I

El pequeño navío médico salió de la superimpulsión y las estrellas parecieron desconocidas, y la Vía Láctea pareció poco familiar. Lo que, claro, tenía su origen en que la Vía Láctea y los puntos de referencia de las Cefeidas se veían desde un ángulo desacostumbrado, y todavía uno no estaba habituado a precisar la variación de magnitudes.

Pero Calhoun gruñó satisfecho. Habían partido bien del aeropuerto, lo que era agradable. Un salto a no más de sesenta horas luz del destino propio no era nada malo, en un sector extraño de la Galaxia y después de tres años luz de viajar a ciegas.

—¡Despierta y levántate, Murgatroyd! —dijo Calhoun—. Péinate las patillas. ¡Prepárate para asombrar a los nativos!

—¡Jiiii! —contestó una voz aguda, pequeña, soñolienta.

Murgatroyd, el tormal, salió arrastrándose del agujero que constituía su cubil. Miró parpadeando a Calhoun.

—No tardaremos en aterrizar —observó Calhoun—. Tú impresionarás a los habitantes locales. Me haría impopular entonces. De acuerdo con los archivos, no ha habido inspección médica desde hace doce años estándar. Y prácticamente no fue especial de ninguna clase, a juzgar por el informe.

—¡Jiii-jiii! —contestó Murgatroyd.

Comenzó su aseo personal: primero se lamió las patillas de la derecha y luego las de la izquierda. Luego se puso en pie, se sacudió y miró interesado a Calhoun. Los tormales son pequeños y sociables animalitos. Se muestran encantados cuando alguien les habla. Encuentran una gran y profunda satisfacción en imitar las acciones de los humanos, como los periquitos y loros imitan las palabras. Pero los tormales tienen ciertos talentos valiosos transmitidos genéticamente que los hacen mucho más apreciados que las meras mascotas.

Calhoun leyó el indicador de distancias con referencia al Sol. No podía ser una medida exacta, pero serviría de guía.

—¡Prepárate para lo que venga, Murgatroyd! —dijo.

Murgatroyd le miraba. Vio que Calhoun hacía ciertos gestos que presagiaban disconformidad. Apresuradamente se volvió a meter en su cubil. Calhoun dio al conmutador de superimpulsión y el navío médico entró en aquel estado especial en el que son posibles velocidades de cientos de veces mayores que la luz. La sensación de marchar en superimpulsión era desagradable. Un momento más tarde, la sensación de salir de ella no lo fue menos. Calhoun las había experimentado varias veces y seguían sin gustarle.

El sol de Weald brillaba enorme y terrible en el espacio. Ahora estaba cerca. Su disco cubría medio grado de arco.

—Estupendo —observó Calhoun—. Weald Tres es nuestra meta, Murgatroyd. El plano de la eclíptica sería... Hum...

Giró el telescopio electrónico exterior, lo apuntó a un objeto cercano y brillante, aumentó su imagen para mostrar los detalles y los comprobó con la estrella piloto local. Calculó durante un momento. La distancia era demasiado corta para un salto de superimpulsión, pero llevaría demasiado tiempo llegar en marcha ordinaria al sistema solar.

Bajó el botón del comunicador y habló por el micrófono.

—Navío médico Aesclipus Veinte informa de su llegada y pide coordenadas para el aterrizaje —dijo con indiferencia—. El propósito de la visita es una inspección sanitaria interplanetaria. Nuestra masa es de cincuenta toneladas estándar. Llegaremos a posición de aterrizaje en unas cuatro horas. Repito: navío médico Aesclipus Veinte...

Acabó la segunda transmisión y se hizo café mientras esperaba la respuesta. Murgatroyd salió para tomar también una taza; adoraba el café. A los pocos segundos tenía una tacita en su pata pequeña y peluda y tomaba plácidamente el líquido caliente. Una voz salió del comunicador:

— Aesclipus Veinte, repita su identificación.

Calhoun se dirigió al tablero de control.

— Aesclipus Veinte —dijo con paciencia—, navío médico, enviado por el Servicio Médico Interestelar para hacer una inspección sanitaria en Weald. Compruebe con sus autoridades sanitarias. Ésta es la primera visita de un navío médico en doce años estándar, creo... lo que es inexcusable. Pero sus autoridades sanitarias estarán enteradas. Compruébelo con ellas.

