II
Había cierta frialdad en los modales del personal del puerto espacial de Weald cuando a la mañana siguiente partió el navío médico. Calhoun no gozaba de popularidad, porque Weald estaba asustado. Había sido preparado para que se asustara con facilidad siempre que se tratara de algo relacionado con los pieles-azules. Sus niños eran adiestrados para reaccionar explosivamente a la sola mención de la frase piel-azul, y los adultos tendían a pronunciarla cuando algo les producía intranquilidad mental. Por tanto, en todo el ámbito del planeta se había formado un hábito de respuesta irracional, que no parecía serlo porque todos respondían de igual modo.
El voluntario que había descubierto la tragedia a bordo del navío de Orede estaba a salvo, sin embargo. Había efectuado una concienzuda inspección en la nave a la que entró voluntariamente. A no ser por Calhoun, su valor hubiera encontrado como recompensa la condena a muerte.
La reacción de sus conciudadanos era que al haber entrado en la nave podía estar en trance de contaminación de piel-azul, si es que todavía existían los gérmenes de la infección y si los tripulantes de la misma nave habían pillado la odiosa enfermedad, aunque con toda seguridad no habían muerto de dicho mal, y si los pieles-azules eran responsables de la tragedia, lo que de momento era pura especulación. Pero Weald temía que el arriesgado voluntario pudiese llevar consigo la muerte a todo el planeta si se le permitía el regreso.
Calhoun le salvó la vida. Ordenó que el encargado de la entrada del navío abriera la escotilla permitiendo que entrara, luego de que habían llenado la esclusa con vapor y clorina desinfectantes. Tal combinación esterilizaría su traje espacial e incluso se lo comería en parte, tras de lo que tanto la clorina como el vapor serían arrojados al espacio, dejando entrar a la esclusa aire del propio navío.
Si se quitaba el traje espacial sin tocar la superficie externa del mismo y se reintegraba a la nave investigadora mientras el traje era arrojado al vacío por un ayudante que se valiese de un largo palo para efectuar la operación, no habría posibilidad de que trajera consigo ningún germen contaminador. Calhoun tenía razón, pero Weald en general consideraba que había convencido al Gobierno para correr un riesgo irrazonable.
Había otras razones para no aprobar su conducta. Calhoun había sido desagradablemente franco. La llegada del navío de la muerte despertó el frenesí en aquellas personas que creían que exterminar a todos los pieles-azules sería un acto piadoso. Muchos de estos agitadores, conscientes o inconscientes, habían aparecido ante las cámaras de visión citando no sólo el caso de la nave de Orede, sino otros incidentes que interpretaban como crímenes contra Weald.
Exigían que todos los reactores wealdianos fueran modificados para que fabricaran materiales para la construcción y montaje de bombas de fisión, mientras que una flota espacial debía prepararse a emprender una cruzada contra los pieles-azules. Exigieron confiadamente que se dejara caer una lluvia de bombas nucleares sobre Dará para que no quedara ningún piel-azul, ni animal, ni partícula de vegetación, ni peces, aun en lo más profundo de los océanos; ni siquiera un solo virus viviente de la enfermedad piel-azul en aquel mundo de los pieles-azules.
Uno de aquellos oradores afirmó incluso que Calhoun, hablando en nombre del Servicio Médico, había dicho que ése era el único remedio posible. Y Calhoun, furioso, exigió ocasión para negar por radio tal afirmación. Cuando se la concedieron, pronunció un discurso difundido a todos los habitantes del planeta en el que los llamaba, con poca diplomacia, locos contumaces. Sí, eso les llamó.
Por tal motivo, cuando su navío partió de Weald, se había convertido en una persona harto impopular. Secamente comunicó que su próximo destino sería Orede, lugar de donde vino aquella nave de la muerte. El radiofaro de aterrizaje se puso en movimiento, operó en los controles de la nave y la condujo hacia el espacio desde el que Weald se veía como un gran globo brillante, para luego, desdeñosamente lanzarlo todavía más hacia afuera. El navío médico estaba libre, en el espacio abierto en donde no había ningún campo gravitatorio lo bastante fuerte como para dificultar la superimpulsión.
Calhoun puso rumbo a su destino, con el rostro sombrío.
—¡Prepárate, Murgatroyd! Vamos por la superimpulsión... —dijo, con aire salvaje.
