IV
Cinco minutos más tarde Calhoun había localizado a uno de los presuntos criminales detrás de una masa de tablas destrozadas, que otrora había sido una pared. Encendió la madera mediante un disparo desintegrador y luego, maliciosamente, cuando el hombre que se había cobijado allí huyó de las llamas, lanzó otros disparos en torno. Pudo haberlo matado diez veces, pero era más deseable abrir y entablar alguna comunicación. Por tanto, falló con intención.
Maril había estado gritando que procedía de Dará y que tenía un aviso para ellos, pero no le respondieron. Había tres hombres con potentes y pesados rifles desintegradores. Uno era aquel que Calhoun había hecho salir de su escondite mediante el fuego. El rifle de aquel hombre explotó cuando las llamas le alcanzaron. Quedaban dos.
El siguiente, como descubrió inmediatamente Calhoun, estaba abriéndose camino por detrás de la maleza hasta una especie de repisa de piedra desde la que podría disparar a su merced a Calhoun, porque lo tendría precisamente debajo. Calhoun se había dejado caer dentro de un hoyo, y empujó a Maril bajo cobijo al primer disparo. El segundo hombre planeaba alegremente alcanzar un punto desde el que pudiera dispararle como lo haría contra un pez dentro de la pecera.
El tercer individuo había disparado media docena de veces y luego desapareció. Calhoun imaginó que su intención era dar la vuelta para situarse a su espalda, esperando que Calhoun no tuviese desde allí protección alguna. Le llevaría algún tiempo conseguirlo.
Así que entonces, industriosamente, concentró su fuego en el hombre que trataba de colocarse por encima de él. Se hallaba ahora tras de un peñasco, no muy diferente del que servía de parapeto a Calhoun. Incendió la maleza en el punto hacia el que aquel otro hombre tenía intención de llegar. Eso, entonces, hizo que el esfuerzo de aquel agresor fuese inútil.
Luego envió una docena de disparos al cobijo rocoso de aquel individuo. Lo recalentó. Se alzó el vapor en masas blancuzcas y azuladas, y vio como su adversario huía. Le vio tan claramente que estaba seguro de que tenía un retazo de pigmento azul en el costado derecho de su nuca.
Gruñó y giró para buscar al tercero. Aquel hombre se movía a través de la espesa maleza y Calhoun la inflamó en una zona adecuada, con arreglo a la dirección del viento, para que las llamas se extendiesen. Con toda evidencia, aquellos hombres no estaban adiestrados en prácticas de combate con rifles desintegradores. El tercer individuo también tuvo que huir, y lo hizo. Pero algo salió de su mano describiendo un arco a través del humo. Cayó en el suelo directamente delante de Calhoun, entre él y la dirección del viento. Una nube de humo blanco se expandió violentamente.
Fue el instinto lo que hizo que Calhoun reaccionase de aquel modo. Puso en pie a la chica y la apremió para que corriese hacia el navío médico. El humo procedente de la bomba lo rodeó, pero no alcanzó para nada a Maril. Calhoun, sin embargo, no pudo menos que respirar una bocanada de algo extraño, ni suave ni ardoroso, que no producía el menor efecto a la vegetación. Cesó de respirar y se lanzó hacia adelante. Una vez en el aire libre, vació sus pulmones y los volvió a llenar. Entonces estaban a mitad de camino de la nave, con Murgatroyd llevando la delantera.
Pero el corazón de Calhoun comenzó a latir furiosamente. Sus músculos se tensaron y retorcieron. Tenía síntomas extraordinarios, como los correspondientes a una extrema agitación. Juró, pero un hombre de Servicio Médico no reaccionaría ante tales síntomas como habría hecho cualquier individuo sin conocimientos de medicina. Calhoun estaba bastante familiarizado con el gas lacrimógeno, usado por la policía en algunos planetas.
Pero aquél era diferente, y peor. Incluso mientras ayudaba y apremiaba a Maril para que marchase hacia adelante, automáticamente consideró sus sensaciones y llegó a la conclusión de que se trataba de gas del pánico. La policía no lo utilizaba, porque el pánico es peor que cualquier alboroto o tumulto. Calhoun sintió todos los síntomas físicos del miedo, y un terror avasallador le apretó la garganta.
