V

Parecía que el olor a hambre estaba en el aire mismo. Los hombres armados tenían un aspecto demacrado. Trajeron luces, y en el suelo se proyectaron sombras desnudas y hurañas. Los captores de Calhoun iban uniformados, pero los uniformes les pendían flácidos. Allí donde las luces les daban en la cara, sus mejillas se veían hundidas. Eran seres cadavéricos. Y se percibían los lunares de pigmento de que Calhoun había oído hablar.

El hombre más próximo al escotillón del navío médico tenía una marca monstruosa e irregular de azul turbio en un lado del rostro y sobre la frente. El individuo cerca de él tenía la garganta azul. El siguiente hombre estaba menos marcado, pero su oreja izquierda era azul y tenía una especie de salpicadura del mismo color sobre la piel por debajo del cabello.

El jefe del truculento grupo —podía catalogarse también como «pelotón de combate»— hizo un gesto imperativo con la mano. Era azul, excepto dos dedos que al resplandor de la iluminación parecieron más blancos que el mismo blanco.

—¡Fuera! —dijo salvajemente—. Nos incautamos de sus depósitos de provisiones. Tendrá usted su parte en ellos, como todo el mundo, pero...

Maril habló por encima del hombro de Calhoun. Murmuró un par de frases en clave. Debieran haber bastado como contraseña de identificación, pero el grupo armado era escéptico.

—Oh, eres uno de los nuestros, ¿eh? —dijo el jefe de los guardias, sardónico—: Se te dará oportunidad para probarlo. ¡Salgan fuera los tres!

Calhoun habló abruptamente:

—Éste es un navío médico —dijo—. En su interior hay medicinas y cultivos bacteriológicos. No se debe manipular con eso. ¡Ya han tenido ustedes en Dará bastantes epidemias!

El hombre de la mano azul respondió tan sardónico como antes:

—¡Dije que el Gobierno confiscaba su nave! No será saqueada, pero no dejaremos que se lleve usted al partir el cargamento completo de comestibles. En realidad, no es probable que se marche usted de aquí...

—Quiero hablar con alguien que posea autoridad —espetó Calhoun—. Acabamos de llegar de Weald. —Notó un odio intenso en su torno cuando oyeron la palabra—. Hay tumultos allí. Hablan de bombardear Dará con bombas nucleares. ¡Es importantísimo que hable con alguien que tenga la suficiente autoridad como para disponer unas cuantas precauciones razonables!

Descendió al suelo. Tras él se oyó un asustado «¡Jiii! ¡Jiii!», y Murgatroyd se lanzó contra su cuerpo colgándosele aprensivamente del cuello.

—¿Qué es eso?

—Un tormal —contestó Calhoun—. No es ninguna mascota. El médico de ustedes sabrá algo de él. Éste es un navío médico y yo un miembro del Servicio Médico, y este animalito es parte importante de la tripulación. Como es un tormal de navío médico, ¡permanecerá conmigo!

El hombre de la mano azul dijo con aspereza:

—Hay alguien que quiere formularle unas preguntas. ¡Por aquí!

Un coche terrestre vino rodando desde un costado del recinto de aterrizaje. El coche marchaba valiéndose de ruedas, y las ruedas ya no se usaban mucho en los mundos modernos. Dará vivía con retraso en más de un aspecto.

—Este coche le llevará a Defensa, y allí podrá decirles cuanto quiera. Pero no intente escapar y deslizarse de regreso hacia esta nave; estará bajo vigilancia.

El coche terrestre era un vehículo cerrado, con espacio para el conductor y los tres recién llegados en el navío médico. Pero los hombres armados festoneaban su exterior, y luego partió veloz, sorteando y esquivando los cables y vigas del suelo pertenecientes al conjunto de la antena y torre de aterrizaje. Después todavía acrecentó su velocidad.

Había edificios a ambos lados de la calzada, pero pocos mostraban luces. Era de noche y los hombres del recinto de aterrizaje habían causado impresión de hambre, así que el silencio y los oscuros edificios no parecían dar señal de tranquilidad, sueño y descanso, sino de fatiga y desespero.

Las farolas de la carretera eran escasas en comparación con otros mundos habitados, y el coche terrestre necesitaba emplear luces propias para guiar a su conductor por encima de un pavimento que necesitaba reparaciones.

Bajo aquellas luces movibles se podían ver otras cosas deprimentes: suciedad, edificios mal conservados, pruebas de apatía, el camino o carretera, que no había sido limpiado últimamente, cochambre por doquier. Incluso el hecho de no haber estrellas se añadía a la sensación de miseria, desidia y, como consecuencia, de hambre.

Maril habló nerviosa al conductor.

—¿No ha mejorado la plaga de hambre?

