III

No hubo respuesta del suelo cuando, tras salir de la superimpulsión y conducir Calhoun el navío médico hasta una posición favorable, efectuó la primera llamada. Paciente repitió, una y otra vez, que el navío médico Aesclipus Veinte notificaba su llegada y solicitaba coordenadas para el aterrizaje. Añadía que su masa era de cincuenta toneladas estándar, y que el propósito de su visita era efectuar una inspección planetaria de sanidad.

Pero no hubo respuesta. Debería haber habido una ondulante descripción procedente del centro de navegación del planeta con la que, a ciertas horas o a intervalo de minutos, los campos de fuerza de la torre de aterrizaje se cerrarían en torno al navío médico, descendiéndolo. Pero el radiocomunicador permaneció silencioso.

—Hay una torre de aterrizaje —dijo Calhoun con el ceño fruncido—, y si la utilizan para enviar carne fresca para Dará, carne obtenida de los rebaños que antes mencioné, tendría que poseer dotación humana. Pero no parecen interesados en contestar. Quizá crean que si fingen ignorar que yo estoy aquí, lo más seguro es que me canse y me vaya.

Reflexionó y se acentuó su entrecejo.

—Si no supiera lo que sé, puede que me marchase. Pero si aterrizo utilizando los cohetes de emergencia, los pieles-azules de ahí abajo podrían suponer que vengo de Weald. Y en ese caso, puede que encuentren razonable desintegrarme antes de que aterrice, temiendo que descargue un grupo de soldados. Por otra parte, ninguna nave de Weald aterrizaría concebiblemente sin asegurarse primero de que no había peligro en hacerlo. Antes dejaría caer una serie de bombas... —se volvió a la muchacha—. ¿Cuántos darianos hay ahí abajo?

La joven sacudió la cabeza.

—No lo sabe usted —musitó Calhoun—, o no quiere decírmelo, todavía, pero... ellos deben saber de la llegada de aquella nave a Weald, y lo que supondrá Weald acerca de eso. Por otra parte, me sospecho que usted vino para decirles lo referente a la última parte, para hacerles saber cuál ha sido la reacción wealdiana. No creo que Dará obtenga sus informes directamente de Weald... Dígame, cuando la enviaron de Dará para actuar como espía, ¿dónde desembarcó usted?

Los labios de ella se separaron como para hablar, pero los apretó inmediatamente con fuerza. Volvió a sacudir la cabeza.

—Debe haber venido de muy lejos —dijo Calhoun inquieto—. Su pueblo habrá construido una nave y falsificado perfectamente la documentación de a bordo, y luego viajaron tan lejos desde esta parte del espacio, que cuando aterrizaron nadie se imaginó que venían de Dará. Seguro que utilizaron maquillaje para tapar los lunares azules, pero puede ser que aterrizaran tan lejos, que los nativos jamás hubieran oído hablar de los pieles-azules...

El rostro de la muchacha se contrajo, pero no replicó.

—Entonces desembarcaron a una docena de ustedes, con abundante provisión de maquillaje para tapar las manchas azules. Luego, todas y cada una se separaron y llegaron individualmente a Weald, para ver qué es lo que podía hacerse allí —se detuvo—. ¿Cuándo descubrió usted de manera positiva que allí ya no había plaga en absoluto?

La joven empezó a palidecer.

—No, no leo las mentes —explicó Calhoun—. Pero sé sumar dos y dos. Usted es de Dará. Usted ha estado en Weald. Es prácticamente cierto que hay otros... agentes, si prefiere mejor esa palabra, en Weald. Y en dicho planeta no ha habido epidemia, así que su pueblo no es el agente portador y propagador de los gérmenes. Pero me parece que eso lo sabía usted por anticipado. ¿Cómo lo aprendieron? ¿Acaso gracias a alguna nave que aterrizó en Dará encontrándose en una situación apurada, que le obligaba a buscar refugio en su proscrito mundo?