Un hombre cuya mente se llena de terror experimenta ciertas sensaciones físicas: el corazón le late salvajemente, los músculos se tensan y retuercen y se siente un impulso frenético de entregarse a la acción convulsiva. Cualquier hombre en que aquellas sensaciones físicas son producidas por otros medios, ordinariamente encontrará su mente predispuesta para el terror.
Calhoun no podía combatir con sus sentimientos mentales, pero su actitud clínica le permitió actuar a pesar de ello. Los tres, en su frenética carrera, llegaban a la base del navío médico. Uno de sus enemigos había perdido su rifle, y no contaba. Otro había huido de las llamas y podía ser olvidado por unos instantes, de todas maneras. Pero el impacto de un disparo chocó contra el casco metálico de la nave a un metro escaso de Calhoun, y el joven giró en redondo buscando al tercero mientras lanzaba una ráfaga de su rifle que vació por completo el cargador.
Entonces abrió la escotilla, pesaroso de estar conmovido y temblando. Apremió a la chica y a Murgatroyd para que entrasen. Cerró de un portazo la puerta exterior precisamente cuando otro impacto la alcanzaba.
—No... no se han dado cuenta —exclamó Maril desesperada—. Si al menos supiesen...
—Hábleles, si gusta —dijo Calhoun; le castañateaban los dientes y estaba ofuscado, porque sus síntomas eran de terror.
Oprimió un botón en el tablero de control y señaló hacia el micrófono. Sacó una botella de oxígeno, e inhaló profundamente de ella. El oxígeno, con toda evidencia, debería de ser un antídoto para el pánico, puesto que los síntomas de terror hacen aumentar la oxigenación de la corriente sanguínea y de los músculos, y obligan a un esfuerzo sobrehumano; posible, aunque innecesario.
Respirar oxígeno al noventa y cinco por ciento le produjo el mismo efecto que a los sobrecogidos por el terror, así que su corazón disminuyó su latir hasta casi la normalidad y su cuerpo se relajó. Extendió la mano, y vio que ya no temblaba. Había tenido miedo al ver que temblaban incontrolablemente sus dedos cuando señaló a Maril el micrófono.
Se volvió hacia ella. La muchacha no había hablado todavía.
—Es que... ¡puede que no sean de Dará! —dijo vacilante—. Acabo de pensarlo. Pueden ser cualquier otra cosa, quizá criminales que planearan asaltar la mina para robar una carga de mineral.
—No diga tonterías —exclamó Calhoun—. Vi a uno de ellos con bastante claridad como para estar seguro. Pero son tipos escépticos. Me temo que hayan más de camino hacia aquí desde donde están ocultos. De todas maneras, ahora sabemos que estaban a la escucha. Me aprovecharé de eso y nos iremos.
Tomó el micrófono. Un instante más tarde su voz atronaba la quietud exterior de la nave, cortando el diminuto agitarse de las pequeñas criaturas vivientes.
—¡Éste es el navío médico Aesclipus Veinte!. —decía Calhoun, con una voz amplificada hasta lo indecible—. Salí de Weald hace cuatro días, uno después de que llegase desde aquí el navío de carga con todos los de a bordo muertos. En Weald no saben lo que ocurrió, pero sospechan que fueron los pieles-azules. Tarde o temprano buscarán por aquí. ¡Márchense! ¡Cubran sus huellas! ¡Escondan todo rastro de que han estado alguna vez en este planeta! ¡Váyanse de prisa!
»Una advertencia más: se habló de bombardear Dará con bombas de fisión. ¡Están asustados! ¡Si acaso encuentran sus huellas, se asustarán todavía más! Así que cubran el rastro que hayan podido dejar, y ¡márchense de aquí!
La voz muchas veces multiplicada rodó y despertó ecos entre las colinas, pero se oyó con claridad. Cualquiera que la percibiese la comprendería, y su alcance era de casi diez kilómetros.
Pero no hubo respuesta. Calhoun esperó un tiempo razonable. Luego se encogió de hombros y se sentó ante el tablero de control.