Éste meneó la cabeza negativamente, pero no habló. Tenía un retazo de pigmento azul en la nuca. Se extendía hacia arriba, bajo el pelo.

—Salí de aquí hace dos años —dijo Maril—. Entonces estaba empezando. Todavía no se había iniciado el racionamiento.

—¡Pues ahora lo hay! —exclamó el conductor con llaneza.

El coche marchaba y marchaba. Apareció delante un vasto espacio abierto; las luces de su perímetro parecían escasas y pálidas.

—Todo parece que ha empeorado. Incluso el alumbrado.

—Se utiliza toda la energía —dijo el conductor— para recalentar el suelo y recoger cosechas en los lugares donde debería ser invierno. Sin embargo, no da muy buen resultado.

Calhoun supo, sin saber cómo, que Maril se humedeció los labios.

—Me mandaron para que desembarcara en Trent —explicó al conductor—, y luego que me trasladara a Weald. Envié informes por correo de cuanto descubrí en Trent. Alguien los traería aquí, cuando la cosa fuera posible.

—Todo el mundo sabe que el hombre en Trent desapareció —contestó el conductor—. Quizá le pillaron, quizás alguien le vio sin maquillaje. O puede que dejase de ser uno de los nuestros. ¿Qué importa la diferencia? ¡Nada, es inútil!

Calhoun se encontró parpadeando un poco. El conductor no estaba enfadado: estaba desesperanzado. Pero los hombres no deberían desesperar nunca. No deberían aceptar la hostilidad de los de su alrededor como un capricho del destino preparado para su destrucción.

—¿Lo comprende? —preguntó Maril a Calhoun rápidamente—. Dará es un planeta rico en metales pesados. No hay muchos elementos ligeros en nuestro suelo. El potasio escasea, así que la tierra no es muy fértil. Antes de la epidemia comerciábamos con nuestros metales y productos manufacturados, importando provisiones y potasa. Pero desde que tuvimos la epidemia, nadie quiso comerciar con nosotros. Nos pusieron en cuarentena.

—Lo comprendo perfectamente —dijo Calhoun—. Era tarea del Servicio Médico procurar que eso no ocurriera. Es ahora problema del Servicio Médico conseguir que cese tal situación.

—Demasiado tarde para hacer algo —intervino el conductor—, por mucho que sea y pueda el Servicio Médico ese del que habla. Se comenta de disminuir nuestra población para que haya alimentos suficientes para unos cuantos. Hay dos problemas concernientes a ese proyecto. Uno, quién debe seguir viviendo. El otro es por qué debe vivir.

El vehículo se dirigía ahora a un racimo de luces algo más brillantes, en el extremo opuesto del gran espacio abierto. Parecieron aumentar en tamaño y número al acercarse más a ellas.

—Había ahí alguien, llamado Korvan... —Calhoun no pudo percibir el apellido porque Maril hablaba casi en un susurro—. Trabajaba en las plantas de alimentación. Pensé que podía llegar a conseguir algo...

—¡Claro! —exclamó el conductor cáusticamente—. ¡Todo el mundo ha oído hablar de él! ¡Apareció con una cosa maravillosa! Él y su equipo descubrieron un modo de tratar las semillas y hierbas para hacerlas comestibles. Y lo hacen. Uno se puede llenar la panza y no sentir hambre, pero es como comer paja. Igual te vas depauperando. Todavía sigue trabajando. Es jefe de una división del Gobierno.

El coche cruzó un portón de hierro. Se detuvo ante una puerta iluminada. Los hombres armados que viajaban en los estribos saltaron al suelo. Vigilaron estrechamente a Calhoun cuando éste salió, llevando a Murgatroyd encaramado en su hombro.

Minutos más tarde se enfrentaba a un grupo apresuradamente reunido de oficiales del Gobierno de Dará. El aterrizaje de un navío era para los darianos un acontecimiento tan notable que prácticamente requería una reunión de Gabinete. Y Calhoun advirtió que no parecían mejor alimentados que los guardias del puerto espacial.

Miraron a Calhoun y Maril con ojos extrañamente ardientes. Era, claro, porque la pareja no presentaba señales de hambre. Con toda evidencia, no habían estado consumiendo raciones escasas de comida. Los darianos tenían aquello ahora para incrementar un odio, inevitable de todos modos, contra todas las gentes que no eran de su propio planeta.

—Me llamo Calhoun —dijo éste con viveza—. Tengo las credenciales de costumbre del Servicio Médico. Ahora...

No esperó a que le preguntasen. Les contó el apabullante estado de cosas en el Sector Doce del Servicio Médico, que obligó a recurrir a todos los hombres de los demás sectores para remediar lo intolerable y que él era uno de los trasladados provisionalmente. Les habló de su llegada a Weald y de lo que allí ocurrió, desde la excesiva y precavida insistencia para que demostrase no ser dariano, hasta la llegada de la nave de Orede, repleta de cadáveres.

