Capítulo VIII
Era una maniobra azarosa sacar el coche a la calle. Lockley temía que al poner en marcha el motor, el ruido atronaría la callada ciudad, pudiendo ser oído a larga distancia. El movimiento de la palanca de marcha duró sólo un segundo. Tal vez hubiese individuos al acecho, pero no podrían localizar el coche antes de que el motor estuviese en marcha y el coche corriendo ya velozmente. Mientras tanto, el camión-remolque seguía atronando las calles. Naturalmente, era posible que hubieran sido apostados observadores en diversos lugares para tratar de hallar a Jill y Lockley.
El joven llevó el coche a la calle con el mayor silencio posible. No encendió los faros ni las luces de posición. Luego frenó y colocó al coche en dirección contraria al ruido del camión. De un salto envió el coche adelante. Entonces le asaltó una idea que le heló el espinazo. Es posible usar un receptor de onda corta para captar las chispas de ignición de un coche. Aunque a veces también puede estar estropeado un receptor. Era característico de Lockley pensar siempre en lo peor.
Puso el coche en marcha, aguzando los oídos, atento al ruido del camión. Comenzó a rodar lentamente, alejándose del distrito comercial. Conducir despacio requería una enorme fuerza de voluntad cuando todo parecía apremiarle para huir de aquella ciudad lo antes posible. Pero apretó los dientes. Un coche hace mucho menos ruido cuando se mueve despacio. Lo hizo rodar tan silenciosamente como un fantasma junto a los árboles y bajo los faroles callejeros.
Salieron de la ciudad. Las últimas luces quedaron a sus espaldas. Al frente no tenían ya más que la luminosidad de las estrellas y una carretera desconocida, plagada de virajes y recodos. Había señales de tráfico, apenas visible sin la luz de los faros. Lockley conducía sin luces. Cualquier resplandor podía haber constituido una guía para los hombres del remolque.
La luz de una noche estrellada no es buena para conducir, y cuando una carretera atraviesa un bosque todos los nervios se ponen en tensión. Lockley conducía muy alerta, tensos todos sus músculos. Pero después de una serie de curvas con altos árboles a cada lado, apretó el freno y detuvo el auto.
—¿Qué pasa? — preguntó Jill, al verle buscar algo bajo el panel de los mandos.
—Creo — le explicó el joven — que debí estropear algo del camión. De otra forma habrían intentado atraparnos con el rayo del terror.
Pero era probable que pudiesen reparar el daño causado. Y de todas maneras había más rayos. Probablemente estaban funcionando los estacionarios, y como el camión debía saber dónde estaban emplazados, llamando seguramente por radio para que los obturasen cuando el vehículo debía atravesarlos. Sí, emplear el remolque del Control había sido muy hábil.
Arrancó algo. Era un trozo de cable y empezó a doblarlo por uno de sus extremos.
—Si sospechan que hemos conseguido un coche — observó — esperarán que lleguemos a una carretera bloqueada por el rayo, lo cual nos paralizaría por completo. Por tanto, voy a adoptar una pequeña precaución. Mire — le puso el extremo del cable en una mano —. Es la antena de la radio del coche. Nos avisará de la misma forma que el muelle de mi reloj en el parque. Sosténgalo.
—De acuerdo — accedió Jill.
—¡Ah!, otra cosa — añadió él. Saltó del coche y cerró la portezuela con rapidez. Se dirigió hacia atrás. Se oyó el ruido de vidrios rotos. Regresó y explicó—: Así no funcionarán las luces del freno. Ahora será tan difícil seguir nuestro rastro como lo fue la otra noche el del remolque.
Jill dio un brinco dentro del coche al ponerse éste en marcha.
—¿Quiere decir que...? ¡Oh!
—Es lo más probable — asintió Lockley —. Sí, el vehículo que salió del parque y ocupó Maplewood, proyectando el rayo del terror en todas direcciones era el remolque. Alguien de su dotación debió calzarse unos zapatos fantásticos para dejar unas huellas monstruosas. Cometieron unos cuantos robos para crear la ilusión de que se trataba de seres espaciales que deseaban estudiar los adelantos realizados por el hombre.
Continuaron el viaje a unas quince millas por hora, oían zumbar los insectos en la noche. En el cielo sonaba constantemente el rumor de los aviones de las Fuerzas Aéreas que patrullaban fuera del parque.
—Pareció desalentado — observó Jill — cuando habló por teléfono con el general.
—Lo estaba — confesó Lockley —. Y lo estoy. Se negó a admitir que pudiesen estar equivocados. Creo que es algo político, y yo estaba contradiciendo la opinión oficial de sus superiores. Tendré que dirigirme a alguien de menos categoría... o de mucha más. Tal vez...