—No es fácil convencer a unos hombres desesperados de que se han pasado de listos —observó—. ¡Agárrate fuerte, Murgatroyd!
Los cohetes rugieron. Luego hubo un tremendo ruido que terminó con todo sonido pequeño, y la nave empezó a subir. Incrementó la velocidad, subiendo y subiendo y subiendo y subiendo. Para cuando llegó fuera de la atmósfera iba a bastante velocidad como para llegar al espacio vacío sin dificultad alguna. Calhoun cortó el encendido de todos los cohetes.
Se ocupó entonces de aquellas tareas de astrogación, que empiezan con orientarse en las direcciones galácticas después de partir de un planeta que gira a su propia velocidad individual. Luego se computa el rumbo de la superimpulsión hasta el siguiente planeta, según las coordenadas respectivas del mundo que se acaba de abandonar y al que se trata llegar.
En ese momento, sigue la tarea laboriosa de escoger una estrella de corta magnitud, uno de cuyos planetas sea el de destino. La eligió con precisión ultrafina.
—¡Preparados para la superimpulsión! —dijo al poco—. ¡Agárrense!
El espacio vaciló. Hubo una sensación de náusea, de malestar, de horror a caer en una espiral frenética. Luego quietud y solidez, y negrura fuera del navío médico. La nave estaba en superimpulsión.
—No sé lo que planea usted ahora —dijo la muchacha al cabo de un rato, con acento intranquilo.
—Voy a Dará —contestó Calhoun—. En Orede intenté conseguir que los pieles-azules de allí se fueran de prisa. Quizá he tenido éxito, no lo sé, pero... todo este asunto ha sido mal llevado. Incluso si hay hambre en el pueblo, no se deberían de hacer cosas más allá de la desesperación. El estar desesperado anula el funcionamiento de la mente. No se piensa nada a derechas.
—Ahora sé que fui muy... muy estúpida.
—Olvídelo —ordenó Calhoun—. No hablaba de usted. Aquí me veo en medio de una situación que el Servicio Médico debería haber tomado a su cargo y aclarado hace generaciones. Pero no sólo es obligación del Servicio Médico; es un desorden corriente. Antes de que yo pudiese comenzar a comprender el problema básico, esos idiotas de Orede... ¡Pero si todo había sucedido antes de que yo llegase a Weald! Una explosión emotiva disparada por una nave llena de hombres muertos que nadie intentaba matar...
Maril sacudió la cabeza.
—Esos individuos darianos —continuó Calhoun, enojado— no deberían haber ido a Orede, en primer lugar. Una vez allí, los navíos debieron haberse quedado en un continente en donde no hubiese gente de Weald excavando una mina y matando el ganado por deporte en sus días libres. ¡No debieron dejarse ver! Y creo que fueron localizados. Y, de nuevo, si eso ocurría a gran distancia de la instalación minera, probablemente pudieran haber aniquilado a las personas que les vieron antes de que volviesen a la base con la noticia. Pero parece ser que los mineros vieron a hombres cazando, y se acercaran lo bastante para comprobar que eran pieles-azules, y luego volvieron a la mina con la noticia...
La muchacha esperó a que terminase de explicarse.
—Sé que son conjeturas, pero encajan —dijo Calhoun con disgusto—. Los de Dará, por tanto, tenían que hacer algo. O aniquilaban el puesto minero, o la historia de que los pieles-azules estaban en Orede tenía que ser desacreditada. Los pieles-azules intentaron ambas cosas. Utilizaron gas del pánico sobre el ganado y le hicieron volverse loco y que cargase contra el puesto, como cuadrúpedos lunáticos que son. Y los pieles-azules utilizaron también el gas del pánico en el propio puesto, mientras el ganado marchaba hacia él. Pudo haberse resuelto todo el asunto de manera satisfactoria. Una vez pasado todo, cada individuo del puesto creería que había perdido la cabeza por un rato y que lo más importante sería reedificar las destrucciones ocasionadas por el ganado. No estaría muy seguro de lo que hubiese visto u oído antes. Es posible que tratasen de comprobar más tarde la historia de los pieles-azules..., pero no recordarían nada con certeza. ¡El plan pudo haber salido bien!