—Sí... sí...-exclamó la muchacha—. No queríamos dejarles que se fueran de nuevo. Pero la tripulación no pilló la... no murieron. ¿Vivieron...?se detuvo de repente—. ¡No está bien ponerme encerronas! —gritó apasionadamente—. ¡Eso no es jugar limpio!

—Lo dejaré, pues —contestó Calhoun.

Se volvió al tablero de control. El navío médico estaba sólo a dos diámetros planetarios de Orede ahora, y el telescopio electrónico mostraba las estrellas moviéndose lentamente a través de su pantalla. Luego apareció una forma reluciente, enorme y gibosa, con los retazos irregulares color fango de los mares profundos y las multicolores áreas de las llanuras y bosques. También había montañas. Calhoun fijó la imagen y la estudió.

—Encontraron la mina —observó— los miembros de la expedición de caza, mientras mataban por deporte ganado salvaje.

Incluso un pequeño planeta tiene muchos millones de kilómetros cuadrados de superficie, y una única instalación humana en todo un mundo no es fácil de localizar mediante una búsqueda al azar. Pero en aquella ocasión había pistas. Los cazadores deportivos no escogerían para dar rienda suelta a su afición ni un clima tropical, ni un clima ártico. Por tanto, puesto que hallaron un depósito mineral, éste debía estar situado en la zona templada.

El ganado no suele vivir en terreno muy montañoso, pero la mina no podía estar en plena pradera. El puesto minero en Orede, pues, tendría que estar al borde de las montañas, no lejos de la llanura que frecuentara el ganado salvaje, y en un clima templado.

Las zonas boscosas podían descartarse. Además, tenía que haber una torre de control para aterrizajes y despegues con la altísima antena del rayo conductor de naves espaciales. Al tener que ocuparse cada vez de una sola nave, era posible que la torre no fuese muy grande. Quizá tuviera un diámetro de un par de cientos de metros y una altura de algo menos de un kilómetro. Pero su sombra sería fácil de distinguir.

Calhoun buscó por entre las bajas montañas próximas a la pradera y en la zona templada. Encontró una motita. La aumentó muchas veces de tamaño, gracias al juego de objetivos electrónicos de su telescopio. Era la mina de Orede. Había montones de escorias y desechos minerales. Había algo que arrojaba una sombra larga y escuálida: la torre-antena de aterrizaje.

—Pero no responden a nuestras llamadas —observó Calhoun—, así que tomaremos tierra aunque no seamos bien recibidos.

Invirtió el navío y disparó los cohetes de emergencia. La nave se hundió hacia el planeta. Poco tiempo más tarde, estaba profundamente inmersa en la atmósfera. El ruido de los cohetes se había hecho atronador, porque el aire transportaba y reforzaba el sonido.

—Agárrate a algo, Murgatroyd —ordenó Calhoun—. Puede que tengamos que esquivar algún antiaéreo.

Pero nada les vino desde abajo. El navío médico volvió a invertirse; sus cohetes apuntaron hacia el planeta y vertieron llamas blanquiazuladas, delgadísimas y a gran velocidad. Osciló ligeramente, pero continuó descendiendo. No lo hacía de manera directa sobre la antena de aterrizaje, sino algo alejado de ella.

Continuó el descenso hasta alcanzar casi el nivel de los picos de las montañas en que estaba situada la mina. Tornó a oscilar y pasó por encima de los montes, luego una nueva oscilación y corrió hacia el valle en el que la torre de aterrizaje era plenamente visible. Calhoun maniobró la nave en un rumbo errático, por si encontraba oposición para la toma de tierra.

Pero no hubo ninguna. Entonces los cohetes bramaron, y el navío disminuyó su movimiento de avance, cabeceó un instante y se posó en el terreno firme, fuera de la armazón de la torre. La antena era pequeña, como Calhoun había calculado. Pero parecía prolongarse sin fin hacia el cielo.