La voz dijo con truculencia:

—¿Cuál fue su último puerto?

Calhoun lo nombró. Aquél no era su sector habitual, pero el Sector Doce estaba temporalmente en una malísima situación. Algunos de sus planetas no habían recibido visita durante lo menos veinte años, y el que hubieran transcurrido doce entre las inspecciones era cosa corriente y ordinaria. Otros sectores habían tenido que acudir en ayuda del Sector Doce.

Calhoun era uno de los hombres del Servicio Médico prestados al Sector Doce, y a causa de la emergencia había recibido una lista de media docena de planetas para inspeccionar uno tras otro, en vez de regresar al cuartel general del Sector e informar después de cada visita. Había tenido ya antes dificultades de índole menor con los operadores de aterrizaje del Sector Doce.

Por eso se mostró muy paciente. Nombró el planeta últimamente inspeccionado, aquel del que había partido hacia Weald Tres. La voz del comunicador contestó agudamente:

—¿Qué otro puerto antes que ése?

Calhoun nombró el antepenúltimo.

—¡No se acerque más! —dijo la voz con aspereza—. ¡Si se acerca será destruido!

—Escuche, mi asustado amigo —dijo Calhoun con frialdad—. Soy del Servicio Médico Interestelar. ¡Póngase en contacto con las autoridades y servicios de su planeta inmediatamente! ¡Le recuerdo el Tratado de Inspección Médica Interestelar, firmado en Tralor, hace doscientos cuarenta años estándar! Recuérdeles que si no cooperan con la inspección médica colocaré su planeta en cuarentena y todo comercio espacial quedará suprimido. Ningún navío saldrá para Weald desde cualquier otro planeta de la Galaxia hasta que haya habido inspección sanitaria. Las cosas han ido ya demasiado lejos en lo que se refiere al servicio médico de este sector, pero yo estoy decidido a obrar según los reglamentos. ¡Les estoy pidiendo las coordenadas! Les doy veinte minutos para que lo aclaren todo; luego entraré y si no me permiten aterrizar, ¡ordenaré la cuarentena! Repítales lo que acabo de decir a sus autoridades sanitarias.

Silencio. Calhoun cortó el interruptor y se sirvió otra taza de café. Murgatroyd entregó su vasija para que se la volviera a llenar. Calhoun lo hizo.

—Me sabe mal hacer uso de mi autoridad, Murgatroyd —dijo enojado—. Pero hay personas que lo necesitan. El reglamento dice que no hagamos uso de los galones mientras sea posible, pero cuando no haya más remedio, la autoridad debe enterarse.

—¡Jiii! —dijo Murgatroyd y se tomó su tacita de café.

Calhoun comprobó el curso de su navío médico. Navegaba a través del espacio. Del comunicador salían ruiditos. Se oían susurros y murmullos y ocasionalmente retazos de una hermosa música cuyo origen era todavía oscuro pero que, puesto que se veía transportada por radiación electromagnética de diversas longitudes de onda, no era la música de las esferas celestes.

Durante quince minutos nada diferente salió del altavoz.

—¡Navío médico Aesclipus! ¡Navío médico Aesclipus! Calhoun respondió, y la voz dijo con ansiedad: Siento la impertinencia, pero siempre tenemos problemas en nuestras relaciones. ¡Debemos ser cuidadosos en extremo! ¿Quiere usted entrar, por favor?

—Voy de camino —contestó Calhoun.

—Las autoridades sanitarias del planeta se muestran ansiosas de cooperar —dijo la voz, todavía más ansiosa—. ¡Necesitamos ayuda del Servicio Médico! Hemos perdido muchas horas de sueño por causa de la «piel azulada». ¿Podría decirnos el nombre del último navío médico que aterrizó aquí y su inspector, y cuándo fue hecha tal inspección? Queremos mirar el registro del acontecimiento para ser capaces de ayudarle por todos los medios y caminos que sean posibles.

—Miente —dijo Calhoun a Murgatroyd—, pero está más asustado que hostil.