De nuevo la muchacha aguardó.
—Por desgracia, cuando los mineros se vieron presos del pánico, corrieron a la nave. También por desgracia, el gas del pánico se metió en el navío con ellos. Así que permanecieron asustados mientras el navegante astronómico, presa también del pánico... partió. Se encaminaron hacia Weald y se metieron en superimpulsión... que les llevaría de todos modos a Weald..., porque ese sería el modo más rápido de alejarse de lo que les causaba temor. Pero él y todos los hombres de la nave estaban aún locos de pánico, porque seguían respirando el gas... ¡Y lo siguieron respirando hasta que murieron!
Silencio. Después de un largo intervalo, preguntó Maril:
—¿No cree usted que los darianos tenían intención de matar?
—¡Creo que fueron muy estúpidos! —contestó Calhoun airado—. Alguien instó para que se utilizase el gas del pánico en caso de tumulto público. Pero es demasiado peligroso. Nadie sabe lo que hará un hombre presa del terror. Tome a un par de centenares de individuos y hágales presa del pánico a todos, ¡y no habrá límite para sus locuras! Todo el asunto fue mal manejado.
—Pero... ¿usted no los censura, entonces?
—Por ser estúpidos, sí —dijo Calhoun, decidido—. Pero de haber estado en su lugar, quizá...
—¿Dónde nació usted? —preguntó Maril de repente.
Calhoun hizo girar su cabeza.
—No. No donde usted se imagina, o espera. No en Dará. Sólo porque yo me comporto como si los darianos fuesen humanos, no significa que sea yo uno de ellos. Pertenezco al Servicio Médico y actúo como miembro de tal servicio, y como creo que debería actuar. —Su tono se hizo exasperado—. ¡Maldición! Se supone que yo debo enfrentarme con situaciones sanitarias, con causas posibles o actuales de muerte para la Humanidad... Y si Weald cree haber encontrado pruebas de que los pieles-azules están de nuevo en el espacio y matan a los darianos, eso no será nada saludable. ¡Ya están a punto de decidirse a dejar caer bombas de fisión sobre Dará para barrer a todos sus habitantes!
—¡Que bombardeen si quieren! —exclamó Maril con firmeza—. Por lo menos sería una muerte más rápida que la del hambre.
Calhoun la miró, más exasperado que antes.
—¿Ha habido malas cosechas otra vez? —preguntó. Cuando la muchacha asintió, dijo amargamente—: ¿Otra vez estado de hambre? —cuando la chica otra vez volvió a asentir, exclamó Calhoun con tono sombrío—: Y claro, el hambre es el padre de los problemas sanitarios... Queda dentro de mi radio de acción, como todo lo demás.
Se levantó. Luego tornó a sentarse.
—Estoy cansado —dijo con llaneza—. Me gustaría dormir un poco. ¿Le importaría coger un libro o cualquier otra cosa, y meterse en la otra cabina? A Murgatroyd y a mí nos gustaría un poco de evasión de la realidad. Con suerte, si me quedo dormido, es posible que sólo parezca una pesadilla. ¡Será una gran mejora respecto a la que ahora experimento!
A solas en el compartimiento de control, trató de relajarse, pero no le fue posible. Se instaló en un sillón cómodo y empezó a pensar. Meditó y meditó. Puede ser eso una forma de autocompasión, impulsada por una satisfacción emocional; pero también puede ser un modo de descubrir los factores desfavorables de una postura. Un hombre en estado optimista puede ignorarlos, pero ninguna situación terrible puede ser remediada mientras se descuida a cualquiera de sus elementos.
Calhoun consideró sombrío el estado de los habitantes del planeta Dará, lo cual quedaba dentro de su tarea como miembro del Servicio Médico: debía remediarlo, o por lo menos mejorarlo. Aquellas personas estaban marcadas por retazos de pigmento azul como consecuencia hereditaria de una plaga ocurrida tres generaciones antes. A causa de tales marcas, lo que era un signo fácil de observar, los habitantes de otros mundos no dejaban de creer que continuaba la infección, y por ello, los darianos eran odiados y temidos por sus vecinos. Dará era un planeta de parias, excluidos de la raza humana por aquellos que les temían.