Cortó los cohetes. Aun siendo muy delgadas y esbeltas, las llamas fundieron y perforaron profundos agujeros en el suelo. La roca fundida hervía y burbujeaba por debajo, pero no parecía haber otro sonido. No se percibía otro movimiento. Todo a su alrededor estaba en absoluta quietud. Pero cuando Calhoun conectó los micrófonos exteriores percibióse un dulce, débil y confuso gorjear producido por los seres vivientes escondidos en la vegetación de las laderas de las montañas.

Calhoun se metió en el bolsillo un desintegrador y se puso en pie.

—Veremos qué aspecto tiene el panorama desde el exterior —dijo con cierta aspereza—. No creo por completo lo que me muestran las pantallas de visión.

Minutos más tarde bajaba al suelo, franqueando la puerta de salida del navío médico. La nave había aterrizado a quizá treinta metros de lo que antaño fuera un edificio de madera. En él, las ahora inútiles vagonetas acumulaban el mineral de la mina y se lo llevaban hasta las correas sinfín que lo amontonaban finalmente en una monstruosa pila de piedra desmenuzada. Pero dicho edificio ya no estaba en pie.

Cerca había habido una estructura albergando un triturador de mineral. La masiva maquinaria aún era visible, pero la construcción estaba reducida a fragmentos ruinosos. También muy próximo a esto se habían alzado los tenderetes que cubrían las entradas principales de la mina. Como lo demás, se hallaban ahora tan destrozados que de la madera de las vigas no habrían podido fabricarse mondadientes.

Mirar el suelo en el lugar donde se levantaron las construcciones era prácticamente imposible. Por doquier se veían huellas de cascos. El ganado, por miles, por decenas de miles lo había arrollado todo. Había irrumpido primero por los tabiques de madera de las edificaciones, y había embestido a las vigas y columnas hasta conseguir que los techados se desplomaran, y que las construcciones se desmoronaran.

El ganado había continuado pasando por encima de las ruinas hasta no dejar más que el caos indescriptible. Muchas, muchísimas reses murieron en la embestida. Se veían montones de bestias muertas en torno y por encima de las vigas metálicas que formaban la base de la torre de control de aterrizajes. El aire estaba lleno del acre hedor de la carroña.

Positivamente el puesto había sido destruido por la estampida de cientos de miles de cabezas de ganado, cargando a ciegas contra todo, sobre todo, a través de todo. De manera insensata se habían embestido unas a otras, hasta reducirse a masas informes y sanguinolentas. La boca de la mina no había quedado del todo obstruida porque unos cuantos troncos de desmesurado diámetro cayeron casualmente sobre ella, bloqueándola. Pero todo lo demás era pura destrucción.

—¡Inteligente! ¡Muy inteligente! —exclamó Calhoun en voz alta—. No se puede culpar a los hombres cuando las bestias entran en estampida. Deberíamos aceptar la evidencia de que algún monstruoso rebaño, abriéndose camino a través del paso entre las montañas, inopinadamente se volvió loco y arremetió en busca de las llanuras. El puesto de Weald se interpuso en su camino, y eso fue lo malo para él. Todo se explica, excepto la nave que llegó a Weald. Una estampida, sí; cualquiera podría creerlo. Pero también hubo una estampida humana. Los hombres se lanzaron en loca estampida dentro del navío, tan ciegamente como el rebaño que destruyó esta pequeña ciudad. El navío salió en estampida hacia el espacio, tan alocadamente como el ganado. Pero... ¿una estampida de hombres y ganado en el mismo sitio? ¡Eso ya es demasiado!

—Pero qué...

—¿Cómo intentará ponerse en contacto con sus amigos de aquí? —preguntó Calhoun a la chica abiertamente, interrumpiendo sus palabras apenas iniciadas.

—No... no lo sé —contestó ella, apurada—. Pero si el navío se queda aquí, vendrán a ver qué pasa, ¿verdad? ¿No le parece?

