar atrás. Al cabo de otra milla, Jill exclamó:
—¡Luces! ¡Una ciudad y está iluminada!
—Es Serena — le explicó el conductor —. Las calles están iluminadas porque la electricidad viene de muy lejos. Además, las luces son un indicador para los aviones, que así pueden saber exactamente dónde están y donde se halla el parque. Desde arriba no se distingue muy bien la tierra, a oscuras.
Las farolas de la calle parecieron parpadear al paso del camión. Siguieron rodando por la ciudad. Llegaron al distrito comercial. Había calles amplias, completamente desiertas, y la calle principal tenía dos direcciones. El camión avanzó por la derecha. A cada lado había edificios de tres o cuatro plantas. Todas las ventanas estaban oscurecidas reflejando sólo el resplandor de los faroles. No había un alma en toda la ciudad. No había habido destrucción, pero era una población muerta. Las luces brillaban en unas calles tan vacías que hubiese sido mejor apagarlas.
—¡Miren! ¡Aquella ventana! — exclamó Jill, de repente.
Al frente, en la ciudad desierta, muerta, una sola ventana dejaba filtrar la claridad de la luz eléctrica del interior, semejando una isla en medio de la soledad universal.
—¡Iré a echar un vistazo! — dijo el chófer —. Aquí no debe haber nadie.
El camión rechinó al frenar. El chófer saltó al suelo. Se oyó un rumor en el remolque, y el tipo bajito que les había cedido el sitio a los jóvenes, apareció por detrás del vehículo. Lockley divisó el nombre de una compañía telefónica local silueteado a la luz de la ventana. Abrió la portezuela. Jill le siguió al instante. Los cuatro — el chófer, el ayudante, Jill y Lockley — penetraron en el vestíbulo del edificio para investigar por qué se hallaba encendida la luz en una habitación de una ciudad en la que sus veinte mil habitantes se suponía habían sido evacuados.
Había una puerta con un cristal opaco, que daba paso al cuarto iluminado. El chófer giró el picaporte y entró. La estancia olía a alcohol. Un individuo de mejillas hundidas dormía pesadamente en una butaca, con la cabeza reclinada sobre el pecho.
El chófer lo sacudió.
—¡Despierta, amigo! — gritó con voz tajante —. Hay orden de que todos los paisanos se larguen de esta ciudad. ¿No querrás que vengan los soldados a sacarte de aquí por la fuerza, verdad?
Volvió a sacudirle. El cadavérico sujeto parpadeó y abrió los ojos. El olor a alcohol era ahora casi inaguantable. Contempló con ferocidad al chófer.
—¿Quién diablos eres tú? — preguntó engallado.
El chófer se lo dijo, repitiendo lo que ya había dicho antes. El borracho asumió un aire de dignidad ofendida.
—¡Si quiero quedarme aquí es asunto mío! ¿Quién diablos sois todos vosotros para venir a molestar a un ciudadano que cumple con la contribución y la ley? ¿Sois los marcianos? ¡No quiero saber nada con vosotros!
Volvió a hundirse en la butaca y continuó durmiendo.
—¡Tenemos que sacarlo de aquí! — exclamó el conductor con sequedad —. Pero no sé dónde ponerlo. Voy a preguntar por radio qué debo hacer. Quizás enviarán un «jeep» del Ejército a recogerlo. ¡Este tipo podría ser la causa de que estallase el jaleo!
Salió de la casa. El ayudante le siguió. No había pronunciado una sola palabra. Lockley lanzó un gruñido.
—La centralita tiene línea para conferencias — dijo Jill, al instante —. Sé cómo hacerla funcionar. ¿Lo intento?
Lockley asintió con énfasis. Jill se sentó en el asiento de la telefonista y se puso el casco. Insertó una clavija y movió la manivela.
—Una vez tuve que redactar un artículo sobre la manera como... Hola, Serena al habla. Tengo un mensaje importante para el jefe del cordón militar. ¿Puede ponerme, por favor?
Hablaba en tono profesional. Levantó la mirada y le sonrió a Lockley. Volvió a hablar por el micrófono que le colgaba frente a la boca.
—Un momento, por favor — agregó luego. Cubrió el micrófono con la mano —. No pueden ponerme con el general. Su ayudante tomará el mensaje y si resulta importante...
—De acuerdo — replicó Lockley —. Deme el teléfono.
La joven dejó libre el asiento y le entregó al muchacho el casco con los auriculares y el micrófono.
—Me llamo Lockley — comenzó diciendo el joven —. Estaba de servicio en el parque por cuenta de la Compañía de Mediciones, la mañana en que descendió el objeto del cielo. Transmití el mensaje de Vale describiendo el aterrizaje y los seres que habían salido del aparato. Estaba hablando con él cuando fue apresado por esos monstruos. Informé de todo a la Compañía por medio del Satélite. Probablemente estará usted enterado de estas comunicaciones.