—¡Alto! — exclamó Jill con voz estrangulada. Frenó.
—Sostenga el cable — le dijo ella —. Estoy oliendo aquella horrible peste.
Lockley se colocó el cable en su mano. Sintió la misma, sensación que Jill.
—El rayo del terror cruza la carretera — dijo con calma —. Quizá contra nosotros, quizá no. Pero creo que algo más atrás hay un camino que atraviesa.
Hizo retroceder el auto. Aplastó también las luces de retroceso. Condujo sólo a la luz de las estrellas. Maniobró para girar el coche. Deshizo el camino por donde acababan de venir. Al cabo de una milla había otra carretera, desviándose de la que seguían. Torció por ella. Media hora más tarde, Jill exclamó vivamente:
—¡Frene!
La carretera estaba también bloqueada por otro rayo invisible. Cualquier coche rodando a una velocidad razonable penetraría en él antes de que el conductor pudiera darse cuenta.
—Mala cosa — rezongó Lockley con placidez —. Deben haber elegido los mejores sitios para el bloqueo. Tendremos que seguir al azar, probando todos los caminos y senderos que salen del parque. No sé hasta qué punto pueden tener rodeada la zona.
En el cielo se produjo un destello luminoso. Lockley levantó la mirada. Otro destello. Relampagueaba. El cielo se estaba encapotando.
—Esto es peor — gruñó con voz alterada —, He intentado todas las formas existentes para alejarnos del parque, siempre guiándonos por la luz de las estrellas. Pero ¿qué haré en tinieblas?
Siguió conduciendo. Las nubes se iban acumulando en el cielo. Una vez Lockley observó un leve resplandor en lo alto y apretó los dientes. A la primera oportunidad puso el coche en dirección contraria. El resplandor podía ser Serena, y tal vez las revueltas de la carretera y la falta de faros le habían llevado hasta sus cercanías. Dos veces más Jill le avisó del peligro del rayo del terror. Una de ellas, llevado por su creciente ansiedad, estuvo a punto de no frenar a tiempo. Cuando el coche se detuvo por fin sentía ya la comezón en su piel. También veía extrañas luces ante los ojos y una discordante sucesión de sonidos que, por asociación con los sufrimientos pasados, casi le obligaron a vomitar. Quizás aquella dispersión extra del rayo del terror se producía a través del metal del coche.
Cuando salió de la zona peligrosa el cielo estaba nublado en sus tres cuartas partes y poco después no quedaba ya más que un trecho sumamente limitado de estrellas. Continuamente brillaban los relámpagos. No tardó mucho en depender de ellos para ver la ruta.
Comenzó a llover. Los relámpagos se sucedían casi sin interrupción. La carretera giraba y volvía a girar. Dos veces el coche estuvo a punto de salir de la cuneta, pero Lockley consiguió enderezarlo en el último instante. A medida que transcurría el tiempo las cosas iban empeorando. Era urgente que se alejasen de Serena a causa del remolque del Control de Vida Salvaje que podía apoderarse de Jill y él mismo si el generador de los rayos era reparado y cuyos ocupantes podían asesinarlos si no lo era. Pero todavía era más urgente encontrar a seres dispuestos a escuchar su información y ver el mejor uso que podía hacerse de la misma. Sin embargo, conducir lloviendo y en tinieblas, sin faros y a poca velocidad, resultaba completamente exhaustivo.
—Creo — dijo al cabo — que me dirigiré a la primera granja que divise a la luz de los relámpagos. Trataré de meter el auto en un granero para que no pueda ser visto al rayar el día. ¡Es fácil que, sin querer, fuésemos a parar de nuevo al parque!
Efectuó un giro cuando un relámpago le dejó entrever una senda junto a un buzón rural. Al fondo de la senda había una finca. Y un granero. Saltó del auto y al instante quedó completamente empapado por la lluvia, pero exploró el espacio que había detrás de las grandes puertas dobles. Giró el coche y lo guió hasta el interior del cobertizo, dando marcha atrás.
—Así — le explicó a Jill —, si necesitamos marcharnos de prisa, no habrá que maniobrar antes.
Permanecieron sentados en el coche, escudriñando las tinieblas que les rodeaban. No había ninguna luz, excepto cuando relampagueaba. Lograron descubrir la granja, de cuyo tejado caían al suelo grandes chorros de agua. Había un gallinero. Había vallas. No distinguían ni la puerta de la cerca ni la carretera a través de la cortina de agua, pero Lockley sabía que había un espeso arbolado a la entrada del sendero.
—Esperaremos — dijo el joven con enojo —, y tal vez por la mañana descubriremos que estamos atrapados. Si por el contrario estamos lejos de Serena (no tengo la menor idea por ahora), continuaremos. Si no, permaneceremos ocultos hasta la noche y supongo que las estrellas nos auxiliarán cuando nos vayamos.