Les dio las noticias que les afectaban, noticias que no sabían en absoluto. Siguió contando su parada en Orede y el propósito que le guió, y su encuentro con los hombres que allí halló. Al terminar se produjo un silencio. Tuvo que romperlo él.

—Miren —dijo—, Maril es una agente de ustedes. Ella les ampliará lo que yo les he contado. Soy del Servicio Médico. Tengo una misión que cumplir aquí, una que antes jamás se hizo. Debería realizar una inspección sanitaria del planeta y hacer recomendaciones para mejorar el estado de cosas. Me sentiré satisfecho si ustedes disponen una entrevista con sus funcionarios de Sanidad. El asunto parece malo, y hay que hacer algo.

Alguien se echó a reír sin ganas.

—¿Qué recetará usted para una prolongada desnutrición? —preguntó maliciosamente—. ¡Ése es nuestro problema sanitario!

—Recetaría alimento —contestó Calhoun.

—¿Y dónde despacharían esa receta?

—También tengo la solución a eso —dijo tajante Calhoun—. Quiero hablar con cuantos pilotos espaciales posean ustedes. Prepárenme una reunión con los astronautas y creo que aprobarán mi idea.

El silencio era totalmente escéptico.

—Orede...

—Orede, no —interrumpió Calhoun—. Weald estará registrando ese planeta en busca de darianos. Si encuentran alguno, vendrán aquí a bombardear.

—Nuestros únicos pilotos espaciales —dijo entonces un hombre alto—, están ahora en Orede. Si usted nos ha dicho la verdad, probablemente estarán de regreso por causa del aviso de usted. Traerán carne.

Su boca adquirió una forma peculiar y Calhoun se dio cuenta de que lo hacía por instinto, al sólo pensar en la idea de carne.

—La cual —intervino con viveza otro hombre—, irá toda a los hospitales. ¡Yo no la he probado desde hace dos años!

—Ni nadie —gruñó otro—. Pero aquí tenemos a este señor llamado Calhoun. No creo que pueda obrar milagros, pero sí podremos descubrir si miente. Pongamos un guardia en su nave. Pero por otra parte, dejemos que nuestros funcionarios de Sanidad hablen con él. Ellos descubrirán si es un miembro de ese Servicio Médico. En cuanto a la tal Maril...

—Puedo identificarme —saltó la aludida—. Me mandaron para reunir información y. enviarla en clave escrita a uno de los nuestros residentes en Trent. Mi familia está aquí. ¡Ellos me identificarán! Y yo... Bien, hay aquí alguien que trabaja en alimentación y que, me parece, ha hecho posible utilizar... toda clase de vegetación como alimento. Él me identificará.

Alguien soltó una áspera risotada.

Maril tragó saliva.

—Me gustaría verle —repitió—. Y a mi familia también.

Algunos de los hombres con manchas azules se apartaron. Un tipo de anchos hombros dijo torpemente:

—No crea que ellos se alegrarán de verla. Y será mejor que no se muestre usted en público. Se la ve bien alimentada. ¡La odiarán por eso!

Maril se echó a llorar.

—¡Jiii! ¡Jiii! —exclamó Murgatroyd azorado.

Calhoun lo apretó un poco más contra su cuerpo. Había allí confusión. Y Calhoun encontró a mano al Ministro de Sanidad. Parecía más escuálido que los demás funcionarios reunidos para interrogar a Calhoun. Le propuso dar una ojeada a los hospitales inmediatamente.

No era práctico. Con la población entera a media ración o menos aún, por la noche la gente necesitaba dormir. En realidad, la mayoría dormía más horas de las que tradicionalmente se dedican para ello cada veinticuatro horas. Era mucho más agradable dormir que estar despierto y constantemente acuciado por un hambre continua.

Y estaba la cuestión de la simple delicadeza. El incesante morder del hambre tenía un efecto irritante en todo el mundo. Las peleas eran cosa corriente. Y las personas que en plena normalidad hubieran sido cabezas de la opinión pública se sentían avergonzadas porque su mente vivía obsesa en pensamientos de comida. Todo era mejor cuando la gente dormía.

No obstante, Calhoun estaba en los hospitales al rayar el alba. Lo que encontró despertó en él una cólera salvaje. Había demasiados niños enfermos. En cada caso, la desnutrición contribuía con la enfermedad. Y no había alimentos bastantes para ponerlos bien. Los médicos y las enfermeras se quitaban la comida del plato para repartirla entre sus pacientes. Y la mayor parte de aquella penitencia era voluntaria, aunque no habría sido discreto para nadie en Dará aparecer mejor alimentado que sus compatriotas.

