VIII

Unos pequeños navíos exploradores se adelantaron a la flota principal. En su origen habían sido navecillas de vigilancia, destinadas para el servicio dentro del sistema solar y completamente incapaces de entrar en superimpulsión. Vinieron de Weald transportadas por los navíos de carga, ahora transformados en naves de batalla. Los exploradores volaron bajo, transmitiendo a las pantallas de la flota imágenes de todo cuanto podían ver y que constituyera un objetivo contra lo que disparar. Hallaron la torre de aterrizaje: no contenía ninguna nave mayor que el navío médico de Calhoun, el Aesclipus Veinte.

Registraron por doquier. Subieron y bajaron, explorando amplias bandas en la superficie de Dará. Las ciudades del planeta, las carreteras y los centros industriales estaban completamente abiertos a las inspecciones del cielo. Parecía como si los exploradores rastreasen en busca de la flota de antiguos navíos depósito de cereales que Calhoun había dicho que los pieles-azules tomaron y se llevaron. Pero aunque los exploradores los buscaron, no pudieron hallarlos.

Dará no ofreció oposición alguna a las naves. Nada se levantó en el espacio para impedir el registro. Los pequeños navíos exploradores atravesaron el cielo de cada porción del planeta hambriento, lo mismo mares que tierras, y no pudieron percibir signo alguno de preparativos militares contra su venida. Las enormes naves de la flota principal esperaban, mientras los exploradores informaban monótonos que no veían rastros de la flota robada. Pero la flota robada era el único medio por el que el planeta podía defenderse. Sería inútil entablar una estúpida batalla en el vacío. Pero una flota respaldada por un planeta... eso sí que podría ser peligroso.

Pasaron las horas. La principal flota wealdiana esperaba. No había efectuado ningún movimiento ofensivo. Tampoco había acción defensiva desde el suelo. Con las bombas de fisión, prestas a ser utilizadas en cualquier conflicto actual, aquello era cosa parecida a una pausa embarazosa. Las naves wealdianas estaban dispuestas a bombardear. Sin embargo, se sentían menos ansiosas de verse vaporizadas por embestidas posiblemente suicidas de naves defensoras que pudieran destruirlas al entrar en contacto con sus enemigos.

Pero una flota no puede viajar varios años luz a través del espacio para hacer sólo una mera amenaza. Y la escuadra wealdiana estaba provista de material suficiente para una completa devastación. Podría dejar caer bombas a una distancia de cientos, miles, e incluso decenas de miles de kilómetros. Podía cubrir el mundo de Dará con nubes en forma de hongo, ascendiendo y distendiéndose para formar un palio continuo a la tierra, convertida en una masa de productos de fisión atómica. Y podían luego posarse y matar a todo ser viviente que no hubiera sido destruido por las explosiones. Incluso las criaturas de los más profundos océanos morirían a causa de las partículas con que se contaminaría el agua a propósito.

La flota wealdiana contemplaría su propio poder destructor. Al no encontrar capacidad para defensa en Dará, avanzó.

Pero entonces, un mensaje provino de la ciudad capital de Dará. Dijo que una nave de superimpulsión acababa de avistar a la flota dariana del espacio. La flota dariana marchaba hacia Weald. Estaba compuesta por treinta y siete naves gigantescas. Llevaban bombas en tal y tal cantidad y de tal y tal calidad. A menos que recibieran contraórdenes, dejarían caer sobre Weald sus bombas, ajustadas para que explotasen. Si Weald bombardeaba Dará, no podría darse contraorden. Weald podía hacer lo que quisiera, bombardear Dará, si le complacía. Eso destruiría toda vida en el planeta paria. Pero Weald moriría al mismo tiempo.

La flota cesó en su avance. La situación era de tablas, con pura desesperación en un lado y pura frustración en el otro. Aquél no era modo de acabar la guerra. Ningún planeta podía confiar en el otro, ni siquiera escasos minutos. Si no se destruían simultáneamente, lo que era factible, cada uno esperaría que el otro se lanzase con un ataque sin aviso en cualquier momento. Por último, tanto uno como el otro mundo perecerían, y el superviviente podría ser el más experto en traición.

Por entonces, el planeta paria hizo una nueva proposición. Enviaría una nave mensajera para detener su propia flota evitando que bombardease, si Weald aceptaba el pago de las naves granero y sus cargamentos. Se efectuaría en lingotes de uranio y tungsteno y oro, si así lo deseaba Weald, incluso añadiendo una indemnización por cuantos daños reclamase Weald.