—Si están cuerdos, no vendrán —dijo Calhoun—. Lo menos deseable aquí serían huellas de pisadas humanas por encima de las de las reses. Si sus amigos forman parte de una expedición para suministrar carne a Dará, como yo creo, deberán borrar sus huellas, salir del planeta lo antes posible y rogar al cielo para que nunca se descubran señales de su presencia en Orede. Con toda seguridad, eso sería lo mejor que podrían hacer.

—Y yo... ¿qué haré ahora? —preguntó la muchacha, con tono desvalido.

—No lo sé a ciencia cierta. Como pura conjetura y por el momento, nada. Ya pensaré en algo. Sin embargo, tengo ante mí una endemoniada tarea. No me es posible quedarme aquí mucho tiempo.

—Puede usted dejarme en Orede...

Calhoun emitió un gruñido y se apartó de ella. Ni por asomo podía pensarse que fuera capaz de dejar a otro ser humano en lo que se suponía era un planeta deshabitado, sabiendo que lo era en el presente, pero conociendo que cualquier visitante futuro tendría las razones más fuertes para esconderse y no mostrarse a nadie.

Creía que allí habían darianos, y que la chica que se metió de polizón en el navío médico era también dariana. Pero quien estuviera escondiéndose, fuera el que fuese, tendría mucho que perder si era descubierto y, por tanto, se hallaría a cientos, quizá miles de kilómetros de cualquier lugar en donde pudiese aterrizar una nave espacial... si es que ya no se había ido tras el incidente de la partida del navío de carga, con su interior repleto de espantados pasajeros.

Considerándolo con detalle, había posibilidades de que de nuevo hubiese escasez de alimentos en Dará; de que los pieles-azules, en su desesperación, hubiesen atacado, estuvieran atacando, o pretendieran atacar a los rebaños de ganado de Orede para enviar carne a su planeta natal; de que, de algún modo, los mineros de Orede hubieran descubierto la vecindad de los pieles-azules y murieran víctimas de las consecuencias de su innato terror. Era una deducción arriesgada para ser hecha con las pocas evidencias que Calhoun tenía, pero le era imposible formarse otra hipótesis.

Si su deducción era cierta, estaba bajo la misma obligación de hacer lo que la chica consideraba su propio deber: avisar a los pieles-azules de que Weald no tardaría en buscarles incluso en Orede, pero luego de que hubiera desencadenado sobre Dará un verdadero infierno para castigarles por su osadía; es decir, ni los que se hallaran ocultos en el planeta minero podrían gozar mucho tiempo de relativa seguridad.

Claro que de haber hombres en Orede, no podría dejarles un mensaje escrito, a defecto de un contacto personal y amistoso. No podría dejárselo, porque podría ocurrir que no lo encontraran... y que lo hallara, en cambio, alguna expedición de wealdianos. Todo lo que podía hacer era tratar de establecer contacto, y darles el aviso por medios que no dejaran pruebas de su actuación. Y es que Weald consideraría tal aviso como la evidencia más ostentosa de la culpabilidad de los pieles-azules.

No era cosa satisfactoria limitarse a la radio, cuyas llamadas podían o no ser captadas, y que era improbable que en caso de captarlas le respondieran acusando recibo. Pero, de todas maneras, se instaló ante el comunicador para realizar una tentativa.

Emitió primero una Comunicación General en onda larga. Era poco probable que los pieles-azules utilizaran las bandas de Comunicación General para ponerse en contacto unos con otros, pero tenía que intentarlo. Emitió, con toda la potencia posible, y recorrió arriba y abajo la banda del espectro de la Comunicación General, repitiendo su aviso despacio y poniéndose seguidamente a la escucha con la esperanza de recibir respuesta.

Encontró un lugar en el dial en donde había cierta retransmisión de su mensaje, es decir, como si la efectuara un receptor-repetidor sintonizado a su longitud de onda. Pero no pudo localizarlo ni conseguir que siguiera funcionando de manera regular. Luego se dio cuenta de que nadie le escuchaba. Agotó el sistema normal de radiocomunicación. Luego emitió en la anticuada amplitud modulada que ningún transceptor moderno sería capaz de recoger y que, por tanto, podría estar siendo utilizada por los que permanecían escondidos.