Calhoun sacó del navío médico hormonas, enzimas y medicamentos, mientras el centinela de guardia le vigilaba. Demostró el proceso de síntesis y autocatálisis que permitía a tan pequeñas muestras multiplicarse indefinidamente. Se sintió enojado al experimentar los efectos de un clamoroso apetito. Había doctores que parecieron ignorar la ironía que representaba el que se les enseñase a curar enfermedades no dependientes de la nutrición, cuando todos los pacientes estaban desnutridos, a menos de media ración. Aprobaron la sapiencia de Calhoun. Incluso aprobaron a Murgatroyd cuando Calhoun les explicó sus funciones.

Era, claro, un tormal del Servicio Médico, y los tormales eran criaturas de talento. Se les encontró originalmente en un planeta del área de Deneb, y desde el primer momento demostraron ser animalitos sociables y cariñosos. Pero el hecho notable en ellos era que no podían contraer ninguna enfermedad. Ninguna en absoluto.

Los tormales tenían una reacción interior combativa contra las toxinas bacteriales y los virus, y no había ningún organismo patógeno conocido contra el que un tormal no desplegara más o menos inmediatamente una resistencia a base de anticuerpos. Por tanto, en la medicina interestelar los tormales eran inapreciables.

Si se permitía que Murgatroyd se infectara con cualquier organismo enemigo fuere localizado y conocido o extraño, al poco se podrían aislar de su torrente sanguíneo una serie de sustancias defensivas de altísimo valor para la lucha eficaz contra la enfermedad, mientras que el animalito seguía disfrutando de su exuberante buena salud de costumbre.

Una vez analizado el anticuerpo mediante las técnicas de microanálisis perfeccionadas por el Servicio, ya estaba todo hecho. El anticuerpo se obtenía por síntesis y en cantidad, empleándosele para combatir la epidemia con toda confianza.

La tragedia de Dará era, claro, que ningún navío médico había aterrizado en el planeta desde tres generaciones antes, cuando la epidemia estalló. Peor aún: tras la plaga, Weald logró ejercer presión para impedir las visitas sanitarias, presión que sólo un director del Servicio Médico criminalmente incompetente pudo permitir. Pero la incompetencia criminal y sus consecuencias eran la causa de que a Calhoun le hubieran trasladado interinamente al Sector Doce, con el fin de remediar aquel estado de cosas.

Sin embargo, no se sentía tranquilo. De Orede no había llegado nave alguna que confirmara su aserto de haber llevado a cabo un intento para que evacuaran aquel mundo aislado antes de que Weald descubriera en él la presencia de los pieles-azules. Maril se había ido a visitar o volver con su familia, o quizá para consultar con aquel misterioso Korvan que le preparó la salida de Dará convirtiéndola en espía, y que simplemente le había aconsejado que iniciara una nueva vida en cualquier otra parte, abandonando un mundo asolado por el hambre, despreciado y proscrito.

Calhoun se había enterado de dos descubrimientos que el mismo Korvan había hecho en bien de su planeta. Ninguno de ellos era notablemente constructivo. Se había ofrecido para probar el segundo, muriendo por él..., lo que hacía de Korvan un personaje admirable, o dotado de una efectiva pasión hacia el martirio, cosa mucho más común de lo que cree la mayor parte de la gente. Al cabo de dos días, Calhoun estaba tan irritable a causa del hambre que sentía, como para pensar lo peor de cuantos le rodeaban, y en especial de Korvan.

Mientras, Calhoun trabajaba con obstinación; en los hospitales, cuando los pacientes estaban despiertos, y en el navío médico, bajo custodia, después. Ahora tenía retortijones de hambre, pero, sin embargo, probaba y estudiaba el proceso que se desarrollaba en el cultivo biológico introducido dentro de un cubo de plástico.

Trabajaba para aumentar la cantidad de gérmenes de aquéllos. Le habían proporcionado fragmentos de piel de los pacientes muertos en los hospitales; examinó las zonas pigmentadas y muy, muy penosamente, comprobó una teoría. Utilizó para ello el microscopio electrónico, pero descubrió un virus en los retazos azules que concordaba con el tipo del encontrado en Tralee.

Los virus de Tralee tenían efectos que pasaban de madre a hijo, y el heredero se veía tarado por partículas de virus semivivas, es decir, que estaban en plan de degeneración biológica. Y entonces, Calhoun con muchísimo cuidado introdujo dentro de un cultivo de virus el material que había estado reproduciéndose en el cubo de plástico. Vigiló atentamente lo que sucedía.

Se sentía satisfecho, tanto que inmediatamente después bostezó y bostezó y apenas logró llegar tambaleándose a su lecho. El centinela del navío médico le observó algo confuso.