Cogió el folio correspondiente a Weal Tres. Dio información acerca de la última visita del navío médico.

—¿Qué es esa «piel azulada»? —preguntó.

Había leído el folio sobre Weald, claro, pero mientras el navío avanzaba a través del espacio lo releyó de nuevo. La última inspección médica había sido sólo protocolaria. Doce años antes, un navío médico aterrizó en Weald Tres. Hubieron conferencias oficiales con las autoridades sanitarias. Se hizo un informe oficial de compromiso: los nacimientos corrientes, las muertes corrientes, las anomalías corrientes y una relación de todas las enfermedades propias del planeta. Pero eso fue todo. No habían comentarios especiales, ni una imagen global. Al poco, Calhoun encontró una palabra en un diccionario del sector, en donde se hallaban solamente las palabras de uso local:

Piel-azul: Término coloquial para una persona que ha curado de una enfermedad que deja grandes retazos de pigmento azul irregularmente distribuidos por el cuerpo. Especialmente, los habitantes de Dará padecen de tal mal. Se dice que esa condición es causada por una epidemia, crónica pero no mortal, de Dará, y hasta se ha comentado que no es contagiosa, aunque este último punto no puede tenerse por cierto. La etiología de la epidemia de Dará todavía no ha sido descubierta. La condición de «piel-azul» es hereditaria, pero no es una modificación genética, puesto que no aparecen señales en las distribuciones no mendelianas.

Calhoun se quedó turbado pensando en aquello. Nadie podía haber leído el directorio del Sector completo, ni siquiera en las ilimitadas holganzas de los viajes entre sistemas solares. Calhoun no lo había intentado. Pero ahora se puso laboriosamente a consultar los índices y las referencias mientras la nave seguía su marcha hacia adelante.

No encontró ninguna alusión a la «piel-azul». Miró a Dará. Estaba registrado como planeta, habitado, con sólo cuatrocientos años de colonización, pista de aterrizaje y, cuando fue redactada la nota, un comercio interestelar floreciente. Pero había una noticia, añadida evidentemente al asiento para su corrección en posteriores ediciones: «Desde la plaga o epidemia, se requiere para aterrizar permiso especial del Servicio Médico». Eso era todo. Absolutamente todo.

El comunicador dijo suavemente:

—Navío médico Aesclipus Veinte, entre en visión, por favor.

Calhoun se dirigió al tablero de control y conmutó la visión.

—Bueno, ¿qué hay ahora? —preguntó.

Su pantalla se iluminó. Un rostro inexpresivo le miró desde ella.

—Hemos, hum... comprobado sus afirmaciones —dijo la tercera voz desde Weald—. Sólo hay una cosa más. ¿Viaja usted sólo en la nave?

—Claro —dijo Calhoun frunciendo el ceño.

—¿Enteramente solo? —insistió la voz.

—Pues claro —repitió Calhoun.

—¿Ninguna otra criatura viviente? —volvió a preguntar de nuevo la voz.

—Pues... ¡oh! —exclamó Calhoun molesto, y llamó por encima de su hombro—. ¡Murgatroyd! ¡Ven aquí!

Murgatroyd saltó a su regazo y miró interesado la pantalla. El rostro inexpresivo cambió perceptiblemente. La voz lo hizo todavía más.

—¡Muy bueno! —dijo—. ¡Muy, pero que muy bueno! Los pieles-azules no tienen tormales... ¡Es usted del Servicio Médico! Entre lo antes posible; sus coordenadas serán...

Calhoun las anotó. Cortó el interruptor del comunicador y miró a Murgatroyd gruñendo.

—¿De modo que podía haber sido un piel-azul, eh? ¡Y tú eres mi pasaporte, porque sólo los navíos médicos tienen a bordo miembros de tu tribu! ¿Qué diablos ocurrirá, Murgatroyd? Actúan como si temieran que alguien trata de bajar a su planeta con un cargamento de microbios perniciosos...

Estuvo varios minutos gruñendo para sí que la vida de un miembro del Servicio Médico no es exactamente una sinecura. Significa largos períodos en el espacio vacío marchando a superimpulsión, lo que es absoluta y mortalmente aburrido. Luego dos o tres días en tierra, comprobando documentos oficiales y estadísticas, formulando preguntas para ver cuántas de las últimas técnicas médicas han llegado a aquel planeta o a otro, y suministrando información acerca de lo que todavía no ha llegado.