Y ahora... había hambre en Dará por segunda vez, y los darianos no tenían intención de dejarse morir tranquilamente. Había mucho alimento en el planeta Orede, rebaños monstruosos de ganado sin propietario. Era natural, pues, que los de Dará construyesen una nave o varias y tratasen de llevar alimentos a su pueblo. Pero esa empresa necesariamente desesperada acababa de despertar en Weald un sentimiento frenético de aprensión. Weald era, si es que entraba en todo lo posible, el planeta más histéricamente temeroso de los pieles-azules que jamás existiera, y el enemigo más implacable de la población de Dará, de esa población que se moría de hambre. Weald prosperaba por sí mismo, e, irónicamente, tenía tal exceso de alimentos, que los almacenaba en innecesarios navíos espaciales puestos en órbita en su torno.
Cientos de miles de toneladas de grano circulaban girando alrededor de Weald en cascos herméticamente sellados, mientras que los habitantes de Dará se morían de hambre y sólo se atrevían a robar —si podía llamarse a eso robo— parte del innumerable ganado salvaje de Orede.
Los pieles-azules sobre Orede no podían confiar en Calhoun, así que fingieron no oírle. O quizá es que no le oyeron. Se habían visto abandonados y traicionados por toda la Humanidad, fuera de la de su propio mundo. Se habían visto amenazados y oprimidos por navíos de vigilancia en órbita en su torno, dispuestos a disparar contra cualquier nave espacial que tratasen de enviar al espacio...
Así Calhoun meditó, mientras Murgatroyd bostezaba y trepaba a su aro y se enroscaba para dormir con la peluda cola cuidadosamente apoyada por encima de su nariz.
Mucho tiempo después, Calhoun oyó unos débiles sonidos... que no eran normales en un navío médico marchando en superimpulsión. No formaban parte de los murmullos al azar generados con cuidado para mantener soportable el silencio de la nave. Calhoun levantó la cabeza. Escuchó atento. El sonido no provenía del exterior.
Llamó a la puerta de la cabina dormitorio. Los ruiditos cesaron al instante.
—Salga —ordenó a través de la puerta.
—Estoy... estoy bien —dijo la voz de Maril. Pero no hablaba con tranquilidad. La muchacha se detuvo, hizo una pequeña pausa—. ¿Hice ruido? Sería una pesadilla...
—¡Deseo que me diga usted la verdad de vez en cuando! —exclamó Calhoun—. Salga, por favor.
Se oyó agitación. Al cabo de un rato abrióse la puerta y apareció Maril. Tenía el aspecto de haber estado llorando.
—Probablemente tenga un aspecto raro, pero es porque estaba durmiendo —dijo rápidamente.
—Al contrario —le contestó Calhoun, enfadado—. Estaba usted despierta y llorando. No sé por qué. Yo estaba aquí fuera deseando poder hacerlo, porque soy una especie de fracasado. Pero puesto que usted no dormía, quizá pudiera ayudarme con mi tarea. He descubierto algunas cosas. Descubierto no, imaginado. Para averiguar otras necesito hechos. ¿Quiere suministrármelos?
La muchacha tragó saliva.
—Lo intentaré.
—¿Café? —preguntó él.
Murgatroyd asomó la cabeza de su cabina dormitorio en miniatura.
—¿Jiii? —preguntó con interés.
—¡Vuélvete a dormir! —le espetó Calhoun. Comenzó a pasear arriba y abajo. Necesito saber algo acerca de los retazos pigmentados —dijo, animoso—. Quizá parezca una tontería pensar ahora en tales cosas... pero, ya sabe usted, lo primero es lo primero. Y ésta es la primera cosa. Mientras los darianos no tengan el mismo aspecto que las personas de otros mundos, todos creerán que son seres diferentes. Si su apariencia es repulsiva, creerán que son malos. Hábleme de esos retazos. Hay de tamaños diferentes y de formas distintas, y aparecen en sitios diversos del cuerpo. De todas maneras, usted no tiene ninguno en el rostro ni en las manos.
—No, no tengo en ninguna parte del cuerpo —dijo la chica con rubor.