También se pagaría indemnización por los mineros de Orede que habían muerto por accidente, aunque, hilando muy delgado, quizá por culpa de Dará. Se pagaría. Pero si los wealdianos bombardeaban, el propio Weald se convertiría en una hoguera atómica y la flota jamás encontraría planeta propio al que regresar.

Aquella proposición parecía al mismo tiempo loca y desesperada. Podía permitir a la flota de Weald saquear y traicionar después a Dará. Pero era idea de Calhoun. Pareció plausible a los almirantes de Weald. Sentían sólo desdén por los pieles-azules. Con orgullo, aceptaron la semirrendición.

La radio de Dará dio cuenta del acuerdo, y un rencor fiero y salvaje llenó por completo a la gente del planeta paria. Hubo casi una revolución para insistir en la resistencia, a pesar de que fuese desesperada y fatal. Pero no todos en Dará se dieron cuenta de que acababa de producirse un cambio vital en el estado de cosas del planeta. Sin embargo, algunos sí lo comprendieron. Pero, por otra parte, la flota enemiga ni lo sospechó.

En formación de combate, la flota invasora se extendió por los cielos de Dará, mucho más allá de la atmósfera. Voces ásperas hablaron con increíble arrogancia al personal de la torre de aterrizaje. Un monstruoso navío de Weald aterrizó pesadamente, utilizando los campos de fuerza de la torre de aterrizaje. Tocó el suelo con suavidad. Sus ocupantes parecían aprensivos, pero hambrientos del pillaje que creían ya suyo, a su alcance. El casco exterior del navío sería esterilizado antes de regresar a Weald, naturalmente. Y también la patrulla de desembarco gozaría de adecuada protección.

Los hombres salieron por las escotillas de la nave. Utilizaban los dobles trajes transparentes que Calhoun había sugerido, que habían sido cuidadosamente probados y que ofrecían perfecta protección contra el contagio. Eran trajes dobles de plástico, con tanques de aire dentro de la envoltura flexible interior.

Los hombres que utilizasen tales vestiduras podrían pasear por Dará. Podrían trabajar en Dará. Podrían saquear con impunidad y sin temor a las contaminaciones que afectarían sólo a la parte exterior de los vestidos, y a su regreso a sus naves no tendrían más que permanecer de pie en las escotillas de aire mientras gases desinfectantes circulaban entre ellos, matando cualquier posible microorganismo de la enfermedad. Luego, para mayor seguridad, cuando el aire de Weald llenase de nuevo la cámara, los hombres quemarían el plástico exterior de su traje y entrarían dentro del navío sin el menor riesgo de ser portadores de plástico contaminado por gérmenes infecciosos.

En cuanto al botín, con toda evidencia podía descontaminarse antes del regreso a Weald. Era posible fundir los metales, en caso necesario. Las piedras preciosas podían esterilizarse. Era un descubrimiento más que satisfactorio el de que los pieles-azules no sólo podían ser vejados, sino también robados. Había sólo un trozo de información, poco importante, que la flota espacial de Weald no había recibido.

Esa información era que las gentes de Dará ya no eran pieles-azules. Había habido una epidemia trivial...

Los ensacados hombres de Weald se dedicaron gustosos a su trabajo. Tomaron a su cargo las operaciones de la torre de aterrizaje, desplazando a los operadores darianos. Por primera vez en la historia, los miembros de la dotación de una torre de aterrizaje utilizaron maquillaje para simular que tenían pigmento azul en sus pieles, porque ya no lo tenían. El grupo de desembarco wealdiano comprobó el funcionamiento de la antena, e hicieron bajar otro navío gigante. Luego otro, y otro.

Grupos de gentes ensacadas con sus trajes espaciales se extendieron por toda la ciudad.

Se veían pilas enormes de metales preciosos, traídos allí para entregarlos y que fuesen transportados a otro planeta. Unos cuantos se pusieron a cargar los lingotes en los depósitos de las naves de Weald. Otros marcharon animosos en busca de botín personal.

Salieron a la vista muy pocos darianos. Se apartaron muy malhumorados de aquellos a quienes vieron. Entraron en las tiendas y tomaron cuanto les apeteció. Luego, vivarachos, se apoderaron del tesoro de los bancos.