Luego salir al espacio durante otros largos períodos de aburrimiento, para repetir el proceso en cualquier otra parte. Los navíos médicos transportan sólo a un hombre, porque dos no soportarían el estrecho contacto sin pelearse mutuamente. Pero sí llevan tormales, como Murgatroyd, y un tormal y un hombre pueden llevarse bien indefinidamente, como un ser humano y un perro. Es una amistad muy desigual, pero parece satisfactoria para ambos.

Calhoun estaba muy enojado con el modo en que el Servicio Médico estaba operando en el Sector Doce. Era él uno de los muchos hombres que trabajaban para corregir los resultados de la incompetencia en la dirección de dicho servicio dentro de la zona. Pero es siempre descorazonador tener que trabajar enmendando las torpezas ajenas, cuando hay mucho trabajo nuevo que necesita ser hecho.

La condición demostrada por los recelos del puesto del control de aterrizajes era un caso más. Los pieles-azules eran personas que heredaban una pigmentación de la piel de unos antecesores que habían sobrevivido a la epidemia. Weald con toda evidencia mantenía una cuarentena individual contra tales pieles-azules. Pero la cuarentena es por regla general una medida de emergencia. El Servicio Médico debería haber borrado la necesidad de tal cuarentena, y después, cuando no hubiese ya que temer por la seguridad sanitaria, la debía haber levantado. Sin embargo, no se había hecho así.

Calhoun estaba furioso.

El mundo de Weald Tres se hacía más brillante, convirtiéndose en un disco. El disco tenía casquetes de hielo y una proporción razonable de tierra y agua en su superficie. La nave frenó, las voces notificaron las observaciones hechas desde la superficie y el pequeño navío llegó hasta detenerse a cinco diámetros planetarios del terreno firme. Las fuerzas del campo de aterrizaje entraron entonces en funciones, apoderándose de él y haciéndole comenzar el lento descenso.

El trámite del aterrizaje era muy familiar, desde el azulado borde que aparecía en los confines del planeta a la distancia de un diámetro, hasta el singular resplandor de las características superficiales cuando el navío se hundía todavía más abajo. Allí podía verse la pista circular de aterrizaje y la torre de control, extendiéndose a una altura de casi una milla en el cielo. Eso permitía que aterrizaran los navíos comerciales interestelares desde el vacío y que luego remontasen su vuelo hacia el vacío otra vez, con un gran ahorro para todos.

El navío médico aterrizó en el centro y los oficiales salieron para saludar a Calhoun, quien vio por anticipado que comenzaba la parte rutinaria de su visita. Se celebraría una entrevista con el jefe ejecutivo del planeta, llevara el título que llevase. Habría un banquete. Murgatroyd se vería mimado por doquier. Se desarrollarían penosos esfuerzos para impresionar a Calhoun con la conducta espléndida de los encargados de la salud pública en Weald. Despertaría mucho alboroto.

Podrían incluso encontrar en alguna parte a un hombre que trabajase apasionadamente para mejorar el nivel de vida de sus compañeros, descubriendo cómo conservarles sanos o, al fracasar en eso, cómo devolverles la salud cuando caían enfermos. Y al cabo de dos días, o tres, acompañarían a Calhoun hasta la pista de aterrizaje y le verían partir hacia el espacio, y él pasaría largos y vacíos días bajo la superimpulsión, y luego aterrizaría en cualquier otro lugar para repetir de nuevo la serie de operaciones.

Todo ocurrió exactamente como se esperaba, con una excepción. Cada ser humano que conoció en Weald deseaba hablar acerca de los pieles-azules. Los pieles-azules y la idea de la enfermedad obsesionaban a todos. Calhoun escuchaba sin formular preguntas, hasta que tuvo el concepto de lo que aquellas pieles-azules significaban para las personas que de ellas hablaban. Entonces se dio cuenta de que sería inútil hacer preguntas al azar.