Una voz aguda contestó cordialmente que así era.
—He conseguido salir del parque — prosiguió Lockley —. He logrado realizar un experimento con un rayo del terror estacionario. Tengo información de importancia respecto a la desmodulación del rayo antes de que ataque.
La voz aguda contestó apresuradamente que Lockey hablaría con el general en persona. Hubo varios chasquidos y una larga espera. Lockley movió la cabeza con impaciencia.
—Me encuentro en Serena — dijo, cuando oyó una voz distinta —. Me ha traído aquí el camión-remolque del Control de la Vida Salvaje del nuevo parque nacional, que nos ha recogido a la salida del mismo. Lo menciono porque el chófer afirma que está trabajando ahora por cuenta del Ejército. La información que tengo que dar es...
Breve y sucintamente, comenzó a dar toda la información recogida sobre el rayo del terror. Su forma de ser detectado, de manera que nadie necesitaba ser atrapado por el mismo. La carencia total de efectividad de una jaula de Faraday para comprobarlo. Su empleo en las carreteras y contra los aviones volando a poca altura. Su fallo al no haber podido descubrir a Lockley ni a Jill. Había otra evidencia de que los monstruos no lo eran en absoluto...
La voz le interrumpió tajantemente. Le pidió que esperase. Su información sería grabada. Lockley esperó, mordiéndose los labios. La voz volvió a dejarse oír tras larga espera. Le animó a continuar hablando.
El chófer del camión estaba tardando mucho en comunicar con el Ejército. Lo hubiese logrado antes por teléfono que por radio.
La voz repitióle a Lockley que continuase con su relato. Y entonces, con sumo cuidado, Lockley explicó las contradicciones en la conducta de los invasores. Las vendas en los ojos. La facilidad con que él mismo y los otros tres obreros del campamento habían podido escaparse de su encierro, casi como si ésta hubiera sido la idea de sus captores, no deseando más que hacerles pensar que les tenían considerados exactamente igual que a los conejos o los erizos. Unos auténticos seres espaciales no se habrían molestado en producir tal impresión. Pero si había seres humanos colaborando con los monstruos, era posible que contribuyesen con algunos trucos, que diesen la impresión de que en el lago sólo se hallaban seres del espacio.
—Repito que no actúan como lo harían unos seres extraterrenales que hubiesen desembarcado por primera vez en la tierra. Aparentemente su nave está destinada a posarse en aguas profundas. En su primer aterrizaje, habrían escogido el mar. Pero sabían que Boulder Lake era bastante profundo para amortiguar su caída. ¿Cómo lo han sabido? No nos han matado como a animales locales para estudio, sino que dejaron caer otros en el depósito de basura para convencernos de que nos consideraban a todos igual. ¿Por qué intentaron asustarnos y luego nos dejaron huir?
—¿Qué deduce usted de todo esto? — le interrumpió la voz del otro extremo del hilo.
—Que han sido aconsejados — replicó Lockley —. Saben demasiadas cosas de este planeta y sus habitantes. Alguien les ha estado explicando cuestiones respecto a la psicología humana y les ha sugerido que nos conquisten sin destruir las ciudades ni las fábricas ni nuestra utilidad como esclavos. ¡Seremos mucho más valiosos si logran capturarnos de esta manera! ¡Estoy seguro de que tienen hombres de su parte que les aconsejan! Sugiero que tales individuos han pactado con ellos para gobernar la tierra por cuenta de los invasores, pagándoles el tributo que exijan. Afirmo que no nos enfrentamos con una invasión de seres espaciales solamente, sino de monstruos y hombres en activa cooperación, que actúan no sólo como consejeros sino también como espías. Y además...
—¡Señor Lockley! — exclamó la voz, en tono iracundo —. Señor Lockley, ¿qué es lo que ha estado haciendo? — no esperó la respuesta —. ¿Cómo puede creerse calificado para ofrecer opiniones gratuitas contradiciendo toda la información y las decisiones de los científicos y los militares? ¿De dónde saca la autoridad para efectuar tales declaraciones? ¡Me ha hecho perder el tiempo! Usted...
Lockey se quitó el casco y lo arrojó contra la centralita. Se levantó.
El chófer y el ayudante regresaron en aquel instante. Cogieron al borracho y lo llevaron hacia la puerta. Algo se deslizó de uno de los bolsillos del borracho. Era una cartera. Ni el chófer ni su ayudante la vieron. Salieron de la estancia, llevándose al individuo inconsciente. Jill se agachó y recogió la cartera. Contempló el semblante de Lockley.