—Nos iremos — le animó Jill —. Pero ¿adonde?
—A cualquier sitio lejos de Boulder Lake, donde yo sea un ser humano y no un triste paisano. Donde pueda explicar algunas cosas a personas que sepan escuchar si no es ya muy tarde.
—No lo es — le aseguró Jill.
Hubo una pausa. La lluvia iba cayendo a cántaros. Los relámpagos seguían destellando. Se oyó el eco de un trueno.
—No sabía — intentó Jill reanudar la conversación — que usted pensaba que los invasores (los monstruos) tienen seres humanos que les ayudan.
—El conjunto de la operación no es totalmente humano — le explicó él —. Pero hay indicios de que hay alguien con ellos que nos conoce. Por ejemplo, nadie ha muerto. Al menos, no públicamente. Esto ha sido arreglado por alguien que comprendió que si había matanza todos lucharíamos hasta el fin de nuestras vidas y les enseñaríamos a los nuestros a pelear después de nosotros.
La joven meditó aquellas palabras.
—Usted lo haría — opinó luego —, pero no todo el mundo. Ciertas personas harían cualquier cosa para seguir viviendo. Usted no, claro.
La lluvia chocaba estrepitosamente contra el techo del granero.
—Pero lo que ha sucedido — continuó Lockley — no es lo que planearían unos seres humanos. Éstos, si proyectasen una conquista, sabrían que no conseguirían nuestra rendición. Si esto fuese una especie de ataque al estilo de Pearl Harbour por enemigos humanos, y ya podemos adivinar quiénes serían, habrían empezado matándonos en gran escala desde el principio. Si hubiesen aterrizado los monstruos sin información respecto a nosotros, podían haber perpetrado algunas matanzas también, con la estúpida idea de acobardarnos. Pero no ha habido matanzas. Por tanto, no se trata de un truco de la guerra fría ni de un aterrizaje impremeditado por parte de unos monstruos. Por tanto, tiene que existir una desviación en alguna parte. La colaboración de monstruos con hombres es sólo una sospecha. No estoy muy satisfecho con esta idea, pero hasta ahora es la única plausible.
Jill permaneció silenciosa largo rato. Luego exclamó, sin venir a cuento:
—Usted debió ser un buen amigo de...
—¿De Vale? — concluyó Lockley —. No. Le conocía, esto es todo. Hace muy pocos meses que entró en la compañía. No creo haber hablado con él una docena de veces, y cuatro de ellas él estaba con usted. ¿Por qué piensa que éramos íntimos amigos?
—Por lo que usted ha hecho por mí — respondió ella en la oscuridad.
Lockley esperó a que brillase un relámpago para observar la expresión del semblante de la muchacha. Ésta le estaba mirando fijamente.
—No lo hice por Vale — fue la respuesta.
—¿Entonces por qué?
—Lo habría hecho por cualquiera — repuso Lockley sin inmutarse.
En cierto modo era verdad. Pero no habría ido al campamento para ver si alguien se había quedado rezagado. No se le habría ocurrido tal idea.
—Creo que eso no es verdad — objetó Jill.
No hubo respuesta. Si Vale estaba vivo, Jill estaba prometida a él; aunque si todo iba bien, Lockley no estaba dispuesto a ser tan tonto como jugar a lo romántico y permitirle a la joven casarse con Vale por descuido. Por otra parte, si Vale estaba muerto, no iba a ser tan idiota que intentase conquistarla antes de que ella se hubiese recobrado de la noticia. Una muchacha puede perdonarse a sí misma la ruptura de su compromiso con un hombre vivo, pero nunca su deslealtad para con un muerto.
—Creo que deberíamos cambiar de tema — replicó él —. Le contaré por qué fui al lago a buscarla cuando todo esto haya concluido. Tuve mis motivos. Todavía los sigo teniendo. Y los daré a conocer en su día, tanto si a Vale le gusta como si no. Pero no ahora.
Se produjo un largo silencio, mientras la lluvia seguía cayendo implacable y el mundo no era más que una cortina de agua y relámpagos.
—Gracias — dijo Jill —. Ya estoy satisfecha. Continuaron sentados en silencio, en tanto iban transcurriendo las horas. De vez en cuando dormitaban. La conclusión de la lluvia despertó a Lockley. Empezaban a filtrarse las primeras claridades del alba. El firmamento todavía seguía encapotado. La tierra estaba empapada. Había goteras en el techo del granero, y la lluvia se había filtrado al interior. También caía todavía agua de la casa, ya visible, y de los árboles que casi la circundaban.