Nadie mencionó siquiera haber visto a un piel-azul. Nadie mencionó un caso específico en el que un piel-azul hubiese tomado parte, fuera en el tiempo que fuese. Pero todo el mundo tenía miedo de los pieles-azules. Era una idea obsesiva, fija, inculcada, dirigida. Y encontraba en las sorprendentes referencias a la vileza, a la depravación, a la monstruosidad de los habitantes pieles-azules de Dará, la expresión de los peligros de que Weald debía ser protegido a toda costa.

Eso no tenía ningún sentido. Por lo tanto, Calhoun escuchó educadamente hasta que descubrió a un médico que deseaba informes especiales acerca de la selección genética tal y como se practicaba en otras zonas de la Galaxia. Invitó a aquel hombre a que visitase su navío médico, donde le suministró una información no asequible para cualquiera. Vio cómo los ojos de su invitado brillaron un poco, con esa alegría ávida que el hombre siente cuando descubre algo que ansiaba conocer.

—Ahora bien —dijo Calhoun al terminar su explicación—, ¿querría usted decirme algo? ¿Por qué todos en este planeta odian a los habitantes de Dará? Está a muchos años luz de distancia. Nadie se queja de haber sufrido personalmente a causa de ellos. ¿Por qué ese odio concentrado?

El médico wealdiano se puso serio.

—Tienen manchas azules en sus pieles, y son distintos de nosotros. Por lo tanto, se les imagina como un peligro, y nuestros partidos políticos toman como base de sus propagandas electorales el competir por el privilegio de defendernos de ellos. Una vez hubo una epidemia en Dará; les acusan de tenerla dispuesta y latente para la exportación.

—Hum —exclamó Calhoun—. Dicen, seguramente, que quieren extender el contagio aquí, ¿eh? ¿Y nadie ha dicho aún que si se les matara se haría con ellos un acto de piedad? —preguntó, con tono sardónico.

—Oh, sí —admitió el doctor de mala gana—. Se dice algo de eso en los discursos políticos.

—Pero ¿cómo lo razonan lógicamente? —preguntó Calhoun—. ¿En qué argumento se basan para decir que las manchas de pigmentación entrañan degradación moral y física, como me aseguraron que ése es el caso?

—En los colegios públicos —contestó el médico— se enseña a los niños que los pieles-azules son ahora portadores de la enfermedad a la que sobrevivieron... ¡hace tres generaciones! Que ellos odian a todo aquel que no es piel-azul. Que están constantemente intrigando para introducir su plaga aquí para que la mayor parte de nosotros muera, y el resto se convierta en hombres manchados como ellos. Eso está mucho más allá de la lógica. No puede ser cierto, pero... no es saludable dudar de ello.

—Mal asunto —exclamó Calhoun fríamente—. Esta clase de cosas al final cuestan vidas humanas. ¡Podría conducir hasta a una matanza!

—Quizá sí, en cierto modo —dijo el médico con desaliento—. A uno no le gusta pensar en tales términos. —Se detuvo—. Hace veinte años hubo hambre en Dará. Se perdieron las cosechas. La situación debió de haber sido tan mala que les obligó a construir una nave espacial. Normalmente no suelen hacer tales cosas, porque no hay ningún planeta cercano capaz de comerciar con ellos o permitirles aterrizar. Pero construyeron una nave espacial y vinieron aquí. Entraron en órbita en torno a Weald. Quisieron comprar alimentos. Ofrecieron su precio en metales pesados... oro, platino, iridio, etc. Hablaron desde la órbita por los comunicadores de visión. Se vio la piel azul que ellos tienen. ¡Imagínese lo que ocurrió!

—Cuéntemelo —dijo Calhoun.

—Armamos navíos a toda prisa —admitió el doctor—. Dimos caza a la nave espacial hasta Dará. Nos quedamos fijos en el espacio lejos del planeta. Les dijimos que destruiríamos su mundo de polo a polo si se atrevían otra vez a navegar por el vacío. Les hicimos destruir su única nave y nos cercioramos, contemplándolo por las pantallas, de que en realidad la destruían.

—Pero... ¿les dieron alimentos?

—No —contestó el doctor, avergonzado—. Eran pieles-azules.

—¿Fue muy grave el hambre que pasaron?