Trabajó largo rato. Después, se encogió de hombros y abandonó la tentativa. Había repetido hasta la fatiga más completa los hechos que cualquier piel-azul dariano en Orede debía saber. No recibió respuesta. Y hasta le parecía probable que si alguien hubiera recibido su mensaje, lo más seguro es que lo creyera una añagaza para intentar descubrir si en Orede había oyentes.

Cerró por fin la emisora y se puso en pie, sacudiendo la cabeza. De súbito, el navío médico le pareció vacío. Luego vio a Murgatroyd mirando con tristeza hacia la puerta de salida. El portillo interior de la pequeña escotilla estaba cerrado. La luz espectral decía que el portillo exterior no estaba cerrado. Alguien había salido silenciosamente. La muchacha. Claro.

—¿Hace mucho rato, Murgatroyd? —exclamó airado Calhoun.

—¡Jiii! —le respondió Murgatroyd indignado.

No era una respuesta concreta, pero demostraba que Murgatroyd se sentía vejado porque la chica se fue abandonándolo. Él y la muchacha se habían hecho íntimos amigos. Si ella se había dejado a Murgatroyd en la nave cuando el animalito quería acompañarla, es que no pensaba volver.

Calhoun masculló un juramento. Se aseguró de que la muchacha no estaba en la nave. Luego puso en funcionamiento el altavoz exterior y habló en forma tajante por el micrófono, diciendo:

—¡Café! Murgatroyd y yo vamos a tomarlo. ¿Quiere usted hacer el favor de volver?

Repitió la llamada una y otra vez. Aumentada la potencia de su voz por los amplificadores, ella podría oírle aunque estuviera a dos kilómetros de distancia. Pero la muchacha no apareció. Calhoun se encaminó a un armarito disimulado y se armó de pies a cabeza. No es propio de los miembros del Servicio Médico que tengan que luchar, mas para casos de emergencia llevan una buena provisión de rifles desintegradores.

Una vez hubo colgado de su hombro un pesado depósito de energía, destinada a los rifles desintegradores, y llegado a la escotilla, seguía sin verse rastro de la muchacha. Permaneció en la boca de la escotilla varios minutos, mirando airado a su alrededor. Estaba casi seguro de que ella no iría hacia las montañas para buscar a los darianos que estuvieran a la caza de reses. Utilizó los binoculares, primero ajustados panorámicamente para buscar por una zona amplia del valle, lo más amplia posible; luego los ajustó a la máxima potencia, para escrutar las rutas más probables.

Halló una motita oscilante más allá de la cresta de una distante colina. Era la cabeza de la joven. Desapareció por debajo de la cumbre.

Espetó una orden a Murgatroyd y cuando el tormal estuvo en el suelo a su lado y en el exterior, cerró la puerta con la combinación que nadie, excepto un miembro del Servicio Médico, sería capaz de descubrir y utilizar.

—¡Es una idiota! —dijo a Murgatroyd sombrío—. ¡Vamos! Seremos idiotas nosotros también.

E inició la persecución.

El cielo era azul, como es inevitablemente en cualquier atmósfera de oxígeno en todos los planetas de sistemas solares con sol amarillo. Habían montañas, como es universal en los planetas cuya superficie se levanta, baja y se pliega y dobla por efecto del clima o el vulcanismo. Existen planetas en los que los microorganismos han logrado reducir los peñascos a fragmentos tan diminutos que pueden servir de alimento a la vegetación. Y, naturalmente, viven en ellos también animales.

Se veían árboles de varios tipos prácticos y útiles, y maleza, y una especie de pelusa vegetal equivalente al césped o a la hierba. Era el de Orede, en resumen, un sistema ecológico perfectamente habitable. Las moléculas orgánicas demostraban que la vida se componía de los mismos elementos y combinaciones que en otras partes en donde idénticas condiciones de temperatura y humedad y calor del sol eran los factores determinantes de su habitabilidad.