Lockley abrió la portezuela del coche y salió calladamente. Jill no se despertó. Visitó el gallinero, del que surgieron una babel de cloqueos y cacareos. Recogió unos huevos. Fue a la casa, chapoteando en el césped, y evitando los charcos del suelo. Encontró pan, jarras de conservas y latas de comida. Inspeccionó el sendero. Las rodadas del coche habían desaparecido. Asintió satisfecho.
Volvió al granero. La claridad no era completa todavía. Cerró casi las puertas a sus espaldas, dejando sólo una grieta de cuatro pulgadas para poder atisbar por ella. El coche se hallaba completamente fuera de vista, sin la menor señal de un ser viviente por los alrededores.
—Ha cerrado la puerta — dijo Jill —. ¿Por qué?
—Temo que estemos tan mal como al principio — explicó mal de su agrado —. A menos que esté equivocado, hemos efectuado un rodeo durante la tormenta y nos encontramos cerca del lindero del parque. Ésta no es la carretera por la que fui yo en su busca, en la que mi coche sufrió el accidente. Ésta es otra. Opino que no nos hallamos a más de veinte millas del lago, y no es esto lo que yo quería.
Comenzó a vaciarse los bolsillos.
—He encontrado un poco de comida. Tendremos que esperar hasta la noche y procurar abrirnos paso hasta el cordón, a la luz de las estrellas.
Hubo un nuevo silencio, sólo roto por el gotear del agua. Lockley se sentía impaciente y angustiado. Sabía que había obrado como un idiota al intentar escapar de la zona evacuada en coche. Pero no podía haber actuado de otra forma. Su mayor estupidez había sido no sospechar nada cuando había divisado el camión-remolque avanzando por una carretera que él sabía estaba bloqueada por el rayo del terror. Y tal vez también había sido un idiota al negarse a explicar por qué había ido hasta el campamento para velar por la seguridad de Jill, cuando su razón le había dicho que no era asunto suyo.
La claridad había aumentado. A través de la rendija de la puerta del granero podía divisar la casa. Y también parte del sendero y los árboles del otro lado de la carretera.
Estaba dejando la comida en el asiento cuando de repente se inmovilizó, escuchando. El silencio que precede al día había sido alterado por un distante rumor de un motor de combustión interna. Era un ruido familiar. Excepto el impacto de las gotas al caer de las hojas de los árboles y del tejado de la casa, era el único sonido audible en todo el mundo.
—No creo que puedan verse las huellas del coche a la entrada del sendero — dijo en voz baja —. La lluvia debe haberlas borrado por completo. No es probable, además, que nos busquen por aquí. Pero sólo me quedan tres balas en el revólver. Tal vez será mejor que salga usted y se oculte en el maizal. Tal vez, si la situación empeora, creerán que la he abandonado en cualquier parte.
—No — rechazó ella la proposición —. Dejaría huellas en la tierra mojada y me descubrirían.
Lockley gruñó entre dientes. Empuñó el revólver que le había arrebatado al chófer del camión en Serena. La examinó con tristeza. Sería inútil, pero...
Jill se le acercó, espiando su expresión.
El estruendo del camión se iba acercando, cada vez más alto. Disminuyó un momento cuando una curva de la carretera llevó al vehículo por detrás de un grupo de árboles que amortiguó el ruido. Pero de repente resonó con más potencia. Se hallaba tremendamente cerca.
Lockley miró por la rendija de la puerta, procurando que su rostro no pudiera ser visto desde el exterior.
El camión-remolque del Control de Vida Salvaje pasó gruñendo. Parecía atronar el espacio. Sus ruedas produjeron una rociada cuando se hundieron en una profunda charca cerca del sendero.
Luego se fue alejando. Jill respiró aliviada. Lockley la previno con el gesto.
Escuchó. El ruido se fue extinguiendo paulatinamente durante lo que debió ser una milla al menos. Entonces oyeron cómo frenaba. Lockley tuvo que aplicar el oído muy atento para poder captar el sonido de un motor parado. Tal vez fuese su imaginación. Ciertamente, en cualquier otro instante menos silencioso no hubiese podido oírlo.
—¿Cree que...? — comenzó a susurrar Jill. Él volvió a hacerla callar con el gesto. El distante motor continuaba parado. Un minuto. Dos. Tres. Entonces volvió a oírse el lejano rugido del motor. El camión reanudaba la marcha. El sonido fue disminuyendo.
—Han llegado a un lugar donde el rayo del terror bloqueaba la carretera — explicó Lockley —. Han frenado y han llamado por la onda corta; entonces el rayo ha sido desconectado y el camión ha podido pasar adelante. Indudablemente el rayo debe estar de nuevo conectado.
Luchó hasta adoptar una decisión.