—¿Quién lo sabe? ¡Pudieron morir a millares! Y nosotros conservamos un pelotón de naves armadas volando sobre sus cielos durante años..., para evitar que extendiesen la plaga, eso dijimos. ¡Y muchos de nosotros lo creímos!

El tono del doctor era de la más pura ironía.

—Últimamente —dijo—, ha habido un movimiento en pro de la economía por parte de nuestro Gobierno. Casi al mismo tiempo comenzamos a tener una serie de abundantes cosechas. Las autoridades tuvieron que comprar el exceso de grano para mantener los precios altos. Los navíos de patrulla retirados, que habían sido construidos para vigilar Dará, fueron preparados como almacenes espaciales. Los llenamos de grano y los pusimos en órbita. Hay ahora cientos de miles de millones de toneladas de grano girando en el espacio.

—¿Y Dará?

El doctor se encogió de hombros. Y se puso de pie.

—Nuestro odio a Dará ha producido una cosa —dijo de nuevo con ironía—. Apenas a mitad de camino entre aquí y Dará hay un sistema solar de dos planetas, Orede. En él hay un mundo utilizable. Se propuso construir un puesto avanzado de Weald en dicho mundo, siempre pensando contra los pieles-azules. Se desembarcó ganado para que corriese salvaje y se multiplicase, y fuera una razón para que los colonos se instalaran allí. Todo eso hicieron, pero ¡nadie quiere acercarse a los pieles-azules! Así que Orede permaneció deshabitado hasta que una expedición de caza, que trataba de disparar contra el ganado salvaje, encontró una rica veta de metal pesado. Ahora hay allí una mina. Y eso es todo. Unos pocos centenares de hombres trabajan la explotación minera con salarios fabulosos. Puede que le pidan que compruebe la salud de esos hombres, pero... no la de Dará.

—Comprendo —contestó Calhoun, frunciendo el ceño.

El doctor se movió hacia la puerta de salida del navío médico.

—He respondido a sus preguntas —dijo ceñudo—. Pero si hablase a alguien tal y como he hecho con usted, ¡tendría suerte si sólo me condenaran al destierro!

—No le traicionaré —contestó Calhoun. No sonrió siquiera.

Cuando se hubo ido el médico, Calhoun dijo, deliberadamente:

—Murgatroyd, debías estar contento por ser un tormal y no un hombre. ¡Siendo un tormal no tienes de qué avergonzarte!

Luego, muy serio, se puso el uniforme de gala del Servicio Médico. Iba a celebrarse un banquete en el cual se sentaría al lado del jefe ejecutivo del planeta, y escucharía innumerables discursos sobre el esplendor de Weald. Calhoun tenía su propia y estricta opinión, tipo Servicio Médico, de las conquistas últimas y más pregonadas de dicho planeta. Había una ciudad perfecta en las regiones polares, en donde nadie tenía que salir siquiera al exterior. Ése era el mayor progreso.

Sentía un entusiasmo menos que profesional acerca de las calles movibles, y mucho menos aprobaba las emisiones de radio que suministraban ritmos hipnóticos e inductores del sueño a cualquiera que deseara escucharlas. El precio era que, mientras se dormía, uno oiría altas alabanzas de productos comerciales y creería en dichos productos cuando despertara. Pero no era función de Calhoun criticar cuando podía evitarlo. El Servicio Médico se las había arreglado mal en el Sector Doce; así que en el banquete Calhoun hizo una breve y diplomática alocución, en la que alabó templadamente lo que podía alabarse y no mencionó ninguna otra cosa.

Le siguió en el uso de la palabra el jefe ejecutivo. Como cabeza del Gobierno pagó su tributo al Servicio Médico. Pero luego recordó a sus oyentes con orgullo la alta cultura, la espléndida salud y la notable prosperidad del planeta desde que su partido político alcanzó el poder. Esto, dijo, a pesar de la idea de estar perpetuamente en guardia contra el mayor y más grande peligro inmediato que cualquier mundo en toda la Galaxia pudiera estar expuesto.