Era un mundo diferente a la Tierra, como es natural, pero apropiado para que el ganado allí arrojado creciera y se multiplicara. Sólo la mente humana había impedido hasta ahora que fuera un lugar donde los hombres vivieran y se reprodujeran también.

Pero sólo Calhoun habría podido tomar el destruido puesto minero como una prueba de la última aserción.

La chica le llevaba mucha delantera. En dos ocasiones, Calhoun llegó a lugares en donde ella pudo haber elegido entre un par de direcciones hacia adelante. Cada vez tuvo Calhoun que determinar cuál habría escogido la fugitiva. Eso le llevó tiempo. Luego, las montañas se acabaron abruptamente y una vasta y ondulada pradera se extendió por el horizonte. Había, cuando menos, dos largas masas y muchos manchones de lo que sólo podían ser animales pastando. Ganado.

Pero aquí se podía ver a la chica a simple vista. Calhoun aumentó el paso. Empezó a ganarle terreno. Ella no se volvió en ningún momento a mirar atrás.

—¡Jiii! —exclamó Murgatroyd en tono plañidero.

—Debí haberte dejado en la nave —le contestó Calhoun sombrío—, pero había y hay una posibilidad de que yo no vuelva. Tendrás que seguir caminando.

Prosiguió su marcha. El recuerdo del terreno en torno al puesto minero le dijo que en la mente de la muchacha no había un destino definido. Pero la joven no estaba en tal estado de desesperación como para querer perderse de manera deliberada. Ella sospechaba, según se imaginaba Calhoun, que en caso de haber darianos en el planeta estarían vigilando la torre de aterrizaje.

Si la veían abandonar aquella zona y advertían que iba sola, seguramente la interceptarían para descubrir el significado del aterrizaje del navío médico. Entonces la muchacha se identificaría a sí misma como una de ellos y les daría el necesario y terrible aviso acerca de los recelos de Weald.

—Pero si ella tiene razón —se dijo Calhoun en su tono sombrío de las últimas jornadas—, ya me habrán visto marchando en pos suyo, lo que estropeará su plan. Y me gustaría ayudarla, pero el modo que tiene de llevarlo a cabo es peligroso...

Siguió bajando a uno de los hoyos u hondonadas de la desigual planicie. Vio un grupo de una docena o más de cabezas a poca distancia. El toro levantó la cabeza y mugió. Las vacas le miraron con truculencia. En el ambiente no había nada ahora de la llamada tranquilidad bovina.

Subió por la pendiente opuesta y salió del campo de vista de las reses antes de que el macho se decidiera a embestirle. Luego, Calhoun recordó de repente una de las particularidades leídas en la información sobre ganado que consultó precisamente unos días antes. Y al acordarse de aquello se puso pálido como la cera.

—¡Murgatroyd! —exclamó agudamente—. ¡Tenemos que alcanzarla! Permanece a mi lado, si puedes, pero... —trotaba ya mientras terminaba la frase-... aunque te pierdas, ¡tengo que correr! ¡Y de prisa!

Corrió cincuenta pasos y caminó otros cincuenta, Corrió cincuenta, caminó cincuenta. La vio, en lo alto de una ondulación del terreno. La muchacha se detuvo de repente. Calhoun echó a correr. La vio volverse sobre sus pasos. Quitó el seguro del rifle desintegrador y disparó contra el suelo para que la joven le oyera.

De súbito, la muchacha se lanzó a una desesperada carrera, hacia él. Calhoun se precipitó hacia adelante. Ella desapareció en una hondonada. Un bosque de cuernos brotó en la cresta que la muchacha acababa de abandonar. Aparecieron las reses. ¡Cuatro, doce, quince, veinte! Marchaban arrolladoras en persecución de la joven.

La volvió a ver, corriendo frenética por la pendiente de otra ondulación de la pradera. Volvió a disparar, para guiarla. Corrió a toda velocidad, con Murgatroyd siguiéndole detrás, ansioso. De vez en cuando, Murgatroyd llamaba: «¡Jiii-jiii-jiii!...», en un tono de asustada súplica, para que no le abandonara.