Aquella noche llegó la nave de Orede, repleta de reses congeladas. Calhoun ni se enteró. Pero a la mañana siguiente volvió Maril. Tenía profundas ojeras y su expresión era la de aquella persona que acaba de perder todo cuanto en la vida tenía para ella algún significado.

—Estoy bien —insistió, cuando Calhoun comentó su aspecto—. He estado visitando a mi familia. Vi a Korvan. Me encuentro perfectamente bien.

—Usted no ha comido mejor de lo que lo he hecho yo —observó Calhoun.

—¡No pude! —admitió Maril—. Mis hermanas, mis hermanitas están tan delgadas... Hay racionamiento para todo el mundo y se lleva eficazmente a rajatabla. Incluso me entregaron mis propias raciones. ¡Pero no pude comerlas! Di a mis hermanas la mayor parte del alimento y ellas... ¡ellas riñeron como fieras disputándoselo!

Calhoun no dijo nada. No había nada que decir. Entonces, la muchacha añadió en tono no menos desolado:

—Korvan me trató de tonta por haber vuelto.

—Puede que tenga razón —comentó Calhoun.

—Pero... ¡tenía que volver! —protestó Maril—. Y ahora, al pensar que he estado comiendo cuanto quería, en Weald y en esta nave, me siento avergonzada porque ellos están medio muertos de hambre y yo no. Y cuando veo lo que el hambre les impulsa a hacer... ¡Es terrible estar medio desfallecido de hambre y no ser capaz de pensar en nada que no sea comida!

—Espero poder hacer algo con respecto a eso —dijo Calhoun—. Si es que puedo pillar a un astronauta o dos...

—La nave que estaba en Orede vino anoche —le informó Maril con desánimo—. Estaba cargada hasta los topes de carne congelada, pero un cargamento ni se nota al repartirlo entre todo el planeta. Y si Weald empieza a buscarnos en Orede, no nos atreveremos a volver a buscar más carne. —Se detuvo, luego añadió con algo de brusquedad—: Han traído prisioneros. Mineros. No pudieron subir al navío de los muertos. Los darianos que pusieron al ganado en estampida los capturaron. ¡Era preciso!

—Cierto —afirmó Calhoun—. No habría sido prudente dejar wealdianos en Orede con la cabeza cortada. Ni tampoco vivos, para que pudieran hablar del rumor de la presencia de pieles-azules. Aunque ahora es posible que les corten la cabeza. ¿No es ése el programa?

Maril se estremeció.

—No. Se les racionarán los alimentos, como a todo el mundo. Y la gente los vigilará. Los wealdianos esperan morir de la plaga de un momento a otro, ahora que están en contacto con los darianos. Por eso la gente les mira y se echa a reír. Aunque la cosa no tiene ninguna gracia.

—Es natural —comentó Calhoun—, aunque sea una falta de caridad. ¡Mire! ¿Qué hay de esos astronautas? Los necesito para una tarea que me baila por la cabeza.

Maril se retorció las manos.

—Venga por aquí —dijo en voz baja.

Había un centinela armado en la sala de control de la nave. Había estado vigilando a Calhoun buena parte del día anterior, mientras el científico efectuaba su misterioso trabajo. Salió de guardia, y ya había vuelto a entrar de servicio. Estaba aburrido. Mientras Calhoun no tocase el tablero de control, no tenía por qué mostrar interés. Ni siquiera volvió la cabeza cuando Maril abrió la marcha hasta el interior de la cabina dormitorio y cerró la puerta tras Calhoun.

—Los astronautas vienen ya —dijo ella, con rapidez—. Traerán consigo varias cajas. Le pedirán que les instruya para poder conducir mejor esta nave. Se perdieron durante la vuelta de Orede... Es decir, no se perdieron, sino que perdieron tiempo, quizá tanto casi como para hacer un viaje extra para traer más carne. Necesitan más experiencia. Me he adelantado a asegurarles que lo que usted les enseñará será lo apropiado y conveniente.

—¿Y bien? —dijo Calhoun.

—¡Están locos! —exclamó Maril, vehemente—. Saben que Weald, tarde o temprano, hará algo monstruoso. Pero van a intentar evitarlo adelantándose, ¡y siendo más monstruosos todavía! No están todos de acuerdo, pero sí la mayoría. Por tanto, quieren utilizar su nave. Esta nave... dicen que es más rápida en superimpulsión, etc. E irán a Weald en este navío y... dicen que darán a los wealdianos algo que les mantenga ocupados y sin ganas de molestarnos.

—¡He aquí el pago que recibo por sentir demasiada simpatía hacia los pieles-azules! —dijo secamente Calhoun—. Pero si hubiera pasado un par de años con hambre, y me sintiera despreciado por los que me tienen hambriento, supongo que reaccionaría de la misma manera. No, no me diga qué es lo que preparan —se atajó, al ver que la muchacha abría los labios para volver a hablar—. Dadas las circunstancias y considerándolo todo, sólo pueden preparar una cosa. Pero dudo sinceramente que diese resultado. Está bien.