Informes triunfantes y desdeñosos fueron dirigidos a las grandes naves todavía en el espacio. Los pieles-azules, decían los informes, estaban desanimados y se mostraban cobardes. Permitían que se les robara. Se mantenían fuera del camino, sin obstruir. Se había observado que la población se marchaba en masa de la ciudad, huyendo porque temían a los grupos de desembarco de las naves. Los pieles-azules habían entregado sumisos todo cuanto prometieron en metales preciosos, pero había mucho más que tomar.

Bajaron más navíos, y más. Algunos de los primeros, fuertemente cargados, se elevaron al vacío y el proceso de descontaminación de sus cascos comenzó. Se produjeron celos entre las naves del espacio y las que estaban en el suelo. Los primeros navíos aterrizados pudieron elegir el botín. Ahora disputaban acerca de prioridades, desde que la flota de Weald tenía carta blanca para el saqueo. Hubo confusión entre los miembros de las patrullas de desembarco. Desapareció la disciplina. Los hombres con los trajes de plástico actuaban como individuos, buscando en el saqueo su pillaje particular.

Grupos de desembarco armados y vigilantes formaban guardia en torno a la torre de control, claro, pero la ciudad capital de Dará estaba abierta. Los hombres volvían con el botín encontrado a sus naves, que inmediatamente despegaban para dejar sitio a las otras. Muchos se encontraban con que el navío que les trajo ya no estaba. Entonces entraban en los grupos reembarcantes de otras naves. A cada momento habían más y más hombres en embarcaciones a las que no pertenecían, y en cambio otras naves carecían de los miembros habituales de su dotación.

Para cuando la mitad de la flota había aterrizado, ya no se intentaba siquiera mantener una nave en el suelo hasta que hubiera regresado toda su tripulación. Había tripulantes en demasía de otras naves espaciales pidiendo la llegada de su turno en el saqueo. Además, las nóminas de muchos navíos no tenían relación particular con los hombres actualmente a bordo.

Había poco menos de quince naves cuyos depósitos debían ser fumigados pero todavía estaban vacíos, cuando el vigilante gobierno de Dará emitió un nuevo mensaje a los invasores. Pedían que cesara el saqueo. No importaba lo que reclamase Weald como pago, porque ya habían tomado esa cantidad por lo menos cinco veces más. Ahora era el momento de cesar.

Fue divertido. El almirante espacial de Weald ordenó a sus naves que estuvieran alerta para entrar en acción. La nave mensajera que partió para mandar que la flota dariana se mantuviese alejada de Weald, había partido mucho tiempo antes. ¡Era imposible que despegara otra nave ahora! Los darianos podían elegir entre aceptar las consecuencias de la rendición, o que la flota se elevara para bombardearles.

Se pidió con educación que Calhoun fuera llevado a presencia del almirante wealdiano nada más comenzar el jaleo. No estaba en tierra, en absoluto. Todo se hallaba bajo el espléndido control de la fuerza que ocupó la torre de aterrizaje y los terrenos de los alrededores. El almirante del espacio tenía su cuartel general avanzado en el mismo despacho de la torre de aterrizaje. Llegaron informes, se emitieron órdenes, se intercambiaron enérgicos saludos entre los hombres vestidos con aquella especie de sacos de plástico. Todo allí marchaba a las mil maravillas.

Pero entre las naves del espacio cundió el pánico. Los operadores de radio emitieron gritos horrorizados. Se oyeron chillidos. Las comunicaciones inteligibles cesaron. Las naves marcharon locamente de aquí para allá. Alguna se desvaneció en la superimpulsión. Por lo menos otra se lanzó a toda velocidad contra el océano dariano.

El almirante del espacio se encontró a sí mismo al mando de solamente quince naves, los rescoldos de su antigua fuerza. El resto de la flota atravesó un período de locura histérica. En algunas naves duró sólo minutos. En otras, continuó hasta media hora o más. Luego todas prosiguieron el vuelo por encima del planeta, pero ninguna respondió a las llamadas.

Calhoun llegó al puerto espacial con Murgatroyd cabalgando sobre su hombro. Un azorado oficial en traje especial de plástico doble le detuvo.

—He venido para hablar con el almirante —dijo Calhoun—. Me llamo Calhoun y soy del Servicio Médico, y creo que conocí al almirante en un banquete hace pocas semanas. Él me recordará.