Más bovinos aparecieron por el horizonte. Cincuenta, o quizá cien. Galopaban tras el primer grupo. Estos, un toro y su harén, marchaban ahora más de prisa. La chica huía de ellos, pero el instinto de los bovinos en campo abierto —Calhoun lo había leído sólo un par de días antes— les impulsa a embestir a toda criatura que vaya a pie. Un hombre montado es, para sus torpes mentalidades, un ser tolerable o del que huir; pero algo del tamaño de un humano a pie debe ser destrozado, embestido y reducido a pulpa sangrienta.

Ahora las reses de vanguardia embestían, sin ambages, con las cabezas bajas. El toro embiste furioso con los ojos cerrados, todos los machos lo hacen así, pero las vacas, mucho más malignas, embisten con los ojos abiertos y diabólicamente alertas, y a una velocidad mucho mayor de la que podría desarrollar una muchacha.

Ella subió la última elevación, pálida como el yeso y jadeando, con el cabello flotando al viento, en el último grado de terror. La más cercana de las reses estaba de ella a unos diez metros cuando Calhoun disparó, desde el doble de esta distancia. La bestia bramó al recibir el impacto, cayó y las demás la arrollaron y pasaron sobre ella, y otras más siguieron detrás, repitiendo lo mismo. La chica vio a Calhoun ahora y corrió jadeando hacia él. Calhoun se arrodilló despacio y comenzó a contener la embestida disparando contra los animales que venían en cabeza.

No tuvo éxito. Había más ganado siguiendo a las primeras reses, y más y más detrás. Parecía como si todo el ganado de la pradera se hubiese unido en la ciega e insensata carga. El golpear de las pezuñas se hizo murmullo primero, y luego estrépito ensordecedor.

Figuras torpes, saltando, corriendo desaforadas, pasaban por cada lado. Muchas caían, pero el bosque de cuernos se alzaba por encima de los cadáveres de los animales que Calhoun había derribado. Siguió disparando. Más y más reses ascendieron por la montaña de los cuerpos de las víctimas, cada vez mayor por efecto de los disparos, aunque siempre no lo bastante, según parecía, para impedir que los cornúpetas que venían detrás ascendieran, treparan más bien, continuando la salvaje estampida. Y Calhoun disparando y disparando...

Pero poco a poco partió en dos al rebaño. Los animales de vanguardia habían embestido al ver a un enemigo humano, pero el resto los habían seguido obedeciendo al instinto gregario de los bovinos de unirse a los compañeros que corren en cualquier loca urgencia que les domine. La masa densa, mugiente, bufante, gruñente y batiente del ganado levantó una espesa e impenetrable nube de polvo que lo celaba todo, pero los cuadrúpedos seguían galopando a ambos lados de Calhoun, Murgatroyd y la chica: de los tres seres que debieron ser sus víctimas y cuya presencia desencadenó la embestida.

Duró varios minutos. Luego, el tronar de pezuñas disminuyó. Terminó con brusquedad y Calhoun y la chica se vieron solos ante una ingente masa de animales muertos que había logrado desviar lateralmente la estampida, partiéndola en dos grupos que se volvían a juntar a sus espaldas, muchos metros detrás. Volviéndose, pudieron ver aún la retaguardia del innumerable rebaño, que continuaba estúpidamente la carga, muy parecido ahora a una estampida, cuyo original objetivo ninguna de las bestias recordaba ya.

Calhoun tocó pensativo el cañón de su rifle desintegrador, y parpadeó al notarlo excesivamente recalentado.

—Acabo de darme cuenta —dijo con frialdad—, de que aún no sé su nombre. ¿Cómo se llama?

—Maril —contestó la muchacha. Tragó saliva y añadió—: Gra... gracias.