Oprimió el botón correspondiente. El universo de estrellas desapareció, mientras todo ser viviente en la nave experimentaba las sensaciones acostumbradas de torpeza, náuseas y de una caída en espiral hacia la nada. Luego, silencio.
El navío médico se movía a una velocidad mayor en varias veces a la de la luz, pero se le notaba absolutamente sólido, completamente firme y fijo. Una nave en superimpulsión se comporta exactamente como si estuviera enterrada por entero en el corazón de un planeta. No hay vibración. No hay signo de nada que no sea sólido y, si uno se asoma a una de las escotillas, sólo se ve una profunda negrura, que añadida a la ausencia total de sonidos amenaza con hacerle estallar a uno los tímpanos.
Pero al cabo de unos cuantos segundos empiezan a oírse al azar débiles ruidos. Había allí una cinta magnetofónica y altavoces para evitar que la falta de sonidos diera ambiente de tumba a la nave. La cinta funcionaba y los altavoces emitían a cada minuto chasquidos y murmullos sin significado y ruidillos de todas las clases imaginables, pero todo en el mismísimo umbral de lo inaudible.
Calhoun se estremeció. El Sector Doce estaba en muy malas condiciones. Un miembro consciente y responsable del Servicio Médico nunca hubiera dejado que la obsesión anti piel-azul quedase sin mencionar en el informe sobre Weald. La salud no es sólo una cuestión física; existe también la llamada salud mental. Cuando la salud mental de una civilización vacila, puede ser destruida más segura y terriblemente que por cualquier imaginable guerra en la que se emplearan gérmenes nocivos. Una epidemia mata a todos aquellos cuyos organismos son débiles y susceptibles de incubarla, pero deja inmunes a otros muchos seres, capaces de reedificar su mundo. Pero los inmunes son los primeros en morir cuando una neurosis masiva barre toda una población.
Weald era en definitiva un mundo problema para el Servicio Médico. Dará era otro. Y cuando cientos de hombres se apiñaban amontonados en una nave espacial de carga incapaz de suministrarles aire para respirar, y de hacerles despegar y entrar en la superimpulsión antes de que pudiera faltarles el aire..., Orede no constituía una preocupación menor.
—Me parece que prepararé un poco de café —dijo Calhoun en tono sombrío.
Café era una de las palabras que Murgatroyd comprendía. De ordinario se agitaba nada más oírla y contemplaba al que lo preparaba con ojos brillantes e interesados. Incluso había intentado imitar los movimientos de Calhoun al hacer café en cierta ocasión, aunque salió con las zarpas escaldadas en el intento.
Pero entonces no se movió siquiera. Calhoun volvió la cabeza: Murgatroyd estaba sentado en el suelo, su larga cola enrollada reflexivamente en torno a la pata de una silla. Miraba hacia la puerta de la cabina dormitorio del navío médico.
—Murgatroyd, he dicho café —repitió Calhoun.
—¡Jiii! —chilló Murgatroyd.
Pero siguió mirando a la puerta. La temperatura se mantenía más baja en la otra cabina y el aspecto de las cosas era distinto que en el departamento de control. Esta diferencia formaba parte de los medios empleados para hacer que un hombre fuera capaz de estar solo durante semanas sin fin —a excepción de su tormal— sin llegar a sentir odio hacia su navío.
También había otro grupo de cosas cuidadosamente estudiadas para el mismo propósito, pero ninguna de ellas haría que Murgatroyd las mirara de manera tan fascinada como miraba ahora hacia la puerta de la cabina dormitorio. ¡Y menos cuando estaba preparando café!
Calhoun meditó. Se enfureció ante la sospecha que se le acababa de ocurrir de inmediato. Como miembro del Servicio Médico tenía la obligación de ser imparcial. Ser imparcial podía significar no estar del lado de Weald en su enemistad hacia los pieles-azules.
Y el pueblo de Weald habíase negado a ayudar a Dará en época de hambre, y había aislado al mundo paria durante años después de ello. Y tenían otras razones para odiar a la gente que trataban de tan mala manera. Era muy lógico que cualquier fanático de Weald hubiese considerado que, de no matar a Calhoun, seguramente éste ofrecería ayuda a los aborrecibles pieles-azules.