—Tendrá que esperar —protestó el oficial—. Hay algunas dificultades...

—Sí —contestó Calhoun—, lo sé. Yo ayudé a prepararlas. Quiero explicarlas al almirante. Necesita saber lo que ocurre, si es que quiere tomar las medidas apropiadas.

Hubo murmullos, sobresaltos. Muchos hombres en trajes de plástico doble, que no tenían idea de lo que funcionaba mal. Alguno aparecía portando contento su botín. Otros se colgaban ansiosos en las escotillas de las naves posadas en el puerto espacial, esperando su turno para soportar los gases corrosivos que descontaminaran sus vestidos, para luego quemar el traje exterior y entrar, cansados y felices, de nuevo en una nave wealdiana. Todos se imaginaban lo ricos que serían a su regreso a Weald.

Pero la situación entera era confusa y muy ominosa. Se discutía a gritos estridentes. No tardó Calhoun en verse ante el almirante wealdiano.

—He venido a explicarle algo —dijo Calhoun con placidez—. La situación ha cambiado; estoy seguro de que se ha dado usted cuenta.

El almirante le fulminó con la mirada a través de la doble hoja de plástico, que le cubría como si fuese el paquete de un regalo de navidades.

—¡Dese prisa! —rezongó.

—Primero —dijo Calhoun—, ya no hay pieles-azules. Una epidemia de no sé qué otra clase ha hecho que las pieles azules de los darianos desapareciesen. Siempre han habido quienes no tuvieron retazos azules. Pero ahora, nadie los tiene.

—¡No diga tonterías! —carraspeó el almirante—. ¿Y qué tiene eso que ver con esta situación?

—Oh, todo —dijo Calhoun con vez meliflua—. Parece ser que los darianos pueden hacerse pasar por wealdianos cuando les plazca. Es más, se están haciendo pasar por hombres de Weald. Se han mezclado con sus soldados, visten trajes de plástico exactamente iguales al que usted lleva ahora. Están subiendo a bordo de sus naves en la confusión del regreso de los saqueadores. Ahora no hay ninguna nave sin ellos, es decir de las que han aterrizado hoy, y por lo menos poseen a bordo unos quince darianos por término medio... quince darianos que ya no son pieles-azules.

El almirante rugió. Luego su rostro se volvió gris.

—No puede llevarse su flota de regreso a Weald —prosiguió Calhoun con suavidad—, si cree usted que sus tripulaciones se han expuesto a portar consigo la plaga de Dará. De todas maneras, no le permitirían aterrizar.

—¡Destruiré...! —dijo el almirante entre dientes.

—No —le repuso Calhoun, de nuevo con gentileza—. Cuando usted ordenó que todos los navíos estuviesen alerta para la acción, los darianos de cada nave soltaron gas del pánico. Sólo necesitaban para hacerlo una serie de bombas pequeñas, de bolsillo. Las llevaban. No tuvieron después nada más que hacer que utilizar los tanques de sus trajes espaciales de plástico, para protegerse contra el gas. Los conservaron a mano. Casi todas las naves de ustedes, me refiero a las tripulaciones, están enloquecidas por el gas del pánico. Permanecerán así hasta que se cambie el aire que respiran. Los darianos se han hecho fuertes en las salas de control de la mayor parte de sus naves. Ustedes no poseen ya ninguna flota. Los pocos navíos que obedecerían sus órdenes... no se atreverán a dejar caer una sola bomba, porque de hacerlo, nuestra flota que ahora sobrevuela Weald lo arrasaría, lanzando cincuenta bombas por cada una que aquí se lanzara. No creo que sea conveniente que ordene usted ninguna acción ofensiva. En su lugar, me parece que será mejor que haga venir a sus oficiales médicos y que se enteren de unos cuantos hechos vitales. No es necesario que haya guerra entre Dará y Weald, pero si ustedes insisten...

El almirante emitió un gemido sofocado. Podía haber ordenado que mataran a Calhoun, pero los hechos acababan de abrumarle, impidiéndole el raciocinio. Los hombres desembarcados de la flota respiraban aire wealdiano llevado en sus tanques. No les duraría mucho tiempo. Si se les hacía regresar a los navíos que todavía permanecían en el espacio obedientes al almirante, los darianos se entremezclarían con ellos. No habría manera de distinguir y separar a los de ambos planetas en tierra firme, porque ello haría necesario la exposición al contacto con los darianos. Lo mismo ocurriría si se llevaba a cabo la identificación a bordo de las naves. Era, pues, imposible separar a darianos de wealdianos.