Se refería, claro, a los pieles-azules. No fue necesario que dijese al pueblo de Weald qué vigilancia, qué constante sentido de la alerta era necesario contra la raza de malévolos y depravados seres degenerados, para proteger al resto normal de la Humanidad. Pero Weald, lo dijo con emoción, mantenía alzada la antorcha de todo aquello que era más caro a la Humanidad, y defendía no sólo las vidas de su pueblo contra el contagio de los pieles-azules, sino la enorme herencia de ideales en oposición a la corrupción piel-azul.

Cuando se sentó, Calhoun dijo, con la mayor educación:

—Parece como si algún día pudiera ser medida política práctica incitar a una matanza de todos los pieles-azules. ¿Ha pensado usted en eso?

—Se ha propuesto ya esa idea —dijo con tranquilidad el jefe ejecutivo—. Es buena norma política solicitarla, pero sería una locura llevarla a la práctica. La gente vota contra los pieles-azules. Si los hacemos desaparecer, ¿qué armas de propaganda tendríamos?

Calhoun rechinó los dientes... en silencio.

Hubieron más discursos. Luego un mensajero, pálido como la cera, llegó con una nota escrita para el jefe ejecutivo. La leyó y se la pasó a Calhoun. Era del Ministerio de Salud. El puerto espacial informaba que una nave acababa de romper la superimpulsión dentro del sistema solar wealdiano. Su trasmisor automático acababa de señalar su llegada diciendo que procedía del planeta minero Orede.

Pero, tras emitir su señal automática, la nave permaneció muerta en el espacio. No marchaba hacia Weald. No respondía a las llamadas. Derivaba como si no tuviese gobierno y ni siquiera rumbo en absoluto. Parecía ominosa, y puesto que venía de Orede, el planeta más próximo a Dará, el de los pieles-azules, el Ministerio de Salud informaba al jefe ejecutivo del planeta.

—Serán los pieles-azules —dijo con firmeza el astuto gobernante—. Son vecinos de Orede. Ellos son los que lo han hecho. ¡No me sorprendería que hubiesen contaminado a Orede con la epidemia, y que ese navío haya venido desde allí para avisarnos!

—No hay pruebas de ninguna cosa así —protestó Calhoun—. Un navío simplemente puede salir de superimpulsión y no emitir más señales. ¡Eso es todo!

—Lo veremos —contestó el jefe ejecutivo muy serio—. Vayamos al puerto espacial. Allí recibiremos las noticias nada más llegar, y podremos disponer nuestras órdenes según las últimas informaciones.

Tomó a Calhoun por el brazo.

—¡Murgatroyd! —gritó Calhoun con viveza.

Durante el banquete, Murgatroyd había estado jugueteando con las esposas de los altos funcionarios; normalmente estaban lo bastante hartas de sus maridos para no escuchar sus discursos oficiales. Le llevaron a Murgatroyd, con su pequeña panza distendida por los pasteles, el café y los dulces que le habían dado a comer. Estaba semicomatoso del hartazgo y del exceso de mimos, pero se alegró de ver a Calhoun.

Calhoun sostuvo a la pequeña criatura en sus brazos mientras el coche oficial terrestre corría por entre el tráfico, con sus sirenas pidiendo paso libre. Llegó al puerto espacial en donde las enormes columnas metálicas de la monstruosa base de encaje férreo se alzaban contra el cielo lleno de estrellas. El jefe ejecutivo dio grandes y magníficas zancadas para entrar en las oficinas del puerto espacial. No había noticias nuevas; la situación permanecía sin cambios.

Un navío de Orede había salido de superimpulsión y permanecía muerto en el vacío. No respondía a las llamadas. No se movía en el espacio. Flotaba errante sin ninguna órbita, sin ir a ninguna parte, sin hacer nada. Y la consecuencia era el pánico.

Le pareció a Calhoun que el manejo oficial del asunto buscaba que se acrecentase el terror general. La inexplicada porción de noticias estaba en el aire por todo el planeta de Weald. No había nadie despierto de entre toda la población de aquel mundo que no creyese que en el firmamento había un nuevo peligro. Nadie dudaba que proviniera de los pieles-azules. La forma de tratar las noticias estaba calculada con precisión para mantener vivo y constante el odio de Weald por los habitantes del mundo de Dará.