Abrió la puerta y regresó a la sala de control. Maril le siguió.

—He estado trabajando en otro problema, aparte del de la alimentación —dijo Calhoun, recalcando las palabras—. No creo que ahora sea la mejor ocasión de hablar de eso, pero me parece que logré resolverlo.

Maril volvió la cabeza y se puso a escuchar. Se oían pisadas en el alquitranado exterior. Las dos puertas de la escotilla estaban abiertas. Entraron cuatro hombres. Eran jóvenes que no parecían tan hambrientos como la mayor parte de los darianos, pero había un motivo para ello. El jefe hizo las presentaciones. Eran astronautas, los mismos que habían traído la carne de Orede. Según dijo el jefe, no eran pilotos lo bastante buenos. Pasaron de largo su punto de destino. Salieron de superimpulsión demasiado lejos del rumbo. Necesitaban instrucción.

Calhoun asintió con la cabeza y observó que él había preguntado por ellos. Eran, claro, pieles-azules. En uno de ellos, el único desfiguramiento visible era un retazo azul sobre la muñeca. Otro tenía una marca azulada que aparecía junto al ojo y se extendía hasta la sien. Un tercero tenía un trozo blanco en la cara y el resto de la cabeza azul sucio. El cuarto tenía azules los dedos de una mano.

—Tenemos órdenes de venir a bordo y aprender de usted cómo manejar esta nave —dijo tranquilo el jefe—. Es mejor que la nuestra.

—Pregunté por ustedes —repitió Calhoun—. Tengo una idea que les explicaré sobre la marcha... ¿Y esas cajas?

Alguien pasaba unas cajas de hierro a través de la escotilla de entrada. Uno de los cuatro las colocaba dentro con el mayor cuidado.

—Son raciones de comida —dijo el segundo joven—. No vamos a ninguna parte sin nuestras raciones... excepto, claro está, a Orede.

—Orede, sí. Creo que el otro día nos enredamos a tiros mutuamente allí —dijo Calhoun con placidez—. ¿Verdad que sí?

—Sí —respondió el joven.

Ni se mostraba cordial ni antagónico. Sólo impasible. Calhoun se encogió de hombros.

—Entonces podemos despegar inmediatamente. Esto es el conmutador y aquí está el botón. Pueden llamar a la torre y preparar el ascenso mediante el rayo conductor, cuya rutina no ha cambiado en los últimos doscientos años.

El joven se sentó ante el tablero de control. Con aires profesionales procedió a las maniobras indicadas. Se puso en contacto con la torre de control de aterrizajes, que como es natural, también se utilizaba para los despegues y, al poco, recibía confirmación a su orden de despegue, significando que el Gobierno estaba al corriente de los propósitos de vuelo de sus pilotos. El joven piel-azul aguardó paciente la orden de elevarse. Entonces Calhoun le contuvo.

—¡Quieto!

Señaló la escotilla: ambas puertas se hallaban abiertas. El joven piloto sentado ante el cuadro de mandos enrojeció visiblemente. Uno de sus compañeros cerró y aseguró las puertas.

La nave se elevó. Calhoun vigilaba con aparente desgana, pero halló ocasión para efectuar una docena de correcciones en las maniobras. Aquél era, con toda presunción, un viaje de adiestramiento sugerido por él mismo. No obstante, cuando el piloto piel-azul debía colocar al navío médico en superimpulsión sin rumbo fijo, Calhoun se puso serio. Insistía en marcar un lugar de destino. Propuso Weald.

Los jóvenes se miraron uno a otro y aceptaron la propuesta. Hizo que el piloto sentado ante los mandos se fijara en la brillantez intrínseca de su sol y que midiese después la que tenía contemplado desde bien fuera de Dará. Le hizo estimar el cambio de brillo esperado al cabo de muchas horas de superimpulsión, si uno salía de ella para efectuar algún cómputo y asegurarse de proseguir en el rumbo deseado.

El primer estudiante piloto piel-azul terminó su turno de servicio con más respeto hacia Calhoun que el que había sentido al empezar la lección práctica. El segundo estaba ansioso de demostrar que era mejor que su antecesor. Calhoun le enseñó a utilizar los mapas de brillantez, mediante los cuales los cambios aparentes en el brillo de las estrellas entre saltos de la superimpulsión podía correlacionarse con los cambios angulares para dar una imagen tridimensional de los cielos más próximos.