—Nos desayunaremos — dijo —. Tendremos que comernos los huevos crudos, pero necesitamos comer. Luego, trazaremos un plan. Quizá sea conveniente que nos olvidemos de toda clase de vehículos y tratemos de llegar hasta el cordón a pie, hurtando la comida en las granjas que hallemos al paso. No pueden ser muchos los... colaboradores. Y, naturalmente, nos mantendremos ocultos.
Abrió una jarrita de conserva.
—Pero sería preferible viajar en coche si esta noche aclara y brillan las estrellas. Al menos resultaría menos cansado para usted.
—Tal vez haya noticias — le atajó Jill prácticamente.
Le temblaban las manos cuando colocó el transistor sobre la capota del auto. Lockley lo notó. También él experimentaba el agotamiento de aquella prolongada fuga a través de los bosques, donde a cada instante les acechaba un peligro mortal. Y se hallaba, además, angustiado por la certeza de que había seres humanos cooperando plenamente con los invasores. Era inimaginable que alguien pudiera ser traidor, no sólo a su propio país, sino a toda la raza humana. Se sintió incrédulo. ¡No podía ser cierto! Pero lo era.
La radio dejó escapar unos cuantos ruidos. Lockley la giró en otra dirección. Sonó una música. Jill hizo una mueca. Apretó los labios para no dejar ver lo que sentía.
«¡Boletín especial de noticias! — dijo la radio al fin —. ¡Boletín especial de noticias! El Pentágono anuncia que por primera vez ha sido reproducido el rayo de! terror empleado por los invasores espaciales en Boulder Lake. Trabajando contra reloj, los equipos de científicos americanos y extranjeros han construido un proyector de lo que es un tipo de radiación electrónica completamente nuevo, que reproduce todos los efectos causados por el rayo del terror de los invasores. Sin embargo, aún es de poca potencia y no ha causado efectos paralizantes al experimentar con animales. No obstante, algunos se han sometido voluntariamente a la prueba y han manifestado que las sensaciones experimentadas por los miembros del cordón militar en torno a Boulder Lake fueron las mismas. Se halla en marcha un programa acelerado para el desarrollo del proyector. Al mismo tiempo, otro programa para desarrollar la manera, de contraatacarlo prometo brillantes y próximos resultados. Las autoridades confían plenamente en que se hallará una defensa completa contra esta misteriosa arma dentro de muy poco tiempo. No hay ninguna razón para temer que la Tierra sea incapaz de defenderse contra los invasores de nuestro planeta y los nuevos refuerzos que puedan recibir.»
Se suspendió el boletín informativo y un anuncio reclamó la atención de los oyentes hacia las virtudes de una pastilla antialérgica. Jill escrutó el semblante de Lockley. Estaba contraído.
La radio reanudó la emisión del noticiario. Con esta esperanza segura de poder defendernos contra el arma de los invasores, dijo el locutor, era altamente importante no destruir la nave espacial enemiga, ya que resultan! muy útil su examen y posterior estudio. El empleo de la; bombas atómicas quedaba, por lo tanto, descartado por el momento. Pero se usarían en caso necesario. Mientras tanto, contra tal emergencia, se ampliarían las zonas de evacuación. La gente sería trasladada a otros territorios para que la radioactividad no afectase a ningún ser humano.
Otro anuncio. Lockley desconectó la radio.
—¿Qué opina? — inquirió Jill.
—Me gustaría que no hubiesen lanzado esta emisión — replicó Lockley —. Si sólo hubiese monstruos complicados en esta invasión, que no supiesen inglés, estaría todo muy bien. Pero con la ayuda de los seres humanos, resulta funesta. Si estamos a punto de hallar la manera de contrarrestar su arma, la utilizarán antes de que los científicos terminen sus tareas. Poco después, agregó con amargura:
—Hubo un momento, a continuación de la última gran guerra mundial, en que sólo nosotros tuvimos la bomba y nadie más. ¡Entonces no podía existir una guerra fría!. Hubo años en que hubiésemos podido destruir a los demás, sin que nadie hubiese podido oponerse. Y ahora hay otros que están en esta misma posición. Pueden destruirnos y nosotros estamos indefensos. Y esto durará una semana, o dos o tres. Será muy sorprendente que no se aprovechen de esta oportunidad.
Jill intentó comer algo de lo que Lockley había traído. Pero le fue imposible. Empezó a sollozar calladamente.
Lockley se maldijo por haberla puesto en aquel estado.
—¡Por favor! — la consoló —. Esto es lo peor que puede suceder, pero no lo más probable. La joven trató de contener las lágrimas.
—Sí, nos hallamos atascados — insistió él —. No sería raro que dentro de pocos días se produjese otro aterrizaje espacial. O varios. Pero esos monstruos no desean matar a la gente. Quieren un mundo con gente capacitada para trabajar para ellos. Lo han demostrado. Evitarán toda matanza. No permitirán que los hombres que les ayudan destruyan a la humanidad que desean viva y útil.