En efecto, cabía dentro de lo posible que alguien se hubiera introducido de polizón en el navío médico para asesinar a Calhoun, de manera que no hubiera posibilidad de que presentara en ninguna parte un informe favorable a Dará. De ser así, tal polizón estaría ahora en la cabina dormitorio, esperando a que Calhoun entrara confiado allí para matarlo de un disparo.
Por tanto, Calhoun hizo café. Se metió un desintegrador en el bolsillo, donde pudiera tenerlo a mano. Llenó una tacita para Murgatroyd, otra mayor para sí mismo y una tercera igual que la suya.
Dio unos golpecitos a la puerta de la cabina dormitorio, manteniéndose a un lado por si le disparaban con un desintegrador a través de la hoja.
—El café está listo —dijo sardónico—. Salga y únase a nosotros.
Hubo una larga pausa. Calhoun volvió a llamar.
—Tiene usted asiento reservado en la mesa del capitán —exclamó todavía más sarcástico—. ¡Es de mala educación hacerme esperar!
Escuchó, alerta a cualquier rumor presuroso que pudiera ser el desesperado intento de algún fanático para asesinarle a pesar de saberse prematuramente descubierto. Calhoun estaba preparado para disparar implacable, porque estaba en misión de servicios y sus superiores, si bien no aprobaban la exterminación de seres humanos, tampoco justificaban que otros habitantes de cualquier planeta la aceptaran como su credo cotidiano.
Pero no hubo salida apresurada. En su lugar, se percibieron pisadas vacilantes que sobresaltaron a Calhoun. La puerta de la cabina se abrió despacio. En el hueco apareció una muchacha, desesperadamente pálida y desesperadamente compuesta.
—¿Cómo... cómo supo que estaba yo ahí? —preguntó balbuciente. Se humedeció los labios—. ¡Usted no me vio! ¡Estaba encerrada en el armario y ni siquiera entró usted en la habitación!
Calhoun contestó ceñudo:
—Poseo mis fuentes de información. Murgatroyd me lo dijo esta vez. ¿Me permite que se la presente? Murgatroyd, ésta es nuestra pasajera. Estréchale la mano.
Murgatroyd se adelantó, se puso en pie sobre sus cuartos traseros y extendió una peluda y escuálida patita. La chica ni se movió. Miraba a Calhoun.
—Será mejor que le dé la mano —dijo Calhoun, tan hosco como antes—. Puede que eso relaje un poco la tensión. Y luego, ¿querrá contarme su historia? Porque estoy seguro de que tiene alguna preparada.
La chica tragó saliva. Murgatroyd le estrechó la mano muy serio.
—¡Jiii-jiii! —dijo con sus tonos más agudos y volvió a su anterior postura.
—¿La historia? —insistió Calhoun.
—No... no tengo ninguna —dijo la muchacha incómoda—. Sólo que... necesitaba llegar a Orede y usted va allí. No hay otro modo de ir, ahora.
—Al contrario —repuso Calhoun—. Indudablemente en cuanto puedan reunirla y armarla, partirá para Orede toda una flota de naves espaciales. Pero me temo que esa historia suya no sea lo bastante buena. Pruebe con otra.
La muchacha se estremeció un poco.
—Soy una fugitiva...
—¡Ah! —exclamó Calhoun—. En ese caso, la devolveré a su punto de procedencia... a Weald, claro.
—¡No! —gritó la muchacha con fiereza—. ¡Antes... antes morir! ¡Primero soy capaz de destruir esta nave!
Sacó la mano de detrás de su cuerpo. Empuñaba un diminuto desintegrador. Pero temblaba visiblemente al tratar de apuntar el arma.
—¡Dispararé contra los mandos!
Calhoun parpadeó. Había tenido que hacer un cambio drástico en su estima de la situación, en el mismísimo instante en que vio que el polizón era mujer. Ahora se vio obligado a realizar un nuevo cambio porque la muchacha no amenazaba matarle, sino destruir los controles de la nave. Es raro que las mujeres se dediquen a asesinar, y cuando lo hacen no utilizan armas enérgicas; las drogas y venenos son más propios de ellas. Pero aquella muchacha amenazaba destruir al navío con preferencia a matar a su propietario, por lo que no se podía considerar en absoluto como una asesina.