—¿Qué...?
—Estoy pensando — la interrumpió el joven — qué debemos hacer ahora. Esto no marcha.
—Vuelvo en seguida — le dijo Jill.
Salió para entregarle la cartera al chófer, que por lo visto había recibido órdenes de poner al borracho en el remolque y llevarlo a alguna parte.
Lockley lanzó una maldición cuando ella hubo desaparecido. Entrelazó y desentrelazó las manos. Se paseó por la estancia.
Jill volvió, lívido el rostro.
—Abrieron la puerta del remolque para dejarlo allí — exclamó jadeante —. ¡Y había otros tipos allí dentro! ¡Más de dos! ¡Y máquinas! No jaulas para animales ni cajas de municiones, sino motores, generadores, objetos de electricidad... ¡Estoy asustada!
—¡Soy un imbécil! — gritó Lockley —. Debí figurármelo. Y ahora...
La puerta encristalada se abrió. En su marco apareció el chófer. Empuñaba un revólver.
—Lo siento — dijo con voz calmosa —. Debieron mostrarse más cuidadosos. Pero la chica ha visto demasiado. Y yo...
El revólver apuntaba a Lockley. Jill se arrojó contra el arma. Lockley se desvió y cargó contra el chófer con toda su fuerza. Largo un potente puñetazo contra el mentón del conductor. Éste dio un traspiés hacia atrás. Lockley se había apoderado del revólver casi antes de que tocase el suelo.
—¡De prisa! — gritó —. ¿Dónde está la maquinaria? ¿En la parte delantera o posterior del remolque?
—Por todas partes — jadeó Jill —. Pero principalmente en la delantera. ¿Pero, qué...?
—¡Vaya al vestíbulo! — le ordenó el joven —. ¡Busque una puerta por atrás!
Le dio un ligero empujón. La muchacha se dirigió a la parte trasera del edificio mientras Lockley se apostaba en la puerta de la calle. Del remolque saltó el ayudante. Le siguió otro tipo. Y otro más.
Lockley disparó desde el umbral. Una bala atravesó la parte delantera del camión. Otra se incrustó en la parte media del remolque. Y una tercera quedó situada entre ambos impactos. Los tres individuos se arrojaron al suelo con presteza, creyendo ser el blanco del revólver. Jill gritó inarticuladamente desde la parte trasera del edificio. Lockley corrió hacia allá. Vio la noche estrellada. Ella le esperaba, temblando. Salieron fuera y Lockley cerró suavemente la puerta a sus espaldas.
La cogió de la mano y corrieron en la oscuridad. En lo alto se veía un ligero resplandor debido a las luces de las calles, pero había densas tinieblas en algunas zonas de la ciudad.
—Tenemos que quedarnos quietos — dijo Lockley apresuradamente y en voz baja —. Quizás haya logrado destrozar parte de la maquinaria. ¡De lo contrario, todo ha terminado!
La parte posterior de una casa. Un callejón. Corrieron hacia él. Era una calle con árboles, donde los faroles arrojaban negras sombras entre los conos iluminados. Corrieron a lo largo de la calle. En un lado había residencias. El distrito comercial no era muy grande. Lockley encontró una cerca y luego la puerta. La abrió calladamente y volvió a cerrarla a sus espaldas. Recorrieron un sendero situado entre dos edificios a oscuras, donde había vivido gente, pero, que ahora estaba abandonado.
Un patio posterior. Una valla. Lockley le ayudó a Jill a saltarla. Otro callejón. Otra calle. Pero ésta no estaba atravesada por la que llevaba a la oficina de teléfonos. Desde la centralita nadie podía verles.
La bendita irregularidad de las calles continuó. Corrieron sin descanso hasta que la respiración de Jill fue sólo un jadeo entrecortado. Lockley estaba empapado de sudor, temiendo a cada instante oler aquella «peste», resultado de todos los olores fétidos en apretada combinación, y luego divisar las luces de colores originadas en sus propios ojos y escuchar los sonidos que sólo existían en sus nervios auditivos para saber acabar sintiendo la parálisis de todos sus músculos.
Oyeron el rugido del motor del remolque a varios centenares de yardas de distancia. El camión había comenzado a rodar. Sabían que se estaba moviendo por las calles, en tanto sus ocupantes intentaban penetrar las tinieblas en busca de ambos jóvenes.
—¡Lo alcancé! ¡Alcancé al generador! — jadeó Lockley... ¡Tengo que haberlo tocado! ¡De otro modo habrían enfocado el rayo del terror contra nosotros!