—Daré las órdenes —dijo el almirante con voz espesa—. No sé cuáles son sus diabólicos planes, pero... bueno, tampoco sé cómo detenerle.

—Todo lo que se necesita es espíritu abierto— afirmó Calhoun cálidamente—. Hay un equívoco que disipar, que explicar algunos principios de sanidad planetaria y hay que echar por la borda toda una serie de prejuicios. Pero nadie necesita morir por haber cambiado de opinión. ¡El Servicio Médico Interestelar lo ha demostrado una y otra vez!

Murgatroyd, sentado en su hombro, creyó que había llegado el momento de tomar parte en la conversación.

—¡Jiii-jiii! —dijo.

—Sí —asintió Calhoun—. Queremos que se realice con éxito la misión que nuestros superiores nos encomendaron. Por ahora, llevamos bastante retraso.

No fue posible, claro, para Calhoun partir inmediatamente. Tuvo que presidir varias reuniones de los oficiales médicos de la flota y las autoridades sanitarias de Dará. Tuvo que ofrecerles explicaciones, corregir errores y sugerir con delicadeza la clase de experimentos biológicos que habría que hacer para probar a los doctores de Weald que ya no había epidemia alguna en Dará, por lo ocurrido tres generaciones antes.

Tuvo que sentarse junto a un joven doctor dariano en extremo confiado en sí mismo —llamado por cierto Korvan —y que fue lo bastante condescendiente como para demostrarle que la antigua pigmentación azul se debía a otro producto, a un virus que nada tenía que ver con la epidemia y que había sido materialmente barrido por una trivialísima indisposición general, de tales y cuales características.

Calhoun miró al joven con destacado interés. Maril le creía maravilloso, aun cuando en secreto le proporcionara material para su brillante trabajo. El propio Korvan estaba de acuerdo acerca de su maravilloso talento con la chica. Calhoun se encogió de hombros y siguió adelante con su propia tarea.

Se devolvió el botín mutuo y se llegó a un completo acuerdo sobre que los darianos ya no transmitían la plaga, si es que alguna vez la habían transmitido. Especialmente Weald se mostró muy interesado en esa especie de restablecimiento de la «inocencia» y el buen nombre dariano, porque si no lograba convencer a los otros mundos, el propio Weald se vería aislado, junto con Dará, de los planetas vecinos. Una nave mensajera llamó a los veinticuatro navíos que aún sobrevolaban Weald. Muchos serían usados todavía y durante algún tiempo por los darianos para traer carne de Orede. Otros, transportarían más grano de Weald. Claro es que Dará pagaría todos estos servicios. Sería necesario intercambiar entre Weald y Dará misiones comerciales. Sería preciso...

Pasó toda una semana antes que Calhoun pudiera acudir a su pequeño navío médico y prepararlo para la partida. Incluso a bordo había materias y problemas que resolver. Todas las provisiones de las que las autoridades de Dará se incautaron, eran irreemplazables. Había también muestras biológicas que sustituir, y otras que debían ser destruidas.

Maril visitó de nuevo el navío médico cuando Calhoun estaba casi listo para partir. La muchacha no parecía muy segura de sí misma.

—Me gustaría presentarle a Korvan —dijo, con cierto tono pesaroso.

—Ya le conozco —respondió Calhoun—. Creo que, con el tiempo, llegará a ser un ciudadano prominente. Tiene talento para llegar a serlo.

Maril sonrió muy débilmente.

—Pero usted no le admira.

—Yo no diría tanto —protestó Calhoun—. Al fin y al cabo, a usted le parece deseable, cosa que conmigo no le ha pasado nunca. Me refiero que él le gusta como hombre y yo...

—Usted nunca intentó gustarme —respondió Maril—. Lo mismo que yo tampoco intenté fascinarle a usted. ¿Por qué?

Calhoun extendió las manos. Pero miraba a Maril con respeto. No todas las mujeres habrían sabido encararse con el hecho de que habría por lo menos un hombre que no se decidió nunca a cortejarlas. Era una cosa sencilla que nada tenía que ver con la deseabilidad, el encanto, o cualquier otra cualidad parecida.