—Yo creí...
—No los tiene todo el mundo —dijo ella a la defensiva—. Casi todos, sí. Pero no todos. Algunas personas carecen de ellos. Otras nacieron ya con lunares azulados en la piel, pero se desvanecen mientras dura la niñez. Cuando crecen son como las otras personas en Weald o cualquier otro mundo. Y sus hijos jamás las tienen.
Calhoun la miró con fijeza.
—¿Entonces, posiblemente no se pueda demostrar que es usted una dariana?
La muchacha sacudió la cabeza. Calhoun se acordó y empezó a preparar el café.
—Cuando usted abandonó Dará —prosiguió—, la nave la llevó a mucha, muchísima distancia, hasta un planeta en que jamás oyeron hablar de Dará, y a los que aquel nombre nada significaba. Usted pudo haberse instalado allí o en cualquier otra parte, y olvidarse de Dará. Pero no lo hizo. ¿Por qué no, ya que no es una piel-azul?
—¡Pero sí lo soy! —dijo ella con fiereza—. Mis padres, mis hermanos y hermanas, y Korvan...
Entonces se mordió el labio. Calhoun tomó nota, pero no hizo ningún comentario sobre aquel nombre que la muchacha acababa de mencionar.
—Entonces sus padres tuvieron lunares apagados, y por eso usted jamás los tuvo —dijo absorto—. ¡Algo así ocurrió en Tralee una vez! Hay un virus, toda una familia de partículas de virus. Probablemente los humanos somos inmunes a ellos. Tiene uno que estar en una situación física muy mala para que la contaminación se produzca y los virus ataquen al individuo. Pero una vez esos virus se han establecido, pasan de la madre al hijo. Y cuando desaparecen, también es durante la niñez.
Sirvió café para los dos. Murgatroyd saltó al suelo y dijo impaciente:
—¡Jiii! ¡Jiii!
Calhoun llenó distraído la tacita de Murgatroyd y se la entregó.
—¡Pero eso es maravilloso! —dijo la muchacha, exuberante.
—Las manchas azules desaparecieron después de la plaga, ¿verdad? Después que el pueblo se recobró... los que llegaron a recobrarse...
Maril le miraba con fijeza. La mente de él estaba llena de consideraciones estrictamente profesionales. No le hablaba como a una persona; ella se había convertido en una fuente de información.
—Eso me dijeron —dijo Maril con reserva—. ¿Hay todavía más preguntas humillantes que quiera hacerme?
El clavó sus ojos en la muchacha. Luego dijo de mala gana:
—Soy un imbécil, Maril, pero usted es muy suspicaz. No hay nada personal...
—¡Para mí sí! —contestó ella con fiereza—. Yo nací entre pieles-azules y llevo su sangre, y somos odiados, y me hubiesen matado en Weald si hubieran sabido que... que soy una piel-azul. Y está Korvan, que me preparó para ser enviada lejos como espía y me advirtió lo que tenía que hacer, que es precisamente lo que usted dijo: abandonar mi casa, mi mundo natal y a todos los seres queridos..., incluyéndole a él. ¡Para mí es cosa personal!
Calhoun parpadeó con aire desvalido.
—Lo siento —repitió—. Bébase ese café.
—No lo quiero —exclamó ella, amargada—. Prefiero morir.
—Si sigue usted así —le dijo Calhoun—, conseguirá lo que desea. Está bien, ya no habrá más preguntas.
La muchacha dio la vuelta y avanzó hacia la cabina dormitorio. Calhoun se la quedó mirando.
—Maril.
—¿Qué?
—¿Por qué lloraba?
—Usted no lo comprendería —contestó ella con sencillez.
Calhoun se encogió fuertemente de hombros. Era un hombre de carrera. En su profesión no se le consideraba un incompetente. Pero no hay ninguna carrera en la que se puede considerar a un hombre lo bastante competente como para comprender a las mujeres. Calhoun, enojado, tenía que dejar que el azar, la casualidad o el desastre se encargasen de los problemas personales de Maril. Por delante tenía asuntos más importantes de los que cuidarse.