Calló. Los dos se detuvieron. Se hallaban en un barrio donde había residencias rodeadas de jardines. Los faroles de las calles arrojaban conos de luz brillante contra las casas, pero todas las ventanas estaban atrancadas y a oscuras. Aquella calle, como la mayoría de la pequeña ciudad, estaba bordeada por árboles a cada lado. Había fragancia de árboles y hierba en el aire.
—No estamos a salvo — articuló Lockley —, pero acabo de descubrir que no hay seguridad absoluta en ningún sitio.
Los dientes de Jill castañetearon.
—¿Qué haremos? ¿Qué era aquella maquinaria? Me... me asusté porque allí dentro no había lo que el chófer nos había dicho. Pero ¿qué era?
—Sospecho — respondió Lockley — que se trata de un generador del rayo del terror. Los invasores deben tener a seres humanos como amigos. Y estos espían a todos los demás. Colaboran con los monstruos. Aparentemente, hasta les han confiado los proyectores del rayo del terror.
Lockley iba hablando en tanto meditaba. A cierta distancia se oía el traqueteo del camión por la ciudad. No era un método muy prometedor de encontrar a dos fugitivos. Éstos podían esconderse si el vehículo aparecía en el extremo de la calle en que estaban. La búsqueda no podía proseguir indefinidamente. Seguramente aquello terminaría dejando en la ciudad a algunos individuos para que la recorriesen a pie. Pero tampoco era un método seguro. De todos modos, Jill y Lockley no podían quedarse allí.
—Debemos buscar un garaje con capacidad para dos coches — dijo el joven —. Tal vez no lo hallemos, pero debemos buscarlo. Si alguien tenía dos coches, tal vez habrá dejado uno. Sea como sea, lo pondré en marcha. Mientras tanto, iremos saliendo de la ciudad, aunque tengamos que alejarnos de ella a pie.
Dejaron de pasar por las calles con sus dramáticos contrastes de luz y sombras. Anduvieron por detrás de una hilera de lo que podían considerarse mansiones en Serena. A veces tropezaban con macizos de flores y una vez Jill se enredó los pies en una manguera de riego.
Casi todos los garajes estaban vacíos o contenían sólo las herramientas de jardinería.
Luego, algo le obligó a Lockley a levantar la mirada. Una torrecita esbelta, parecida a un mástil, se elevaba hacia el cielo. Su base se hallaba en el jardín de una mansión con amplios portales. Había un garaje para dos autos, y la portalada estaba abierta.
—La radio de un aficionado — exclamó Lockley —. ¡Me pregunto si...
Pero antes miró en el garaje. Había un coche. Subió al mismo después de haber abierto la portezuela con suma facilidad. La llave todavía estaba en el contacto. Comprobó que el depósito contenía casi tres cuartos de esencia. Era una suerte casi increíble.
—Probablemente intentaban llevárselo y luego cambiaron de idea — dijo —. Bien, abriré la puerta de la casa y probaré de realizar un pequeño hurto. ¡Sólo deseo que el dueño de la casa posea una batería de repuesto!
Irrumpir dentro fue sencillo. Una de las ventanas del porche respondió a la presión. Lockley saltó al interior de la casa, Jill le siguió.
El equipo de radio estaba en el sótano. Estaba provisto de una batería suplementaria, como las emisoras oficiales. En caso de tormenta o desastre, cuando las líneas de fuerza quedan inutilizadas, los aparatos aficionados de Estados Unidos pueden seguir funcionando como sistemas de comunicación de emergencia, sin emplear la fuerza externa. Aquel aparato estaba provisto del mismo equipo que los demás miembros de la organización.
Lockley encendió las válvulas. Sintonizó a una frecuencia general.
—¡«May Day»! ¡«May Day»! — comenzó a decir, sin levantar la voz. Esta llamada de emergencia tiene preferencia sobre todas las demás, excepto el S.O.S., pero es menos inequívoca cuando se emite débilmente.
Hubo respuesta a los pocos instantes. Lockley suplicó que siguieran sintonizándole mientras esperaba más llamadas. Tenía ya media docena de curiosos aficionados cuando comenzó a radiar lo que deseaba que supiera el mundo.
Lo contó todo con brevedad y tono convincente.
—Cambio — dijo luego, y esperó que se produjesen diversas preguntas.
No hubo preguntas. Su emisión había sido interferida. Alguna otra estación, o varias, estaban transmitiendo en la misma onda a un volumen ensordecedor, evidentemente desde un lugar no muy apartado. Lockley no sabía cuándo había comenzado la interferencia. Podía haberse originado tan pronto empezó a hablar. Era probable que ninguna de sus palabras hubiera sido captada desde el exterior.
Pero un buscador de orientaciones podría haber traicionado su posición.