Calhoun colocó a Murgatroyd dentro del navío médico y volvió a la oficina del puerto espacial. Una pequeña nave espacial, diseñada para inspeccionar de vez en cuando los navíos graneros que circulaban en órbita, había partido ya. El rayo de aterrizaje la había impulsado rápidamente durante la mayor parte del camino. Ahora la soltaba y la dirigía con firmeza hacia el enigmático navío. Calhoun no tomó parte en las agitadas conferencias entre los oficiales y los periodistas que habían acudido al puerto espacial, pero escuchó lo que se hablaba en su torno. Mientras la pequeña nave de investigación se acercaba al navío de carga mortalmente quieto, las deducciones acerca del significado de aquel hecho insólito y el consiguiente silencio se hicieron más y más frenéticas.

Pero, singularmente, no había la menor sugestión de que el misterio no fuese obra de los pieles-azules. Los pieles-azules eran la ola de escape para todos los temores y todas las intranquilidades que pudiese desarrollar un mundo supercivilizado.

A poco la nave investigadora llegó al navío misterioso y le dio la vuelta, emitiendo preguntas. Ninguna respuesta. Informó que la nave de carga estaba oscura. No había luces ni en el interior ni el exterior. No habían ni siquiera señales inductivas de que funcionasen sus máquinas. Decididamente, la nave mensajera maniobró hasta tocar al silencioso navío. Informó que los micrófonos no detectaban movimiento alguno dentro.

—Que entre un voluntario a bordo —ordenó el jefe ejecutivo—. Que informe de lo que descubra.

Una pausa. Luego el anuncio solemne del nombre de un intrépido voluntario, desde lejos, desde muy lejos. Calhoun escuchó sombrío, frunciendo el ceño. Aquel heroísmo pomposo no sería tomado en cuenta en el Servicio Médico; se le consideraría como un comportamiento rutinario.

Intriga, suspenso, informes al segundo. El voluntario había marchado en sus cohetes unipersonales por el vacío que separaba de nuevo a las dos naves. Había abierto la escotilla de aire desde el exterior. Había entrado. Había cerrado escotilla externa. Había encendido la linterna. Informaba...

El informe fue casi incoherente, como si el error y la incredulidad fueran los sentimientos dominantes del voluntario. El navío era un enorme transporte de mineral, diseñado para enlazar Orede y Weald con cargamentos de metal pesado y llevar una tripulación no mayor de cinco hombres. Ahora no llevaba ninguna carga, sin embargo.

En su lugar, había hombres. Llenaban el navío. Llenaban hasta los corredores. Estaban apiñados dentro de cada centímetro de espacio en donde un hombre pudiese hallar un lugar para meterse. Los había a cientos. Era una locura. Y había sido mayor locura todavía, porque la nave había partido con tan notoria carga de criaturas vivas.

Pero ya no había ninguna viva ahora. El equipo de abastecimiento de aire había sido diseñado para una tripulación de cinco personas. Podría purificar la atmósfera para veinte o más, pero había allí cientos de hombres escondidos y a plena vista dentro del navío de carga de Orede. Había muchos, muchísimos más de los que el aparato de aire y los tanques de reserva podían haber hecho respirar. Ni siquiera les había sido posible comer durante el viaje de Orede a Weald.

Pero no habían muerto de hambre. La falta de aire les mató antes que la nave saliese de la superimpulsión.

Una cosa notable era que no había ningún mensaje escrito en el diario de a bordo que se refiriese a aquel despegue. No había memorándum que hablase y explicase cómo había subido a la nave un número imposible de pasajeros.

—Los pieles-azules lo hicieron —dijo el jefe ejecutivo de Weald. Estaba pálido. Todos los hombres en torno a Calhoun parecían enfermos y sorprendidos y aterrorizados—. ¡Fueron los pieles-azules! ¡Tendremos que darles una lección! —luego se volvió a Calhoun—. El voluntario que entró en esa nave... tendrá que quedarse allí, ¿verdad? No puede volver a Weald sin traer consigo la contaminación.

El jefe ejecutivo pronunció aquellas palabras con un aplomo y serenidad inauditos. Sugería la condena a muerte para el voluntario.

Calhoun le miró furioso.