—Sería preferible que no lo hiciera —dijo Calhoun con sequedad—. Además, se aburriría usted mortalmente si nos quedáramos a la deriva y en espera de que se nos acabaran el aire y las provisiones.
Murgatroyd, sin razón alguna en apariencia, creyó necesario intervenir en la conversación.
—¡Jiii-jiii-jiii!
—Una sugerencia muy sensata —observó Calhoun—. Nos sentaremos a beber una taza de café. —Y volviéndose hacia la muchacha, dijo—: La llevaré a Orede, puesto que es ahí a donde quiere usted ir.
—Mi novio está en Orede...
Calhoun sacudió la cabeza.
—No —dijo con tono reprobatorio—. Casi toda la colonia minera se metió atiborrada en la nave que vino a Weald repleta de muertos. Pero no todos. Y no hubo revisión alguna para ver qué hombres estaban en el navío y cuáles no. Usted no iría a Orede si fuese probable que su novio hubiera muerto en el camino de regreso. Tome su café. ¿Azúcar o sacarina? ¿Le gusta con leche?
Temblaba un poco, pero cogió la taza.
—No lo comprendo.
—Murgatroyd y yo somos benefactores —explicó Calhoun, sin saber si hablaba a impulsos de la cólera o de otro sentimiento—. Vamos por ahí tratando de impedir que la gente se ponga enferma o se muera. Algunas veces hasta procuramos evitar que se maten. Es nuestra profesión; la practicamos incluso por nuestro bien. Queremos seguir viviendo. Aunque las suyas no sean auténticas amenazas, la llevaremos a donde quiere ir. Especialmente puesto que vamos al mismo sitio.
—¡Usted no me ha creído ni una sola palabra de cuanto le he dicho! —afirmó la chica.
—Ni una palabra —admitió Calhoun—. Pero no tardará usted en contarnos algo más creíble. ¿Cuando comió por última vez?
—Ayer.
—¿Prefiere prepararse usted misma su comida? —preguntó Calhoun educadamente—. ¿O me permite que le disponga un tentempié?
—Yo... yo lo haré —respondió ella.
Primero, sin embargo, se bebió el café. Luego Calhoun le enseñó cómo programar la cocina ultrarrápida para obtener los platos deseados, retirándolos de la despensa, calentándolos o enfriándolos, según el caso, y sirviéndolos a los intervalos adecuados. También había equipo para prepararse la comida uno mismo, al propio gusto. Era otro de los dispositivos de la nave para hacer más soportable la soledad.
Calhoun se abismó deliberadamente en la lectura del Directorio Galáctico, buscando lo concerniente al planeta Orede. Se encaminaba a él, pero no había motivo alguno para que no se enterara de cuantos detalles le pudiesen ser luego de utilidad práctica. Leyó la información tratando de evidenciar plena concentración.
La muchacha comió con corrección. Murgatroyd la contemplaba con un alto y amable interés. Pero ella parecía extremadamente intranquila.
Calhoun acabó su consulta al Directorio, y sacó los carretes de microfilm que contenían la información más extensa. Buscaba específicamente la historia de todos los planetas del sector, preparada por el Servicio Médico. Siguió en las películas paso a paso el proceso de cada inspección realizada en Weald y Dará.
Pero el Sector Doce no había sido bien gobernado. No había un relato adecuado de la epidemia que había barrido las tres cuartas partes de la población de un planeta habitado. ¡Inconcebible! Empezó poco después de la visita de un navío médico y había terminado ya mucho antes de la llegada de la siguiente nave del Servicio.
Debería haberse llevado a cabo una concienzuda investigación, incluso después de pasado el peligro. Debieron haberse recogido muestras de la materia infecciosa y efectuar un estudio razonable y una necesaria identificación del agente patógeno. No se hizo nada. Probablemente se produjera otra emergencia en el sector por aquel tiempo, y eso obligó a que la investigación de lo ocurrido se pasara por alto. Calhoun, cuya carrera no tenía que desarrollarse en aquel sector, resumió en un informe detonante las consecuencias de aquella negligencia.
Se mantuvo a sí mismo indiferentemente atareado, ignorando la presencia de la chica. Un miembro de los navíos médicos tiene a su alcance abundantes fuentes de estudio y meditación en qué ocuparse durante el viaje en superimpulsión de un planeta a otro. Calhoun hizo uso de tales fuentes, y actuó como si no tuviera la menor noticia de la presencia del polizón. Pero Murgatroyd la contemplaba con encantadora atención.