Al menos, ahora ya tenía algo en qué trabajar. Estuvo revolviendo afanosamente entre las cintas grabadas con referencias. Sacó una colección explícita de informes sobre la materia que necesitaba exactamente. Abandonó la sala de control y bajó a la zona de almacenes del navío médico. Encontró una caja ultracongelada, cuyo contenido se mantenía a la temperatura del aire líquido. Se colocó unos gruesos guantes, y utilizando un juego especial de pinzas sacó un bloque diminuto de plástico en el que habían introducido una redoma de vidrio sellada. Empezó a calentarse al instante en que la sacó, y cuando la caja del almacén estuvo cerrada de nuevo el bloque se hallaba cubierto de una capa de hielo.
Volvió a la sala de control y bajó el panel que descubría el laboratorio, pequeño pero sorprendentemente adecuado para experimentos biológicos. Colocó el bloque de plástico en un recipiente que alzaría muy gradualmente la temperatura específica y la mantendría al nivel deseado. Era, con toda evidencia, un cultivo vivo del que podría obtenerse, multiplicándolo, cualquier cantidad necesaria del mismo. Calhoun ajustó el aparato con gran cuidado.
—Este ha sido un buen día de trabajo —dijo a Murgatroyd—. Ahora creo que voy a descansar.
Entonces, durante largo rato, no hubo ni sonido ni movimiento dentro del navío médico. La chica podía estar durmiendo, o quizá no. Calhoun se acomodó en un sillón que al oprimir un botón se convertía en el más confortable de los lechos. Murgatroyd volvió a su cubil, con la cola curvada por encima del morro.
De vez en cuando se oían los confortadores y casi imperceptibles murmullos. Servían para conservar el sentido de la vida dentro de la nave. Pero precisamente por estos infinitésimos ruiditos, cuidadosamente grabados para tal propósito, se evitaba que la mente del viajero creyese en su inconsciente que el navío era una especie de tumba.
Pero todo cambiaba cuando empezaba un nuevo día, según el tiempo de la nave; porque el murmullo inaudible se convertía en sonidos de actividades mañaneras; lejanas como ecos, aunque, sin embargo, estableciendo una atmósfera sonora puramente adecuada al instante.
Calhoun se levantó y examinó el bloque de plástico y su contenido. Leyó los instrumentos que había dejado ajustados mientras dormía. Colocó el bloque, que ya no estaba congelado, en el microscopio y vio lo que encerraba: partículas infinitésimas de vida en el proceso de multiplicarse dentro del medio alimenticio que se había descongelado con ellos cuando empezaban a salir del estado de espora. Se sintió satisfecho. Volvió a colocar el bloque en el horno de incubación y se enfrentó animoso al nuevo día.
Maril le saludó con gran reserva. Se desayunaron con Murgatroyd comiendo en su platito sobre el suelo, su tacita de café al lado.
—He estado pensando —dijo Maril con sencillez—. Creo que estoy dispuesta a oír cualquier idea suya que pueda servir para ayudar a Dará.
—Es usted muy amable —murmuró Calhoun.
En teoría, un hombre del Servicio Médico tiene toda la autoridad necesaria para cualquier emergencia. El poder para declarar un planeta en cuarentena, desgajándolo de todo el comercio interestelar, podría ser bastante para obligar a cualquier Gobierno de ese mundo a que cooperara. Pero en la práctica, Calhoun tenía exactamente tanto poder como el que podía ejecutar directamente.
Weald no podía pensar razonablemente en cuanto a los pieles-azules, y, con certeza, a las autoridades de Dará tampoco se las podría considerar cono ecuánimes. Tenían por detrás una larga historia de aislamiento, de proscripción, y una larga experiencia en ser considerados menos que humanos. A sangre fría, y bien mirado, Calhoun no tenía poder en absoluto.
—¿Puedo preguntar qué influencias tiene usted allí? —exclamó Calhoun.
—Hay un hombre que piensa mucho en mí —contestó Maril con reservas—. No conozco cuál es su postura oficial presente, pero era, por lo menos, un hombre prometedor. Yo le diré cómo ha actuado usted hasta ahora, y le hablaré de su actitud, y, claro, que es usted del Servicio Médico. Estoy segura de que se alegrará de ayudarle.