Jill apretó las manos.
—¡Pero sería preferible morir antes que sufrir tal humillación!
—¡Espere! — protestó Lockley —. Hemos reproducido el rayo del terror. ¿Cree que esto se quedará así? Los científicos que saben cómo fabricarlo se esparcirán por doce o cien sitios, donde no puedan ser descubiertos, y continuarán trabajando en secreto hasta que obtengan los rayos y una protección contra los mismos, y luego algo más mortal todavía. ¡Los seres humanos no podemos ser vencidos! ¡Lucharemos hasta el final de los tiempos, hasta la consumación de los siglos!
—Pero usted mismo dijo — arguyó Jill, desesperada — que no podía existir una defensa contra el rayo! ¡Lo dijo!
—Me hallaba desalentado — protestó Lockley —. No reflexioné debidamente. Sin equipo de ninguna clase, hallé la manera de detectar al rayo antes de que fuese lo bastante fuerte para paralizarnos. Usted lo sabe. Los científicos poseen equipos e instrumentos, y ahora que poseen ya el rayo ensayarán varios métodos. Lo harán mucho mejor que yo. Pueden intentar por heterodino. Por efectos de interferencia. Pueden descubrir algo para reflejarlo, o pueden probar por refracción.
Hizo una pausa, observándola ansiosamente. Ella sollozó sólo una vez.
—Pero otras armas... — dijo.
—Tal vez no haya ninguna más. Y quizás un truco de refracción ayudará a contrarrestar sus efectos. Ahora se dispersa por los bordes. Así es como nosotros estamos prevenidos. Es refractado por los iones del aire. Estos actúan como las gotas de rocío: refractan la luz del sol y originan el arco iris después de la lluvia. Y nosotros captamos antes que nada el efecto del olor. Esto demuestra que hay refracción.
Escrutó su rostro. La joven tragó con dificultad. Lo que acababa de decir apenas tenía sentido. Ni siquiera tenía razón. Existe evidencia de que los nervios olfatorios son mucho más sensibles que los ópticos o los auditivos, mientras que los nervios musculares son menos sensibles todavía. Pero Lockley no estaba de humor para reparar en tales sutilezas. Sólo deseaba tranquilizar a Jill.
Y entonces sus ojos casi se desorbitaron y permanecieron fijos más allá de la muchacha. Había estado hablando distraídamente, con la única intención de reanimarla, mientras una parte de su cerebro había estado escuchando. Y aquella parle separada de su mente le había oído decir algo muy valioso.
Permaneció inmóvil unos segundos, mirando al vacío.
—Acaba de ocurrírseme... —exclamó de repente —. No sé por qué no lo pensé antes. El rayo del terror se dispersa un poco, como un rayo de luz en la niebla. Se dispersa en los iones, como la luz en las gotitas de agua. ¡Exacto!
Calló, reflexionando arduamente.
—¡Continúe! — le animó la joven. Lo que él acababa de explicarle apenas tenía sentido para ella, pero comprendía que era algo importante.
—Bueno, un rayo emitido por un faro queda obstaculizado por una nube, que es un conjunto de gotitas de niebla agrupadas en un mismo lugar. Resbala por su superficie pero no puede penetrar en la masa gaseosa — de repente pareció indignado por no haber sabido ver antes lo que resultaba tan claro ahora —. Si pudiéramos fabricar una nube de iones, pararía al rayo del terror como las nubes naturales detienen al rayo de luz. Podríamos...
Calló de nuevo, y Jill mudó de expresión. Volvió a mirarle confiada. Incluso parecía sentirse orgullosa de que Lockley luchase por resolver aquel problema, en tanto chasqueaba los dedos inconscientemente.
—Vale y yo — continuó ávidamente — teníamos instrumentos electrónicos para nuestras mediciones. Algunos de sus elementos tenían que estar encerrados en plástico pues de lo contrario hubieran ionizado el aire, dispersando corriente como en un cortocircuito. Si ahora poseyese esos instrumentos... No, tendría que quitar el plástico, lo cual no podría hacerlo sin romper algo.
—¿Qué sucedería — se interesó Jill — si pudiese hacer lo que está pensando?
—Podría — le explicó Lockley — fabricar un artilugio que crease una nube de iones en tomo a la persona que lo llevase. Y podría reflejar parte del rayo de! terror y refractar el resto para que no pudiese hacer contacto con el cuerpo humano.
—Entonces, esta noche entraremos en un pueblo abandonado y cogeremos todo lo que usted necesite... — insinuó Jill.