Horas después de haber sido descubierta, dijo ella, intranquila:
—¿Me permite?
Calhoun levantó la vista.
—Diga usted.
—No sé exactamente cuál es mi situación aquí.
—Es usted un polizón —contestó Calhoun—. Legalmente tengo derecho a echarla por la escotilla, pero no me parece necesario. Hay una cabina. Cuando tenga sueño, úsela. Murgatroyd y yo nos las arreglaremos aquí bastante bien. Cuando sienta hambre, ya sabe cómo obtener algo que comer. Y luego que aterricemos en Orede, probablemente se irá usted a resolver sus propios asuntos. Eso es todo.
La muchacha le miró fijamente.
—¡Pero usted no creyó nada de lo que le dije!
—No —asintió Calhoun, pero no añadió nada más.
—Pero... se lo diré —ofreció ella—. La policía iba tras de mí. ¡Tenía que marcharme de Weald! ¡Era preciso! Había robado...
Calhoun sacudió la cabeza.
—No —dijo—. Si fuese usted una ladrona, diría cualquier cosa en este mundo menos confesar su robo. Todavía no está dispuesta a decirme la verdad. No es preciso que lo haga, así que, ¿para qué contarme mentiras? Le sugiero que duerma un poco. A propósito, la cabina no tiene cerradura porque se supone que este navío es unipersonal. Pero puede colocar una silla detrás de la puerta, o algo parecido. Buenas noches.
La muchacha se levantó lentamente. Por dos veces se abrieron sus labios como para volver a hablar, pero luego entró en la cabina y se encerró. Se oyó el ruido de una silla al ser colocada contra la puerta.
Murgatroyd parpadeó con los ojillos fijos en el lugar por el que ella había desaparecido y después trepó hasta el regazo de Calhoun, completamente seguro de ser bien recibido. Se instaló a su comodidad y permaneció en silencio unos momentos. Luego dijo:
—¡Jiii!
—Creo que tienes razón —contestó Calhoun—. Ella no es de Weald, o con el acondicionamiento que habría sufrido, el único sitio al que temería más que a Orede, sería Dará. Pero me parece que ella no tiene miedo ni de aterrizar en Dará.
A Murgatroyd le gustaba que le hablaran. Incluso pretendía tomar parte en la conversación, como si fuera un ser humano.
—¡Jiii-jiii! —dijo con convicción.
—Definitivo —asintió Calhoun—. Ella no lo hace por conseguir beneficios personales. Cualquier cosa que crea hacer, es más importante, según su criterio, que su propia vida. Murgatroyd...
—¿Jiii? —exclamó Murgatroyd en tono inquisitivo.
—Hay ganado salvaje en Orede —prosiguió Calhoun—. Manadas y manadas. Tengo la sospecha de que alguien ha estado cazándolos. En cantidad. ¿No te parece? ¿No crees que en Orede últimamente ha sido sacrificado ganado en gran escala?
Murgatroyd bostezó. Se puso todavía más cómodo en el regazo de Calhoun.
—Jiii —dijo, soñoliento.
Se echó a dormir, mientras Calhoun proseguía el examen de la muy condensada información. Estudiaba el coeficiente normal de incremento, con otros datos, entre las manadas de bovis domesticus en estado salvaje, viviendo en planetas desprovistos de enemigos naturales de su especie.
No era insólito que se «sembrara» un mundo con tipos útiles de la flora y fauna terrestre antes de intentar su colonización. Las formas de vida terráqueas podían prosperar diabólicamente en un sistema ecológico extraño... para beneficio de la humanidad. Microorganismos y vegetación corriente se añadían para hacer más práctica la colonización humana en los mundos nuevos. Pero a veces los resultados eran sorprendentes.
Tan sorprendentes, a menudo, como para conseguir que unos cientos de hombres se apiñen frenéticamente a bordo de un navío de carga que posiblemente no podrá ofrecerles medios de sobrevivir, ya que todos morirán mientras la nave esté en superimpulsión.
Para cuando Calhoun se tendió en el colchón neumático de recambio, había calculado ya que tan sólo una docena de cabezas de ganado, sueltas en un planeta adecuado, se transformarían en manadas de cientos de miles de reses en mucho menos tiempo de lo que cualquiera podría imaginarse.