—Usted va a casarse con él —dijo Calhoun—. Espero que ambos sean muy felices.

—Korvan es el hombre a quien amo —repuso Maril con franqueza—. Y dudo que él haya mirado nunca siquiera a otra mujer. Sus miras están puestas en los espléndidos descubrimientos que piensa lograr en un próximo futuro. Aunque desearía que no mirara tanto hacia allí.

Calhoun no formuló la pregunta lógica. En su lugar, dijo, pensativo:

—Hay ahí algo que usted podría hacer. Es necesario hacerlo, además. El Servicio Médico en este sector se ha llevado rematadamente mal. Hay cierto número de descubrimientos que es necesario hacer en este planeta. No creo que Korvan se entusiasmara si se los ofreciéramos en bandeja de plata. Pero, repito, es preciso que esos descubrimientos se «redescubran» en esta zona...

—Creo que entiendo lo que quiere decirme —atajó Maril—. Yo dejé caer insinuaciones acerca de cómo desaparecían las marcas azules de la piel, sí. ¿Tiene usted algo preparado para mí?

Calhoun asintió. Rebuscó en una de las estanterías y sacó de ella varios libros.

—Si nos hubiéramos enamorado, Maril, ¡qué equipo más maravilloso hubiésemos formado usted y yo! Lástima. He aquí mi regalo de bodas... que hará usted muy bien en mantener celosamente guardado.

La muchacha le cogió las manos.

—¡Le quiero a usted tanto como quiero a Murgatroyd! ¡Sí! Korvan nunca sabrá nada de estos libros y... llegará a ser un gran hombre. —Después añadió, como a la defensiva—: Pero no creo que los únicos descubrimientos que haga él se deban a insinuaciones mías. Ya verá como hace progresos, e inventa y descubre cosas por su propia cuenta, que luego serán maravillosas.

—De todos modos ya ha hecho un descubrimiento maravilloso —dijo Calhoun—. El más maravilloso de cuantos sean posibles: la ha descubierto a usted. Buena suerte, Maril.

La muchacha se fue sonriendo. Pero tuvo que secarse los ojos apenas salió de la nave.

Al poco rato, el navío médico despegó. Calhoun lo apuntó hacia el siguiente planeta de la lista de cuantos tenía que visitar. Era el último; después regresaría al cuartel general del sector y presentaría un amargo informe acerca de cómo habían sido llevadas las inspecciones sanitarias por sus antecesores en el cargo.

—¡Preparados para la superimpulsión, Murgatroyd!

Entonces las estrellas desaparecieron... y reinó el silencio y la intimidad, y un débil, débil, casi inaudible ruido de fondo, destinado a mantener al navío médico dentro de los límites de lo soportable.

Muchos, muchos días más tarde, el navío salió de la superimpulsión y Calhoun lo condujo en torno a un soleado mundo. A su debido tiempo pulsó el botón del comunicador.

—¡Llamando al suelo! —dijo vivaz—. ¡Llamando al suelo! Navío médico Aesclipus Veinte informando de su llegada y pidiendo coordenadas para el aterrizaje. Propósito del viaje: inspección sanitaria. Nuestra masa es de cincuenta toneladas estándar.

Hubo una pausa mientras la onda viajaba miles y miles de kilómetros. Luego el altavoz dijo:

—¡Aesclipus Veinte, repita su identificación!

Calhoun la repitió con paciencia. Murgatroyd le contemplaba con ojos brillantes. Quizá esperaba que se le permitiera mantener otra larga conversación con otras personas mediante la emisora de a bordo.

—Se le avisa que cualquier engaño o decepción acerca de su identidad o del propósito del aterrizaje, será gravemente castigado —dijo la voz por el altoparlante—. ¡No nos gusta correr riesgos! Si a pesar de este aviso persiste en querer aterrizar...

—Voy a hacerlo —cortó Calhoun—. Déme las coordenadas necesarias...

Se las dieron. Las anotó. La expresión de Calhoun era ligeramente apenada. El navío médico marchó hacia adelante utilizando la velocidad para viajar por el interior de los sistemas solares. Murgatroyd dijo:

—¿Jiii-jiii? ¿Jiii?

Calhoun suspiró.

—¡Tienes razón, Murgatroyd! ¡Allá vamos otra vez!

FIN