—¡No! — la interrumpió el joven, con alivio en la voz —. Creo que lo único que necesito es un rallador de queso y el transistor. Y en esta granja debe haber un rallador.
Escuchó por la rendija de la puerta y salió del granero. No tardó mucho en volver. No sólo traía un rallador de queso sino uno de nuez moscada. Ambos hechos de hojas delgadas de metal en los que se habían perforado numerosos agujeros muy diminutos, de forma que los bordes de cada agujerito se hallaban retorcidos hacia un mismo cara para formar la superficie ralladora. Lockley sabía que aquellos puntos afilados, cargados eléctricamente, forman minúsculos chorros de aire ionizado que desvían la llama de una vela. Y en aquellos ralladores había miles de puntitos.
Se sentó a trabajar en el asiento del coche, alejando de sí el revólver con las tres balas en la recámara. E revólver estaba reservado para Jill en caso de futuro acontecimientos, en los que ya sería de poco o ningún valor práctico.
Operó en el transistor con su navaja para establece un circuito que oscilaría cuando se conectase la batería Habría inducción para elevar el voltaje en los puntos extremos de las oscilaciones en repetidas ondas de corriente de un signo en los innumerables agujeritos de los ralladores. Y habría un efecto que no había previsto. Los puntos formadores de iones eran de longitudes y trazados minúsculamente diferentes, de forma que la radiación que inevitablemente acompaña a las nubes de iones sería de unas longitudes de onda minúsculamente variables. Las consecuencias de emplear los dos ralladores era, claro está, que los asombrosos puntos de energía se manifestaban en unos bultitos ultramicroscópicos a una considerable distancia del artilugio. Pero Lockley no lo había planeado así. Ello era debido a los materiales que se había visto obligado a emplear a falta de otros mejores.
—Sólo puedo comprobar la producción de iones aquí — le dijo a Jill cuando hubo terminado —. Si sirve, debe hacer vacilar la llama del encendedor cuando se acerque a los puntos. En tal caso, me dirigiré a la carretera, al punto en que se detuvo el remolque. Pienso que en aquel lugar la ruta está bloqueada por un rayo del terror.
Embebido en su idea, movió el interruptor. Instantáneamente se oyó una estruendosa, ensordecedora explosión. El revólver había volado en mil pedazos, destrozando el parabrisas y rasgando el tapizado del auto.
Lockley fue en busca de una horca. Estaba dispuesto a vender cara su vida. El humo de la pólvora invadió el granero. No ocurrió nada más.
—Esto puede ser otra arma de los monstruos — dijo al cabo de unos instantes llenos de tensión —. Debí imaginarlo. Pueden haber usado una radiación o un rayo que no habíamos sospechado para desarmar a las tropas del cordón. Y si es esto lo que han intentado, no tienen más que barrer el cielo con ello y todos los bombarderos serán eliminados.
Pero no hubo otros sonidos que los decrecientes impactos de las gotas de lluvia que lentamente iban cayendo al suelo por las goteras y desde las hojas de los árboles.
—Bien, en realidad sólo han destrozado nuestra única arma — continuó Lockley con frialdad —. Debe tratarse de un rayo detonador que ha hecho estallar los cartuchos. Esto sería una protección perfecta contra las bombas atómicas, si el explosivo químico que los hace estallar pudiera ser disparado a distancia. ¡Son gente lista estos monstruos!
—¡Vamos! — agregó a continuación —. Ahora es más necesario que nunca poder llegar a algún sitio donde puedan escuchar lo que tengo que decirles.
—¿Pero llegar adonde? — exclamó Jill.
—Nos internaremos por el bosque hasta la noche — explicóle el joven —, y entretanto comprobaré la utilidad de este artefacto contra el bloqueo de las carreteras, aunque si los monstruos poseen un rayo detonador, de poco va a servirnos. ¡Vamos!
Se llenó los bolsillos de comida y echó a andar.
La mañana se hallaba en toda su plenitud. El sol era ya visible, rojo hacia oriente.
—¡Ande pisando la hierba! — la aconsejó Lockley.
No había por qué dejar huellas en el suelo, aunque no hubiese motivos para creer que la explosión de la pistola hubiese sido oída. Lockley, además, consideraba que si los invasores acababan de utilizar una nueva arma, se producirían explosiones de mayor o menor violencia en todo el territorio evacuado y en otras zonas dentro de su radio de acción. No habría muchas granjas sin un rifle al menos colgado en cualquier sitio. Y también habría cartuchos. Si los monstruos del espacio poseían un rayo detonador, tal como tenían el rayo del terror, toda esperanza podía ser abandonada.