—¡Espléndido! —dijo Calhoun moviendo la cabeza—. Ése tiene que ser Korvan.
La chica se sobresaltó.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Intuición.
Calhoun había hablado con sequedad. Meditó unos momentos.
—Está bien, contaré con él?concluyó.
Al decir esto la muchacha le sonrió, un tanto aliviada. Murgatroyd alzó la cabecita y contempló de hito en hito a sus dos amigos. Sin embargo, los pensamientos de Calhoun iban por distinto rumbo. En el silencio que siguió, silencio lleno de los murmullos propios de las cintas magnetofónicas ocultas del navío, cada uno consideraba el problema, interiormente, desde su punto de vista. Calhoun había dicho que contaría con Korvan..., pero no lo pensaba.
Siguió trabajando en el pequeño laboratorio biológico todo aquel día y el siguiente. La chica permaneció muy callada. Murgatroyd trató de entrar en esa pretendida conversación propia de él, pero ella no pareció dispuesta a seguirle la corriente.
Pero una vez pasado el día del navío, llegó la hora de salir de superimpulsión.
Mientras la nave era el mundo en sí misma, era fácil mirar hacia adelante, contemplar el futuro con confianza. Pero cuando se iba a poner en contacto y, en cierto modo, en conflicto con otros y más grandes mundos, alineados en la proximidad, las perspectivas parecían menos brillantes.
Ahora Calhoun tenía planes definidos, pero había muchas y diversas maneras en que podían llegar a frustrarse.
Se sentó en el tablero del control y miró el reloj.
—Tengo las cosas preparadas —dijo a Maril—, si es que dan resultado.
Maril le escuchó. Abrió la boca para hablar, pero no dijo nada. Calhoun prosiguió:
—Si puedo lograr que alguien en Dará me escuche, lo que es improbable, y siga mi consejo, lo que es más improbable todavía; y si en Weald no se meten en la cabezota ideas que probablemente se meterán; y si se hace lo que yo sospecho... cosa que quizá todavía pueda hacerse...
Maril siguió vacilante todo aquel indeterminado palabreo. La ironía de Calhoun se le escapaba, aunque, a veces, percibía parte de la profunda amargura que reinaba en el interior del joven médico.
—Estoy segura de que usted hará cuanto pueda, y que lo que haga, será lo mejor —dijo Maril con educación.
Calhoun logró sonreír. Miraba el reloj. No había ninguna sensación peculiar en la superimpulsión, excepto al principio y al fin. Ahora era el momento del fin. Podía descubrir muchas cosas que era muy posible que hubiesen ocurrido. Sus planes podrían ser considerados inmediatamente desesperados. Weald podía haber enviado navíos a Dará. O Dará podía estar en tal estado de desesperación, que...
El navío médico salió de superimpulsión a un mes luz del sol en torno al cual giraba el planeta Dará. Calhoun dio un ligero salto hacia él. Por entonces, Dará estaba al otro lado de la resplandeciente y amarilla estrella. Le llevó tiempo alcanzar el planeta.
Llamó, identificándose a sí mismo y al navío y pidiendo coordenadas para que su nave pudiera aterrizar. Había confusión, como si su solicitud fuese tan desusada que no hubiese nadie capaz de proporcionar las respuestas con diligencia.
La torre de aterrizaje y su antena, también, estaban en el lado nocturno del planeta. Al poco la nave se vio encerrada por los campos de fuerza de la antena. Comenzó a bajar.
Calhoun vio que Maril estaba sentada tensa, retorciéndose los dedos unos con otros, hasta que la nave tocó el suelo.
Entonces Calhoun abrió la escotilla de salida... y se encontró a hombres armados que en la oscuridad le apuntaban con rifles desintegradores. Incluso había un cañón portátil enfilado contra el propio navío médico.
—¡Salga! —gritó una voz.
Calhoun no respondió. Pasaron unos minutos, aunque quizá fueron tan sólo segundos.
—¡Si intentan algo serán desintegrados! —repitió la voz—. ¡Este navío y todo lo que contiene queda requisado por el Gobierno de nuestro planeta!