El navío médico marchaba dentro de lo que parecía un medio absolutamente sólido, sin sonido externo, sin que pudiera verse nada fuera, sin pruebas de no hallarse en el corazón de un planeta en vez de surcar el vacío a una velocidad tan grande que era imposible de imaginar racionalmente.
Al día siguiente, la chica miró singularmente a Calhoun cuando entró en la sala de control. Murgatroyd la contempló con gran interés. Calhoun hizo un gesto educado con la cabeza y prosiguió haciendo aquello en que se hallaba ocupado cuando ella apareció.
—¿Puedo desayunarme? —preguntó insegura la muchacha.
—Murgatroyd y yo ya lo hicimos —contestó Calhoun—, ¿por qué no usted?
Silenciosa, operó la cocina ultrarrápida y comió. Calhoun era la mismísima imagen del hombre que responde con educación cuando le hablan, pero que está preocupado con actividades que nada tienen que ver con los polizones.
Sobre el mediodía, hora de la nave, preguntó ella:
—¿Cuándo llegaremos a Orede? Calhoun se lo dijo con aire ausente, como si estuviera pensando en otra cosa. ¿Qué... qué cree usted que ocurrirá allí? Me refiero a la causa posible de la tragedia del navío.
—No lo sé —respondió Calhoun—. Pero no estoy de acuerdo con las autoridades de Weald. Me parece que no fue una atrocidad planeada por los pieles-azules.
—¿Qué... qué son pieles-azules? —preguntó la chica.
Calhoun giró en redondo y la miró con fijeza.
—Cuando se miente —dijo en tono melifluo—, dice uno tanto como pretende no decir, eso le pasa a usted. ¡Sabe muy bien lo que son los pieles-azules!
—Pero... ¿qué piensa usted que son? —preguntó ella.
—Hubo antaño una enfermedad humana llamada viruela —empezó a decir Calhoun—. Cuando la gente se recuperaba de ella, quedaba de ordinario marcada. Su piel se llenaba de hoyuelos cicatrizados, procedentes de las pústulas secas. En aquel tiempo, allá en la Tierra, se esperaba que todo sujeto, tarde o temprano, pillara la viruela y que un gran porcentaje muriera. Y se convirtió eso en una cosa tan corriente que si enviaban la descripción de algún criminal nunca mencionaban si tenía señales de viruela. Ya no servían como medio de distinción. Pero si no las tenía, ¡entonces sí que lo mencionaban! —hizo una pausa—. Las señales de la viruela no eran hereditarias, pero por lo demás, un piel-azul es como un hombre que hubiese sufrido de viruela. No puede ser más que eso.
—Entonces, ¿cree usted que son seres humanos?
—Nunca se ha presentado todavía un caso de evolución inversa —contestó Calhoun—. Quizá el Pithecanthropus tuvo por tío a algún mono, pero ningún Pithecanthropus se convirtió jamás en mono.
La muchacha se apartó bruscamente, pero durante el día le miró a menudo. Calhoun continuó ocupándose de aquellas actividades que permitían que la vida en un navío médico se mantuviera dentro de los límites de la cordura.
Al día siguiente, sin preámbulos, la muchacha le preguntó:
—¿No cree usted que los pieles-azules planearon que la nave de los muertos llegara a Weald y extendiera allí la plaga?
—No —dijo Calhoun.
—¿Por qué?
—Probablemente, porque no habría dado resultado —contestó Calhoun—. Llevando a bordo sólo hombres muertos, la nave nunca hubiera podido llegar a algún sitio desde el cual el rayo de aterrizaje la hubiese conducido a tierra. Eso habría sido lo malo. Unos hombres contaminados por la epidemia no tratarían de ocultar que estaban enfermos. Lo más seguro es que pidieran ayuda, pero sabrían muy bien que les matarían inmediatamente en Weald si se les encontraba víctimas de la plaga. ¡Eso tampoco habría sido bueno! No, la nave no estaba proyectada para esparcir en Weald la epidemia.
—¿Es usted amigo de los pieles-azules? —preguntó la muchacha con aire de incertidumbre.