Era un arte altamente necesario, que no había sido desarrollado en Dará, y los presuntos aspirantes a astronautas no tardaron en dejarse absorber por el interés de aquél y otros puntos destacados del pilotaje espacial. Los viajes realizados de Dará a Orede y viceversa les habían hecho comprender que necesitaban ampliar sus conocimientos. Calhoun se dedicó a ello.

No trató de facilitarles las cosas. Tenía hambre, y se enojaba con facilidad. Las observaciones las hacía en tono rimbombante para mostrarse severo y las sugerencias tenían en sus labios el tono de órdenes. Colocó a los cuatro jóvenes por turno a los mandos de la nave, siempre bajo su dirección. Siguió utilizando Weald como punto de destino, pero les propuso varios problemas en los cuales el navío médico salía de la superimpulsión apuntando a una dirección desconocida y con un movimiento de avance anormal, etc., etc.

Hizo que el tercero de sus discípulos identificara Weald en el globo celeste que contenía cientos de millones de estrellas, y que siguiera hacia dicho planeta en un rumbo de superimpulsión. Al cuarto le pidió inopinadamente que computase la distancia a que se hallaban de Weald valiéndose de los datos que le proporcionara la observación directa y sin consultar ningún archivo o registro.

Por aquel tiempo, el primer piloto del turno estaba impaciente por entrar en servicio de nuevo. Calhoun dio a cada uno de ellos una segunda y substanciosa lección. Se las dio, en efecto, muy condensada; pero constituyendo en realidad un curso completo del arte de la navegación espacial. Sus jóvenes discípulos tomaron el mando en turnos de cuatro horas, con al menos una salida de la superimpulsión en cada turno.

Calhoun hizo crecer en ellos el entusiasmo. Se olvidaron de la molestia de sentirse hambrientos —a pesar de que no estaban acostumbrados al hambre, por haber gozado de comida en abundancia durante sus estancias en Orede—, acuciados por el orgullo de reunir más conocimientos de la profesión que sus compañeros.

Cuando Weald llegó a ser una estrella de primera magnitud, los cuatro no eran astronautas calificadísimos, eso seguro, pero eran mucho mejores pilotos espaciales que al principio. Cosa inevitable, su actitud hacia Calhoun era de respeto. El miembro del Servicio Médico se había mostrado rígido e irritable. Para la juventud, tal combinación es impresionante.

Maril habíase limitado a ser una pasajera tan sólo. En teoría, ella debía comparar las lecciones de Calhoun con las maniobras que éste había realizado cuando estaba solo. Pero Calhoun no hizo nada en aquel viaje, considerándolo bajo el punto de vista de la enseñanza, que fuese diferente a lo efectuado en los dos viajes interplanetarios que Maril había hecho en su compañía.

La muchacha ocupaba la cabina dormitorio durante dos de los seis turnos de cada día del navío. Ella se encargaba de manejar la cocina automática, casi vacía por completo por haber sido confiscados sus alimentos por el Gobierno de Dará. La cantidad de provisiones que de allí se llevaron nada significó para el planeta, pero era prudente que todos en Dará sufrieran el mismo racionamiento.

Al sexto día de partir de Dará, el sol de Weald tenía una magnitud de menos de cinco décimas. El telescopio electrónico podía detectar a sus planetas mayores, especialmente un gigante gaseoso situado en la quinta órbita, con gran albedo. Calhoun hizo que sus alumnos calcularan de nuevo su distancia, destacando la diferencia que podría haber al salir de la superimpulsión si el navío médico hubiera sido mal apuntado tan sólo en un segundo de arco.

—Y ahora —dijo vivaz—, tomaremos café. Voy a graduarles como pilotos. Maril, por favor, cuatro tazas de café.

—¿Jiii? —exclamó Murgatroyd.

El navío médico estaba ocupado por seis personas y Murgatroyd, ocupando un espacio proyectado tan sólo para Calhoun y el tormal. El pequeño Murgatroyd se pasaba la mayor parte del tiempo en su cubil, contemplando con azorados ojillos cómo tantas personas se movían en lo que antes fue una nave espaciosa.

—No hay café para ti, Murgatroyd —dijo Calhoun—. Tú no has tomado lecciones. El café de ahora es para los alumnos que alcanzan la graduación.

Murgatroyd salió de su minúsculo cubil. Encontró su tacita y se la ofreció con insistencia, diciendo:

—¡Jiii! ¡Jiii! ¡Jiii!

—¡No! —contestó rotundamente Calhoun.

Miró a sus cuatro discípulos pieles-azules y ordenó:

—¡Bébanselo todo! Es la última orden que les doy. ¡Desde ahora son ustedes pilotos titulados!

Se bebieron el café con una especie de reverencia. No había ninguno de ellos que no admirase a Calhoun por haberles hecho sentirse orgullosos de sí mismos. Eran, en la actualidad, mucho mejores pilotos que lo que podían haber imaginado cuando habían empezado aquel cursillo.