Atravesaron una finca y luego la fueron bordeando. Rápidamente y de manera furtiva pasaron hacia el bosque fronterizo. Quedaron empapados casi inmediatamente. Las hojas caídas, húmedas, se pegaban a las suelas de sus zapatos. Las ramas bajas les humedecían constantemente el rostro. Lockley, tan pronto como se halló al socaire de la carretera, emprendió la dirección tomada por el remolque. Le entregó a Jill el hilo de bronce que había sido la espiral de su reloj.
—Podríamos captar el rayo con la humedad del suelo — dijo —, en contacto con las suelas de los zapatos, pero será más seguro usar esto.
Continuaron un largo trecho.
—¡No me gusta esto! — murmuró Lockley —. Ya deberíamos haberlo...
—Creo que lo estoy oliendo — le interrumpió Jill.
—Voy a probar — dijo Lockley. Detectó el olor nauseabundo, tan repelente como siempre. Hizo retroceder a Jill.
—Espere aquí, junto a este árbol. Aquí podré encontrarla con facilidad y estará también a salvo de los efectos del rayo.
Dio media vuelta y se alejó.
—¡Por favor, tenga cuidado! — le recomendó Jill.
—No hace mucho — le contestó él, deteniéndose y hablando por encima del hombro — pensaba que tenía una importante información que suministrar al alto mando, por lo que debía defender mi existencia. Ahora ya no estoy tan seguro de mi importancia. Sin embargo, pienso que usted todavía necesita alguien que la proteja.
—¡Sí, es cierto! — exclamó ella —. ¡Y usted lo sabe!
—Volveré — le aseguró el muchacho.
Se marchó, sosteniendo la espiral del reloj.
Se movía con extremada precaución. El olor se presentó y fue creciendo de intensidad. Comenzó a sentir también las primeras luces de colores ante sus ojos. Era el síntoma que seguía al olor al acercarse a un rayo del terror. Después sus oídos comenzaron a captar un débil aunque discordante murmullo. Conectó el aparato fabricado con los dos ralladores y los elementos del transistor. El olor cesó. Las débiles lucecitas se desvanecieron. Y los rencos murmullos se extinguieron.
Desconectó el aparato productor de los iones. Los síntomas reaparecieron. Lo conectó y desconectó dos veces más. Dio un paso al frente. Volvió a efectuar la misma prueba. La nube de iones formada en los innumerables puntitos del aparato eran invisibles, pero refractaban o reflejaban, en cualquier caso, neutralizaban el arma de los monstruos de Boulder Lake. Continuó adelante y en un momento dado sintió una ligera comezón en su piel, oyó una especie de susurro muy lejano y olfateó el olor nauseabundo como algo tan diluido que apenas podía notarse.
Siguió adelante y aquellas débiles sensaciones cesaron. Impaciente volvió a desconectar el artefacto. Había atravesado el rayo del terror.
Comenzó a retroceder con el aparato conectado una vez más, y en el punto donde había experimentado las débiles manifestaciones de los efectos del rayo, se detuvo a saborear su triunfo, ahora tal vez ya inútil. Si los monstruos poseían un rayo detonador, su victoria no significara ya nada. Sin embargo, hubiera podido significarlo todo. Prestó atención y distinta, aunque débilmente, experimentó los efectos del rayo del terror.
Luego, dejó de sentirlos. En absoluto. Las sensaciones se habían esfumado.
Oyó chillar a Jill frenéticamente. Echó a correr hacia el lugar donde la había dejado. Corrió. Saltó. Cayó una vez, y maldijo contra la rama caída que le había hecho tropezar. Llegó al árbol y Jill no estaba allí. Observó las mellas de sus zapatos por entre las húmedas hojas caídas. Conducían hacia la carretera.
Oyó golpear una portezuela de un coche y un motor que arrancaba. Corrió más de prisa que antes.
El motor se fue alejando. Y Lockley llegó a la carretera sólo a tiempo de ver la parte posterior de un vehículo militar pintado de color pardo a unas trescientas yardas de distancia. Dobló una curva de la carretera y desapareció. Se dirigía hacia el lugar donde el rayo del terror bloqueaba la carretera, encaminándose evidentemente hacia Boulder Lake.
Estaba claro lo acontecido. Desde su lugar junto al corpulento árbol, la joven había divisado un vehículo militar que se aproximaba. Y ella y Lockley habían estado intentando llegar al cordón de tropas en torno al parque.
No había motivo alguno para desconfiar de unos hombres en uniforme o de un coche militar. Jill había echado a correr hacia la carretera. Por mera coincidencia, el vehículo, evidentemente atestado de individuos que colaboraban con los invasores, se había detenido en el punto donde debía esperar a que los monstruos desconectasen el proyector a fin de franquearles el paso. La joven se había aproximado al vehículo. Y algo la había asustado Entonces había chillado.
Pero había sido izada arriba del coche, el cual continuó su marcha antes que el rayo.