—Dentro de lo razonable, deseo el bien para toda la raza humana —contestó Calhoun—. Sin embargo, está usted resbalando. Cada vez que utiliza la frase piel-azul lo hace de manera poco segura, como si fuera un término que ninguna persona refinada gustara de emplear. ¿No es verdad? A propósito, mañana aterrizaremos en Orede. Si tiene intención de decirme la verdad, no le queda mucho tiempo disponible.
Ella se mordió los labios. Dos veces, durante el resto de la jornada, se encaró a él y abrió la boca como para hablar, pero se apartó de nuevo. Calhoun encogióse de hombros. Tenía ideas perfectamente definidas con respecto a la muchacha. Tuvo buen cuidado sin embargo de no tratar de comprobarlas, pero ninguna mujer nacida en Weald iría a Orede voluntariamente, creyendo todos los wealdianos que una nave cargada de mineros había preferido la muerte a quedarse allí. Eso lo relacionaba todo, como creía la generalidad, con los pieles-azules. ¡Nadie en Weald soñaría en aterrizar en Orede! No ahora.
Un poco antes de que el navío médico debiera salir de la superimpulsión, la chica dijo, con el mayor cuidado:
—Ha sido usted muy amable. Me gustaría poder darle las gracias. En... en realidad, no creí nunca poder vivir lo bastante para llegar a Orede.
Calhoun alzó las cejas, pero no dijo nada.
—Desearía poder decirle todo cuanto usted desea saber —añadió con pena la muchacha—. Creo que usted es... honrado de veras. Pero algo...
—Usted me ha informado de muchas cosas —dijo Calhoun en tono cáustico—. No ha nacido en Weald. No se crió allí. La gente de Dará, y advierta que no digo los pieles-azules, a pesar de que lo son, han fabricado por lo menos una nave espacial desde que Weald les amenazó con el exterminio total. Probablemente hay una nueva escasez de víveres ahora en Dará, conducente a la más extrema desesperación. Es lo más adecuado para impulsarles a correr el riesgo de aterrizar en Orede, para matar ganado, congelarlo y llevárselo, para atender a las necesidades alimenticias más perentorias. Les ha dado resultado...
La muchacha carraspeó y se puso en pie de un salto. Sacó del bolsillo el diminuto desintegrador. Le apuntó vacilante.
—¡Tengo que matarle! —gritó desesperada—. ¡Es... es preciso!
Calhoun alargó el brazo. Ella oprimió desesperadamente el disparador del arma. No ocurrió nada. Antes de que pudiese darse cuenta de que no había quitado el seguro, Calhoun le arrebataba el desintegrador arrancándoselo de los dedos. Luego dio un paso atrás.
—¡Buena chica! —dijo aprobador—. Le devolveré esto cuando aterricemos. Y, gracias. ¡Muchas gracias!
La muchacha se retorció las manos. Luego le miró con fijeza.
—¿Me da las gracias, cuando traté de matarle?
—¡Pues claro! —exclamó Calhoun—. Hice conjeturas. No tenía modo de saber si eran ciertas. Cuando trató de matarme, usted me las confirmó una por una. Ahora, al tomar tierra en Orede, conseguiré de usted que me ponga en contacto con sus amigos. Va a ser arriesgado, porque deben estar muy asustados por lo de aquella nave..., ¡pero es algo que tiene que hacerse!
Volvió al tablero de control del navío y se sentó ante los mandos.
—Faltan veinte minutos para romper la superimpulsión —anunció.
Murgatroyd asomó la cabecita por la entrada de su cubil. Sus ojillos miraban ansiosos. Los tormales son criaturillas amables, cariñosas. Durante los días de la superimpulsión, Calhoun le había prestado menos atención que de costumbre, mientras que la muchacha se mostró fascinadora para el animalito.
Se habían hecho amigos, torpemente por parte de la chica, muy de buena gana por la de Murgatroyd. Pero sólo unos momentos antes, en el aire hubo amarga emoción: Murgatroyd corrió a su cubil para escapar de ella. Se sentía desolado. Ahora, al reinar de nuevo el silencio, se asomaba con expresión de infelicidad.
—¿Jiii? —inquirió plañidero—. ¿Jiii-jiii-jii?
Calhoun contestó con indiferencia.
—Todo va bien, Murgatroyd. Si no nos desintegran cuando intentemos aterrizar, podremos hacernos nuevos amigos y cumplir una misión delicada.
La afirmación era desesperanzadoramente insegura.