—Maril... —exclamó Calhoun—, ¡es usted una idiota! Fue por lo menos una insensatez marcharse sola. ¡Pudo haberse perdido! Me hubiera podido costar muchos días de búsqueda hasta hallarla, días muy necesarios para resolver asuntos más importantes?se detuvo y respiró profundo—. Ha podido estropear la ligerísima posibilidad que yo tengo de hacer algo en lo tocante a los planes vengadores de Weald. ¡Y era preciso que usted actuara de la manera más reconcentradamente loca, y con la imbecilidad más supina que criatura alguna pudiera concebir! —luego añadió con tono más amargo todavía—: ¡Y yo tuve que dejar atrás a Murgatroyd, para poder alcanzarla a usted a tiempo! El pobre animalito se quedó en el mismísimo camino que siguieron las reses...

Se apartó de la muchacha y dijo:

—¡Está bien! Volvamos a la nave. Iremos a Dará; de todos modos teníamos que ir. Pero Murgatroyd...

Entonces oyó un pequeñísimo estornudo. De la nube de polvo que aún dominaba el ambiente apareció Murgatroyd, con expresión de infinita tristeza. Estaba cubierto de tierra y desaliñado; arrastraba la cola caída y estornudaba casi continuamente. Caminaba como si apenas pudiera poner una pata delante de la otra, pero al ver a Calhoun estornudó una vez más y dijo:

—¡Jiii! —con vocecilla desconsolada. Luego se sentó y esperó que Calhoun fuera a recogerle.

Cuando Calhoun lo hizo, Murgatroyd se le colgó patéticamente, diciendo:

—¡Jiii-jiii! —y de nuevo—: ¡Jiii-jiii! —como si le contara la historia de una serie de indecibles horrores, de catástrofes increíbles, de desastres sin fin.

Y, en realidad, el hecho de que un animalito como Murgatroyd hubiese salido con vida, era muy notable. Se había librado de verse pisoteado por las pezuñas de cientos de animales en estampida. La suerte debía haber tenido gran parte en ello, aunque una agilidad histérica para esquivar también tenía que haber influido mucho.

Calhoun se encaminó al valle donde se alzaba el puesto minero y donde estaba ahora posado el navío médico. Murgatroyd iba colgado de su cuello. Maril les seguía desanimadamente. La muchacha estaba en aquella edad en que algunas chicas —y los hombres del tipo correspondiente— crecen dedicando más pasión a los puros ideales o a las causas perdidas que a los romances personales, más prometedores. Y cuando están imbuidas por aquella ansia de nobles propósitos o empresas, se sienten convencidas de que cuanto decidan hacer es lo más sensato, siempre y cuando tenga apariencias dramáticas. Pero ahora, Maril estaba abatida.

Calhoun no le volvió a dirigir la palabra. Abría la marcha. A unos dos kilómetros empezaron a ver retazos de la ya desvanecida horda. Un poco más allá, aquellos animales disgregados les vieron a ellos. De ser ganado doméstico, del que vive en las granjas lecheras, no habría habido problema, pero aquéllas eran reses salvajes, capaces de volverse furiosas por cualquier nimiedad. En dos ocasiones Calhoun tuvo que utilizar su rifle desintegrador para reprimir cargas incipientes de los irritados toros o de las incluso más irritadas vacas. Las que tenían terneros eran las más recelosas y suspicaces, quizá temiendo que Calhoun pretendiera quitarles a sus retoños.

Fue un alivio entrar en el valle de nuevo. Pero aún quedaban tres kilómetros de camino hasta llegar a la torre de aterrizaje, junto a la cual se había posado el navío médico, en un terreno repleto de hedionda carroña.

Se hallaban quizá a sesenta metros de la nave cuando un rifle desintegrador detonó y su impacto fue visible apenas más allá de Calhoun, en el suelo, y el monstruoso calor se sintió tan próximo que el joven miembro del Servicio Médico se quedó helado de espanto. No había sido una advertencia. No era un aviso. Se trataba de un disparo que estuvo horriblemente cerca de acabar con la carrera de Calhoun de manera asaz arbitraria.