—Y ahora —dijo Calhoun—, supongamos que ustedes me dicen la verdad acerca de esas cajas que trajeron a bordo. Me aseguraron que se trataba de sus raciones alimenticias, pero no les he visto abrirlas en seis días. Me figuro lo que contienen, pero espero que ustedes me lo confirmen.

Los cuatro parecieron sentirse incómodos. Hubo una larga pausa.

—Es casi seguro que sean cultivos de virus para dejarlos caer en Weald —prosiguió Calhoun con malicia—. Weald planea destruir a Dará, así que algún loco ha decidido que Weald esté demasiado ocupado luchando contra una epidemia en su planeta para dignarse a tomarse la molestia de preocuparse por los darianos. ¿Verdad?

Los jóvenes se agitaron inquietos. Es fácil convertir en fanática a la juventud. Pero era preciso que se les siguiera instigando para conservar el fanatismo. No se les puede dar razones e intentar convencerlos de que antes que nada se deben respeto a sí mismos, y que por tanto deben abandonar todo proyecto tracionero y maligno. En el navío médico no se había hecho la menor referencia a Weald, a no ser para designarlo como punto de referencia para la astronavegación. No se mencionó en absoluto a los pieles-azules como enemigos o amenazas para la Humanidad; sólo se habló de pilotaje espacial. Los cuatro jóvenes eran ahora fanáticos de la navegación, del gobierno de un navío en el espacio.

—Bueno, señor —dijo uno de ellos con pesar—, eso es lo que nos ordenaron hacer.

—Lo prohibo —exclamó Calhoun—. No daría resultado. Hace muy poco tiempo que salí de Weald, ¿recuerdan? Los wealdianos han estado diciéndose que algún día Dará intentaría una cosa así. Tienen hechos preparativos para luchar eficazmente contra cualquier posible contagio que ustedes dejaran caer sobre ellos. Incluso a menudo dicen que eso ha ocurrido ya. No daría resultado. ¡Lo prohíbo!

—Pero...

—En realidad —interrumpió Calhoun—, puedo prohibirlo de manera efectiva. No es una simple postura mía, más o menos desacorde. Ustedes no harán nada de eso.

Uno de los jóvenes, mirando a Calhoun, asintió de repente. Sus ojos se cerraron. Alzó la cabeza, consiguió abrirlos y su expresión se transformó en azoramiento. Un segundo se dejó caer sobre un sillón.

—¡Estooo esss choocantee! —dijo, alargando las sílabas, y se quedó dormido.

El tercero notó que las rodillas se le doblaban. Les prestó deliberada atención, tratando de mantenerlas rígidas. Pero cedieron como si fueran de goma, y el piel-azul cayó despacio al suelo.

El cuarto dijo con asombro y reproche:

—¿Y se llama usted amigo nuestro?

Se desmayó.

Calhoun, muy sereno, los ató de pies y manos y los colocó cómodamente en el suelo. Maril le contemplaba, pálida, con una mano en la garganta. Murgatroyd estaba agitado.

—¿Jiii? ¿Jiii? —exclamaba con ansiedad.

—No —respondió Calhoun diligentemente—. Se despertarán dentro de poco.

—¡Está usted traicionándonos! —exclamó Maril, en un susurro tenso y desesperado—. ¡Nos va a llevar a Weald!

—No —contestó Calhoun—. Sólo nos pondremos en órbita en su torno. En principio, no obstante, voy a desembarazarme de esos malditos cultivos patógenos encerrados en las cajas. A propósito, están ya muertos. Los maté con ondas supersónicas hace un par de días, mientras celebrábamos una animada discusión acerca de la medida de las distancias con ondas cefeidas de período conocido.

Colocó las cuatro cajas en el sumidero de la nave. Maniobró la palanca. Las cajas fueron arrojadas al espacio desintegradas, convertidas en vapores metálicos y de otras clases. Calhoun se sentó ante el cuadro de mandos.

—Soy un miembro del Servicio Médico —dijo, recalcando las palabras—. No podía cooperar con la difusión de plagas de ninguna manera, aunque si se hubiera tratado de una epidemia útil, la cosa hubiera cambiado. Pero lo importante ahora es no mantener ocupado a Weald con dificultades que aumenten su odio a Dará. Lo importante es conseguir alimentos para Dará. Y con pequeñas cantidades de provisiones nada se soluciona. Lo que se necesita son miles de toneladas o decenas de miles de toneladas. —Hizo una pausa, luego añadió—: ¡Entramos en superimpulsión, Murgatroyd! ¡Agárrate de prisa!

El universo se desvaneció. Las desagradables sensaciones de costumbre acompañaron al cambio. Murgatroyd se escondió.